Del paisaje como identidad cultural
Gilberto González y Contreras
Tecnológico de Nuevo México, Estados Unidos
«El salvadoreño[hondureño] es hombre que se dispara hacia adentro […]
vive dentro de sí, como en subsuelo volcánico […] vive en nocturnidad, padeciendo de no poder expresarse […]
para llegar a él hay que bajar a lo invisible […] hombre de expresiones mutiladas […]
invisible reflujo que va de fuera adentro [y cuando emerge obra] por volcanismo pasional.»
G. González y Contreras .
Al discutir lo que significa el concepto de identidad y diversidad cultural, pensamos en un fragmento del escritor cubano José Lezama Lima: «lo único que crea cultura es el paisaje [...] haciéndose [= la naturaleza] paisaje por el nuevo idioma [= el arte] que [la] recorre.». Hay en esta breve cita una clara diferencia entre naturaleza y paisaje. A la primera le corresponde un ámbito distinto del humano. El paisaje, en cambio, no existe sin la intervención de un arte (tekhne).
La naturaleza (physis) vive por fuera de nosotros. Es independiente y se reproduce sin nuestro esfuerzo. El paisaje, por lo contrario, lo engendra la propia actividad humana. Es la parte de la naturaleza que una cultura hace suya. Producirlo (poiesis) es tarea nuestra. El paisaje es la cultura misma. Toda sociedad conforma su identidad cultural por una interacción concreta con el mundo. Vivir en el mundo, estar en el mundo (Dasein), percibirlo subjetivamente y plasmar sensaciones en una obra, es crear cultura. La creatividad artística es tan amplia y diversa como lo son la agricultura, la ganadería, la jardinería, la pintura, la poesía, etc.
En un entorno familiar, es cultura el simple reconocimiento de un hecho pasado. Un recuerdo transforma un objeto sin significado en monumento de la identidad regional: «ésta es la casa en la que vivió Salarrué»; «éste es el árbol en el cual ahorcaron a Feliciano Ama», «éste es el cerro en el que se refugió Anastasio Aquino», etc. La «casa», el «árbol» y el «cerro» adquieren una condición trascendente. Son vitales para definir identidad histórica y cultural de un pueblo. Por el recuerdo, la naturaleza se vuelve paisaje, documento escrito sobre la historia regional. Pertenecen a un mismo grupo –poseen la misma identidad– todas aquellas personas que comparten una serie de recuerdos sobre un territorio. Al vivir en un mismo espacio cotidiano, reconocen las huellas que la historia deja marcadas en la geografía física. El arte es uno solo de los más variados procedimientos culturales de catalogar memorias y de volcar lo natural en cultural.
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Según el ensayista salvadoreño Gilberto González y Contreras (1904-1954), la cultura manifiesta un sentimiento del terruño. El carácter de una región lo expresa el sentido de su «ser sometido a la rosa psicofisiológica de los vientos». Advertir cómo una naturaleza tropical «gravita sobre [nuestros] procesos anímicos» significa dar cuenta de la identidad cultural centroamericana.
Más que interacciones sociales, prevalecen vínculos particulares entre ser humano, tierra y entorno urbano. La cultura no se reduce a maneras de comportarse frente a los semejantes, relaciones interpersonales o de producción. La cultura la motiva el lazo que un grupo humano establece con un territorio. Por los sentidos –por la percepción de fenómenos naturales privilegiados– y el trabajo mismo, la geografía física se hace social. El agricultor cultiva la tierra. El músico recobra sonidos y «gradaciones del sol». El pintor recopila colores, formas y texturas. El poeta archiva sensaciones y mitos; el historiador, marcas del recuerdo y el «tiempo dormido» en el entorno. La geografía deja de ser natural, lo que nace por sí misma. Se torna economía, cultura, ciencia, prueba documental y psicología, al proyectarse sobre un carácter ístmico regional. Su pro-ducción (poiesis) la dicta una modalidad artística.
No obstante, la religión del arte es creencia común de casi todos los escritores clásicos, desde los regionalistas hasta los comprometidos como Roque Dalton (1935-1975). «Lo terrígena […] se entrega sólo a quien lleva en su espíritu el servicio de la poesía.» Para González y Contreras, la poesía representa el arte supremo de transformar la naturaleza en paisaje. La literatura es la máxima expresión de una geografía cultural, ya que la plástica se realiza como estética en la mirada que expone poéticamente el valor pictórico de un cuadro.
