Arturo Arias

La literariedad, la problemática étnica y la articulación de discursos nacionales en Centroamérica

  University of Redlands

Arturo_Arias@redlands.edu

Notas*Bibliografía

En los años veinte, el novelista guatemalteco Miguel Ángel Asturias se planteó un ambicioso proyecto literario mientras residía en París. Su idea era escribir una novela que abarcara todos los aspectos de su patria. Se llamaría Tohil, como el dios de la guerra maya. El primer producto de esta visión fue Leyendas de Guatemala, publicado en 1930 con un admirativo prólogo de Paul Valéry. Sin embargo, las otras partes de esa original visión fueron publicadas como obras separadas, y con muchísimo tiempo entre la una y la otra. Hombres de maíz apareció en 1949. Mulata de tal hasta en 1963. Mulata es prácticamente una continuación onírica de Hombres de maíz, análoga a la relación existente entre el Ulysses y el Finnegans Wake de Joyce, cuyo proceso creativo Asturias conoció de cerca en París gracias a su amistad con Eugene Jolas, editor y traductor del escritor irlandés.1 Si para Joyce, sus dos novelas representaban el día y la noche, para Asturias eran más bien el cielo y el infierno mesoamericanos. Asimismo, la obsesión joyceana por reproducir la totalidad del mundo irlandés en su obra debe haber impactado al joven autor, surgiendo en él la noción de capturar toda la guatemaltequidad de manera cuasi análoga, en una rutilante versión modernistamente totalizadora.2 Sin embargo, para 1950, en un gesto aparentemente contradictorio, se enorgullecía de las características de Viento fuerte, primera de sus novelas de la llamada trilogía bananera, cuyo obtuso realismo socialista es considerado el talón de aquiles de la obra de Asturias. Pero, a los pocos años, volvía a su línea estética y retomaba la vía experimental que delineó para sí desde fines de los años veintes con El Alhajadito (1961), continuándola más adelante con Mulata de tal (1963), y concluyéndola con Maladrón (1969). En un estudio literario tradicional, esto podría verse a lo sumo como un capricho creativo. Pero, visto dentro de parámetros más amplios, ¿cómo es posible explicar esta abigarrrada y contradictoria trayectoria en la genealogía de uno de los principales creadores del continente?

Por otra parte, Luis Cardoza y Aragón, el gran poeta del mismo país, se ubicaba en los años veinte como figura de vanguardia de corte surrealista en París, amigo íntimo de Picasso, de Paul Eluard y de Breton. En los años treinta, mientras residía en México, se acercaba a los muralistas, profundizaba su amistad con Frida Kahlo y se peleaba con Diego Rivera, a la vez que sostenía una épica pelea con la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) de México controlados por el Partido Comunista de dicho país. A principios de los cincuenta, combatía el realismo socialista que entonces proclamaba un reconvertido Asturias. Sin embargo, en los ochenta, en plena madurez y a una edad en que pocos escritores caminan sin bastón, apoyaba la guerrilla de su país y era considerado el cerebro estratégico del movimiento revolucionario.

Ambas trayectorias nos sirven para ilustrar dos fenómenos de índole local. Por un lado, el papel jugado por la literariedad guatemalteca en su esfuerzo por articular discursos nacionales con intenciones de constituir un imaginario cultural a ser impuesto por medio de relaciones poder/conocmiento. Por el otro, muestra los matices particulares que dentro de sectores hegemónicos modernizantes adquirieron estas expresiones.

Sin embargo, no intentará problematizar lo anterior. Más bien, se sirve de esos detalles tan singulares como particularistas, utilizándolos como ejemplo de una manera de pensar típicamente hegemónica, que la crítica literaria tradicional percibió hasta fechas recientes como homogénea a nivel continental. Basta citar a este respecto algunas líneas de Saúl Yurkievich, como donde dice:

...las vanguardias latinoamericanas tuvieron algún tipo de manifestación en casi todos los países del subcontinente, de allí su carácter de intercontinentalidad...Y una causa, ya señalada por la crítica, es que el vanguardismo está íntimamente relacionado con el contexto de la metrópoli. (105)

Aunque los críticos siempre se dejaron influenciar por la producción literaria de su propio país de origen, asumían que lo allí contemplado operaba de igual manera en todo el continente.3 Según ellos, a lo largo del siglo veinte la producción literaria hispanoamericana intentó articular una identidad modernizadora cosmopolita. En esta genealogía, la aceptación del modernismo hispanoamericano en España validaba esta empresa, que continuaría con los vanguardismos de los veintes. La crisis de los treintas significó un ligero retroceso hacia el regionalismo y el realismo socialista. Pero, pasada la segunda guerra mundial, los autores de los cincuenta retomaron el camino del cosmopolitismo urbano, constituyéndose en precursores del boom. La obra de estos últimos significaba la feliz consecución del proyecto de modernización, y la prueba viviente de que la misma había sido alcanzada por la vía literaria, como si las letras pudieran operar en un vacío económico-social y constituir periodizaciones separadas. Sin ironía alguna, proclamaron la literatura como el primer territorio libre de América. Más que reflejar una genealogía comprensible, este proceso ilustra una gran pobreza crítica, que desafortunadamente fue fundante del canon literario hispanoamericano durante el embriagante entusiasmo de los años sesenta.

