Erick Blandón

El torovenado, lugar para la diferencia en un espacio no letrado

Arkansas Tech University

erick.blandon@mail.atu.edu

Notas*Bibliografía

En el carnaval del “Torovenado”, los hombres se visten de mujeres, se disfrazan de animales, parodian la vida diaria de la ciudad. Es un desfile que se origina en el barrio indígena de Monimbó y que recorre las principales calles del barrio hasta invadir por completo las avenidas de mayor movimiento en la vecina ciudad de Masaya. En rústicas carrozas improvisadas se representan cuadros vivos en los que se satiriza a los sectores hegemónicos de los ámbitos políticos, religiosos, sociales y económicos, como dice Fernando Silva es “una representación alegre, burlesca, callejera y estrafalaria, un ‘teatro popular’ compuesto por personajes, que ridiculizan a personas muy conocidas de la sociedad” (33).

A diferencia de la pieza del teatro callejero colonial El Güegüense o Macho-Ratón, El Torovenado se preserva como expresión cultural, aún no atrapada por la escritura. Una explosión polivocálica, donde todo ocurre como en un happening, sin guión pre-establecido, ni texto que seguir al pie de la letra. En él se expresan con entera libertad las sexualidades reprimidas y los grupos subalternos de clase y etnia, en contra del poder de los grandes aparatos; pero sobre todo en contra de los discursos de la religión y el estado. El estudio de El Torovenado, que como El Güegüense o Macho-Ratón es originario de la Manquesa1, nos permitirá inferir la diferencia entre un discurso oral surgido de la multitud, donde no hay cabida para el horror de la abyección, y un texto impregnado de los valores epistémico-religiosos, ajenos al grupo social que le dio origen, como es el caso de El Güegüense cuya genealogía se remonta a la cultura oral precolombina, pero que hoy conocemos como discurso escrito, debido al remake a que fue sometido por los criollos durante la colonia.

La parodia de El Torovenado se centra en los temas de actualidad que más han ocupado la atención de la opinión pública. Los hay que simplemente parodian a la mujer usando el disfraz femenino como forma esencial del ridículo, en un contexto donde la antropofagia machista se harta hasta el empacho de los roles que tradicionalmente le asigna al sujeto mujer. No obstante, tales analogías que serían inconvenientes al devenir, en el desorden / ordenado del carnaval, el deseo atraviesa las subjetividades de muchos de los individuos participantes: deseo de pactar con el animal interno, más allá del disfraz, deseo de soltar la sexualidad reprimida. Sobre todo, deseo de enunciación, donde entran a circular a diferentes ritmos y velocidades, las partículas moleculares que constituyen dichas subjetividades. Se va al encuentro del animal anterior a la domesticación, se deja emerger al deseo sin que haya censor que discierna entre homosexual o heterosexual. Nada más el deseo. Por eso “las malicias y requiebros obscenos” (Ibíd.), el cuerpo masculino que se contorsiona casi desnudo, que se vuelve “loca”. Eso son los devenires que nos conciernen.

Las celebraciones de San Jerónimo en Masaya, duran más de tres meses y en ellas pueden apreciarse dos fases: la primera que culmina con una procesión dentro de los cánones religiosos del catolicismo sincrético del “Nuevo Mundo”: liturgia eclesiástica y fiesta popular de tradición indígena y mestiza. La otra se abre más a la expresión pagana cuyo clímax paródico es el Torovenado, que por lo general se realiza el último domingo del mes de octubre, cuando ha concluido la celebración religiosa. “Los hombres para agradar a San Jerónimo se visten de mujer” (Palma,106). Son “los ‘toro-venados’, que también se disfrazan de animales.

El disfraz en esta fiesta ha sido su característica, lo ambiguo, lo polivocálico. Pero el travestismo, según Milagros Palma, ha ido evolucionando desde cuando se trataba nada más de hombres cubiertos con el cuero de un tigre, enmascarados, bailando mientras los sorteaba una mujer vieja, vestida con el cuero de un venado; pasando por los disfraces para remedar a las mujeres en sus diferentes actividades citadinas; o las sátiras de los años setenta, cuando se ridiculizaba a las autoridades religiosas en un burdel, hasta los años ochenta, cuando la parodia tenía un fuerte contenido político en contra de la intervención militar de los Estados Unidos en el país, y las figuras relevantes eran Ronald Reagan, Jean Kirkpatrick, pero también Fidel Castro, e incluso los líderes sandinistas, como anota Palma (113-117). La risa funciona así como el arma de los que están debajo de la autoridad, del poder, al que no tienen acceso, pero que lo penetran y descontrolan, según Lúcia Helena, con “discursos discontinuos y repentinos” (29).

La revolución sandinista, cualquiera sea el duelo o la melancolía que nombrarla nos provoque, fue el contexto en el que el carnaval de El Torovenado se afirmó como lugar de enunciación pública de la homosexualidad nicaragüense. Pese a que –como afirma el dramaturgo y etnógrafo Allan Bolt– “la visión anti-indígena se mantuvo, y por lo tanto el rechazo a los ‘excesos’ del Torovenado en Masaya, a los de San Sebastián en Diriamba y a los de Santo Domingo en Managua”.2 Pero los liderazgos políticos, de izquierda y derecha, siempre han pretendido manipular estas fiestas.

No obstante, al margen de los intereses de banderías, el Torovenado se convierte en un momento de escape de la opresiva masculinidad heterosexual, en el que dialogan las diferentes sexualidades, y donde el homoerotismo se convierte en polo de atracción de todos: homosexuales y heterosexuales. Es preciso, entonces, hacer una lectura de los diferentes gestos homoeróticos que el carnaval permite en esa dialogicidad donde coexisten, en un mismo plano, los individuos que por razones de su sexualidad no convergen públicamente en los mismos espacios durante el resto del año.

