Shirley Montero Rodríguez

 

Costa Rica (des)dibujada de Jacqueline Murillo:

Mito, identidad y crisis

Universidad de Costa Rica

Bibliografía


En su ensayo, Jacqueline Murillo realiza un profundo cuestionamiento al llamado «ser costarricense finisecular», delineando los trazos de un paisaje muy diferente al que se nos había pintado en los diversos discursos sobre la identidad nacional. «La tierra no se deja dibujar por los hombres. La tierra traza a los hombres según su antojo y no los deja escapar a sus designios» (Murillo, 2002: 11), con esta advertencia  se abren las puertas de un ensayo cuya tónica esencial es la inversión discursiva. Una personificación del espacio geográfico que adquiere rasgos categóricos en el texto, y vuelve oscilantes las fronteras cognitivas definidas como absolutas, donde el ser humano ya no determina sino que es determinado. Así, el binomio sujeto/objeto se invierte, y ahora el objeto asume al sujeto. Las fronteras de lo establecido se vuelven difusas.

¿Cuál es, entonces, el propósito de esta inversión inicial en el texto? Tal vez, dos sean los conceptos que permiten dilucidar esta lectura: modernidad-posmodernidad; estos dos paradigmas epistemológicos abordan los polos de una propuesta de re-visión discursiva particular.

En el plano cultural, la modernidad implica la configuración de fronteras definitorias de cada nación para concretar una imagen unificada de identidad cultural creíble, aunque eso significara la exclusión de elementos importantes para cada pueblo. La posmodernidad por su parte, es un discurso que ejecuta una exploración de la imagen propia –en este caso latinoamericana-, mediante el cuestionamiento, escepticismo y relativización de los asideros absolutizados por la modernidad, incluyendo el constructo Estado-Nación. Como discurso, la posmodernidad es una metanarración que puede ser estudiada a partir de los productos culturales que interpretan una determinada sociedad. Aquí entra en juego la literatura, como expresión y voz dialógica de encuentros y desencuentros, pero nunca como totalizaciones.

La modernidad, desde donde se inicia el cuestionamiento del capitalismo y del hombre racionalizado, sigue una transformación hasta permitir evidenciar la posmodernidad cultural, donde se acentúan esas dudas, a tal punto que se permiten muchas acepciones. La literatura vendría a representar esos cuestionamientos, como un intento de invertir los sistemas de poder, pero en forma permanente.

La posmodernidad refiere a una crisis perpetua, pero en el sentido originario del concepto griego κριηεω, juzgar o evaluar. Es decir, debemos permanentemente evaluar lo político, económico, social, histórico, cultural, y sobre todo, lo humano. En cierta medida, es un derrumbamiento paulatino de los asideros imaginados para la vida, tal vez cargado de desencanto o desesperanza al juzgar los errores cometidos, pero con el objetivo claro de re-construcción. Por ello, el tiempo y la historia no pueden ser lineales, ya que se necesita un re-conocimiento de lo presente, lo pasado y lo futuro. El sujeto literario posmoderno hace ahora una re-valorización o re-visión de sí mismo como sujeto cultural heterogéneo.

Tal como lo indica Larios, la modernidad tiende a legitimar ciertas formas de pensamiento mediante la literatura, en tanto que la posmodernidad fragmenta ese proceso al  instaurarse como descreimiento o impugnación (1997: 135).

Esta revisión del yo costarricense es llevado a cabo por Murillo a través de una mirada lineal que implica la memoria, en palabras de Larraín Ibáñez: la recuperación e integración de la identidad profunda que fue desintegrada y enterrada por los poderes coloniales e imperialistas (2000). Es decir, un mirar hacia atrás, una regresión sobre el discurso histórico de la modernidad que esbozó esta imagen identitaria, pero ahora con un carácter especulativo total, re-construir el yo costarricense incluso en sus espacios olvidados.

No es casual que unido a la personificación del espacio aparezca Gea, la divinidad que refiere a la Tierra-Madre, quien unida a Urano engendrara a los Titanes, los Cíclopes y los monstruos marinos. El uso del mito, por parte de la autora, permite asentar desde el íncipit del texto, el origen de esta geografía cognitiva que es Costa Rica.

