Universidad de Costa Rica / Universidad de Potsdam (Alemania)
«Sobre literatura centroamericana [...] las reflexiones y registros de información son más bien escasos.» Así resumió la crítica e investigadora costarricense Magda Zavala hace más de diez años en su voluminoso estudio sobre la novela centroamericana entre 1970 y 1985 el estado de la investigación acerca de las literaturas centroamericanas. (Zavala, 1990: 13, véase 5s. y Kelly, 1991: 13s., 15) Y continuó:
Los estudios literarios en cada uno de los países circunscriben su mirada a la producción nacional, sin que se haya logrado el apropiado desarrollo interno. Las historias literarias nacionales cuando existen llegan, sobre todo, hasta la primera mitad del siglo XX o tienden a ser resúmenes sobre un período, una promoción de escritores o un movimiento estético. (ibid.)
Atribuyó esta situación a una fragmentación, en sus palabras «balcanización» económica y política de los siete estados nacionales que actualmente forman la región centroamericana, que después de la independencia de España, en parte habían sido el «Reyno de Guatemala» y durante un tiempo llevaron el nombre de Provincias Unidas del Centro de América (ibid.: 12)
Trece años después, la situación parece haber cambiado significativamente. No solamente se han publicado un sinnúmero de artículos y libros científicos y ensayísticos acerca de las producciones literarias en la región durante la década recién pasada,1 al mismo tiempo estamos experimentando una proliferación de teorizaciones y conceptualizaciones de las literaturas centroamericanas, que han dejado atrás el carácter meramente nacional y hasta nacionalista de las publicaciones anteriores. El enfoque nacional-vernacular-terrestre ha sido sustituido por una vista de pájaro, desde los altos olímpicos de la teoría literaria, que trata de analizar y entender las diferentes expresiones literarias en los países del istmo desde una perspectiva regional y su ubicación en el proceso de desarrollo de las literaturas hispanoamericanas, e incluso en un contexto más amplio.
En este discurso literario-científico, a partir de la prolongada polémica sobre el testimonio o la literatura testimonial y hasta las expresiones literarias más recientes, ha dominado el recurso al prefijo «pos», en sus más variadas combinaciones y constelaciones: de la caracterización del testimonio como «un nuevo género literario posnovelesco» en el texto «fundador» de la ortodoxia testimonial del académico estadounidense John Beverley, «Anatomía del testimonio», (en: Beverley, 1987b: 168) y la reconfirmación del testimonio como prototipo de un «concepto no literario de la literatura», como una expresión de «postliteratura» (Beverley, 1995: 165s., véase también 145, 153, 158, 161s. y Beverley, 1996: 266-286) en un ensayo con el mismo título del autor mencionado, a la clasificación de algunas articulaciones de las literaturas centroamericanas después del fin de las grandes utopías sociales y del auge del testimonio como «literatura de posguerra» (Cortez, 2000) y/o «literatura posrevolucionaria» (Menton, 2000). Así que se podría llamar a este cambio en el discurso literario-científico, con obvia intención polémica y signos de interrogación: «¿De la posliteratura de guerra a la literatura de posguerra?»
No puedo renunciar ya a estas alturas a la observación polémica de que en muchos de los casos, estas conceptualizaciones han tenido su origen en las academias del norte (especialmente estadounidense, pero también europea) sea en trabajos de miembros «nativos» de la vida académica metropolitana, sea en los de inmigrantes académicos del sur, un punto que voy a retomar más adelante. Y no puedo reprimir mis dudas acerca de si estas teorizaciones han contribuido a superar lo que Magda Zavala llamó la fragmentación y balcanización de la región en el campo de las ciencias literarias. En este ensayo voy a polemizar con algunas de estas conceptualizaciones y tratar de averiguar qué podrá haber «después de los pos-ismos», es decir, ¿desde qué categorías pensamos las literaturas centroamericanas contemporáneas?
¿El testimonio como posliteratura?
Como ya he mencionado, en el discurso sobre el testimonio, que durante más de veinte años ha dominado los estudios acerca de las literaturas centroamericanas, se ha sostenido que rompía con los patrones del canon literario tradicional en la sociedad burguesa. Este carácter anticanónico y subversivo se ha atribuido principalmente al supuesto grado más alto de veracidad y realidad. Con el testimonio, finalmente parecía haberse encontrado una forma y práctica literaria-cultural que superaba la contradicción entre realidad y ficción, entre literatura y política. El testimonio, así escribió la crítica estadounidense Margaret Randall en un manual muy estudiado en los años ochenta, haría posible «escribir nuestra historia como realmente ha sido, y es» y «reconstruir la verdad» (Randall, 1983: 7, 11) desde un sujeto subalterno, de abajo, desde los márgenes, el olvido y la opresión.
Ya en su definición inicial que entretanto se ha vuelto «clásica» John Beverley echó el cimiento de esta interpretación del testimonio:
By testimonio I mean a novel or novella-length narrative in book or pamphlet (that is, printed as opposed to acoustic) form, told in the first person by a narrator who is also a real protagonist or witness of the event he or she recounts, and whose unit of narration is usually a ´life´ or a significant life experience. [...] The situation of narration in testimonio has to involve an urgency to communicate, a problem of repression, poverty, subalternity, imprisonment, struggle for survival, and so on.» (Beverley, 1989: 12f.)