De la vieja del volcán a San Jerónimo doctor

San Jerónimo de acuerdo con la leyenda, vivió una vida carnalmente desenfrenada y, al final, para purificarse se fue al desierto, donde vivió dentro de una cueva oyendo los tormentos de los condenados y sanando con hierbas las enfermedades de los pobres. Él se mortificaba dándose golpes en el pecho con una piedra hasta hacerse sangrar. Pero un día cayó en la tentación de pecar sexualmente con una seductora mujer que lo provocaba. Era el diablo travestido de mujer, con quien Jerónimo tuvo relaciones sexuales; pero se arrepintió y el fuego y los tormentos lo santificaron.

La imagen del santo venerado por los pobladores de Masaya y Monimbó es la de un hombre decrépito hincado, semidesnudo, de largas barbas blancas, con el cuerpo ensangrentado por los golpes que se da en el pecho con una piedra. Junto a él hay un león manso en la solitaria montaña. Uno se pregunta, ¿qué tiene que ver este doctor de la iglesia elevado a los altares con un carnaval de disfrazados de animales y de mujeres? La respuesta puede ser muy simple: que un campesino un día ofreció al santo pagar la promesa de organizarle una procesión de disfraces, si le concedía el milagro de cazar al tigre que diezmaba su ganado; y que a partir de entonces se llegó hasta la época actual, a la forma que Enrique Peña Hernández lo describe:

Los torovenados van en pequeños grupos, en parejas o simplemente solos, según convenga a la mentalidad de sus caracterizaciones. Llevan toda suerte de disfraces. La mayoría trata de imitar o ridiculizar a algún personaje de la localidad, del país o del extranjero. Visten trajes viejos o anticuados, portan paraguas rotos y carteras pasadas de moda y se ponen innumerables adornos y aditamentos que no guardan ninguna relación con el traje y más bien desarmonizan. El rostro se lo ocultan con máscaras de cartón, madera, guacales o cedazo. Algunas máscaras representan la cara del personaje ridiculizado.

Son tipos estrafalarios y extravagantes. Hacen gestos, muecas y payasadas, para divertir al público (1968, 82).

Con la asistencia de famosos “cochones”3 de Managua como La Sebastiana4 , las parodias con vestidos de mujeres, que Peña Hernández no menciona, tomaron la forma de carnaval gay, según Carlos Alemán Ocampo5. Pero, en la devoción propiamente dicha, ¿no hay la superposición de un arrepentido canonizado por la iglesia, sobre una divinidad de los indígenas? ¿No se trata acaso de la vieja del volcán Masaya, de la que habla Fernández de Oviedo? Los rasgos físicos para comenzar no me contradicen y la omnipotencia se corresponde con la de San Jerónimo, a quien sus devotos alaban como a “el que todo lo puede”. Veamos lo que dice Oviedo:

Oy deçir á aquel caçique de Lenderi que avia él entrado algunas veçes en aquella plaça donde está el poço de Massaya con otros caçiques, é que de aquel poço salia una mujer muy vieja desnuda, con la qual ellos haçian su monexico (que quiere deçir conçejo secreto) é consultaban si harian guerra ó la excusarian ó si otorgarian treguas á sus enemigos; é que ninguna cosa de importancia haçian ni obraban sin su paresçer é mandado; e quella les deçia si avian de vençer ó ser vençidos, é si avia de llover é cogerse mucho mahiz, é qué tales avian de ser los temporales é subcessos del tiempo que estaba por venir, é que asi acaesçia como la vieja lo pronosticaba. É que antes ó despues un dia ó dos que aquesto se hiçiesse, echaban allí en sacrifiçio un hombre ó dos ó más é algunas mugeres é muchachos é muchachas; é aquellos que assi sacrificaban, yban de grado á tal suplicio. É que despues que los chrisptianos avian ydo á aquella tierra, no queria salir la vieja á dar audiençia á los indios sino de tarde en tarde ó quassi nunca, é que les deçia que los chripstianos eran malos é que hasta que se fuessen é los echassen de la tierra, no queria verse con los indios, como solia. [...] Yo le pregunté que despues que avian avido su conçejo con la vieja ó monexico qué se haçia ella, é qué edad tenia ó qué dispusiçion: é dixo que bien vieja era é arrugada, é las tetas hasta el ombligo, y el cabello poco é alçado haçia arriba, é los dientes luengos é agudos, como perro, é la color más oscura é negra que los indios, é los ojos hundidos y ençendidos; y en fin él la pintaba en sus palabras como debe ser el diablo. Y esse mesmo debia ser é si este deçia verdad, no se puede negar su comunicaçion de los indios é del diablo. É despues de sus consultaçiones essa vieja infernal se entraba en aquel poço, é no la vian más hasta otra consulta (en Pérez Valle, 1976, 391-2).

Un doctor de la iglesia en vez de la fuerza mágica a que apelaban los antiguos habitantes de la región6. Por eso los devotos lo siguen venerando como al brujo que cura prodigiosamente, y lo exaltan al vítor de:

Viva el Doctor San Jerónimo

Viva el que todo lo puede

Viva el que todo lo cura

Viva el que cura sin medicina

(En Alemán Ocampo, 118).