¿Cuándo nace Costa Rica? Al igual que el resto de América Latina, Costa Rica surge como parte de un proceso complejo y violento (la conquista), a partir del cual se debieron redefinir la cartografías planetarias y mentales de los seres humanos. Y en esa redefinición, este espacio territorial se volvió ambiguo: fue el paraíso perdido, y la no Europa. Así, históricamente, el Nuevo Mundo de Colón ha sido el otro europeo, marginal y bárbaro. Por ello, las oligarquías culturales de este lado del planeta seguían fielmente las tendencias de las metrópolis. Asimismo, esta franja territorial denominada actualmente Costa Rica, nace al mapa mundial bajo el doble signo de la transición y el (auto)exilio. Lengua terrestre que une dos mundos (norte y sur, América y España), espacio fronterizo según Jacqueline Murillo, que luego albergara dos culturas contradictorias (española e indígena). Esta periferia serviría como el umbral perfecto para desaparecer, cuando así fuese deseado:

«Las malas lenguas describen a algunos de estos temerarios pioneros como proscritos de la justicia en busca de un rincón alejado, incomunicado y apropiadamente distanciado de las autoridades. No todos los perseguidos serían bandidos, ladrones o asesinos. Quizá muchos huían de las envidias, las creencias religiosas o, simplemente, de sus acreedores. De cualquier manera todos serían personas buscando el anonimato en una tierra en formación, en donde fueran capaces de alcanzar el olvido y comenzar con cuentas nuevas.» (2002: 15)

Costa Rica (des)dibujada recupera lo olvidado, saca la memoria de aquello marginal que nos caracteriza, pero no se dice. Es un texto que obliga a retroceder sin quitar la mirada, para luego ir re-conociendo las fisuras de esa imagen que es el yo costarricense. Se constituye en un recorrido histórico que re-descubre y re-define los diferentes momentos de este proceso.

Después de unos trescientos años de colonialismo, tal como lo señala Jacqueline Murillo: «...Costa Rica fue el único caso de independencia en donde ésta parecía más un problema que un logro. El temor al cambio y el engorroso proceso de crear constituciones, leyes y organismos (...) La libertad no era un sueño, sino una pesadilla» (2002:15). Así, ser nosotros mismo era (¿es?) un reto no deseado ni esperado, pues la cómoda situación de dependencia a medias de los centros implicaba menos responsabilidades y compromiso social.

Surgió, entonces, un problema: ¿Cómo constituirse en un país? Se debía establecer un sentimiento de unidad o pertenencia, crear una identidad nacional, la cual fuera aceptada por los diversos habitantes de la región. La Independencia latinoamericana constituía un dilema por enfrentar: la construcción de su propia imagen, la cual es de importancia fundamental para la racionalidad. Por ende, la modernidad estableció los límites de la incipiente búsqueda. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, la formación del Estado Nación era un verdadero proyecto discursivo, el cual estuvo a cargo de la clase dominante, la oligarquía, y respondía a sus intereses. En este sentido, afirma Rojas Osorio que «... las bases de nuestras creencias (...) descansan en legitimaciones sociales. Es la sociedad la que acepta procedimientos de justificación» (2003: 261). De esta manera, el colectivo social fue aceptado paulatinamente y a través de diversos discursos (literario, periodístico), un paisaje de lo que supuestamente era Costa Rica y eran los costarricenses, el cual daba unidad racional a disímiles fragmentos no señalados de los pensamientos, sentimientos  y percepciones (Harré, 1986: 36).

El proceso de narrar la identidad nacional costarricense implicó una doble diferenciación dentro de su discurso: por un lado, asume al otro deber ser (un centro: Europa) en busca de asimilación,  pero también está otro deber evitar (los márgenes: zonas rurales del país, los países centroamericanos). En términos de Jiménez Matarrita, se produce el olvido patriótico (2002: 132), donde el proceso de inclusión de los aspectos que debían constituir la identidad significaba la exclusión de los otros.