Era evidente, así Beverley en su ya citado ensayo «Anatomía del testimonio», que el testimonio constituía un nuevo género literario posnovelesco:
Si la novela tuvo una relación especial con el desarrollo de la burguesía europea y con el imperialismo, el testimonio es una de las formas en que podemos ver y participar a la vez en la cultura de un proletariado mundial en su época de surgimiento [ ] (Beverley, 1987b: 168)
Aunque el mismo Beverley en varias publicaciones señaló el carácter provisional de esta clasificación (véase Beverley, 1989: 13; Beverley, 1987b: 153-158), dada la heterogeneidad del testimonio, la definición ha resultado en una persistente canonización de lo anti-canónico. Basta citar sólo algunos ejemplos. Uno de los alumnos de Beverley, Greg Dawes, en su estudio Aesthetics and Revolution. Nicaraguan Poetry, 1979-1990 todavía en el año 1993 entendió el testimonio como una expresión directa y auténtica de la clase obrera y los campesinos. (Véase Dawes, 1993: 170) En esta concepción, hasta las consignas políticas en las paredes de las casas centroamericanas valieron como una forma avanzada y más alta de práctica cultural que, por ejemplo, las novelas del boom:
In a sense, then, graffiti writers can mark the first step away from bourgeois art (and bourgeois artists) because they do not operate within the traditional literary, economic, and political institutions. (Dawes, 1993: 186)
Incluso, los textos testimoniales fueron vistos como una parte integral de la resistencia contra las dictaduras militares: «No sólo relatan estrategias de resistencia; son en sí mismas una de estas estrategias.» (Harlow, 1999: 125) Para George Yúdice, el testimonio ha sido una narrativa auténtica relatada por un testigo que es movido por la urgencia de una situación (por ejemplo, guerra, opresión, revolución, etc.):
Emphasizing popular, oral discourse, the witness portrays his or her own experience as an agent (rather than a representative) of a collective memory and identity. Truth is summoned in the cause of denouncing a present situation of exploitation and oppression or in exorcizing and setting aright official history.» (Yúdice, 1991: 17; véase Gugelberger, 1996: 9)
John Beverley ha mantenido hasta en su más radical relativización de la fórmula original cuestionando la centralidad de todas las formas escritas de literatura como prácticas culturales obsoletas que el aspecto más interesante del testimonio era que ofrecía «un modelo teórico y la práctica concreta de una nueva posibilidad de relación entre intelectuales [...] y sujetos subalternos [...] » (Beverley,1995: 162) En el proceso de «descentramiento de la literatura» el testimonio era una de las «formas intermediarias y transicionales» (ibid.: 163):
[...] una de las lecciones que ofrece el testimonio es la de que hoy en día hace falta leer no sólo a contrapelo, como en la práctica de la desconstrucción académica, sino contra la literatura misma. ibid.: 165)
De ahí su concepto de «postliteratura» (ibid.).
Ya en 1990 John Beverley y Marc Zimmerman llegaron a la conclusión que la integración del testimonio al campo literario lo privaría de su función innovadora y revolucionaria quitándole así su razón de ser (véase Beverley/Zimmerman, 1990: 188; Beverley, 1987b: 167; también Zavala, 1990: 257f.) En su antología de ensayos sobre el testimonio The Real Thing, publicada en 1996, Georg M. Gugelberger incluso quiso mostrar «how this movement from an authentic margin has been betrayed by inclusion in the Western canon, which can be considered as yet another form of colonization» (Gugelberger, 1996: 13, véase 17), para tomar rumbo a la búsqueda de una nueva forma «revolucionaria» siempre aferrándose a las premisas del discurso testimonial para encontrar «other developments that now have the potential the testimonio had years ago» (ibid.: 14).
¿Qué hay después del fin del discurso testimonial? ¿Después de la funcionalidad del testimonio como arma cultural? Mis estudios sobre el testimonio, particularmente en Nicaragua pero también en Centroamérica en general, me han llevado a la conclusión que ni la insistencia obstinada en la ortodoxia testimonial, ni el abandono desesperado del testimonio «traidor», son capaces de comprender el fenómeno testimonial en toda su diversidad, heterogeneidad, sus tradiciones y sus posibilidades de desarrollo así como sus contradicciones.2 De hecho, el testimonio ha mantenido su vínculo privilegiado con las realidades fácticas, extraliterarias; es decir, en su representación narrativa de hechos extratextuales domina una relación de correspondencia y la ficción mimética, una estrecha relación entre historia factual e historia ficticia (o en la dicción original de Gérard Genette, entre histoire y récit).
Temáticamente, el testimonio no puede ser reducido a los relatos magistrales de la guerrilla, del «hombre nuevo», de la liberación nacional, de las utopías sociales y proyectos revolucionarios. Más bien es una «obra abierta» que se ofrece como recipiente de relatos de diversa índole, hasta cortar definitivamente los lazos simbióticos revolución-testimonio y servir como caja de resonancia de las nuevas voces subalternas, es decir, los marginados del proceso revolucionario mismo. Esta hibridez existe también en relación con las presentaciones narrativas, las estrategias discursivas y los grados de ficcionalización en el testimonio. En especial, a partir de los años noventa el testimonio se vale de una variedad de técnicas y perspectivas narrativas e incorpora formas no y hasta anti-miméticas de representación. La literatura testimonial está caracterizada por diferentes grados de cercanía y distancia con otros géneros o sub-géneros literarios, como, por ejemplo, la autobiografía, la biografía, la epopeya, el documental, el relato periodístico, la novela, etc.