Invocan al intelectual orgánico de la comunidad, al que maneja los saberes locales, en esos pueblos donde la magia tiene una extraordinaria gravitación sobre los pobladores.7 Pero, ¿se trata de aquella mujer del volcán convertida por los misioneros en santo y varón, en el doctor San Jerónimo? Deleuze y Guattari sostienen que la iglesia no cesa de quemar a los brujos “o bien de reincorporar a los anacoretas en la imagen dulcificada de una serie de santos que ya sólo tienen con el animal una relación extrañamente familiar, doméstica” (1997, 253). Diríase que los evangelizadores operaron al sustituir una divinidad por otra, ante prácticas indígenas de devenires-animales para reprimir el componente brujo e instaurar “todo un sistema de tribunal y de derecho adecuado para denunciar los pactos con el demonio” (Ibíd., 252-3).

En El que todo lo puede, un video grabado y editado en torno al Torovenado de 1996, bajo la dirección y realización de Florence Jaugey, el escritor Julio Valle-Castillo, explica el origen del disfraz femenino remitiéndolo a las tradiciones de la cultura greco-latina, y el hecho de que los promesantes llamen a San Jerónimo el “doctor que cura sin medicinas” lo entiende como un equívoco que confundiría al “Doctor de la Iglesia”, al “que tradujo la Vulgata”, con un médico que ejerce la medicina occidental.

En esa explicación letrada se advierte una ansiedad para atribuir prestigio a los componentes brujos y travestís afiliándolos a la tradición culta de Europa, para hacer pasar “lo anómalo” como normal. Uno, por el contrario, ve que esos hombres no se disfrazan simplemente para imitar al animal y extraer de él la bestia. Hay en el ritual eso que cuando se apodera de nosotros “nos hace devenir, un entorno, una indiscernibilidad, que extrae del animal algo común, mucho más que cualquier domesticación, que cualquier utilización, que cualquier imitación” (Deleuze y Guattari,1997, 280), porque su realidad radica en ellos mismos no en el animal.

En tanto la borrachera, elemento constitutivo de la masculinidad nicaragüense, traspuesta en el Torovenado, Valle-Castillo la explica como norma de comunicación con la divinidad en el ritual precolombino. Sin embargo, fuera del contexto indígena, el alcoholismo ritual o la pintura del cuerpo, presentes en este tipo de fiestas nicaragüenses, sirven al ojo europeo o europeizado “para denunciar la bestialidad de la vida indígena tradicional”, como sostiene Martin Lienhard, y “mostrar la necesidad indiscutible de su domesticación” (1992, 55).

El toro lerdo y el venado listo

El Torovenado ha sido visto hasta ahora, por la tradición letrada, igual que El Güegüense, como producto del mestizaje cultural, donde se funden las diferencias entre el indoamericano y el europeo, para dar lugar a una nueva identidad: la nicaragüense. Se obvia la realidad de una cultura parodiando a la otra. La del estado, religión y costumbres del ladino que el indio carnavaliza. No se reconoce ahí que a la persistencia pluri-étnica se agrega la diferencia sexual. El Torovenado no es, por eso, cifra de un proceso transculturador, como el que define Fernando Ortiz, porque en la combinación de uno y otro símbolo no hay síntesis dialéctica, o contrapunto armonioso, sino la reunión de dos contrarios antagónicos, que se repelen. No hay la síntesis del mestizaje. El toro vino de Europa con el conquistador, que dominó e impuso su civilización; el venado, es propio de tierras de Mesoamérica, representa la cultura aborigen, la que fue sometida por la fuerza, pero que no cesa su resistencia.

Sin embargo, hay un insoslayable significado homoerótico en la fusión del animal viril por excelencia, el toro firme y el venado fugaz, ambos del mismo sexo. Esa carga erótica está en la asociación de la fuerza del toro con la levedad del venado, su ligereza, su fragilidad sensual. El nombre nos remitiría a una figura dual: activa / pasiva. ¿Acaso el “hombre-hombre” y el “cochón”? El toro desde la más remota antigüedad se asocia a lo viril, a lo masculino, lo genital: el toro que raptó a Europa… llegó de España. El venado pasivo es América, para representar sexualmente el acto de posesión que significó la Conquista, si seguimos la famosa tesis de Octavio Paz. El novelista Carlos Alemán Ocampo, que también estudia las tradiciones y la lengua, puntualiza el vocablo en los siguientes términos:

El Torovenado es un sincretismo mítico-religioso: el toro, español altivo, bruto y fuerte. El venado, es el poder mítico indígena: sagaz, listo, inteligente, difícil de atrapar. Uno se lleva a casa como buey [castrado], el otro sólo muerto. Y allí en ese sincretismo es donde indudablemente tiene sus raíces el nombre. En algunos lugares de México, por lo menos entre los mazatecas se celebra la danza del venado con mucho brío y se trata de imitar sus movimientos, su energía, su vivacidad, se trata de reproducirlo poseyéndose (sic) de venado, de audacia y listeza frente al conquistador español de cruz y espada que se sentía toro fuerte, agresivo y dueño del rebaño de vacas, preñador, padrote; contra el venado que preña a la carrera, corriendo el macho y corriendo la hembra, en juego por las laderas de la Laguna de Apoyo, de arriba abajo el macho ensarta a la hembra en alegre carrera. Son dos proyecciones frente a dos animales atávicos que se funden en la fiesta mítico-religiosa en donde se traslapan las imágenes con los ídolos, los mitos con los mitos y los ritos, en la procesión se fundieron el toro y el venado. Aunque el nombre está compuesto de dos vocablos españoles, el origen es indo hispano (121).