El ensayo de Murillo recupera aquellos elementos de la identidad nacional que fueron expulsados al oscuro fondo del pozo del olvido, a su vez genera contradicciones y tensiones que fracturan los asideros establecidos; es decir, instaura la crisis, crítica u opinión, como evaluación del pensamiento, de ahí que este ensayo se establezca en un período finisecular.

Al final del siglo XX e inicios del siglo XXI, en Costa Rica también se desestabilizan las bases, se cuestionan los discursos, se desordena como en el arquetipo del Apocalipsis, en un nuevo orden, Génesis, es decir, el tiempo cíclico. Por ello, se puede establecer que la cuestión sobre la identidad indica por sí misma una crisis o caos (del griego χάος apertura) latente en el individuo, pero como reflexión y especulación, en el acto de mirarse y mirar. Entonces, ¿cómo se resuelve esta crisis implícita en la configuración de una identidad nacional costarricense? Sólo enfrentándonos a nuestra propia imagen ante el espejo de lo que somos.

Tal como lo indica Homi K. Bhabha (2000), el concepto de nación se inscribe en una realidad social transitoria, y por ende, el concepto de identidad no es fijo, sino que se encuentra en permanente reforzamiento, sobre todo en periodos de crisis. Ello parece indicar un estiramiento del discurso unificador de la modernidad, con el cual se construyó el imaginario de lo costarricense. Pero las múltiples fragmentaciones de esa metanarración parecen retroceder al punto original de Costa Rica como lugar de transición, donde los límites definitorios no son tan evidentes. La posmodernidad, explica Jacqueline Murillo, indica ese «... retorno cíclico del barroco», el regreso al híbrido original del país, donde centro y margen se confunden: «... Costa Rica se transforma en espacio fronterizo entre Norte y Sur, nuevamente. ¿La prueba? Dos palabras solamente: nicaragüenses y colombianos» (2002: 14).
La construcción de la identidad nacional como inclusión-exclusión de un yo frente a un otro retoma su carácter dialógico original: «... la pre y la posmodernidad conviven en pueblos que nacieron en plena modernidad» (2002: 22)., y donde el yo (centro) se enfrenta al discurso del otro (margen), en la convergencia espacio-temporal del Estado-Nación.

Jorge Monge Amador dice que «El mito es el doble de nosotros mismos (...) cohabita con nosotros en nuestra cotidianidad» (1997: 69). Este, el  mito, es un enunciado social que posee la capacidad para determinar el comportamiento humano en tanto sea verosímil y aceptado. Tiene también «... capacidad para imponer como verdad social una determinada forma de definir la realidad, independientemente de su verdad o falsedad» (Pérez-Argote, 1986: 88). En este sentido, si la literatura sirvió de herramienta para dibujar una identidad nacional, también ha de servir para desdibujarla a través de la desmitificación de su discurso racional.

Jacqueline Murillo desdibuja la imagen de Costa Rica mediante el cuestionamiento de sus mitos. Así, la homogenización social que proporciona igualdad de oportunidades se torna en un «... nunca sobresalir de la masa uniforme» (2002: 17), donde la mediocridad y la envidia son sus principales colores.

El ensayo de Murillo habla del mito del costarricense como: «la fantasía de país respetable, paradisíaco y superior (que) se comenzó a entretejer con un proceso de europeización de la raza» (2002: 20), y creer esto es no querer ver las diferencias de sus componentes. Se denuncia en el texto cómo la fantasía de identidad del costarricense se asocia con la tendencia a aparentar. Lo individual aparenta colectividad bajo el signo de lo carnavalesco: el fútbol, la política y la peregrinación a la Basílica de la Virgen de los Ángeles («orgía sagrada»). Las fronteras entre lo que es y lo que no es son difusas; se dice pacífica y se ve contrastado con un alto porcentaje de muertes en las carreteras, producto de la violencia imperante.