También se ha mostrado que la relación entre las instancias narrativas narrador/testimoniante y autor/compilador está muy lejos de ser una relación armónica/simbiótica, en que el intelectual se subordina al subalterno. La reconstrucción del «otro», del subalterno, se vuelve una construcción que es sobredeterminada por los intereses, ideologías y el acceso del letrado/compilador al campo literario-político y tiene sus repercusiones en una relación de distancia entre el testimoniante subalterno y el colectivo subalterno que representa o pretende representar. El texto testimonial mismo se convierte en un terreno de conflicto entre estas instancias. En este sentido, lo que Linda Craft escribió sobre el indigenismo literario de las primeras décadas del siglo XX vale también mutatis mutandis para gran parte de la literatura testimonial:
[...] writers [...] interpret their referent, the indigenous world, with a nonnative system of signs and language (Spanish) and nonnative literary forms (the novel) to nonnative readers [...] The text not only describes cultural and political conflict, it is itself the site of conflict. (Craft, 1997: 35)
Para el discurso sobre el testimonio incluso se puede decir que a esta relación autor-testimoniante corresponde una relación Primer Mundo/intelectuales/teoría/discurso testimonial Tercer Mundo/subalternos/práctica/texto testimonial. Este discurso en gran parte ha sido determinado por los intereses académicos y políticos de los intelectuales (de izquierda) en las academias del norte. «The desire called testimonio was the desire called Third World literature», comentó con ironía esta situación Georg M. Gugelberger, en su ya citado libro, sobre el intento de establecer el testimonio en el canon de los programas de estudios literarios en las universidades estadounidenses, señalando su paradoja:
We wanted to have it both ways: from within the system we dreamed about being outside with the ´subaltern´; our words were to reflect the struggles of the oppressed. But you cannot be inside and outside at the same time. (Gugelberger, 1996: 1, 2, véase 3-9; Craft, 1997: 2f., 28)
Una de las consecuencias urgentes me parece ser superar las restricciones, dogmatizaciones y canonizaciones de este discurso y abrir espacio para una recuperación del testimonio centroamericano en todas sus diversidades y contradicciones como una forma de representación literaria con algunas características propias (como la existencia de por lo menos cuatro o cinco instancias: narrador/testimoniante-autor/recopilador-texto-narrador-lector, en lugar del ya clásico esquema: autor-texto/narrador-lector), y así liberarlo de una fijación ideológica revolucionaria, cuyas fechas de vencimiento ya pasaron hace rato.
¿Literatura posrevolucionaria o literatura de posguerra?
De hecho, varios estudiosos han intentado entender los procesos culturales y literarios en el istmo centroamericano dejando atrás estas clasificaciones. Quizás el enfoque más radical en este sentido ha sido el de Seymour Menton, que explícitamente se ha metido a estudiar las expresiones de una literatura que él ha llamado «literatura posrevolucionaria». En una ponencia en el VIIIo Congreso Internacional de Literatura Centroamericana, celebrado en Antigua, Guatemala, en el año 2000, Menton presentó un primer resultado de un más amplio proyecto de investigación sobre la narrativa posrevolucionaria en Hispanoamérica.3 En esa ponencia, bajo el título «Sol y sombra: la novela postsandinista», analiza principalmente las novelas Un sol sobre Managua (1998) del nicaragüense Erick Aguirre y La lotería de San Jorge (1995) del mexicano Álvaro Uribe y se refiere brevemente también a las novelas Vuelo de cuervos (1997) del nicaragüense Erick Blandón y Tu fantasma, Julián (1992) de la chilena-nicaragüense Mónica Zalaquett. Todas estas novelas, que tienen su referente extraliterario en los acontecimientos de la revolución, la guerra y la guerra civil, se unen por su «desilusión con la revolución sandinista» (Menton, 2000: 1).
En una lista titulada «Narrativa hispanoamericana posrevolucionaria: 1989-2000», que obviamente ha servido como base del mencionado proyecto de estudio más amplio, Menton reúne 56 libros de autores, de México, en el norte, a Argentina, en el sur.4 De Centroamérica menciona los siguientes títulos: Asalto al paraíso (1992) de Tatiana Lobo, Rey del albor, Madrugada (1993) de Julio Escoto, Un baile de máscaras (1995) de Sergio Ramírez, Cartas apócrifas (1997) de Gloria Guardia, Un sol sobre Managua (1998) de Erick Aguirre, Margarita, está linda la mar (1998) y Adiós muchachos. Una memoria de la revolución sandinista (1999) de Sergio Ramírez.
Hasta ahora no he conocido los resultados de ese proyecto de investigación bastante ambicioso. Sin embargo, los aspectos mencionados me provocan unas observaciones: Es obvio que en el caso de la así llamada novela «postsandinista» los criterios de clasificación son estrictamente temáticos, en dos sentidos: en relación con las realidades extraliterarias representadas en los textos y en la posición del autor ante estas realidades (es decir, el desencanto con la revolución sandinista). En el caso de la lista de textos hispanoamericanos ni siquiera esa clasificación temática me parece posible, dado su carácter tan diverso. Pero tampoco los textos centroamericanos mencionados se prestan para una tal clasificación; se refieren, por ejemplo, a la conquista y la colonia, a los inicios del siglo XX, los años cuarenta y cincuenta y la época sandinista y se caracterizan por la deconstrucción del mito nacional costarricense, la (re)construcción de una identidad nacional hondureña, la deconstrucción de unos mitos fundadores de la nación nicaragüense, entre otros. Y la problemática se vuelve aún más grave cuando nos ocupamos de los libros publicados por autores no centroamericanos. ¿Qué podrá unir Match Ball (1989) de Antonio Skármeta, Del amor y otros demonios (1994) de Gabriel García Márquez, La pasión según Eva (1994) de Abel Posse, Hija de la fortuna (1999) de Isabel Allende, Los años con Laura (1999) de Carlos Fuentes y La fiesta del Chivo (2000) de Mario Vargas Llosa, excepto el hecho de que fueron publicados después de los grandes cambios globales (el fin de la Unión Soviética) y de los movimientos revolucionarios regionales?
