Mario Gallardo

 

Códigos y contextos del relato fantástico en Honduras

 

Centro Universitario Regional del Norte
Universidad Nacional Autónoma de Honduras

mogallardo@hotmail.com

 

Bibliografía


La aparición del elemento fantástico en Honduras coincide con la obra de Froylán Turcios Cuentos del amor y de la muerte (1929), en una época donde la exigua producción narrativa hondureña estaba bajo el signo del criollismo y sus variantes: el costumbrismo y el regionalismo. Las amplias lecturas y los viajes de Turcios le permitieron estructurar una visión actualizada del panorama literario universal, hecho que se refleja en su obra, donde se percibe la huella de los escritores europeos que militaron en las filas del decadentismo.

Pero la preocupación por los temas fantásticos en Turcios –que se muestra con singular intensidad en «El fantasma blanco»– no tiene herederos inmediatos en el panorama literario hondureño, dominado por otro tipo de modelos narrativos que, según Manuel Salinas, estaban determinados por el carácter feudal y agrario de nuestra economía (Salinas, 1987: 223).

En este cuento de Turcios no sólo se reconocen algunos elementos de ambientación propios del género, además muestra en su desenlace la vacilación propia de lo fantástico, y el tono general está permeado por las premisas del decadentismo, corriente que, de hecho, definía a la realidad como «pobre, acéfala, menesterosa y falta de grandeza».

El protagonista del relato –ambientado en Antigua Guatemala– maneja un discurso equilibrado, con amplias referencias librescas y a la tradición oral antigüeña, mientras deambula por la ciudad en busca de un amor que le evade con la insoportable levedad de un fantasma; no obstante, las alusiones a leyendas como la del Hermano Pedro y Los cadáveres azules, anuncian el desenlace fantástico que prácticamente nos obliga a asumir la insólita y fantasmal condición de Clemencia, quien yace sepultada en el templo de La Merced.

Un acierto incuestionable de Turcios es la calculada ambigüedad del final, donde pese a la extraordinaria condición del hecho que acaba de vivir, el narrador-protagonista no intenta esbozar una explicación racional, sino que opta –«en un estado de alma próximo a la locura o a la muerte»– por encender la llama de la esperanza que alumbra un happy end de ensueño: unido su espíritu al de su novia, por fin, algún día, «más allá de los mágicos orbes y de las maravillosas constelaciones».

Sin embargo, todo parece indicar que el peso del telurismo no dejó espacios en Honduras para el desarrollo de artificios de la imaginación, como éste de Turcios, sobre todo en un contexto sociocultural tan cerrado a toda manifestación que cuestionara –de cualquier manera– el orden establecido, por lo que el «peñasco sin posible salida» permanecía ajeno a los códigos de la modernidad, atrapado en una atmósfera literaria asfixiante y aldeana.

La reflexión anterior resulta fundamental ya que intenta explicar la ausencia del elemento fantástico en la literatura hondureña, prácticamente hasta 1956, pese a existir el antecedente en la obra de Turcios. La importancia de los contextos históricos, sociales y culturales para el surgimiento del elemento fantástico ya ha sido señalada por Barrenechea, cuando observa que la correlación con ciertas áreas del código sociocultural es indispensable para la constitución del tipo de discurso propio de la literatura fantástica (Barrenechea, 1985). En otras palabras, la Honduras de los años ’20 y ’30 –con una economía centrada en el banano, la política dominada por caudillos locales que desembocaría en el oprobioso cariato y una vida cultural prácticamente inexistente– no era precisamente el terreno más fértil para que se desarrollara una narrativa de corte fantástico.

Ya en la década de los ‘40 se gesta el inicio del cuento moderno hondureño, principalmente en la obra de Arturo Martínez Galindo. No obstante, es preciso señalar que pese a su incuestionable cosmopolitismo, rasgo que le adjudican en forma unánime los estudiosos de la literatura hondureña, la renovación en la narrativa de Martínez Galindo se ve limitada a la incorporación de un enfoque psicológico y al manejo de un punto de vista sesgado, elementos que aportan a sus trabajos una sutil ambigüedad, ya que en los aspectos formales se mantienen ciertos rasgos propios de los códigos lingüísticos del modernismo.