Desmarcándonos de esas groseras generalizaciones, en esta ponencia intentaremos, más bien, analizar topologías de índole más particularista. Explorando cómo la literariedad adquiere valor en Centroamérica como geografía simbólica de un trauma de naturaleza local, intentaremos circunscribir los mecanismos nacidos de rupturas traumáticas como elementos que articulan formulaciones discursivas de naturaleza contraria al discurso hegemonizador previamente delineado.

Nuestro punto de partida se ubica en la noción de que los estados nacionales, al constituirse, imitaron la razón occidental. Es decir, buscaron construir identidades nacionales sobre la base de ciertas discursividades literarias, espacio donde podemos ubicar las ficciones fundacionales de Sommer, entre otros. Sin embargo, lo que importaba era la constitución del sujeto como sujeto bio-político. Era sólo a partir de esa premisa que se llegaba a considerar civilizado al ser, y que se le otorgaban derechos humanos. La identidad estaba supeditada a la ciudadanía. De esta manera, quedaban excluidos de ejercer derechos todos los que carecían de legitimación ciudadana; es decir, todos los que eran sólo cuerpos. En el caso centroamericano, estos eran fundamentalmente los indígenas, aún cuando dicha conceptualización pueda extenderse también a mujeres, gays o negros, entre otros grupos invisibilizados por el discurso modernizador decimonónico. Por lo tanto, es sólo a partir del cuestionamiento del mismo que puede concebirse un modelo alternativo de política que los incorpore. Nuestro argumento es que, al aparecer este cuestionamiento en la discursividad literaria, la misma transgrede los paradigmas de poder y pierde resonancia como articuladora de la identidad nacional.

Empecemos por ejemplificar lo que efectivamente se hizo en la etapa inmediatamente anterior. Podemos tomar como ejemplo la obra cumbre de la narrativa centroamericana del siglo veinte, Hombres de maíz de Asturias. Su discurso buscaba constituir una identidad cultural nacionalista consensual, rasgo de la modernidad. A la vez, se desplazó hacia el espacio del deseo, hacia un nuevo tipo de discurso de corte libidinal. No es sólo un texto que anticipa el boom como ya lo afirmó Gerald Martin (Martin, 1989). Representa una prematura transición hacia algunas de las prácticas discursivas que en este momento se asocian con el postmodernismo literario. En la misma hay un continuo vaivén que rompe la continuidad, la "legibilidad" en el sentido tradicional de la ficción. De esta desarticulación deliberada emerge otra manera de conceptualizar una realidad inseparable de la discursividad. Lo que el juego lingüístico hace es intensificar la pasión y el deseo con precisión y vehemencia, además de buscar parámetros que conformen una identidad étnico-nacional. Para percibirlo, sin embargo, el placer tiene que conformar también parte de la práctica crítica. Sobra decir que las lecturas tradicionales de Asturias han explicitado las funciones ideológicas e históricas del texto, pero han ignorado el análisis del placer o de los juegos formales.

Lo anterior, en realidad, debería estar implícito si releemos con otros ojos los planteamientos del llamado “realismo mágico.” La experiencia surrealista en el París de los años veintes convenció al autor guatemalteco de que el racionalismo enciclopedista había alienado a los europeos de la vida del instinto, deseo e imaginación. De allí es que al concebir el “realismo mágico” como justificación estética, prosiguiera a visualizar la conciencia como un ente que debería ser liberado del pensamiento racional, gruesamente cargado de nefastas influencias occidentalizantes, para así abrirse al sistema simbólico maya y, por extensión, a los diferentes sistemas simbólicos de los varios grupos étnicos latinoamericanos. El “realismo mágico,” entonces, pasó a ser un híbrido de formas literarias europeas conformadas bajo la tutela del humanismo racionalista con una cosmovisión indígena. Dicho híbrido se asemejaba más a los romances míticos pre-enciclopédicos que a la novela “realista” de la modernidad decimonónica. O, si se prefiere, a los romances prehispánicos con los cuales Asturias busca emparentarse y los cuales intenta recrear con signos opuestos4 (Klahn y Corral, 1991: 318). En otras palabras, a la base del pensamiento Asturiano ya se encuentra una crítica de la cultura occidental.5 A su entender, en la misma, el pensamiento racional y conceptual ha excluido la representación sensual, libidinal, de la realidad, por lo cual se hace necesario transgredirla.

