Iván Molina Jiménez*

Entre la historia y la literatura: Una reflexión personal**

Universidad Nacional, Costa Rica

ivanm@cariari.ucr.ac.cr

Notas

Agradezco la invitación que se me hizo para estar aquí esta tarde y voy a aproximarme a la relación entre historia y literatura con base en cuatro preguntas que considero de interés, al modo de los viejos catecismos escolares del siglo XIX. Confieso, desde el inicio, que parto del supuesto de que, a pesar de las limitaciones empíricas, metodológicas y conceptuales de toda investigación histórica, es posible conocer el pasado; y aclaro que, al referirme a la disciplina histórica, la considero como parte de la ciencia social y, por tanto, esencialmente distinta de la historiografía episódica o apologética.

1. ¿Puede equipararse la narrativa histórica a la literaria?

De ninguna manera. La narrativa literaria está organizada según un principio dramático y su verosimilitud depende exclusivamente de la capacidad del escritor para convencer a los lectores de aceptar las reglas que él, individual y arbitrariamente, ha definido. En contraste, la narrativa histórica tiene un eje analítico y, pese a que el historiador es el que selecciona el tema, las fuentes, la metodología y los conceptos, realiza sus escogencias a partir del paradigma de la ciencia social, es decir, de un marco referencial que, además de estar más allá de él, es producto de un quehacer colectivo transnacional.

A diferencia de la narrativa literaria, cuya complejidad está en función únicamente de cómo el escritor organiza la trama, la histórica debe lidiar con algo más que la presentación de los resultados de la investigación. Ante todo, está el problema de la representatividad cronológica, geográfica y social de los fenómenos analizados. De seguido, está la cuestión de la escala a qué es realizado el análisis, de la cual dependerá el grado de detalle en que será preciso incurrir. Por si esto fuera poco, hay que lidiar, además, con la desigual solidez de la evidencia disponible y su tratamiento cuantitativo y/o cualitativo. Y para complicar aún más el asunto, es necesario dar cuenta de cuál es el conocimiento existente sobre el tema con el fin de resaltar el aporte propio, y ser capaz de insertar tal contribución en un marco histórica y teóricamente comparativo.

Por último, la narrativa literaria gira en torno a personajes, en cambio, la histórica se concentra, mayoritariamente, en el examen de tendencias, procesos y estructuras y, en tal medida, se interesa más por los grupos que por los individuos. Si bien es cierto, en las últimas décadas, ha habido una preocupación creciente por el estudio de figuras individuales, en especial de origen popular, tal corriente representa, apenas, una parte muy pequeña de la producción historiográfica. Cabe añadir también que, por lo general, el objetivo final de muchos de tales trabajos es, a partir de experiencias personales, aproximarse a los microfundamentos de amplios cambios históricos o a la dinámica de los sectores sociales a que esos individuos pertenecían.

2. ¿Es válido evaluar obras históricas y literarias con los mismos criterios?

Sería un error hacerlo. Empecemos por advertir lo obvio: la literatura ha dado origen a un gremio especializado en su estudio, es decir, los críticos literarios, cuyos criterios de evaluación pueden ser –por razones tanto teóricas como estéticas– ampliamente divergentes. En historia, producción y crítica no se generan en gremios separados y, aunque puede haber diferencias importantes entre los historiadores, la evaluación del trabajo de los otros remite siempre al paradigma de la ciencia social. Comúnmente, toda crítica elaborada por un científico social de un trabajo histórico se concentra en la escogencia y el tratamiento de las fuentes, los métodos y conceptos utilizados, la representatividad y la escala de los fenómenos bajo análisis y la dimensión histórica y teóricamente comparativa de los resultados.

Indudablemente, una obra histórica escrita con un competente dominio del idioma y un estilo ameno puede suscitar elogios de parte de los historiadores por tales características. Su valor, sin embargo, no depende en ningún sentido importante de la forma, sino de su adecuación a las exigencias del paradigma de las ciencias sociales, el cual descarta la estética. Parecería casi una contradicción pensar en un texto literario de alta estima entre la crítica que estuviera pobremente escrito, pero en historia es posible encontrar obras científicamente relevantes cuya redacción –por decir lo menos– apenas supera el límite de lo aceptable.