Hay una poética americanista radical. La cultura es una fuerza anímica, la emoción por un territorio. Resulta tarea de las distintas artes conformar el «sentimiento de teluridad». La escritura de la tierra, la geografía, obliga a recortar géneros –poesía, narrativa, ensayo– a la vez que indaga una medida común entre palabra e imagen, entre literatura y pintura. «La condición de las imágenes es la graficidad.» (Figuras volcadas, 1939: 11)
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La idea de percibir la cultura como creación de un paisaje, no es particular a González y Contreras. Un tratamiento poético e intuitivo de la cuestión lo inquieren casi todos los clásicos del regionalismo salvadoreño. Clasificamos a poetas –Alfredo Espino, Claudia Lars, Francisco Miranda Ruano, Salarrué– y pintores –Ana Julia Álvarez, Luis Alfredo Cáceres Madrid, José Mejía Vides– no por el género, la métrica, la textura ni el estilo. En ellos indagamos una manera particular de inventar, de enaltecer el paisaje poético y plástico de Cuzcatlán.
En cada poeta, la geografía física se tiñe de una subjetividad particular. En Espino, hay una nostalgia por el trecho que media entre mundo natural y humano. La poesía anhela colmar la herida que resulta de la vivencia mortal de la lengua, del hecho de que la palabra sustituye al objeto que nombra. Duele la pérdida de la in-fancia, la de una experiencia primigenia sin idioma, imaginariamente identificada a una vida campestre bucólica. El paso del campo a la ciudad –lo adult(er)o– incita al poeta a desahuciarse en las barriadas capitalinas. En Lars, observamos una propuesta por rescatar la tierra materna y la niñez a partir de la mirada extranjera del padre. Su canto convida a la paradoja: «yo es otro». «Lo nuestro» se percibe sólo desde «lo vuestro». El «aquí», desde una distancia estética ajena.
Miranda Ruano denuncia el mundo moderno que rompe toda mitología de lo natural y se diluye en la barriada. Su llaga poética oscila entre la inminente destitución de lo antiguo –los «dioses han muerto» – y una marginalidad urbana carente de voz. Como Espino, Miranda Ruano acaba trágicamente en el suicidio. Ambos escritores viven en carne propia la adversidad moderna. Al destruir el mundo campestre la modernidad engendra lo marginal y lo citadino, el nuevo equivalente deforme de su poesía lírica a la deriva. En Salarrué, hay una sensación y medida del tiempo a través de cuatro sentidos: la vista, el oído, el olfato y el tacto. En su doble labor –pictórica y narrativa– el poeta confunde lo imaginario y lo real, el ser con el deber-ser. El Oriente y la Atlántida dialogan con Amerindia, como si lo nativo y propio fueran reencarnación orientalista del continente perdido.
En pintura, surge el reinado pleno de la forma, color y paisaje visual, tal cual lo conjuga al unísono Salarrué. Álvarez conquista el mundo «vegetal» y hace que «el verbo hecho espíritu» cobre silueta de «virgen indígena». «En la cima de su esperanza», lo femenino jamás se vuelca sobre lo feminista. Sus óleos validan el carácter creador de lo maternal como modelo ejemplar de la reproducción natural. «El limo de la tierra» se erige como arquetipo de una mujer vital, sin preocupación por su falta de derecho en el terreno político (véase: Figura 1).
Figura 1: «Día de la cruz», Ana Julia Álvarez
Entre lo primitivo y el realismo, Cáceres Madrid «caza paisajes», a la vez que visualiza la potencia creadora del Minimum Vital de Alberto Masferrer (1868-1932). «Leer y escribir» son pilares que inventan una nueva nación mestiza, sin lugar para lo indígena si no es en pintura. Al igual que el chileno Pablo Neruda, Mejía Vides asciende hacia lo más primitivamente humano. Reconoce el sustrato indígena de lo nacional, aun si su arte (ars) – «vegetalismo terrígena»– no culmina en una política (tekhne) indigenista.
En poetas y pintores, la diversidad étnica queda fosilizada en figuras estáticas. Se petrifica entre el marco de una naturaleza muerta –de un still life a manera de bodegón– y una tradición hierática que la remite al pasado (véase: Figura 2). La asimila a la lejanía imaginaria del orientalismo, o la identifica a los pobladores de un continente perdido.