Una semejante clasificación no solamente prescinde de un análisis de las estructuras narrativas, de las formas de representación y presentación narrativas, de las funciones de la literatura y del campo literario. También ignora que ya antes de la fecha mencionada (1989) se escribía narrativa que tematizaba el desencanto con los grandes proyectos políticos y sociales, así como se abstiene de hacer estudios comparados también en un sentido diacrónico, para analizar tendencias comunes y contradicciones de allende las fechas y los datos políticos.
Mientras Menton en su estudio de algunas novelas nicaragüenses se refiere a los acontecimientos revolucionarios, otros autores se han dedicado a estudiar textos narrativos publicados en Centroamérica después de esos acontecimientos en relación con la representación y presentación narrativa de las realidades después de esos sucesos. Beatriz Cortez, en una ponencia en el Vo Congreso Centroamericano de Historia, celebrado en San Salvador en el 2000, con el título «Estética del cinismo: la ficción centroamericana de posguerra», y en un ensayo titulado «La verdad y otras ficciones: visiones críticas sobre el testimonio centroamericano» (2001), ha estudiado textos narrativos de autores como Salvador Canjura, Claudia Hernández, Horacio Castellanos Moya y Rafael Menjívar Ochoa de El Salvador, así como de Rodrigo Rey Rosa de Guatemala. Ha llegado a la conclusión de que la literatura testimonial con su denuncia de la injusticia en el espacio social, principalmente en el campo, había sido sustituida por una literatura que se centraba en la intimidad y subjetividad en el espacio urbano. Esta literatura se alejaba de los proyectos revolucionarios y exploraba los lados oscuros de los individuos, sus pasiones, sus desilusiones sobre la pérdida de los proyectos utópicos, que antes les habían dado un sentido a su vida y orientación en un contexto de violencia y caos:
Sin embargo, en contraste con el testimonio, la ficción de posguerra carece del espíritu idealista que caracterizó a la literatura centroamericana durante la guerra civil. La posguerra, en cambio, trae consigo un espíritu de cinismo. En consecuencia, esta ficción retrata a las sociedades centroamericanas en estado de caos, corrupción y violencia. Presenta sociedades pobladas por gente que define las normas de la decencia, el buen gusto, la moralidad y la buena reputación, y que luego las rompe en su espacio privado. (Cortez, 2000: 2)
No obstante, el cinismo como proyecto estético no era completamente negativo. La literatura de «posguerra» era una literatura del desencanto, pero también una posibilidad de buscar y explorar nuevas formas de representación de la intimidad y de la construcción de la subjetividad. También Alexandra Ortiz Wallner (2002), y Rafael Lara Martínez (1999) han desarrollado una argumentación semejante, señalando la presencia de la violencia y su representación narrativa así como la disolución de los valores patrióticos de antaño como un aspecto fundamental.
Estos autores en contraposición a Seymour Menton se han ocupado explícitamente de un análisis de los cambios en las estructuras narrativas y las formas de representación, para justificar su categoría de la literatura de «posguerra», sin embargo, según mi criterio no de manera completamente convincente. Anabella Acevedo (2000: 98) y Dante Liano (1997: 259-272) sostuvieron que el proceso de individualización y fragmentación y la predominancia de la representación de la violencia en la literatura guatemalteca ya había comenzado en los años setenta una violencia que, como señala Liano «pertenece a una tradición secular y, sin lugar a dudas, más que una tipología caracterológica del habitante del país, se trata de la persistencia de formas de articulación de la sociedad basadas en la relación violenta entre los hombres» (véase ibid.: 260: Ortiz Wallner, 2002). También la clasificación de «posguerra», al igual que «posrevolucionaria», hace abstracción de estas tradiciones, su sobredeterminación por el testimonio y su reaparición en otras circunstancias. Es obvio que estas denominaciones no han llegado a volverse en conceptos que podrían pretender comprender científicamente las literaturas centroamericanas contemporáneas en su diversidad y sus contradicciones. A lo sumo son de naturaleza descriptiva en relación con algunos rasgos comunes de unas obras, sin lugar a dudas importantes ni más ni menos.
¿La nueva narrativa centroamericana: una literatura de posregionalismo?
Todavía carecemos de unas conceptualizaciones y periodizaciones aceptables y convincentes del fenómeno literario contemporáneo en Centroamérica un estado de las cosas que no se limita a las producciones más recientes. En varios estudios que se han publicado en los últimos años se han señalado los años sesenta como un período decisivo de transformaciones fundamentales en las literaturas centroamericanas, en el contexto de los grandes cambios sociales en la región. Se ha hablado de una cesura cualitativa con que la literatura centroamericana se había ligado con la(s) modernidad(es) literaria(s). Me refiero principalmente a los trabajos de Amelia Mondragón (1989) y Arturo Arias (1998a y 1998b). (Véase también Mondragón, 1993b: 18s.; Zavala, 1990: 18s., 20s., 22s., 351, 368s., 378-381; Arellano, 1997d: 133-136.)5 En esos años la literatura centroamericana se había liberado de la dictadura de la mimesis, particularmente la novela se había vuelto un «campo de juegos verbales para visualizar sistemas de representaciones situados más allá de los modos racionalistas de percibir la identidad», constata Arturo Arias paradigmáticamente para estos estudios (1998a: 54, véase 15s., 18s., 20s., 55).