La mencionada visión se articula con búsquedas formales que implican un marcado rechazo del realismo social. Asturias quiere proyectar artísticamente una nueva manera de imaginar las relaciones sociales, para alterar la conciencia de los que son capaces de generar el cambio político. Sin embargo, está perfectamente consciente de que para eso, el género novelístico tiene que ser transformado. Es este tipo de búsqueda el que lo llevará a establecer las bases de la transición para la nueva estética que empezará a florecer a partir de los años sesenta.6 Asturias intenta forjar uno de los grandes actos simbólicos de asimilación de los sistemas de representación de su país. Desde esta perspectiva, trata de construir un mundo literario que represente un esfuerzo colectivo7 y sea socialmente relevante, abierto al mito, a la expresión lingüística plurivocal y a la transposición simbólica de la cultura popular, con la idea de forjar una nueva identidad nacional en el plano de lo simbólico.

De manera análoga a lo señalado por Gregory Jusdanis (Jusdanis, 1991), Asturias entiende la falta de unidad nacional en Guatemala como una crisis étnica, un conflicto entre estado y sociedad civil, y una falta de sistemas de significación que articulen las partes contendientes. De allí que la literatura juegue un papel central en la constitución de una cultura nacional que homogenice las diferencias, estetizándolas en un espacio simbólico meta-ideológico que cree símbolos nacionales para uso cotidiano y disfrace hasta cierto punto la naturaleza ilusoria de la nación. Lo anterior es un rasgo característico de la modernidad. Cuando observamos estas características, ubicamos Hombres de maíz en el centro de la modernidad latinoamericana, aún cuando en la misma no aparezcan de manera redondeada ciertas estructuras centrales de la cultura moderna tales como el sujeto o el Estado.

El problema que emerge del anterior análisis se ubica en las contradicciones siguientes: por un lado, Asturias intenta efectivamente articular la cultura maya con la mestiza. Sin embargo, mitificando lo mestizo como una preestablecida síntesis de lo occidental y lo indígena en el estilo elaborado por la revolución mexicana, lo hace subsumiendo lo maya a un papel subalterno. La cultura maya se limita a proveer íconos simbólicos para la articulación de una nacionalidad que es, simbología aparte, de corte occidental y hegeliano. Dada la hegemonía de lo mestizo, y las ya existentes asimétricas relaciones de poder entre ambas culturas, esta actitud, similar en concepción a los planteamientos del antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán de fines de los años treinta, en efecto condenan la cultura maya a una gradual extinción por medio de una asimilación a cuenta-gotas. Por el otro, en este mismo proceso la voz subalternizada del maya es expresada por el intelectual letrado mestizo. Este se apropiaba de la misma, supuestamente bajo la premisa de hablar en nombre de “los que no tienen voz.”8 Dado que todo poder de gestión, todo agenciamiento, pasa por el control de los enunciados, esta actitud que hoy llamaríamos de “paternalista,” termina restándole agenciamiento a la comunidad maya. Asturias la nombra, habla por ella, y habla también en defensa de ella. Pero no habla con ella. Y ella misma no habla. De allí que esa discursividad desnude identitariamente a la comunidad, agrediéndola simbólicamente al representarla, fundamentalmente como sufrida víctima pasiva. En este sentido, Hombres de maíz ilustra los límites de la representatibilidad del sujeto subalterno cuando se omite la enunciación del implicado, el turno del ofendido. Finalmente, y como corolario de los anteriores problemas, Asturias, al insertarse dentro de parámetros modernizantes, busca cierta universalidad. Por ello que a estos rasgos particulares a una topografía singular intente darles valores que son universales en su entender. Al hacerlo, diluye su fuerza transgresiva, sin por ello articular ejemplaridad alguna fuera de su marco de representación, más allá de un cierto nivel alegórico.

Si consideramos Hombres de maíz de manera emblemática como lo máximo de conciencia posible a lo cual puede aspirar un autor letrado mestizo inmerso dentro de parámetros modernizantes, en donde efectivamente se traza la emergencia subliminal y discontinua del sujeto subalterno, vemos con claridad la dificultad en recoger las contradictorias expresiones de lo que es, apenas, un pequeño país centroamericano, uno de los más pequeños y pobres del continente, utilizado por mí como emblemático de la compleja heterogeneidad que ha escapado a la discursividad literaria del continente. En esa tensión no resuelta entre las aspiraciones universales y el referente nacional aparecen contradicciones que no son solamente problemas literarios. Al no presentarse la ética de la alteridad como una política identitaria, lo anterior es también un problema conceptual, teórico y político.