Martínez Galindo maneja en sus cuentos temas inéditos para la literatura hondureña de su época. Escritor de gran sensualidad, manifiesta una especial atracción por el incesto, tema escabroso e incluso «tabú» para muchos escritores nacionales. Resulta estimulante la libertad con que escoge y desarrolla sus temas al margen de cualquier prurito conservador.
Muchos de estos temas aparecen en su libro Sombra (1940) que representa, para Salinas Paguada, la primera manifestación del cuento psicológico en Honduras (Salinas, 1987: 224). De especial interés para este trabajo es su cuento «Desvarío», por la presencia de elementos fantásticos que colocan al lector ante el problema de elegir entre una explicación racional del hecho o suspender parcialmente su incredulidad y asumir la interpretación fantástica del texto. Quizás no cumpla con las premisas tradicionales del relato fantástico, sin embargo amerita un análisis en vista de la aparición de la dupla normal-anormal, fundadora de lo fantástico, en el desarrollo de su argumentación.

En este relato se entrecruzan dos voces narrativas: la de un narrador personaje que asume el punto de vista de lo normal y la del «otro», que nos relata una desgarradora historia de amor. La historia se estructura alrededor de la voz del segundo (él) cuyo relato es objetivamente juzgado por el primero (yo). El «yo» narrador representa el equilibrio, la implacable razón. Mientras que «él» estaría asociado a la ausencia de la misma, el desequilibrio mental.

El manejo de los puntos suspensivos contribuye a crear una atmósfera de tensión, al dejar colgando al final de la línea una palabra con destino impreciso, creando oscuridad al cerrar frases que no se han completado conceptualmente. La descripción del ambiente inicia con «la tarde es un poema de serenidad, límpido el cielo azul, clara la atmósfera del cristal»; pero finaliza con el marco anticipado de lo insólito: «las sombras habían caído sobre el jardín. Ya no había niños y la negrura creciente nos daba la idea de que nos estaba envolviendo, algo que no sabíamos lo que era, algo que podía ser el alma de la noche.»
El cierre del cuento inaugura la vacilación, no sabemos si al final todo es producto del «desvarío» y existió siempre un solo narrador, desdoblado por efectos de una alteración mental, o si lo «debemos» interpretarlo como una de las muchas variaciones que asume el tema del doble. El miedo, la inquietud, la inseguridad sobre los límites de lo real plantean la esencia de lo fantástico que surge de la imposibilidad de desvelar la razón última, la clave final del cuento. De ahí la importancia de este texto en la génesis del relato fantástico hondureño.

En 1956 la aparición del libro de Oscar Acosta El Arca, representa el primer caso de una obra hondureña que en su conjunto se encuentra marcado por el signo de lo fantástico. Para Eduardo Bähr –en el prólogo a la segunda edición– el texto se caracteriza por la asociación entre realismo y magia. Manuel Salinas , por su parte, reconoce las huellas de Borges y Kafka. Mientras Jorge Luis Oviedo habla de una imbricación entre mito y realidad.

En suma, los tres comentarios son acertados y dan fe de la inagotable riqueza, así como de la amplitud de criterios con que deben manejarse los asuntos de la literatura fantástica, poco propicios para ortodoxias y dogmas.

Si bien alguno de los temas de Acosta ya habían sido prefigurados por Borges (Víd. «La espada» y «El cazador») y «El regresivo» podría considerarse una reelaboración de «Viaje a la semilla» (1944) de Carpentier, coincidimos con Bähr cuando señala la originalidad de Acosta expresada en su rasgo formal más característico: la precisión. Por otra parte, Acosta no hace más que seguir una metodología de trabajo «borgiana»: asumir como propia la totalidad de la tradición literaria universal, y de esta manera «al ser generosamente universal se vuelve provechosamente nacional», como bien lo afirmaba Alfonso Reyes.
Paralelamente, Acosta incorpora algunos elementos provenientes de la rica y original tradición prehispánica, recreándolos en algunos de sus relatos; de ellos el más acabado es, sin duda alguna, «El vengador», donde la brevedad de la historia del cacique Huantepeque refuerza la fatalidad del presagio. En otros, como es el caso de «Los poetas», el resultado colinda con el mito.