Yuxtapone las imágenes de los dos animales machos en su relación sexual con la hembra, en la que saldría victorioso, por ágil y astuto, el venado frente al semoviente lerdo. El sagaz venado que penetra y preña “a la carrera” como alegoría del padre irresponsable, el que en la cultura machista se jacta de los hijos _bastardos o no_ que abandona. Si se trata de exaltar al venado como “macho” habría que añadir que culturalmente se celebra al penetrador, no importa cual sea el sexo de su pareja. No obstante, como se verá más tarde, llevaría razón Alemán Ocampo cuando concluye que “en la procesión se fundieron el toro y el venado”, pero a condición de que no se olvide que esta es una fiesta de suyo efímera, un carnaval, que necesariamente nos remite de nuevo a la normalidad, al orden institucional, heterosexista. Por la tanto se produce la separación de los dos elementos fundidos.

Un lugar en la cultura popular para el Otro

En El Torovenado entra a figurar de manera inequívoca la homosexualidad masculina camuflada en épocas anteriores y terriblemente censurada por la sociedad, para repetir lo dicho por Milagros Palma. Los homosexuales que en la vida pública, como ya vimos, son objeto de burla y escarnio por el heterosexismo hegemónico, reconocen el espacio de El Torovenado como el momento para proclamar con orgullo su diferencia; porque el que participa abiertamente ahí es el que carga el estigma de “cochón”. De modo que los homosexuales, con la complicidad y apoyo de sus amigos y familiares, la solidaria comprensión de sus madres (en el video de Jaugey), reivindican sin miedo alguno su “cochonería”. Han hecho de El Torovenado su lugar de enunciación, en el cual resignificar el estigma que los excluía. No más etiqueta de afrenta sino símbolo de orgullo, lo “cochón”.

En el video de Florence Jaugey, una mujer de Monimbó comparte el orgullo de su hijo maquillado, ataviado en traje de “Miss”, es la “Reina del Torovenado”. La madre complacida lo mira “elegante”, reconoce en el travestido su juventud ya marchita, cuando ella se “arreglaba” para las fiestas, acaso porque —como diría Severo Sarduy— el travestí dobla a su madre, “no imita a la mujer. Para él, à la limite, no hay mujer, sabe —y quizás, paradójicamente sea el único en saberlo—, que ella es una apariencia, que su reino y la fuerza de su fetiche encubren un defecto” (1267).

El Torovenado se convierte en el escenario de los homosexuales de origen indígena o de otros grupos subalternos, económicamente colocados en el nivel de ingresos y consumo más bajo; pero a él también acuden, como espectadores, homosexuales de distintos estratos económicos y sociales que viajan de todas partes del país, en lo que sería el único sitio de convergencia pública, donde se encuentran los homosexuales nicaragüenses, sin diferenciaciones de clase social, étnica, política o económica, porque el carnaval es de todos. No hay –de acuerdo con Roberto da Matta– un orden de entrada, como en un palco de teatro o en un evento ordenado por la rutina, el mundo social ahí representado tiene una intensidad mayor y mucho más abierta de la que el sistema de clasificaciones permite en la vida diaria (90). Como se verá más adelante, incluso la diferencia entre participantes y espectadores se disolverá gracias a los brincos, al contacto corporal, a causa del atractivo homoerótico.

Los “cochones” que concurren cada año a expresar, travestidos, públicamente su diferencia en El Torovenado, participan, como promesantes de San Jerónimo, pero no para pedir que “el doctor que todo lo puede” los cure de ese “mal” patologizado y psiquiatrizado desde el siglo XIX por la cultura occidental. Llegan para celebrar su homosexualidad, a proclamar con orgullo su diferencia. Comparten un espacio marginal, habida cuenta la discriminación social del indio y del mestizo subalterno, que participan en las fiestas. Allí van los homosexuales, a lo mejor a pagar tributo a quien bailó con el demonio, ese otro travestí que antes bailó y copuló con San Jerónimo. Lo seguro es que, sin saberlo, acuden disfrazados de mujer para rendir culto a la vieja de la que nos habla Fernández de Oviedo, a la que _digámoslo de una vez_ en una operación transexual, los misioneros españoles convirtieron en San Jerónimo. Así se disuelve lo masculino mayoritario y se subvierte el orden heterosexista. Se erosionan los cimientos epistémico-religiosos.

La potencia efímera de la risa

Se sabe que organizar, regular, controlar, asegurar la continuidad del orden son atribuciones de la religión y el estado. El discurso trascendente, mediante el cual se asegura el temor de la especie humana al castigo en la otra vida es tarea de la religión. Vigilar la observancia de la ley, la ejecución de la pena en el seno de la sociedad es una función del estado. Sus discursos correctivos se fundamentan en una moral que al sujeto le llega mediante una racionalidad impuesta desde afuera, pero ante la cual se doblega. Surge así —en el individuo reprimido por la moral, la religión, las leyes, el estado, la familia, la escuela, la comunidad, la cultura— el imperativo de encontrar líneas de fuga que le permitan salirse de tales controles, romper momentáneamente las amarras que lo sujetan a ese orden rígido. Para ello la risa. Válvula de escape, contra la que esos aparatos no pueden hacer nada; por el contrario, se transforman en su alimento durante el carnaval.

Dichos aparatos son inalterables en los gestos solemnes y serios, conque garantizan la certeza del establecimiento, la estabilidad de la cultura, procuran el sentido recto de las palabras, rechazan lo ambiguo, se atrincheran en una gramática que ordena y regula las vidas de los sujetos bajo su dominio. Se sustentan en la ideología de la seriedad. Son monológicos. Sus contornos perfectamente definidos.