Tampoco quiero decir con esto que, al romper con la concepción modernizante podamos utópicamente ubicarnos en espacios meramente localistas, donde establecemos voluntaristamente nuestras propias historias. Pero sí es una afirmación de que en los afanes generalizadores y homogeneizantes de la concepción modernizante que marcó la historia latinoamericana de casi todo el siglo veinte, abandonaron, esquivaron o deliberadamente ignoraron esas topografías de traumas locales que efectivamente articulan nuestra discursividad, que están a la base de la constitución de subjetividades específicas.

Por ello, no me preocupa demasiado la llamada “crisis del latinoamericanismo,” que se maneja desde la óptica de los Estados Unidos como un reconocimiento de la dificultad de establecer una mirada unilateral que, desde el norte postimperialista y globalizador, intenta homogeneizar el continente, concibiéndolo como una de sus áreas de dominación. No es éste sino un síntoma de los límites de esa actitud modernizadora y occidentalizante ya señalada, sólo que ejercida desde otra localización, y con otros fines que los de los sectores hegemónicos de los varios países latinoamericanos (aunque, a veces, en contubernio con ellos). Pero tampoco se trata de caer en un conservadurismo de corte nacional o regional. No me interesa un cuestionamiento radical de las maneras por medio de las cuales el discurso universitario estadounidense conforma y es conformado por su objeto de estudio. Veo esto como narcisista expresión del proyecto de una élite académica, la cual generalmente no es de origen latinoamericano o bien nunca militó en movimiento alguno en el continente. Por ello, tan sólo se sirve de las vivencias de individuos ubicados en diferentes puntos del espectro hemisférico para articular una nueva retórica deconstruccionista al servicio de una élite globalizada. Contrariamente a lo que piensa Alberto Moreiras en The Exhaustion of Difference, para mí el trabajo académico no ha sido nunca más que la humilde extensión del desarrollo de una política que haga las condiciones de vida de nuestras poblaciones latinoamericanas y Latinas más humana. Es trazar las líneas entre los diversos puntos que le confieren sentido a nuestras vidas y a nuestras sociedades. En otras palabras, no le corresponde al pensamiento cultural el encontrar nuevas posibilidades políticas dentro de las estrecheces de un presente neoliberal y globalizado. Le corresponde tan sólo nombrar las posibilidades que las propias poblaciones van encontrando por sí mismas, y reflexionar críticamente a partir de allí, vertiendo sus opiniones sobre esa base. Sólo de esta manera puede nuestra reflexión ofrecerse como efectiva producción crítica que se hilvane con sociedades concretas. Pensar lo contrario es creer que los intelectuales académicos ubicados en universidades estadounidenses pueden autoconstituirse en líderes de movimientos populares al sur del Río Grande. Dada su experiencia en campuses de élite, eso no sería sino un juego de realidades virtuales, no muy diferentes de los ya existentes en los parques de diversiones de toda Norteamérica. Tan sólo que en este caso, “Zapatismo” o “Mayismo” competirían con “Star Wars” o “Back to the Future,” sin que estos académicos tuvieran que quitarse nunca el terno y la corbata para viajar a la selva chiapaneca o al macizo montañoso del Quiché guatemalteco. Allí efectivamente tendríamos una ficción teórica para otro tipo de deseo epistemológico. El locus de la enunciación, guste o no, importa.

Si me alargo en lo que parecería una especie de digresión o intermezzo post-nostálgico que parecería alejarnos de las subjetividades periféricas dentro de ese todo heterogéneo donde se delimitan nuestros espacios analíticos, es porque al optar otros espacios de los enmarcados por escritores como Asturias, y por la crítica tradicional que se ocupó de autores como él, caemos en nuevos espacios contradictorios donde se disputan no sólo los acercamientos metodológicos, sino los mismos objetivos de estudio.