Tampoco desdeña la influencia de Las mil y una noches en «Secreto absoluto» y «Palabra de honor», que vienen a complementar el vasto panorama de la propuesta fantástica de este hondureño universal.

Casi medio siglo debemos esperar para encontrar una propuesta de similar calidad. No se puede hablar de un autor, grupo o movimiento que en forma particular haya cultivado el género con especial dedicación. Sin embargo, encontramos a partir de 1980 una mayor cantidad de textos y de autores representativos de este tipo de relato.

Antes de reseñar autores y obras es necesario precisar los códigos y contextos de la época, que a nuestro juicio influyeron decisivamente en la conformación de las peculiaridades del relato fantástico en Honduras a partir de los ‘80.

Los «hechos» registrados durante la «década perdida» –con su infamante estigma de los desaparecidos, la APROH y los gobiernos «entreguistas» partidarios del «U.S.S. Honduras» como primera etapa para la formación del «Estado Libre Asociado»– definieron, en gran medida, el surgimiento de una «Literatura de la ocupación», contestataria y beligerante que, ante el silencio cómplice de los medios de comunicación y el ignominioso esquema de las «mentiras oficiales», asumiera la forma de permanente documento de denuncia.

Pese a esta necesaria y casi obligatoria correspondencia con la realidad surgen, asociados a contextos de la marginalidad, la cultura de la violencia y la más flagrante injusticia, excelentes muestras del género fantástico. No obstante, estos originales relatos no se reconocen tan fielmente en sus modelos europeos o sudamericanos. Producto de una época de oprobio, algunos de los textos que integran esta antología son susceptibles de dos lecturas: una alegórica donde los hechos insólitos que en ellos se suscitan son hiperbólica muestra de los vicios de una sociedad en crisis; y otra, donde el suspender nuestra incredulidad y aceptar la manifestación de una fisura en el esquema de lo cotidiano no implique, de manera alguna, el cómodo ámbito de la evasión.

Algunos cuentos del escritor Roberto Castillo ilustran con propiedad los juicios expresados en el párrafo anterior. Así, en «Las moscas», la inverosímil plaga que acabará con el terrateniente se vislumbra como el merecido castigo por la miserable condición en que mantiene a los campesinos. Incluso el surgimiento y la proliferación de las moscas se asocia directamente con los dineros de la explotación: «Había terminado y se disponía a guardar los fajos de billetes que no alcanzó a distribuir. Una mosca terca descansaba sobre ellos... Hubiera querido aplastarla allí mismo, pero luego no le dio importancia. Ese fue su primer error, y, al guardar los fajos, no reparó en que la mosca quedó encerrada dentro de la caja fuerte».

«El hombre que se comieron los papeles» representaría, de acuerdo a una lectura alegórica, el ejemplar castigo que debería recibir esa odiada raza de zánganos que medran en los kafkianos laberintos de la burocracia estatal. Esto no anula la posibilidad de una lectura fantástica que tendría su justificación en textos tan atrayentes como la historia del pulóver asesino en «No se culpe » nadie” y el apocalíptico final de la civilización ahogada en libros innecesarios de «Fin del mundo del fin» (Víd. Cortázar).

Es justo apuntar que, en ninguno de los casos, Castillo recurre al cliché o a la pancarta, por el contrario, el elemento insólito le otorga una novedosa ambigüedad a sus desenlaces.

En «Chabacán», la rutinaria historia de Gregorio Jiménez, excelente lector y bromista incorregible, no pasa de la simple narración de aventuras de colegio hasta el momento en que Chabacán decide mostrar a los tres amigos «su parnaso». Aquí se sueltan las amarras con la realidad y, en medio de un ambiente donde la marginalidad y la locura van de la mano, los tres colegiales van a conocer algo que supera sus más aventuradas proyecciones: el acceso a una «realidad otra» donde se han anulado las fronteras entre vida y muerte. La carga de ambigüedad en el texto es representada por la frase de la loquita: «Todo lo tienen que pedir a mi papá. Si tienen pena, me pueden decir a mí, que yo le llevo el recado.»