Figura 2: «Kukulkán», Salarrué
La verdad en pintura es réplica monumental de una incipiente modernidad mestiza. «Indio contemplativo» –«mujer soñadora»– se ofrece en complemento inerte de una «ciudad de vida febril» que recrea su «moderna y confortable» situación citadina al observar «lo primitivo». El juego especular larsiano se halla a la obra: «lo nuestro (progreso mestizo modernizante)» se percibe en contraposición a «lo vuestro (pasividad indígena primitiva)». La política estatal es tanto más activa y pujante cuanto visualiza en su antónimo «natural» la quietud de lo vegetal (véase: Figura 3).
Figura 3: Foto de mercado, Hamilton Fyfe
El poeta intuye la dinámica de la identidad como «interrogación» truncada ante el mutismo del otro:
«El campo es oro viejo.
La milpa una esperanza,
el indio un gran silencio.» (Piedra india, 1938: 45)
A diferencia de todo juicio presente, el ensayo de González y Contreras no evalúa a sus contemporáneos por un compromiso político radical ni por una fidelidad mimética entre obra y problemática social. La exigencia es de otro orden. El requisito de la época raya en lo meta-político. El escritor dictamina el arte regionalista por la tentativa inédita de expresar el entorno natural, sus cualidades estéticas sensibles (aisthesis) y pobladores huraños. Asimismo lo enjuicia por el diálogo subjetivo que entabla entre sociedad humana y mundo circundante. Le interesa «reconocer que el eje de la civilización occidental se esté moviendo [para] atravesar, de Norte a Sur, el continente americano» (Americanismo esencial, 1934: 13). Al «destino manifiesto» del pueblo anglosajón corresponde el «destino cósmico» del latino.
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En la actualidad cultural salvadoreña, a casi todos los autores mencionados se les hace justicia. Pero, la obra de González y Contreras todavía espera una amplia difusión similar a la que se realiza con el arte de los otros clásicos. En sus contemporáneos, la definición de la cultura como paisaje adopta la vía de la poesía, de la narrativa o de la expresión plástica. Sólo González y Contreras posee la lucidez de llevarla a la claridad del ensayo. Su libro pionero sistematiza el canon pictórico y literario nacional, mientras indaga la correlación de la naturaleza con la psicología «ensimismada» y «anochecida» de lo salvadoreño. Hombres de lava y pinos (1946) es el primer ensayo sobre una «geografía poética de Cuzcatlán». «Geografía poética» significa el modo en que el arte regional (poesía, narrativa y pintura) transforma el medio físico en paisaje. El arte escribe la tierra.
Figura 4: Hombres entre lava y pinos (1946)
Tal vez por su lectura percibamos en el carácter regional una manera espontánea de interactuar con respecto a nosotros mismos y al territorio que nos sustenta, hecho de «piedra y subsuelo volcánicos». Nuestra «disconformidad de ser en el mundo». Hay que ver en González y Contreras la búsqueda por una «soberanía espiritual» de los pueblos americanos. En su ensayo reconocemos el primer «escarbamiento psíquico» por comprender a los pueblos del istmo «como consecuencia del contorno natural». Su obra nos enseña que la cultura deriva de «las impresiones psicológicas del paisaje» –rural, urbano, real e imaginario– las cuales se materializan en el sedimento acallado de los pobladores.
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En la dinámica naturaleza-cultura, invalidamos el presunto «comunismo» del autor.1 Su pensamiento no se funda en un axioma de conflicto social –la lucha de clases como motor de la historia. En cambio, su compromiso americanista nos revela que lo primordial surge del juego especular entre sociedad y entorno físico. Aún al preconizar una integración artística entre imagen lírica, «buceo inconciente», acción social y forma lúdica —un «nuevo romanticismo insurgente como intuición revolucionaria»— «el leit-motiv» surge del ambiente (Piedra india, 1938: 9). «La unidad es el paisaje» como si, en su realidad social, «Indoamérica» fuese erupción violenta, simple prolongación instintiva de un grabado natural sin mansedumbre.
González y Contreras establece no un materialismo histórico ni dialéctico. Asienta su contrapartida idealista patriótica, un misticismo nacionalista irreconocido. El alma ístmica regional es reflejo del trópico; lo real, «fuerza interior» de un objeto perdido en el dilatado exilio. Su psicologismo patrio y su poética de la «ausencia pura (1946)» lo identifican como rancio congénere de «los desterrados» (F. Toruño, Los desterrados, San Salvador: Ediciones «Orto», 1952).