Demos entonces un nuevo giro, pasando brevemente por la problemática del testimonio. No quiero alargarme en ello, pues he escrito ya bastante sobre el tema en estos últimos años.9 Me interesa apenas esbozar un par de ideas en torno al género, en la medida en que, dada la violenta historia centroamericana de 1960 a 1995, permeada por crisis de estado, modernizaciones aceleradas, estados que eran simultáneamente agentes para el desarrollo y represores de la población, movimientos revolucionarios y guerras civiles, este género articuló mejor que otros esa geografía simbólica mencionada, en la cual traumas locales articularon formulaciones discursivas de naturaleza subalterna que ponían en tela de juicio la visión hegemónica de los mismos estados. Posteriormente, la crítica estadounidense intentó, a partir de uno sólo de ellos, el testimonio de Rigoberta Menchú, elaborar complejas teorías que abarcaban el continente entero, y de facto escamotearon los rasgos particularistas de poder de gestión que se encontraban en su base. Repetiré aquí lo que ya he señalado en un trabajo anterior. Rey Chow indicó que a menos que invirtamos en textos representativos de diferentes fases o expresiones de la subalternidad el mismo tipo de atención crítica que se ha invertido en los textos canónicos, nunca superaremos el idealismo que mantiene ilegibles a los subalternos. Nos interesa lo que dice no como préstamo conceptual o metodológico, sino como metáfora ilustrativa de cierta manifestación de lo que antes se denominó colonialismo interno en el continente.

En este último sentido, si disolvemos la contradicción binaria literatura / testimonio que articuló Beverley en Against Literature (1995), caemos en el espacio de lo ético. Esto avoca la noción de valores, y nos recuerda a Bajtín, cuando dijo que no se pueden articular valores sin una toma de posición en relación a ellos. Por ello, definió la enunciación en sus notas de los años cincuenta como lo mínimo de aquello a lo cual uno puede responder, con lo cual uno puede estar de acuerdo o bien en desacuerdo.10 A este respecto, Hirschkop dice que el lenguaje no articula valores o principios desde una perspectiva neutral, haciendo su aceptación o rechazo un gesto de iniciativa individual. Sus sentidos son posiciones tomadas o rechazadas, sus formas oportunidades para relaciones éticas (35). Si el lenguaje es una sustancia ética, entonces sus límites también son los límites de nuestra vida ética. Esto se expresa en el estilo, si por estilo aludimos a la interdependencia mutua del lenguaje y de la vida ética. El estilo denota el momento en el cual el lenguaje se encuentra más cargado de subjetividad. En este sentido, el lenguaje que tiene como fuente a la discursividad testimonial es la intersubjetividad encarnada, un lenguaje que no deja las posibilidades de una vida ética al azar.

Cuando reproblematicé el testimonio en este sentido en un artículo previo, me referí a que lo ético, concebido de esta manera, se localiza en lo fantasmático del enunciado, que Derrida asocia a lo fabuloso en “History of the Lie: Proglomena,” en el sentido prevalente de ambos términos, de no pertenecer a las categorías de verdad o falsedad, sino a “una irreducible especie de simulacro, o aun de simulación” (28, traducción mía). Para Derrida, los elementos fantasmáticos del discurso no son verdad, pero tampoco son errores o intentos de engaño, falsos testigos o perjurios. Es todo esto lo que tenemos que escuchar y entender en las variadas discursividades subalternas, dentro de las cuales se encuentra el testimonio, pero sin atribuirle a éste último rasgos definitorios de representatividad para todo un heterogéneo sector social.

El / la testimoniante procede a contar una vida como si una historia verdadera fuera posible en ese contexto ya de por sí fabricado, o pre-fabricado. Produce la idea de un mundo verdadero que es una fabricación, un coup de théâtre (29), en donde una posible mentira es foránea al problema de conocimiento o de verdad, en medio de una complejidad contradictoria.11

Derrida llama estas narrativas pseudologías (32), del griego pseudos, que define como la decepción que resulta de la invención poética. Entiende así a San Agustín (35), quien afirma no hay mentira cuando uno está autoconvencido de encontrarse en el camino correcto. En el espíritu de San Agustín, las pseudologías que cuentan los testimoniantes centroamericanos serían el modelo ético de una vida ejemplar. Este gesto es el tipo de ética cristiana que prevaleció en la región durante el período guerrillerista (1960-90). Como Berryman12 ha argumentado, la base ética y la legitimidad de participar en movimientos cuya meta era tomar el poder político en Centroamérica estaban anclados en lo que la sociedad debería ser, y no en lo que era en ese momento (281). El proyecto revolucionario justificaba la ética de la violencia, tal y como la enseñaba la teología de la liberación. Berryman argumenta que los centroamericanos no escribieron sobre este tema, y que en consecuencia, no existe un ensayo fundacional sobre el fenómeno. El mismo sólo fue una fuente de preocupación para la gente solidaria que se encontraba fuera de la región. Según el teólogo estadounidense, esto es porque los centroamericanos no escogieron la violencia para sí, sino que la sufrieron, hasta el punto de que la autodefensa condujo a enfrentamientos armados (309). En su libro, procede a aclarar lo que sería una ética de la violencia. Su explicación incluye las enseñanzas oficiales de la iglesia, la actitud del papa durante los años sesenta, su respuesta a la actitud adoptada por el padre Camilo Torres en el concilio de Medellín (313), la posición de los obispos centroamericanos, y los pronunciamientos de monseñor Romero refiriéndose al derecho del pueblo a la insurrección y a la legítima defensa (315). Concluye haciendo un balance ético de tipos específicos de violencia desarrollados por los grupos armados de oposición (317-320).