Una última razón por la cual obras literarias e históricas no deberían ser evaluadas con base en criterios similares es porque se trata de productos culturales completamente diferentes. Puesto que el valor de un texto literario no depende de su verdad en relación con el mundo natural y social, no es superable ni reemplazable. Ciertamente, una obra literaria puede perder interés para el público y los críticos, e incluso caer en el olvido, y después de un tiempo quizá sea recuperada (como ocurrió con El problema de Soto Hall). Muy distinto es el caso de la obra histórica: apenas publicada empieza a desactualizarse y puede ser perfectamente reemplazada y superada.

Limon blues, de Ana Cristina Rossi, ofrece una imagen del Caribe costarricense muy distinta de la que brinda Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas. No creo, sin embargo, que se pueda decir que la primera novela supera a la segunda y, menos en el sentido en que un historiador diría hoy que Elementos de historia de Costa Rica, un libro que Francisco Montero Barrantes publicó en 1892, está completamente superado. La razón de esta diferencia estriba en que la obra histórica individual, por más importante que sea, es siempre parte de un proceso colectivo, continuo y sistemático de construcción de conocimiento efectuado según un paradigma pre-establecido. En contraste, la obra literaria es esencialmente una creación individual, falta de los antecedentes y los referentes que nutren, posibilitan y condicionan el trabajo histórico.

3. ¿Es la historia una forma de ficción?

Por supuesto que no y, aunque puede haber “ficción” en las obras históricas, tal “ficción” es cualitativamente distinta de la ficción literaria. Para comprender tal diferencia es preciso, en principio, aclarar cuál es la especificidad de la historia en el conjunto de la ciencia social. Al ocuparse del pasado, la historia trata con procesos, tendencias, estructuras y grupos sociales que ya no existen, de muchos de los cuales apenas quedan evidencias fragmentarias. En tales condiciones, para el historiador es fundamental imaginar. Pero en contraste con la imaginación libre y sin controles del escritor, la del historiador es una imaginación “razonada”, es decir, constreñida por la evidencia disponible y expuesta bajo la forma de hipótesis o probabilidades.

Permítaseme un breve ejemplo. En 1925, el presidente de Costa Rica, Ricardo Jiménez, presentó al Congreso un proyecto de reforma electoral que incluía dos cambios fundamentales que los partidos representados allí no estaban deseosos de aprobar: el voto femenino y el secreto (de ambos, el que más preocupaba a los partidos era el primero). Durante el proceso de negociación con los diputados, Jiménez concentró sus esfuerzos en la aprobación del sufragio secreto. ¿Cómo explicar este comportamiento en un político que, en diversas ocasiones, se había manifestado a favor de extender el derecho de votar a las mujeres? ¿Sería acaso que Jiménez, pese a que apoyaba el voto femenino, incluyó tal iniciativa en la reforma de 1925 únicamente con el fin de negociarla después, es decir, de descartarla a cambio de que los legisladores agilizaran la aprobación del voto secreto?

El razonamiento expuesto en esta última pregunta ejemplifica la forma que asume la imaginación histórica. ¿Sería conveniente definir tal explicación del comportamiento de Jiménez como “ficción”? Pienso que no, ya que no veo cuál es la ventaja de un procedimiento que conduciría a unificar en la categoría de “ficción” instrumentos y métodos distintos de la práctica científica como hipótesis, probabilidades, interpolaciones, extrapolaciones y otros por el estilo. Desde mi punto de vista, hay una diferencia cualitativa básica entre la ficción literaria, producto de una imaginación no sometida a la disciplina de un paradigma, y la histórica, que sí lo está.

Hay dos aspectos adicionales, con respecto a la “ficción” histórica, que considero importante destacar. Primero, se debe reconocer que el grado de “ficción” presente en los documentos en que los historiadores basan sus trabajos, es desigual, y que la disciplina dispone de recursos para distinguir el dato cierto del que parece apenas probable y el que aparenta ser inverosímil. Y por otra parte, es preciso admitir que hay una proporción variable del conocimiento histórico que durante algún tiempo o quizá para siempre va permanecer como probable, ya que las posibilidades de verificación o son muy limitadas o no existen.