Entre intuición, raciocinio e «idea-fuerza», su triple figura semeja a aquellos poetas de la primera mitad del siglo XX para quienes la expatriación significa arraigo. Son los «inadaptados», los que al «materialismo de la ciencia» contraponen lo irracional; al supuesto progreso de la modernidad, la «desazón» ilógica «de la poesía». Y al «romanticismo» de la «poesía revolucionaria», la «verdad» de «la forma» rítmica como «suprema justificación del acto poético». En breve, «los desterrados» cotejan la política mundana según la única trascendencia. La meta-política o religión del arte.2
Figura 5: Gilberto González y Contreras
Bibliografía mínima sobre Gilberto González y Contreras
Diario del Pueblo, 1928.
Diario Latino, 1932.
Un pueblo y un hombre. Honduras y el General Carias, Tegucigalpa: Imprenta La Democracia, 1934.
En los puestos constructivos de la revolución (Calles, el estadista), La Habana: s/ed., 1934.
Cárdenas. «Vidas revolucionarias», La Habana: s/ed., 1934.
Americanismo esencial. José Manuel Puig y la política continental, La Habana: s/ed., 1934.
Rojo en azul, La Habana: s/ed., 1934.
Bohemia, febrero de 1934-junio de 1935.
Don Gerardo. Contribución a una tipología del espíritu cubano, La Habana: s/ed., 1935.
Maternidad, La Habana: Ediciones Labor, 1937.
Música y poesía, ensayo, La Habana: Ediciones Prensa Indoamericana, 1938.
Piedra india, La Habana: Ediciones Prensa Indoamericana, 1938.
Un estudio sobre la obra de Juan Marín, Tokio: Ediciones Asia América, 1940.
Figuras volcadas, ensay,. La Habana: Ediciones Prensa Indoamericana, 1939.
Rubén Romero, el hombre que supo ver, La Habana: Imprenta La Verónica, 1940.
Trinchera, La Habana: Prensa Indoamericana, 1940.
«Aclaraciones a la novela social americana», en: Revista Iberoamericana, mayo de 1943, 403-417.
«Cabezas que se usan. Max Jiménez», en: Seoane, s/f: 17-19.
Cristal de época (vitrales para un retrato de Arístides Sosa de Quesada), La Habana: P. Fernández y Cía, 1944.
Radiografía y disección de R. Blanco-Fombona, La Habana: Editorial Lex, 1944.
«Prólogo y notas introductivas», en: Fulgencio Batista, 1944: Revolución social o política reformista. La Habana: Prensa Indoamericana.
Amantes trágicas de la historia; biografías de mujeres trágicas, México: Editorial Costa Amic, 1945.
Gacela, México, D. F.: Poesía Mínima, 1946.
Ausencia pura, México, D.F.: B. Costa Amic, 1946.
Historia de una persecución (epístolas de burlas y picardías), México, D.F.: Ediciones Mexicanas, 1946.
Hombres entre lava y pinos, México, D.F., B. Costa Amic, 1946.
El último caudillo (ensayo biográfico). México, D.F., B. Costa-Amic, Editor, 1946.
J. Natalicio González, descubridor del Paraguay, Paraguay: Editorial Guarania, 1951.
«Gilberto González y Contreras», en: Juan Felipe Toruño, 1952: Los desterrados, Semblanzas de poetas de América. Tomo III. San Salvador: Ediciones Orto, 143-152.