Sin embargo, pese a que no existiera un planteamiento teórico acerca de la ética de la violencia en Centroamérica, mucha narrativa testimonial, tal como la famosamente polémica de Menchú o bien la de Víctor Montejo, enmarca esta problemática. De hecho, aparece en diversas formas de narratividad maya. En Q’anil (1984), Montejo nos cuenta la historia de Xuan, quien tiene que sacrificar su vida para salvar a su pueblo, como expresión asimétrica entre el maya y el “hombre blanco.” Para Xuan, elegido de los dioses para pelear, su selección es una responsabilidad ética que lo contrapone, incluso, con los sacerdotes de su comunidad. Aparece también en ese otro testimonio suyo que es atípico del género, Brevísima relación testimonial de la destrucción del Mayab (1992), escrito con Q’anil Ak’ab, y que se inicia con una carta escrita al rey de España, en deliberada relación intertextual con Huamán Poma de Ayala. Como he señalado con anterioridad, el documento cumple una triple función: establece una analogía intertextual con el texto de Fray Bartolomé de las Casas, establece la continuidad paradigmática con la destrucción de la conquista, y reubica el contexto en el cual se dieron las masacres contra los pueblos mayas durante los años ochenta. Es ello lo que permite al documento ser una reconstitución fundante de la identidad maya, también sobre bases éticas (Arias, 1998: 281). Incluso aparece en otros testimonios centroamericanos recogidos por escritores profesionales tales como Claribel Alegría (No me agarran viva, 1983) o Sergio Ramírez (Hombre del Caribe, 1976). Todos estos textos plasman lo que constituiría una ética como arma de persuasión tanto en el discurso político, como en el ético propiamente dicho. Son una performatividad del juego identitario con el objetivo de construir un universo moral subjetivo e intersubjetivo. Ello estructura el proceso por medio del cual los sujetos escogen su respectivo accionar político, el cual suele estar enmarcado fuera de parámetros legales, fuera del orden del estado. Sus historias acumulan poder retórico al apoyarse en ricas estructuras narrativas, porque éstas articulan elaboraciones teóricas en su contar, en esos procesos de crear vidas ejemplares sustentadas en un accionar ético, en los cuales todavía podemos ver los rastros de tramas utópicas y de juegos literarios contando historias que integran el “es” y el “debería ser.” Es en esas articulaciones que opera la narratividad de los testimonios. La performatividad ética de los narradores / héroes articulan modelos de vidas ejemplares. Esas pseudologías son la proyección fantasmática del modelo de comportamiento que sujetos subalternos se trazan para sí mismos. Son los autores de una cierta heroicidad que quieren performativizar en su vida militante. Es ésa la lectura táctica que implícitamente solicitan sus palabras, sin repudiar traduccionabilidad alguna. Es también la que les permite a los críticos rastrear los silenciamientos a los cuales han sido sometidos como sectores sociales.

Visto así, rompemos con la idealización vulgar de la política identitaria que atrapa a la mayoría de los exponentes de los estudios subalternos en los Estados Unidos. Atascados en el predicamento Beverleyesco,13 mitifican al sujeto subalterno como si fuera un tótem, despojándolo de las contradicciones que constituyen su ubicación histórica.14 Por ello, estoy de acuerdo con Chow cuando dice que tenemos que atacar el idealismo que se encuentra a la base de la política identitaria (xxi), rompiendo con el simplismo facilista.

En el caso centroamericano que nos concierne, observamos que, indiferenciadamente de los géneros adoptados–dado que existe poesía, novela y testimonio mayas escritos en diferentes idiomas pero generalmente traducidos al castellano por sus propios autores–aparecen tres rasgos en esa discursividad que incluye testimonios de Rigoberta Menchú y Víctor Montejo, novelas de Luis de Lión, Gaspar Pedro González (La otra cara, 1996) y de Víctor Montejo, cuentos de Luis Enrique Sam Colop y poesía de Humberto Ak’abal entre otros. Estos son los siguientes rasgos: 1) un problemático esencialismo que articula buena parte de sus posicionamientos sobre la repetida insistencia de una serie de valores intrínsecos adscritos a su cultura; 2) un posicionamiento post-marxista acerca de los mecanismos fundamentalmente económicos a partir de donde se podría reconfigurar un posicionamiento político-cultural alternativo para la reinserción de sus pueblos dentro de nuevos paradigmas; y 3) una búsqueda de puentes, o puntos de contacto, entre la primera y la segunda posición, que reubica la discusión en la validación de espacios simbólicos importantes para los propios indígenas, e intenta explorar desde allí imaginativas estrategias culturales.