De hecho, en esos años se publicaron varias novelas, que apoyan esta argumentación: por ejemplo Trágame tierra (1969) y Balsa de serpientes (1976) de Lizandro Chávez Alfaro, El valle de las hamacas (1970) de Manlio Argueta, El árbol de los pañuelos (1971) de Julio Escoto, Diario de una multitud (1974) de Carmen Naranjo, ¿Te dio miedo la sangre? (1977) de Sergio Ramírez y El último juego (1977) de Gloria Guardia, para sólo mencionar algunas. Sin embargo, proponer ese criterio como excluyente no tomaría en cuenta que también en esos años se seguía escribiendo de manera más tradicional, retomando los padrones de la literatura vernacular. Así lo señala también Magda Zavala que todavía para el período de 1970 a 1985 llega a la conclusión de que se seguían publicando novelas que se caracterizaron por una «percepción maniquea, costumbrismo, adhesión a valores y proyectos políticos» (Zavala, 1990: 380), «obras publicadas en el presente que obedecen a las tradiciones del género de principio de siglo» (XX) (ibid.: 381) y «novelas que incorporan en su conformación interna y en sus temáticas intereses psicoanalíticos, sin llegar a ser propiamente novela de introspección» (ibid.).
Además, una tal argumentación acerca de los años sesenta y setenta fue repetida casi en las mismas palabras para los años ochenta y noventa con el fin de indicar un «nuevo giro estético» (Arias, 1998a: 233), que «comienza a emerger a mediados de los ochenta» y que «se inicia de lleno a partir de 1990 con la derrota electoral del Frente Sandinista» (ibid.). Según Arturo Arias la exploración de nuevos espacios por los autores coincidía «con ciertos rasgos que han sido delineados por el posmodernismo» (ibid.; voy a retomar este tema más adelante). Un tal discurso también ignora que el supuesto giro modernista y/o posmodernista por de pronto fue sobrepuesto y sobredeterminado por el paradigma testimonial, como ya mencioné más arriba. Fue hasta a mediados de los años ochenta que formas no miméticas y anti-miméticas se hacían prevalecer.
En este respecto cabe señalar otras contradicciones que tienen que ver con la contextualización de las literaturas centroamericanas en la corriente más amplia de las literaturas en Hispanoamérica. El discurso de los últimos años ha resultado en una serie de canonizaciones y ortodoxias que obstaculizan el análisis del proceso de desarrollo específico y múltiple de las literaturas centroamericanas contemporáneas. Esto no solamente vale para la clasificación «anti-literaria» de la literatura testimonial (como ya visto), sino también para la «aplicación» de algunos elementos del discurso del así llamado «realismo mágico» a la literatura, en especial, la novelística contemporánea en Centroamérica y la transferencia sin reservas del discurso sobre la nueva novela histórica hispanoamericana al istmo centroamericano, aunque como lo he señalado particularmente para la literatura nicaragüense la novela histórica contemporánea en la región se distinga por su heterogeneidad (que se expresa, por ejemplo, en la persistencia de novelas históricas al estilo del siglo XIX).6
Vale también para la aseveración muy divulgada de un «desarrollo tardío» de la literatura centroamericana, en especial, la narrativa, sosteniendo al mismo tiempo que seguía «la misma trayectoria que se observa en el resto de Hispanoamérica», como escribió Ramón Luis Acevedo en su estudio pionero sobre la novela en Centroamérica (1982: 447). En un trabajo más reciente, Kathryn Eileen Kelly ha vinculado esta tesis de un retraso con un economismo pronunciado que atribuye la «evolución tardía y la escasa producción de novelas en Honduras, Nicaragua y El Salvador» a un «mayor subdesarrollo de estos países dentro del contexto de la América Central» (Kelly, 1991: 9). Amelia Mondragón también ha apoyado la posición de que la novela centroamericana en los años sesenta se había desarrollado «poco a poco en paridad con la llamada Nueva novela hispanoamericana», no obstante critica:
Aun así, los resultados han sido relativamente diferentes y sería empobrecedor para la literatura centroamericana considerarla como una literatura que se ha desarrollado a la zaga y a expensas de los hallazgos técnicos de la producción literaria surgida en áreas más desarrolladas de Hispanoamérica. (Mondragón, 1993: 17).
Lo peligroso de una semejante posición era «que suele implicar que Centroamérica debe forzosamente recorrer un camino ya trazado» (ibid.: 23). Generalizando aún más, Acevedo ha sostenido que el proceso de la novela centroamericana era caracterizado como el de la novela hispanoamericana, en total, por la existencia simultánea de elementos «anacrónicos», en comparación con las literaturas de Europa y Norteamérica, así como por una anticipación sorprendente de elementos «modernos». (Véase Acevedo, 1982: 15. 447, 459)
En contraposición a esto, es pertinente resaltar que las literaturas centroamericanas contemporáneas, en especial la narrativa, presentan una imagen llena de variedades y polifónica en relación con las técnicas y recursos narrativos, así como de representación simbólica. No puede ser entendida como una simple transferencia de modelos de explicación desarrollados en el análisis de líneas generales de «la» literatura hispanoamericana.7 Sin lugar a dudas se podrá aceptar la afirmación de Arturo Arias de un cambio estético en el transcurso de los años ochenta/noventa, pero no su aseveración de que este cambió se inscribía en una tendencia más general de regresar y recurrir a formas sencillas y convencionales de narrar, como se ha constatado para la literatura (particularmente la novela) hispanoamericana del pos-boom y pos-pos-boom que se caracterizaba por una apoteosis de la narratividad (la histoire en el sentido de Genette), la falta de un metadiscurso, la autorreflexión y la ironía.8 Al contrario, las literaturas centroamericanas contemporáneas se destacan por una gran variedad de formas y estrategias narrativas. Elementos de una literatura light y de la literatura trivial y cursi coexisten con formas de la literatura de testimonio, construcciones intertextuales altamente artificiales y también procedimientos experimentales, metatextuales y metaficcionales.
Reitero: Todavía no tenemos una periodización de estas literaturas que sea convincente científicamente y que respete las diferentes líneas de tradición y las rupturas, las fases y desfases de este proceso literario-cultural en el istmo, desde los años sesenta del siglo XX.
¿Ante una literatura posnacional?