Desde el mundo clásico, afirma Mijaíl Bajtín, “la seriedad es oficial y autoritaria y se asocia a la violencia, a las prohibiciones y a las restricciones” (86); por eso mismo es vulnerable a la burla, a la parodia, a la risa que libera momentáneamente de la opresión a los que la padecen. He ahí las leyes satirizadas, la autoridad parodiada, las carcajadas en las narices de los agentes del orden. Pasto antropofágico, los representantes del Estado o del clero, como fuerzas autoritarias que presionan y discriminan. Hay en su interior un germen devastador que los corroe cuando caen en el dominio de la parodia. Ese factor corrosivo es su doble moral: la no-correspondencia entre el discurso y la vida cotidiana.

Pero la risa, para surtir efecto como remedio, requiere de una corta duración en el tiempo. No puede extenderse porque corre el riesgo de institucionalizarse y perder su poder curativo. Así el carnaval, que se realiza sólo una vez al año, si se prolonga más allá en el tiempo, no funciona como placer transgresor. El discurso carnavalesco, reverso del discurso de la seriedad, es dialógico, polifónico, “comprende el mundo desde una posición interpretativa, siempre focalizando no una única verdad, sino una multiplicidad de contradicciones, un juego de máscaras que se afirman y desmienten” (Helena, 30-1), como bandas que se transforman las unas a las otras, que proliferan por contagio, dirían Deleuze y Guattari (1997, 247).

Igual que las fuerzas sobrenaturales que son despojadas de sus poderes omnímodos cuando el hombre consigue aterrizarlas, las fuerzas hegemónicas, autoritarias de la sociedad pierden su potencia una vez que, los que están debajo de sí, las convierten en su hazmerreír. La religiosidad exterior con toda su pompa barroca como los procedimientos jurídicos, carentes de derechos para los ciudadanos, es estremecida con efectos erosionadores, mediante la crítica mordaz y la sátira a sus representantes. Se logra así desjerarquizar la autoridad y rebajarla al terreno de lo vulgar para convertirla en comida del banquete antropofágico de sus víctimas, en causa de la risa curativa, que alivia momentáneamente, porque luego se volverá al orden vigente.

Una ley de lo carnavalesco, ya se dijo, es su carácter efímero; y así funciona El Torovenado, que luego nos remite a un mundo estable, jerárquico, reglamentado, porque hay que tener presente, con Umberto Eco, que, “la comedia y el carnaval no son instancias de trasgresión real sino, al contrario, representan ejemplos primordiales del reforzamiento de la ley. Nos recuerdan la existencia de las reglas” (6). Es el momento de retornar entonces, al dominio de la seriedad, de la violencia y la autoridad en cuya economía no existe la risa, como señala Bajtín.

Homoerotismo que subvierte al poder masculino

Reconstruyamos la escena en el período que duró la revolución sandinista, la década de los años ochenta, concretamente en 1984, cuando el país se vio enfrentado a la guerra que planificó, financió y dirigió el gobierno norteamericano de Ronald Reagan; y que demandó la disposición del Estado a la defensa nacional, lo cual significó la movilización militar de los hombres a los frentes de combate, el desbarajuste completo de la producción y el colapso final de la economía.

La hazaña de derrocar por las armas a la dictadura dinástica de la familia Somoza había demandado la participación de miles de jóvenes sin distinciones de género, orientación sexual, status económico o posición social. Eran los muchachos con las muchachas que combatían en todos los frentes contra una brutal dictadura militar. Pero esto implicó el diseño y promoción de un arquetipo de combatiente masculino cuyos rasgos serían la firmeza, el arrojo, la valentía, la certeza ideológica, los cuales se exacerbaban ahora con fines propagandísticos para movilizar a las masas, principalmente a los jóvenes varones, a la defensa de la nación.

La evasión del deber militar, como de situaciones violentas, siempre ha sido sinónimo de cobardía. Arriesga el hombre su prestigio viril. Si se incurre en tal transgresión, se gana el remoquete de “cochón”. Se trataba de una sociedad de héroes, cuyos paradigmas eran los mártires que habían ofrendado sus vidas en la lucha. La gesta de Augusto C. Sandino, como gesto de toda una nación. En consecuencia, lo débil, lo femenino o afeminado, lo indeciso, lo indefinido, desaparecen de la esfera pública o al menos de la oficial, son exteriores al Estado, como manada, en el sentido de Gilles Deleuze y Félix Guattari.

Se buscaba la uniformización, a fin de disponer a todo el pueblo en torno al aparato estatal y en aras de la movilización militar. Se impuso entonces una ideología rígida que intentaba, retomo a Roberto da Matta, “con sus reglas y sus ritos disolver al individuo” (93). La masculinidad se reafirma en su esencia molar, mayoritaria; y la homosexualidad que de acuerdo con los convencionalismos occidentales es un sexo indefinido, débil, indeciso, cuyo sujeto es incapaz de contener los deseos, queda excluida del ideal masculino, deviene molecular, minoritaria. El homosexual ha sido excluido de la sociedad de indios guerreros de acuerdo con la interpretación misógina y homofóbica que Alejandro Dávila Bolaños hizo de El Güegüense (1973). Según él, la homosexualidad era un “vicio” muy generalizado en la sociedad precolombina; y “una de las primeras señales de esta desviación, se manifestaba por el muy poco interés que mostraban ante las cosas relativas a la guerra y a los sacrificios humanos” (1993, 70, énfasis agregado). Desde una idéntica discursividad homofóbica, la revolución sandinista organizó el reclutamiento para su defensa; aunque contradictoriamente, en las instancias políticas y militares, se desempeñaban homosexuales y lesbianas en puestos de relativa importancia. Y homosexuales y lesbianas habían engrosado las columnas y frentes insurreccionales contra la dictadura de Somoza.