A manera de ejemplo tan solo, debido a la brevedad del tiempo, el primero de estos puntos domina la primera novela de Gaspar Pedro González, La otra cara, escrita originalmente en maya q'anjob'al, que trata de la vida de Lwin, residente del cantón de Jolomk'u, en el municipio de San Pedro Soloma, aldea aislada en medio de la Sierra de los Cuchumatanes. El drama del pueblo oprimido luchando por mantener su dignidad durante cinco siglos de colonización rara vez se desmarca de estas premisas. Al igual que en el caso de Montejo, el trauma de la conquista, aún latiente para los habitantes del municipio, se vuelve uno solo con el de los repetidos abusos del estado, y la inminente guerra que se fragua en el horizonte. La poesía de Ak’abal, Premio Internacional de Poesía Blaise Cendrars 1997, en Neuchatel, Suiza, y cuyo poemario Ajkem Tzij / Tejedor de palabras (1996) fue editado por la UNESCO, se ubicaría en este mismo espacio conceptual. Es un espacio en que Gaspar Pedro González argumenta que la oralidad maya se ha reconvertido en expresión escrita (Kotz’ib’ 125).

Estos puntos pueden, a pesar de las contradicciones y riesgos indicados, conducirnos a entender la importancia del pensamiento maya como una marginalidad capaz de articular un pensamiento totalizante. Pero también pueden servirnos como nota de precaución en el sentido de evitar convertir su discurso en mero sustituto paralelo del occidental, en la medida en que no se problematice a sí mismo ni se ubique en relación dialógica frente a otros sistemas de pensamiento. Tampoco debemos caer en la tentación de generalizarlo para otras experiencias similares, incluyendo la de Chiapas. Lo que interesa resaltar es la especificidad de una topología traumática, que articula una nueva literariedad, y no la habilidad para generalizar superficialmente con afán teorizador. Tampoco debe verse esta afirmación como una taxonomía sobre las distintas modalidades en las cuales ha emergido la discursividad maya. Hablamos aquí tan sólo de síntomas iniciales que nos permiten acercarnos a los textos con las debidas precauciones en cuanto a toda atribución de representatividad.

Otro problema que se desliga de los anteriores planteamientos es lo que muchos han llamado la “cosmovisión indígena.” Esta frase se ha transformado en una especie de mito. Los propios indígenas la emplean constantemente sin explicitar su contenido. Por lo tanto, la noción opera como un tropo que puede significar casi cualquier cosa. Algunos argumentan que es un secreto que no puede divulgarse para evitar la pérdida de cohesión de la comunidad. Sin embargo, su entendimiento se desprende abigarradamente de textos que introducen elementos que podrían definirse como constitutivos de una cosmovisión maya guatemalteca, pero presentados de manera parcial y anecdótica, e incluso con cierto desconocimiento de los mismos.

Esta última reflexión invita la pregunta: ¿Qué es lo que queremos? Los estudios culturales, y los estudios subalternos en particular, han intentado en los Estados Unidos romper con las ideas dominantes de lo que significa la occidentalización, y han buscado articular alternativas a la misma. El problema es que esto suele hacerse como ejercicio retórico, al margen de la experiencia vivida y sentida por legítimos sujetos subalternos tales como la población maya guatemalteca que empleamos emblemáticamente en este breve trabajo. En esa línea, considero críticamente importante articular la interrogante mencionada, porque cuestiona todo sentido de política y rompe con los tradicionales parámetros hegelianos a la base de la constitución de estados nacionales latinoamericanos. Estos presuponen que la única razón válida es la occidental. Sin embargo, si Heidegger ya había señalado que podían existir otras formas de pensar fuera de la filosofía occidental, quienes efectivamente lo evidencian son sujetos tales como los mayas; es decir, sujetos periféricos que están, entre otras cosas, repensando el concepto de política desde una heterogeneidad radical. Aquí volvemos a lo señalado al principio del trabajo, acerca de la constitución del hombre como cuerpo, como sujeto bio-político, noción rechazada por el pensamiento maya que no desvincula el espacio biótico del humano, sino que los articula holísticamente como un conjunto inseparable donde, si acaso, la vida animal y vegetal presupone mayor importancia que la humana.