La mal llamada igualdad costarricense se traduce en este ensayo bajo la mediocridad uniforme: «Los más brillantes de todos estos tienen sólo dos destinos: se van de Costa Rica y son reconocidos por el mundo entero o se quedan aquí y son aplastados por el espectro medio(cre) de una sociedad incapaz de re-conocer el valor de sus vecinos...» (2002: 31).

La oscilante disposición de no ser diferente se confunde ambiguamente con el sentimiento de superioridad tica, y ambas al final llegan a nada. Como en nada queda el estandarte de la libertad, la cual llega acompañada de la (auto)censura de una sociedad donde el uso de las palabras sólo es permitido en tanto no desestabilice el status quo, ya que el ejercicio del poder debe mantenerse reducido, y al pueblo se le deja sólo el «hablar por hablar», es decir «la palabra vacía». Igualmente, la libertad de recordar las disimilitudes recibe la censura social. Es mejor vivir en «el país del olvido», donde la memoria no existe.
Para finalizar, la mitología identitaria nacional logró conquistar una noción generalizada de excepcionalidad, donde Costa Rica se sustrae al caos circundante, levantando el estandarte de la igualdad, la paz y la democracia, como puntos de apoyo contra la belicosidad  y el atraso de los otros países centroamericanos. No obstante, también generó una idea estática, casi atemporal, sobre la (auto)imagen de lo costarricense, y esto ha evitado que exista, como en todo concepto de identidad, un desarrollo saludable.

En ese sentido, el ensayo de Jacqueline Murillo propicia un diálogo que empuja a evolucionar un aspecto cognitivo: «El costarricense y lo costarricense deben ser reconsiderados por completo» (2002: 45), ya que «El olvido lleva a la repetición cíclica del error. El aprendizaje permite la evolución, pero el olvido es la antítesis del conocimiento» (2002: 44), dice la autora, y en sus palabras se trama el milagro de la enunciación que obliga a mirar. Voz y mirada que deben trascender el paisaje estático, de manera que nuestro discurso, al igual que este ensayo, interrogue sobre ¿Quiénes somos? ¿Quiénes creemos ser? ¿Quiénes queremos ser?, hasta que lo «no dicho» se traduzca en una frase: el YO.

El ensayo Costa Rica (des)dibujada va más allá del desencanto o la pérdida de la fiabilidad con que se ha caracterizado a la posmodernidad. Es un discurso ensayístico que abre la posibilidad de re-construir el panorama identitario costarricense del siglo XXI, a partir de la relativización de la mitología nacional, hasta llevar al lector a un profundo cuestionamiento sobre nuestra imagen.

© Shirley Montero Rodríguez


Bibliografía

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Diccionario Pequeño Larousse Ilustrado, ed. 2002, Barcelona: Editorial SPES.

Harré, Rom, 1986: «Sintaxis y estructura de la experiencia: La gramática y el sí mismo», en: Revista de Occidente, 56, 35-45.

Jiménez Matarrita, Alexander, 2002: El imposible país de los filósofos y la invención de Costa Rica, San José: Ediciones Perro Azul.

Larios, Marco Aurelio, 1997: «Espejo de dos rostros: Modernidad y posmodernidad en el tratamiento de la historia», en: Kohut, Karl (comp.), 1997: La invención del pasado. La novela histórica en el marco de la posmodernidad, Frankfurt-Madrid: Americana Eystettensia, 130-136.

Larraín Ibáñez, Jorge, 2000: Modernidad, razón e identidad en América Latina, 2da. ed., Chile: Editorial Andrés Bello.

Monge Amador, Jorge, 1997: «El inconsciente étnico del mestizo», en: España, Olmedo (comp.), 1997: Cultura contra cultura, Heredia: Editorial de la Universidad Nacional, 69-110.

Murillo Fernández, Jacqueline, 2002: Costa Rica (des)dibujada, San José: Editorial Costa Rica.

Pérez-Argote, Alfonso, 1996: La identidad colectiva: Del Paso, García Márquez, Saer y la novela histórica del siglo XX, Madrid: Siglo XXI Editores.

Rojas Osorio, Carlos, 2003: La filosofía en el debate posmoderno, Heredia: Editorial de la Universidad Nacional.


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