Es sabido que el sandinismo fue abandonando la frescura inicial, que lo hacía aparecer ante el mundo como original, hasta adoptar la ideología de la seriedad. Dejó de ser la “manada”, la “máquina de guerra” que en la lucha insurreccional lucía irreductible al Estado somocista, exterior a su soberanía. Derrocada la dictadura de Somoza, la revolución se dio a la tarea de organizar su policía y tener sus carceleros, construyó su propio ejército, diseñó sus aparatos estatales, se constituyó en partido único; y “[d]esde el punto de vista del Estado, la originalidad del hombre de guerra8, su excentricidad, aparece necesariamente bajo una forma negativa: estupidez, deformidad, locura, ilegitimidad, usurpación, pecado...” (Deleuze y Guattari 1997, 361).

Veíamos antes que, a partir de esa racionalidad, el ejército prescindió en su reclutamiento masivo, además de las mujeres, de los jóvenes afeminados o de aquellos acusados de “cochones”, los que tenían que replegarse al espacio privado; porque la revolución sandinista no suponía de ninguna manera el reconocimiento de las diferencias, su fin teleológico era “redistribuir la riqueza”9 y alcanzar la igualdad para todos. Era un proyecto político social, que se proponía alcanzar la modernidad (aludo a Habermas) alcanzando “el desarrollo” económico, que no pudo lograr la economía de agro-exportación bajo los regímenes burgueses. Por eso, uno de los lemas centrales de la propaganda, en la construcción del nuevo Estado, decía: “Luchamos para vencer la pobreza y el atraso”.10 Hemos visto que en su plataforma no hubo cabida para las diferencias étnicas, de género o de sexualidad; y si las etnias de la costa Caribe obtuvieron reconocimiento, fue después de un proceso traumático que pasó por esa guerra articulada desde los Estados Unidos.

Pero a la vez se da un movimiento inverso. El pudor impuesto por la moral clerical cedió su espacio a la “liberación” sexual. En esas circunstancias adquieren visibilidad las lesbianas, las uniones de hecho, o se disuelven los matrimonios que se mantenían unidos sólo para salvar las apariencias. En otras palabras, como sucedió en la Revolución Mexicana, en ese período concluye el estado de “sexofobia” de la moral conservadora de que habla Carlos Monsivais (en Novo, La estatua, 18-19) para resurgir en los noventa con la restauración post-sandinista.11 No obstante, los homosexuales varones, aunque ya no son perseguidos, como ocurriera todavía en 1979, al comienzo de la revolución, cuando se registró en Managua la disolución por la policía de un gay party de clase media12, aun son obligados por la presión social a mantenerse discretamente en la sombra, fuera del espacio público.

También, a mediados de los ochenta, un grupo de lesbianas y homosexuales sandinistas, pretendió organizarse desde la perspectiva de su sexualidad, lo cual fue considerado como una desviación política y los organizadores fueron encarcelados por agentes de la Seguridad del Estado, adscrita al Ministerio del Interior, donde se prescindía de los empleados y oficiales señalados de lesbianas o “cochones”. Una vez liberados los activistas, según Rita Aráuz, el grupo decidió no hacer público el ultraje de que fue víctima, para no dañar aún más la imagen de la revolución en crisis, que, como se sabe, contaba con el respaldo solidario de importantes sectores de la comunidad Gay norteamericana y europea.13

En el Torovenado de 1984, a los tradicionales cortejos de “locas” –Drag Queens– vistiendo de quinceañeras con sus damas de honor en trajes de satín y encaje, guantes de seda, pelucas y labios pintados, conque solían satirizar las fiestas burguesas de Quince Años, las bodas pomposas o los Té Canasta Parties de las “señoras encopetadas”, que Milagros Palma refiere, se agrega ahora la de representaciones homoeróticas de bellos jóvenes semidesnudos, que son la atracción del carnaval. Recuérdese que los jóvenes, de 16 a 25 años, son los primeros llamados al Servicio Militar, por lo que el gesto de aparecer públicamente semidesnudos y en poses provocativas, que despiertan admiración y causan cómplices sonrisas, debe leerse como la superación no sólo de la censura exterior sino del gran censor interior, de que habla Bajtín; pues a esas alturas el reclutamiento para el ejército mantenía a los jóvenes, –que aún no se habían marchado a la guerra– en estado de zozobra dentro de sus casas o huyendo fuera del país. Ese gesto que desafiaba al discurso militarista y a la tradición anti-homosexual, también debe leerse como auto-ironía de los homosexuales al ofrecer su sexualidad para la antropofagia pública, en un medio que tradicionalmente se escandaliza ante la homosexualidad, como ante algo siniestro, a la vez que la condena desde el discurso fundamentalista de la religión.

Los travestíes no bastan. Ahora es el cuerpo masculino, apenas cubierto en sus partes genitales, el que se apropia de la imagen de un mártir del cristianismo: San Sebastián14, atado a un poste y atravesado por flechas a causa de sus convicciones religiosas y políticas, con lo cual también se carnavaliza el discurso homofóbico del catolicismo. Este santo de la iglesia, que ha estado siempre en las fiestas de El Torovenado, es investido aquí de la dimensión homoerótica, que lo convirtió en icono de la cultura homosexual de Occidente, para resignificar el carnaval travestí. El discurso del martirologio, que sustenta la propaganda de la defensa de la patria y la revolución, al ser carnavalizado en la parodia del santo mártir, se vuelve erótico mediante la vinculación de la muerte con el deseo sexual, con la pasión por el goce y el dolor del cuerpo. Es el impulso hacia el amor que, llevado hasta sus límites, no es otra cosa que el impulso hacia la muerte, de que habla Georges Bataille.