«Gilberto González y Contreras», en: David Escobar Galindo (Selección, prólogo y notas), 1982: Índice antológico de la poesía salvadoreña. San Salvador: UCA-Editores, 369-376.vuelve 1. Un libro que anhela aplicar el «método del materialismo histórico» –En los puestos constructivos de la revolución (Calles, el estadista) (1934)– duda entre lo económico y el voluntarismo. Si afirma que de lo «económico […] dimanan todas las demás actividades», como en el mexicano José Vasconcelos, «la fe profunda y jamás quebrantada en el poderío del espíritu» es el motor que empuja el nacimiento de nuevas formas sociales. América es «destino cósmico», «fusión de razas» y unificación de «Europa y Asia». Para forjar la utopía, González y Contreras juzga necesario que «una clase social determinada» –y la geografía misma– se encarnen en la figura personal de un «hombre fuerte». El determinismo económico halla en la teoría voluntarista del «hombre fuerte» su límite espiritual y su personalización en una conciencia. El escritor dedica un buen número de ensayos a reconstruir y enaltecer la figura americanista de múltiples personalidades políticas de la época: el salvadoreño Hernández Martínez (de quien fue censor de prensa en 1932), los mexicanos Calles y Cárdenas, el hondureño Carías, el cubano Batista, entre otros. Mientras el pueblo y su entorno físico se personifican en un perfil masculino –en un «hombre fuerte»– su temple individual se «proyecta sobre la colectividad» y el paisaje para configurar su porvenir. El «método materialista se completa gracias a «formas emocionales» subjetivas, ya que «sólo por la emoción se comprende [y] actualiza la historia», de igual manera que «las ideas explican» los hechos en bruto (Cárdenas, 1934: 10). Este carácter emocional explica la diferencia entre crítica (academic paper) y ensayo. La primera se funda en la «serenidad» metodológica ordenada; el segundo, en «el fervor» artístico subjetivo y vivencial. Además de Vasconcelos y las figuras (latino)americanas que emula en sus escritos, los alemanes Dilthey, Keyserling y Spengler parecen redondear el pensamiento americanista de González y Contreras. Las paradojas de su pensamiento confrontan su afición juvenil por un «Lenin», «espiritualizado […] interpretación de Cristo» (Diario del Pueblo, 14 de agosto de 1928), la defensa del martinato luego del etnocidio de 1932 (Diario Latino, 1932), su denuncia poética de corte indigenista (Trinchera, 1934/1940 y Bohemia, 1934-1935) y su confianza en Salvador Castaneda Castro (Cristal de época, 1944).
vuelve 2. De paso, reconocemos en González y Contreras avanzar una de las tesis más recientes sobre la revuelta de 1932. Tal cual lo afirma el historiador costarricense Héctor Pérez Brignoli, existe la posibilidad de dos rebeliones paralelas: una revolución urbana o «complot» comunista fallido, luego de la captura de F. Martí y otros, y una revuelta indígena en el Occidente (véase: Héctor Pérez Brignoli: «Indians, Communists, and Peasants: The 1932 Rebellion in El Salvador», en: William Rosebery, Lowell Gudmundson y Mario Samper Kutschbach (eds.), 1995: Coffee, Society, and Power in Latin America. Baltimore/London: The John Hopkins U., 232-261). Cincuenta años antes, el salvadoreño errante anticipa la idea de levantamientos simultáneos –indígena, laborista y comunista– sin correlación directa entre ellos. Por el silencio, desmiente el quehacer de Farabundo Martí en el Occidente indígena. Acaso la figura (anti)heroica actual sea invención reciente. Su canonización ocurre durante el despegue de la guerra civil, cuando el común acuerdo entre derecha e izquierda explica todo evento según el eterno imaginario eurocéntrico de una guerra fría sin lugar para lo indígena americano (véase: Francisco Machón Vilanova, 1948: Ola roja, México: s/ed., quien nos confirma que hacia 1950 tampoco la derecha surgida del martinato concibe a Martí como dirigente del levantamiento. La misma ausencia de Martí la asienta Cristóbal Humberto Ibarra en Tembladerales (1957): «los levantamientos de occidente estaban dirigidos por propagandistas extranjeros»). Estas son sus palabras: «Madura ya la conciencia de las masas, en 1932, hubo un triple levantamiento: de los indios en defensa de los terrenos comunales –de que estaban siendo expropiados– y por el mejoramiento de su estándar de vida: de algunos elementos laboristas, y de la fracción comunista, con núcleos exclusivos en la capital de la República. La rebelión fue debelada con el ímpetu más salvaje y las mayores expresiones de barbarie, alcanzando cifras que los propios datos oficiales hacen ascender a 18.000 muertos pero que observadores saxoamericanos aseguran que fueron 23.000. De esa fecha trágica, hasta su caída en 1944, Maximiliano Martínez Hernández desarrolló una política de violencia represiva, creó la banca salvadoreña y la puso en manos de banqueros nazis, convirtiéndola en el instrumento de cambio de los marcos aski para Centroamérica, y fortaleció la industria cafetalera, para colocarla bajo la dirigencia de los grandes productores italo-fascistas.» (González y Contreras, 1946: 19) Con hondo orgullo nacionalista, la tesis sobre el fascismo la confirma el escritor italiano Mario Appelius, 1930: Le terre che tremano, Milano: Edizione Alpes).
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