Como ya hemos visto, para justificar su hipótesis de un «nuevo período» en las literaturas centroamericanas a finales del siglo XX, Arturo Arias (véase 1998a: 233) se valió de un criterio explícitamente extraliterario, de índole completamente política: el descenso y la derrota del sandinismo gobernante en Nicaragua en 1990. Con esto, el «nacionalismo literario» había terminado. En el contexto de su estudio de la narrativa guatemalteca en el siglo XX habló de la emergencia de «culturas postnacionales» a finales del siglo (Arias, 1998b: 231) retomando una denominación de Héctor García Canclini. También el estudioso australiano, Jeff Browitt, ha señalado el fin de una literatura nacional en el sentido tradicional y «el ocaso del discurso de la nación-estado en Centroamérica», en una ponencia con el mismo título presentada por primera vez en el VIIIo Congreso Internacional de Literatura Centroamericana en Antigua, Guatemala, en marzo del 2000. (Véase Browitt, 2001) Sin embargo, en contraposición a Arturo Arias, ha llegado a esta conclusión desde un enfoque intraliterario, es decir, analizando las representaciones y presentaciones narrativas de las realidades extraliterarias en la novela y la deconstrucción del discurso nacional extraliterario en los discursos narrativos.
Mis estudios sobre la narrativa centroamericana, particularmente la novelística nicaragüense de los años ochenta y noventa del siglo XX, me han llevado a resultados parecidos, no solamente en relación con las representaciones textuales, sino también con la literatura como institución privilegiada en los proyectos de construcción nacional.9 Es obvio que la literatura como institución ha perdido su centralidad, así como los escritores su destacada función tradicional en la formulación de los grandes proyectos de identidad latinoamericana y nacional. Esto no tiene que ver principalmente con datos políticos en la superficie de los acontecimientos históricos, sino mucho más con procesos socioculturales «subterráneos» que con la penetración de las nuevas tecnologías en el campo cultural-literario han estado cambiando los fundamentos tradicionales de este campo de una manera radical, también bajo condiciones poscoloniales en la periferia.
Para la literatura esto ha tenido consecuencias inmediatas: Ha cedido ante la entrada de nuevos modelos y técnicas culturales y el avance de otros medios que le están disputando el terreno. Y le ha privado al intelectual-escritor de su rol semi-oficial y semi-estatal en los proyectos identitarios. Al mismo tiempo, caben señalar varias paradojas en este proceso. Ottmar Ette ha constatado que en el proceso de formación de una «nueva legitimidad que se basa en el saber especializado» (Ette, 1999: 129) los nuevos teóricos culturales asumían el papel tradicional de los generalistas-poetas-escritores de antaño:
Como en el fin de siècle pasado, los portavoces teórico-culturales de nuestro fin de siglo parecen cumplir también, ahora desde otro lugar del saber y de la escritura, la función tradicional del escritor (modernista) de la modernidad [...] : conservar la unidad cultural del mundo latinoamericano disponiendo de conceptos de identidad que no se basan en el mestizaje sino en la hibridación. Los nuevos teóricos culturales no solamente han fundado un nuevo discurso, sino además una nueva écriture. (ibid.: 133)
Como otra paradoja se puede constatar que algunos autores de la región se han establecido a nivel internacional, en una «comunicación de masas internacional, que con la ayuda de nuevos medios ha ampliado rápidamente su presencia casi global y la sigue ampliando» (ibid.: 130), es decir, están actuando en un campo no solamente posnacional, sino más bien transnacional. Esto vale por ejemplo para autores como Gioconda Belli y Ernesto Cardenal, en cierta medida también para Sergio Ramírez, Manlio Argueta, Rodrigo Rey Rosa y otros. Esta literatura sucesivamente se está desprendiendo de sus lazos nacionales, no necesariamente temáticamente, sino principalmente en cuanto a sus condiciones de producción y divulgación así como su recepción un proceso que, no obstante, en el intento «de explotar las fórmulas del best seller, para aprovecharse del mercado de libros del mundo industrializado», tendrá sus repercusiones en los textos mismos, como lo indicó Jorge Paredes (1999: 97) refiriéndose a Gioconda Belli. Es evidente que una tal literatura no puede ser comprendida en los conceptos tradicionales de literatura nacional (Nationalliteratur), que tiene sus orígenes en el siglo XIX.
La pregunta es qué vendrá después del ocaso de lo nacional en la literatura. ¿Estamos experimentando el fin definitivo del paradigma nacional? ¿Será reemplazado por la aurora de una literatura posnacional con concepciones «basadas en la idea de una sociedad civil global y apuntaladas en la perenne búsqueda de justicia social y el rescate del medio ambiente de los avances demoledores de la industrialización desenfrenada [ ] », como esperó Jeffrey Browitt en su ensayo ya citado, «una sociedad civil global basada en una democracia real, a la vez que tratamos de mantener la integridad de nuestra identidad cultural particular, sea ella local, regional o aun nacional» (Browitt, 2001: s.p.)? ¿O seguirá la noche del renacer de concepciones nacionalistas de identidad basadas en exclusiones, separaciones y la extinción de diversidades? Para mí es una cuestión abierta, especialmente ante un peligro que señaló Magda Zavala:
[ ] la literatura, en el inicio del siglo [XX, W.M.], fue mayoritariamente indómita en el reclamo de la soberanía nacional y la libre determinación de los pueblos [...]; hacia el fin del siglo, una considerable parte de la producción literaria ha abandonado estos ideales, para plegarse a las normas y valores de la producción estandarizada del consumo de bienes suntuarios. (Zavala, 2000: 10; véase Álvarez, 2000: 249s.)