Por otra parte hay que hacer notar un contraste: el mortificado San Jerónimo, un anciano decrépito que se golpea el pecho con una piedra, arrepentido por haber caído en la tentación del demonio, es desplazado por un joven mozo, en quien triunfa el deseo, y que en su rostro refleja el placer de que a su carne la atraviesen dardos punzantes, como penes erectos. Aquí se ha invertido el orden de cosas: lo sexual suplanta a lo espiritual. No hay arrepentimiento ni temor a la caída sino rebosante proclamación. Vencen las zonas bajas del cuerpo. Lo homosexual a lo heterosexual. San Sebastián aparece en la multitud, arriba de un anda, en el simulacro de una procesión. Va rígido como una estatua; pero de pronto, en cámara lenta, su cuerpo realiza movimientos que evocan el acto sexual, se contrae levemente y luego se distensiona, se humedece los labios con la lengua en un gesto seductor, cierra un ojo y vuelve a su posición de rigidez; hace nuevos movimientos y queda con la cabeza echada hacia atrás como si hubiera alcanzado el clímax. Logra que se evoque la pose del San Sebastián de Jusepe Ribera, del Museo Nazionale di Capodimonte en Nápoles, que “hasta en la agonía del martirio mantiene la elegancia y aun la gracia del gesto, que es más demostrativo que expresivo” (Argan, 79).

Desde las aceras, los que le ven pasar æentre ellos miles de hombres heterosexualesæ se entusiasman y aplauden o se unen al desfile y se confunden con los promesantes. Ese es el momento en que el carnaval se convierte en un período para ser vivido intensamente, por medio de risas, brincos y contactos corporales, al son de la música lasciva de los “sones de cacho” propios de las corridas de toros, cuya fuerte connotación fálica llena el aire de la fiesta popular, en contrapunto con la sensual cadencia de las marimbas indígenas, que apenas se escuchan en la algarabía. Es el descolocamiento consciente, y por eso mismo, altamente ritualizado e invertido (Matta, 87). Las jerarquías desaparecen y los portavoces del discurso masculino, heterosexista, presentes en El Torovenado, se contagian del momento homoerótico; porque en el carnaval, no hay participantes ni espectadores, todos terminan en el mismo plano de igualdad; aunque esto no excluye la mirada del outsider, del que desde afuera lo convierte en espectáculo que se aplaude o se condena, como observa Hugo Achugar.15

Desaparecida la seriedad, la risa domina el ambiente. Los homosexuales viven ese momento como un instante de liberación. La calle, el desfile de El Torovenado se convierten en el espacio público de la homosexualidad que las rígidas leyes sociales, confinan el resto del año al espacio privado o al clandestino. También hay un quiebre en la ideología cerrada, monolítica, del heterosexismo, una línea de fuga a través de la sonrisa complaciente, por donde se escapa la atracción homoerótica que erosiona la masculinidad del Estado y sus aparatos. Sólo entonces es que en la procesión “se funde el toro con el venado” (Alemán Ocampo, 121). Ahí sí, en ese momento, se puede hablar de una efímera síntesis dialéctica. De mestizaje.

Más devenires

La importancia de ese momento de autoafirmación de los “cochones”, radica entonces en la puesta en discurso de la porosidad de las grandes certezas, gracias a la sexualidad “que pone en juego devenires conjugados demasiado diversos que son como n sexos, toda una máquina de guerra por la que el amor pasa” (Deleuze y Guattari, 1997, 288). El carnaval, la risa, la parodia, la sátira devuelven por un breve instante la individualidad disuelta y son el único remedio posible para los seres desgarrados, que constantemente tienen de frente a la autoridad de la ley o al peso de la tradición, las cuales se hacen reconocer, antes, durante y después de la revolución, mediante la violencia.

En el carnaval se logra crear un espacio “libre del error y del pecado” (Cándido, XXXII), que nivela a los sujetos en un plano de igualdad, donde no hay posibilidad para el discurso moralizante, gracias a la atmósfera sin culpas y sin represión, que en este caso se alcanza por la pasión de la carne, cuya existencia —en el mundo regimentado por la hipocresía— está suprimido. La risa, la parodia logran, entonces, desmontar las verdades sobre las que se cimienta la sociedad, a través de sus ideologías. En ese momento se desploma el valor real de los pares antitéticos, entre los que el ser humano está obligado a elegir: el bien o el mal. La sátira, el carnaval, la parodia cumplen de ese modo la función de mostrar que los binarismos inmensos que sostienen la civilización: lícito-ilícito, masculino-femenino, arriba-abajo, cielo-infierno, cuerpo-alma, son reversibles si el censor que lleva dentro el ser humano se libera de las racionalizaciones ideológicas.

Como se dijo antes, la brevedad temporal de la risa, de la parodia y del carnaval nos retorna hacia el punto de partida, a la vida cotidiana, a reforzar el orden, pero también coloca alternativas y sugiere caminos, como afirma Roberto da Matta. Esto, en el caso de El Torovenado, nos llevaría a relativizar la masculinidad esencializada como absolutamente heterosexual; y a cuestionarnos si en esa línea de fuga homoerótica que erosiona la prestigiosa “virilidad”, no se está abriendo un diálogo público entre los “cochones” y su contraparte, que borra los límites de la normalidad y la anomalía. Se produce además una negociación inter-étnica entre indígenas y ladinos. Si eso es así, habría que apuntar que ese pacto lo hace posible la práctica cultural de los subalternos, afuera de los muros falocéntricos que protegen a la ciudad letrada de las herejías, en un espacio otro; al que, en tiempo de elecciones, acuden los políticos para conseguir el favor de los sujetos subalternados no sólo económica y socialmente, sino también por su etnia o por su sexualidad.