Otro acierto de Castillo es la manera en que el narrador personaje recibe la confirmación de lo insólito: «Yo alargué la mano y la puse sobre la rodilla de uno de ellos que ni siquiera me volvió a ver. Solamente sentí que algo cedía infinitamente a una presión ciertamente finita.» Aquí el recurso del «extrañamiento» (Sklovski) utilizado por el autor para confirmar lo fantástico del acto recuerda los clásicos ejemplos que el maestro ruso extrae del clásico de Sterne, el Tristram Shandy.

Roberto Castillo ha logrado en sus creaciones una original mezcla de lo insólito con lo cotidiano dentro de un contexto revelador de las contradicciones de la sociedad hondureña. Como bien ha señalado Helen Umaña «... a Castillo no le importa trastocar tiempo, espacio o cualquier orden de cosas, en beneficio de una mira más alta: la de aportar elementos que, en su condición paradojal, onírica o grotesca, conduzcan hacia esas zonas desde donde el hombre pueda ser captado en su esencialidad básica» (Umaña, 1986: 383). Nosotros debemos añadir que toda la obra de Castillo representa una de las más sólidas propuestas narrativas de nuestra literatura.

Mejor conocido por su obra poética, Pompeyo del Valle es autor de uno de los textos fantásticos más logrados de la literatura hondureña: «La calle prohibida» (1981). Al igual que los cuentos de Castillo, este corto relato tiene como referencia contextual hechos y aspectos lamentables de nuestra realidad. En este caso particular, la típica figura del dictador latinoamericano se constituye en la base temática del texto.

En este cuento se entrecruzan y complementan en armonía el realismo mágico con el elemento fantástico. La referencia a los hábitos del supersticioso dictador y su abominable sadismo de Diomedes mestizo, al arrojar seres humanos a las fauces de sus diabólicos caballos, formaría parte del discurso propio del realismo mágico al cual ya nos tiene acostumbrados García Márquez. La fisura con la realidad estaría en el extraño final de Bartolo Gris que regresa a su «pequeña nación hispanoamericana» para enfrentarse a la fatalidad representada por la odiosa figura del dictador, amo absoluto del país.

El juego de asociaciones es evidentemente fantástico: la silenciosa irrupción del negro carruaje, la sortija como atributo del mal y la «pata descomunal de macho cabrío» son la obligatoria introducción a la insólita crueldad del desenlace: «sus piernas ya no tienen fuerzas para sostenerlo. Se doblan como frágiles briznas y lo dejan caer pesadamente, convertido en un montón de zacate fresco, dentro de su impecable traje de corte inglés. El cochero recoge el haz de hierba húmeda y resplandeciente y se lo ofrece a uno de los caballos...»

En 1983 aparece un libro de Jorge Luis Oviedo, La muerte más aplaudida, donde, en algunos de los relatos que lo integran, se exploran algunas soluciones de índole fantástica.

En estos cuentos de Oviedo se transparenta la influencia de autores como Borges y García Márquez, principalmente a nivel de la asimilación de ciertos temas característicos. Por ejemplo «El cobro de la deuda» debe mucho al cuento de Borges «Episodio del enemigo» y la huella de García Márquez resulta evidente en «El cementerio de piedra» y otros cuentos basados en la figura del «general». En «La fuga», el final del cuento es la reedición de uno de los argumentos clásicos de la literatura fantástica que se encuentra bajo el título «Un creyente» en la Antología de la literatura fantástica de Borges y Bioy Casares, pero que originalmente pertenece a Memorabilia (1923) de George Loring Frost.