¿Nos estamos confrontado, en este sentido, con una literatura «posnacional» bajo las condiciones de globalización, con una liquidación de todas las identidades étnicas, religiosas, de género etc. que difieren de la «norma global» y las «leyes» del mercado internacional de libros? ¿Veremos la superación de los límites nacionales, localismos nuevos, tendencias transnacionales, regionales y cosmopolitas o la recaída en concepciones nacionalistas? La relación entre literatura y nación está trastornada, el discurso literario de la nación ha perdido fondo, por lo menos en sus expresiones de los años setenta y ochenta. Pero todavía no está claro qué lo sustituirá.
¿Literatura posmoderna?
¿A lo mejor una literatura «posmoderna»? Son muchos los críticos y estudiosos que en los años noventa han tildado con esta etiqueta las producciones literarias más recientes en Centroamérica.10 Paradigmáticamente, el crítico y escritor nicaragüense Manuel Martínez caracterizó las novelas Castigo divino y Un baile de máscaras (1995) de Sergio Ramírez así como Réquiem en Castilla del Oro (1996) de Julio Valle-Castillo como una «narrativa de la postmodernidad». Recurriendo a unos ensayos de Octavio Paz, Víctor Fuentes, Alfonso de Toro y otros, presenta una serie de elementos que en su modo de ver son constituyentes de la literatura narrativa posmoderna:
tono científico (histórico en el caso del Réquiem), autor omnisciente que a su vez es también el personaje y discurso de tercera a primera persona, fábula con personajes bien delineados y luego de construcción, ambigüedad que se resiste a la interpretación, alusión autobiográfica, mezcla absoluta de realidad y ficción, pseudolocalismo, mito entre historia y lenguaje, el lector como activo co-autor. (Martínez, 1997: s.p.).
Esencialmente, esos estudios con la denominación posmodernidad sólo repiten lo que Francisco Albizúrez Palma analizó como los elementos fundamentales de la modernidad literaria en América Latina: particularmente la concepción del lector como partícipe activo en el proceso estético, el rechazo de un realismo convencional, el reconocimiento del papel específico del lenguaje y de las variadas formas de expresión, la apropiación de las técnicas del cine, la radio y la televisión, así como la ruptura del orden cronológico y experimentos con la estructura espacial de los textos. (Véase Albizúrez Palma, 1989: 13, 14)11 Los intentos hasta ahora realizados de enlazar las literaturas centroamericanas contemporáneas con los discursos sobre modernidad y posmodernidad se limitan a definir un concepto de posmodernidad como un código literario, basándose en las formas de escritura y las técnicas narrativas, sin tomar en cuenta la posmodernidad como un concepto de época y sin discutir la posibilidad de transferir ese concepto de origen norteamericano y en parte europeo a las condiciones centroamericanas.12 Si las limitaciones de este discurso se perpetúan podrían resultar en una nueva ortodoxia, una especie de normas de producción literaria, como Ottmar Ette las ha criticado en la recepción e interpretación norteamericanas y europeas de las literaturas latinoamericanas. En muchos estudios se operaba con un concepto de «postmodern practices» (Williams, 1992: 8) que se declaraba obligatorio para la literatura latinoamericana. (Véase Ette, 1994: 320)
De toda manera, las literaturas centroamericanas del fin del siglo XX/inicios del XXI plantean una serie de interrogantes a las cuales el discurso sobre modernidad y posmodernidad hasta ahora no ha encontrado respuestas satisfactorias. Con las precisiones debidas se puede aceptar para Centroamérica lo que Ette propuso para la formación de conceptos y estrategias de investigación que respeten las condiciones de producción, distribución y recepción literarias en América Latina: un entendimiento del Modernismo hispanoamericano, en que se manifestaba el proyecto de una modernidad hispanoamericana, que consciente de su condición periférica, desarrollaba una estrategia de modernización declaradamente periférica para su territorio. Los debates sobre la posmodernidad tendrían que analizar el concepto socio-económico de modernización, el de modernidad como concepto de época y el concepto literario-estético del Modernismo desde una nueva perspectiva (véase ibid.: 321). Para esto era necesario entrar en un diálogo con los estudios culturales latinoamericanos más recientes. Este debate no solamente podría contribuir a una discusión debidamente internacional con aspectos hasta ahora no considerados, sino también a cuestionar creativamente los conceptos metropolitanos de modernidad literaria desde una perspectiva periférica. (Véase ibid.: 323)
En relación con las literaturas centroamericanas un tal debate apenas ha comenzado. En mi investigación acerca de la novelística nicaragüense de fines del siglo XX he llegado a la conclusión que para la narrativa más reciente de ese país se puede hablar de «posmodernización» y de «posmodernidad» en el sentido de un fracaso o no cumplimiento de las premisas y esperanzas de los dos grandes movimientos de modernización que resultaron en proyectos de modernidad como época histórico-cultural-social (el liberalismo a inicios del siglo XX y el sandinismo en los años setenta y ochenta), así como de «posmodernismo» en el sentido de una superación definitiva (incluso en el recurso irónico-intertextual-metatextual) de los patrones del Modernismo como fenómeno y concepto estético es decir, en relación con sus propios proyectos de modernidad.13 En un sentido parecido, Arturo Arias ha hablado para las literaturas centroamericanas de la década de los noventa de una «transición hacia el posmodernismo» (Arias, 1998a: 17, véase 233s.). Y Magda Zavala ha constatado ya para los años ochenta la existencia de «un grupo significativo de novelas en la región» que eran caracterizadas por «una percepción estética muy próxima a las intenciones de la última modernidad literaria, llámese neovanguardista o posmodernismo, por sus prácticas textuales, técnicas y soluciones estilísticas [...]» (Zavala, 1990: 373).