4. ¿Es la novela histórica un instrumento útil para conocer el pasado?

A veces, pero solo parcialmente, y esto último va a estar vinculado con la calidad de la investigación y la reconstrucción históricas realizadas por el escritor. Creo, sin embargo, que hay dos problemas fundamentales aquí. Por un lado, el valor literario de una novela histórica no depende principalmente de la competencia del autor para investigar y reconstruir el pasado. Pienso, en estos momentos, en Pagos de polaco, una novela de Jacobo Schifter que traza un fresco excepcional del San José de la década de 1930. Pese a esto, tal obra ha sido dejada de lado por la crítica literaria, aunque está en un proceso de valorización creciente entre los historiadores.

Por otro lado, por más competente y cuidadoso que sea un escritor, toda novela histórica es, por definición, anacrónica. Precisamente, lo que hace interesante un texto de este tipo es la recuperación detallada de la cotidianeidad del pasado, pero tal proceso no es posible sin deformarla. En efecto, para que los lectores del presente puedan reconocerse en los personajes y las situaciones del pasado, el escritor necesita actualizarlos, y cuánto más alejada en el tiempo se ubique la novela, más perentorio será tal ajuste. La dimensión en la cual esto es más visible es, sin duda, en el lenguaje, como se puede constatar al comparar los diálogos escritos por Tatiana Lobo en Asalto al paraíso con las transcripciones que allí aparecen de documentos coloniales.

Más problemática todavía es la cuestión de los procesos, estructuras y fuerzas sociales. Si en las obras de historia tales factores ocupan el centro del escenario, en las novelas históricas constituyen apenas el telón de fondo en que se desempeñan los personajes. Ciertamente, algunos escritores son lo bastante hábiles para articular convincentemente lo social y lo individual, pero aun en esos casos lo último prevalece sobre lo primero. Tal predominio no es casual, sino el resultado de una narrativa organizada dramáticamente en torno a figuras individuales. Por tal razón, la novela histórica está, tendencial y potencialmente, más próxima a la historia episódica que a la historia como disciplina social, una proximidad que se constata fácilmente en El pavo real y la mariposa, de Alfonso Chase.

Pretender que la novela histórica es una vía para aproximarse al pasado superior a la historia me parece un absurdo: en cierto sentido, sería como postular que el mejor modo de acceder a la ciencia es mediante las obras de ciencia ficción. El punto aquí es comprender que existe una diferencia profunda y decisiva entre arte y ciencia y que, aun cuando el arte –como producto de la imaginación no sujeta a restricciones de sus creadores– pueda eventualmente ir más allá de las fronteras establecidas por el conocimiento científico e incluso sugerir nuevas áreas de investigación, su saber no es una opción frente a la ciencia.

*

Termino con una invitación a los críticos literarios y a los escritores interesados en el pasado para que conozcan los trabajos de los historiadores. Pese a que aún en Costa Rica se producen obras históricas episódicas y apologéticas y circula una versión oficial de la historia asociada con las celebraciones patrias, existe ahora un vasto corpus de libros, artículos, tesis y avances de investigación que dan una visión completamente distinta de la historia costarricense en particular, y centroamericana en general. El escritor interesado en novelar el pasado de Costa Rica ya no necesita –a menos a que desee resaltar su propio protagonismo personal matando otra vez a los muertos– ir a romper lanzas contra una historia “oficial” cuya derrota ya era obvia a inicios de la década de 1990. Asumir constructivamente los aportes de los historiadores en vez de simplemente ignorarlos o descalificarlos a la ligera no es una tarea fácil, especialmente ahora en que la disciplina histórica está en vías de alcanzar mayores niveles de diversificación, especialización y sofisticación; pero enfrentar tal desafío es indispensable si lo que se desea es estar a la altura de aquel a quien esta actividad académica ha sido dedicada.

© Iván Molina Jiménez


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vuelve * Catedrático de la Escuela de Historia e investigador del Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) de la Universidad de Costa Rica.

vuelve ** Conferencia impartida el 9 de octubre en la Biblioteca Joaquín García Monge de la Universidad Nacional, en el marco del X Congreso Nacional de Filología, Lingüística y Literatura” (Heredia, Costa Rica, 8-10 de octubre, 2003).


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