Estos cuentos, que muestran un genuino interés por explorar otras vías de acceso a la realidad, pecan, a veces, de una excesiva superficialidad que anula el posible alcance de la propuesta estética de su autor. Más afortunado resulta su acercamiento al género en el cuento «La cara del espejo», donde explora una de las obsesiones de Borges: la índole fantástica de los espejos. En este relato hay un manejo impecable del tema: Rosaura, novia primeriza, emprende ante el espejo una obsesiva y fantástica búsqueda tras las huellas de los besos de su novio. El desenlace se avizora en los alegóricos sueños de su madre que son el presagio del desdichado final de Rosaura, quien acabará atrapada en otra dimensión: «la memoria del cristal», el abominable ámbito de los espejos con el que Borges ya nos había asombrado en su genial «Tlon, Uqbar, Orbis Tertius».

Galel Cárdenas, poeta al igual que Acosta y del Valle, también ha incursionado en los terrenos de lo fantástico. Uno de sus relatos más acabados figura en esta antología: «Margarita en la casa del viento memorioso». Ubicado dentro de la línea clásica del género, este cuento recrea la premisa fundamental de la poética borgiana: el manejo de una estructura paralela donde el elemento real se encuentra subordinado al elemento fantástico. La temática que se maneja también es clásica: el fenómeno del doble y su manifestación a través de los espejos. Sin embargo, es preciso analizar estos elementos con mayor detalle.

El texto es presentado a través de la visión de un «narrador externo» que nos refiere la historia de Margarita, una extraña mujer que no ama a su marido. Al precisar las razones de tal desamor, nos encontramos con la oposición entre la «lógica de cotidianeidad cosificante» de Oscar con la aspiración evasiva de Margarita por «vivir un mismo siglo en diferente espacio cronológico».

Aquí, el excesivo peso de lo cotidiano opuesto a la insoportable levedad de la fantasía hacen imposible la comunicación entre estos dos seres; a quienes se les niega, incluso,«la posibilidad de vencer su otredad mediante el sexo» (Sábato, 1963: 84), en el cual encuentran únicamente la inutilidad del amor.

Al inicio, un epígrafe de Musil nos refiere a la infidelidad como tema, pero el desarrollo del relato nos marca efectivamente con el sello de lo insólito. Las alusiones a «Silvia» y a «Las ruinas circulares», el reconocimiento del «otro yo» de Margarita a través de los espejos y sus constantes incorporaciones a los cuadros de Rubens o Botticelli circunscriben, definitivamente, el ámbito de lo fantástico. Es hasta el final, con la muerte de Oscar y la cristalización de Margarita, cuando descubrimos que la frase «importante» en el epígrafe era la que relacionaba «el ser infiel ... un placer que cierra misteriosamente la vida».
Sin embargo el cierre resulta ambiguo por una frase que se cuela casi accidentalmente: «Margarita, entonces empezó a cristalizarse del mismo modo donde había asesinado a su antiguo esposo...» En este final, como en todo buen relato fantástico, se abren las infinitas posibilidades de la ficción: ese antiguo esposo podría ser el Oscar que ya conocemos ó Margarita es uno de esos extraños seres imaginarios que viven y viajan a través de los espejos para poblar de pesadillas nuestra endeble realidad.

En «Lavador de platos quasi una fantasía» de Marta Susana Prieto –al igual que en los textos de Jorge Luis Oviedo y Galel Cárdenas– el elemento fantástico se plantea como una irrupción de lo inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana, y esta ruptura se instaura de manera casi imperceptible, de la misma manera que la sensación del jabón invade, como una «caricia particular», a todas las piezas de la batería de cocina de la protagonista.

Aquí la fórmula es sin duda cortazariana: «la indicación súbita de que, al margen de las leyes aristotélicas y de nuestra mente razonante, existen mecanismos perfectamente válidos, vigentes, que nuestro cerebro lógico no capta pero que en algunos momentos irrumpen y se hacen sentir»; aunque vale aclarar que no fue un hallazgo del Cronopio Mayor, ya antes la habían esbozado, casi con idénticas palabras, P. Castex, L. Vax y R. Caillois, enfatizando la implantación de lo fantástico a caballo entre dos órdenes de acontecimientos: los del mundo natural y los del sobrenatural.