Pasado el instante de la procesión los pares antitéticos vuelven a sus respectivos lugares: el toro y el venado cancelan su efímero pacto. El mestizaje deja de funcionar como el lugar de negociación de las diferencias sexuales y étnicas y las culturas hegemónicas y subalternas retornan a sus posiciones irreconciliables. En conclusión, la alianza de los grupos minoritarios, rebeldes y prohibidos se logra por contagio en agenciamientos que no son los de las instituciones como el Estado, la religión, los partidos o la “alta” cultura, comida antropofágica del carnaval. El Torovenado existe al margen del imperio de la letra y eso hace más eficaz su estrategia de resistencia; que le ha permitido no dejarse capturar por la cultura hegemónica y mantener su carácter nómada. Lo contrario sucede en El Güegüense, al que la cultura letrada convirtió en símbolo de su hegemonía sobre las culturas subalternadas, esencializando el mestizaje y sobreponiendo la homofobia sobre la sexualidad anómala, además de marcarlo con su discursividad misógina.

© Erick Blandón


Notas

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vuelve 1. Región occidental de Nicaragua que comprende, entre otros, los actuales departamentos de Masaya y Carazo.

vuelve 2. (Correo electrónico dirigido al autor, 20 de abril de 2001).

vuelve 3. El Diccionario de Uso del Español Nicaragüense ofrece la siguiente acepción: “cochón. Del náh (uatl). Cotzoan: el que se corre. m (masculino) Cobarde. // Homosexual.” Sin embargo, sobre el origen de la palabra cochón hay todo un debate académico. Roger Lancaster sostiene que uno de sus informantes le sugirió que probablemente se derivaba de colchón “matress”, porque “You get on top of him like a matress” (239). Esta versión la recoge como verdadera Almaguer (258); pero resulta improbable, porque el uso del colchón es relativamente nuevo entre la clase media y alta; téngase en cuenta que, todavía a principios del siglo XX los nicaragüenses, en su mayoría, dormían sobre petates, en hamacas o en tijeras de lona. Algunos lexicólogos han sostenido que se trata de un galicismo por cochón, pero considerando la escasa circulación de la lengua francesa en el país, se hace casi imposible determinar el punto de contagio con el habla nicaragüense. Más acertada parece la argumentación de Arellano: “No creo que cochón proceda de cerdo en francés (cochón), sino de cuilón: nombre que en el siglo XVI se daban entre sí los indígenas, según el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés. Mejor dicho era el sustantivo/adjetivo con que los nahuas de Nicaragua denominaban al invertido”. Sus sinónimos en el habla popular son igualmente peyorativos como los que apunta Arellano: “Culero, Culista, Culiolo, Florindo, Floripondio, Hueco, Loca, Mamplora, Marica, Maricón, Mariposa, Naco, Pato, Patriarca, Patricio, Rueda, Tuerca, Tureca, Zurdo” (1998 25).

vuelve 4. Comerciante de los mercados, donde vendía refrescos, fue muy popular en los años cincuenta y sesenta por su atractivo físico y por sus atuendos femeninos.

vuelve 5. Entrevista con el autor, Managua 5 de julio del 2000.

vuelve 6. Diriá y Diriomo, pueblos vecinos de Monimbó y Masaya, son comúnmente llamados en Nicaragua “los pueblos brujos”.

vuelve 7. “Una vendedora de verduras del Mercado de Masaya hace su “toro-venado” (1984) porque según sus propias palabras todo lo que tiene se lo debe a San Jerónimo. Ella dice que es creyente y no juega con la devoción porque los santos son peligrosos y pueden vengarse. Ha recibido milagros de San Jerónimo y de la Santa Cruz de la Boquita” (Palma, 109).

vuelve 8. El que procede de afuera del Estado, no el soldado del ejército.

vuelve 9. En este punto estoy valiéndome de la dicotomía conceptual elaborada por Nancy Fraser sobre Reconocimiento y Redistribución: “Recognition claims often take the form of calling attention to, if not performatively creating, the putative specificity of some group, and then of affirmating the value of that specificity. Thus they tend to promote group differentiation. Redistribution claims, in contrast, often call for abolishing economic arrangements that underpin groups’ specificity” (74).

vuelve 10. Al respecto, Josefina Saldaña dice: “Algunas de las decisiones clave en la agricultura eran congruentes con la fe de los sandinistas en la teleología del progreso implícita en el desarrollismo” (232)

vuelve 11. En 1994 la presidenta Violeta Chamorro mandó publicar la Ley 204 que la Asamblea Nacional aprobó para penalizar la “sodomía”. Era una victoria de las fuerzas conservadoras, que desestimaron las protestas de los defensores de los derechos humanos de las minorías sexuales.

vuelve 12. Información dada al autor por Adolfo Eva en Managua, 1980, y ampliada por Julio Montes en San Francisco, California, 31 de diciembre, 2001.

vuelve 13. “They let me go; they let every one go. But they made it very clear that we were prohibited from organizing as lesbians and gay; the emergency measures were still in effect. And, of course, people got scared. A whole lot of people who’d been a part of this incipient movement, who’d attended the meeting and facilitated places in which to meet, just dropped out of sight. But some of us continued. We were absolutely aware that we need to keep going with this work; and we did so, although our numbers were drastically reduced” (273-4). Rita Aráuz. “Coming Out as a Lesbian Is What Brought Me to Social Consciousness.” En Margaret Randall, Sandino’s Daughters Revisited. (264-285).

vuelve 14. Este santo es otra de las devociones de los indios de Monimbó y a él consagran una fiesta el 20 de enero.

vuelve 15. Hugo Achugar. Conversación con el autor. University of Pittsburgh, 23 de noviembre, 2001.


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