Sin embargo, no está claro si de estos intentos de denominación del fracaso, respectivamente, la superación de los paradigmas culturales que dominaban durante largos períodos del siglo XX en Centroamérica se puede derivar un concepto positivo de posmodernidad para las literaturas centroamericanas contemporáneas. ¿Qué podría sustituir el triple concepto de modernidad mencionado?
¿Conclusiones?
Obviamente se podrían sacar algunas conclusiones específicas de estas observaciones, quizás de vez en cuando muy polémicas, como separar el discurso sobre el testimonio del texto testimonial, diferenciar las múltiples funciones del testimonio, por ejemplo, en El Salvador (diarios de cárcel, escritos por mujeres), Guatemala (construcción de la identidad étnica), Nicaragua (escrito desde el poder), Costa Rica (expresión de identidad social), estudiar el testimonio como manifestación del desencanto etc., para solamente mencionar un sub-género citado en este ensayo.
Al mismo tiempo, es evidente la necesidad de repensar las periodizaciones propuestas de las producciones literarias en Centroamérica, en la segunda mitad del siglo XX. Será una tarea de ahí resultante, profundizar los estudios sobre tradiciones y rupturas sin referirse principalmente a datos extraliterarios, es decir, de índole ideológico-política. Está claro también que todo esto requiere la ardua labor de estudios comparados basados en un corpus cuantitativamente significativo de la producción literaria en América Central.
Sin embargo, creo que no es la hora de llegar a unas conclusiones definitivas ya. Más bien propondría lo que el crítico cubano Raúl Bueno constató, en general, también para los estudios de las literaturas centroamericanas contemporáneas:
Las teorías de la literatura no se inventan. [...] Parten de una materialidad objetual [...]
[...] Una teoría literaria, por otro lado, no necesita ser una, ni la teoría. [...] más que un sistema conceptual uniforme, totalizador y coherente, es un campo de reflexiones teóricas, relativamente definido y sostenido por una base epistemológica más o menos cambiante. (Bueno, 1994: 139s.)
O si prefieren lo que un viejo ruso ya casi desconocido que llevó el nombre Wladimir Iljitsch Uljanow postuló hace casi un siglo: ¡Estudiar, estudiar, estudiar! Me parece que esto, liberado de su carga ideológica, vale también para nuestra época «posleninista».
vuelve 1. Por ejemplo, los siguientes libros (sin mencionar la gran cantidad de artículos publicados en revistas y periódicos): Acevedo (1991), Aguirre (1998), Aínsa et al. (2000), Arellano (1997), Arias (1998a y 1998b), Baldovinos/Boland Osegueda (2003), Beverley/Zimmerman (1990), Cañas-Dinarte (2002), Castellanos Moya (1993), Craft (1997), Cubillo (2001), Cuevas (1995), Dawes (1993), Delgado (2002), De Nueda (1998), Holstein (1998), Huezo Mixco (1996), Kelly (1991), Lara/Martínez (1999), Liano (1997), Millares (1997), Mondragón (1993a), Palacios (1998), Palacios (1998 y 2000), Quesada Soto (1998 y 2000), Rauße (1995), Rodríguez (1992, 1994 y 1996), Rodríguez Rosales (1999), Rojas/Ovares (1995), Román-Lagunas (1994 y 2000), Román-Lagunas/McCallister (1999), Urbina (1995), Zavala/Araya (1995 y 2002), Zimmerman (1995).
vuelve 2. Véase, por ejemplo, Mackenbach (2000c y 2001c).
vuelve 3. Según yo sepa esta ponencia hasta ahora no ha sido publicada. Le agradezco al autor que me facilitó una copia.
vuelve 4. Según yo sepa esta lista hasta ahora no ha sido publicada. Le agradezco a Seymour Menton quien me facilitó una copia.
vuelve 5. Véase también los estudios de Beverley/Zimmerman (1990), Craft (1997), Mondragón (1993a) y Rodríguez (1992, 1994 y 1996).
vuelve 6. Véase especialmente mi estudio basado en un corpus de casi cien novelas y textos novelescos nicaragüenses publicados en los años ochenta y noventa del siglo XX: Die unbewohnte Utopie. Der nicaraguanische Roman der achtziger und neunziger Jahre (Frankfurt am Main, 2002) así como Mackenbach (1995d, 1997a, 1997b, 1998d, 2000b y 2001a).
vuelve 7. Amelia Mondragón también criticó esta posición que parte de una «norma» del desarrollo literario (véase 1989: 34-38).
vuelve 8. Véase para Centroamérica Arias, 1998a: 233s., 246-250, especialmente 248; para Hispanoamérica, por ejemplo, Gálvez, 1987: 109, 122s.
vuelve 9. Véase particularmente mi estudio sobre la novela nicaragüense de los años ochenta y noventa citado en la nota 6.
vuelve 10. Véase, por ejemplo, los trabajos de Zavala (1990), Ruffinelli (1993), Martínez (1997) y Palacios (1998).
vuelve 11. Véase también Zavala (1990: 304s.) y Ette (1994: 319s.) que constata que la disponibilidad intertextual de las formas, épocas y técnicas literarias más diversas a más tardar a partir del Modernismo era un elemento estético consciente.
vuelve 12. En los siguientes trabajos se discute esta problemática para América Latina, en general: Gálvez (1987: véase especialmente 135-144), Zavala (1988), Ortega (1988), Yúdice (1989), Zavala (1990: véase especialmente 303-307), Follari (1992), de Toro (1997), Kohut (1997: véase especialmente 9-26) y Ette (1999: véase especialmente 125-133).
vuelve 13. Véase mi estudio sobre la novela nicaragüense de los años ochenta y noventa citado en la nota 6.
*Dirección: Associate Professor Mary Addis*
*Realización: Cheryl Johnson*
*Modificado 24/02/04*
*© Istmo, 2004*