En este ambiguo terreno se debate «Lavador de platos quasi una fantasía»: la narración a nivel intradiegético que va desgranando las cotidianas naderías de una divorciada, madre de dos hijos, afanada en elevar a nivel de disquisición filosófica el tangible arte de lavar platos al final de la cena, hasta que se ve interrumpida por la llegada («aparición») de una mujer desconocida, desvestida apenas por una toalla, quien, tras contarle la verosímil historia de un jacuzzi, una puerta cerrada y las llaves perdidas, le pide permiso para utilizar su teléfono.

Luego, en un ambiente de complicidad se desarrolla la previsible charla entre mujeres: el marido ausente y el definitivamente perdido, los viajes de trabajo y los hijos, pero también se va gestando una atmósfera equívoca y sensual, sugerente, llena de indicios: «y marca con la misma mano mientras la izquierda sostiene la toalla debajo del brazo, para que no se caiga; sonríe con cara de ‘yo no fui’ que pone uno en situación tonta»…«habla bajito, casi entre dientes»…«tampoco puedo escuchar la siguiente conversación y otra más que se toma la libertad de hacer sin consultarme de nuevo, con otra sonrisa…adivino que no hay ninguna otra prenda debajo de la toalla, pero evito la palabra ‘desnuda”.»

La atmósfera sensual se recarga: «cómo no desconcentrarse uno, teniendo a una cuarentona de moño improvisado, descalza, de uñas pintadas, desmaquillada y envuelta en una toalla, sentada en medio de la sala». Es un vínculo secreto, oscuro, que comienza a desplegar su viscoso poderío frente a la ama de casa, la ingenua lavadora de platos.

Mientras tanto, los indicios –en el sentido que Barthes les asigna, como unidades que sugieren una atmósfera, carácter, sentimiento, filosofía, siempre con un significado implícito– aparecen aquí y allá, como el «incesante ladrido de los perros en el patio, cuando se pierde la toalla verde diamantina en medio de la oscuridad de la vereda», o el sueño del jacuzzi hirviendo en sangre, presagiando la irrupción definitiva de lo fantástico.

El cierre consolida con notable maestría dos elementos: por una parte, la esfericidad del relato, donde el antepenúltimo párrafo reproduce el sentido de las frases iniciales del cuento y, por otra, la aceptación tácita de lo sobrenatural, que le es confirmado a la protagonista por el «señor de edad que vive en la casa de enfrente», hecho que luego será reiterado por la falta de sorpresa ante el sonido del timbre de la puerta y la naturalidad con que recibe el bouquet que le ofrece la «vecina»; finalmente, un abrazo fuerte sellará la «amistad» entre las dos mujeres, mientras afuera «los napoleones crujen al viento y lejanos se escuchan los ladridos de los perros». Mientras que para nosotros, los lectores, habrá llegado el tiempo de la incertidumbre.

En conclusión, las escasas manifestaciones del relato fantástico en Honduras han cumplido con un papel fundamental: cuestionar desde su original enfoque, los lugares comunes y la retórica gastada del discurso realista, a la vez que han posibilitado nuevas vías de acceso para la comprensión y la crítica de fenómenos esenciales del contexto nacional.

Y es que si algo valida el calificativo de «fantásticos» a estos relatos es la manera en que subvierten la tradición mimética y las reglas más elementales de la verosimilitud; desde Froylán Turcios hasta Oscar Acosta y de Roberto Castillo a Marta Susana Prieto, estas creaciones constituyen una especie de «oasis de la imaginación» en medio de un desierto realista y maniqueo, y dan fe del esfuerzo de sus autores por asumir su incuestionable condición de ciudadanos del mundo.

© Mario Gallardo


Bibliografía

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Barrenechea, Ana María, 1985: El espacio crítico en el discurso literario, Buenos Aires: Editorial Kapelusz.

Sábato, Ernesto, 1963: El escritor y sus fantasmas, Buenos Aires: Sudamericana.

Salinas, Manuel /Rigoberto Paredes, 1987: Literatura Hondureña, Tegucigalpa: Editores Unidos.

Umaña, Helen, 1986: Literatura hondureña contemporánea, Tegucigalpa: Editorial Guaymuras.

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