Dentro de la discursividad maya aparece inserta la crisis de los estados nacionales. En obras como Las aventuras de Mr. Puttison entre los mayas de Montejo, surgen reflexiones en cuanto al sentido de pueblo, y también en cuanto a la voluntad de reconstituirse como tales. La noción de pueblo se articula con la de territorio, desde luego, como suele argumentar Sam Colop. La novela es una parodia del a presencia del antropólogo estadounidense Oliver La Farge, en el seno de la comunidad jacalteca. En la novela, la aldea idealiza en un principio a Mr. Puttison, por ser gringo y campechano, pero termina descubriendo que detrás de su fachada de antropólogo, es un ladrón que se roba los tesoros de la comunidad. De la meditación acerca de su propia subjetividad, la novela argumenta que sólo se puede ser pueblo con territorio en la medida en la cual exista tanto la autonomía como la autodeterminación. La vertiente intelectual de la autonomía de los pueblos indígenas se articula en esta dinámica, creándose una especie de figura polihédrica cultural, donde también opera la controvertida cosmovisión como mecanismo para la construcción de un proyecto propio.

Para los mayas, y para muchos otros indígenas del continente, no existen las naciones, sino sólo estados que son, más bien, estados inquisitoriales. El problema de occidente se centraría en que de todos los factores que podrían constituir proyectos de vida, occidente tan sólo privilegia el crecimiento material. De allí que al hablar de reivindicaciones, es necesario comprender las mismas como insertas dentro de un abanico de posibles estrategias de construcción de nuevos modelos de estado-nación.15

De hecho, no es sólo la lógica de vida sino el mismo manejo del espacio el que se encuentra en juego. Por ejemplo, en El mundo principia en Xibalbá de Luis de Lión, existe toda una lógica discontinua de lo que implica el manejo del territorio. En ella, la aldea, el pueblo, es definido como espacio cronotópico definidor de la identidad emblemático del grupo étnico. La voz narrativa incluso habla por el pueblo.16 Se plantea el manejo de toda una territorialidad compleja que apunta al manejo de territorios continuos, discontinuos y compartidos. En el entendimiento del manejo del espacio, una cosa es el orden de occidente, y otra el de los indígenas. Ese orden genera una estética alternativa. Es una estructura constituida sobre la base de otro orden, pero cuyas fronteras son difusas. Nunca quedan claramente demarcadas en el texto, como no lo están fuera de él.

La discursividad maya evidencia también que en el discurso globalizador dominante, no se toca el tema de la desigualdad material. Lo anterior implica una manera de legitimar la desposesión de los pueblos. Al no articularse las implicaciones de lo anterior desde la propia perspectiva indígena, se va generando una eclosión debido a la frustración y a la incomprensión de lo que está pasado con los fenómenos globalizadores. ¿Es posible en este contexto criticar a los intelectuales indígenas porque recurren subversivamente a discursividades aparentemente anti-académicas del centro, como es el caso de Gaspar Pedro González en Kotz’ib’: Nuestra literatura maya, para contrarrestar ideologías que consolidan la dominación racista? ¿Podía acaso justificarse la continua subordinación / opresión de los indígenas hasta el día en que produjeran una teoría cultural que se enmarcara comprensiblemente dentro de un protocolo retórico occidental? Ciertamente esa actitud no tiene base sólida en un mundo regido por la instantaneidad que modifica las coordenadas del vínculo poder / conocimiento. La globalización no sólo ha transformando las relaciones centro / periferia, sino también la percepción que las culturas tenían de sí mismas. Actualmente, éstas hacen suyas los mecanismos que les permite subvertir la noción misma de teoría y práctica culturales sin vergüenzas ni complejos de ninguna índole, y sin pedirle permiso a los académicos residentes en los Estados Unidos.

En este sentido, es importante recordar, por obvio que sea, que la globalización no reconfigura espacios de manera que se los abra a las culturas subalternas para escapar a la dominación. Esta ligerísima revisión de las representaciones mayas que presenté de manera un tanto tangencial para contraponerlas al discurso literario mestizo históricamente anterior no sólo sustentan marcos epistemológicos para que los actores subalternos readquieran un sentido actualizado de su mundo, sino que enfatizan la distinción entre apertura a las contingencias, y defensa de “secretos” con fines de mantener la cohesión de la comunidad. La anterior es una flexibilidad cognitiva que puede servirle de antídoto a los nacionalismos o aislacionismos de diferentes talantes.

Para concluir, quisiera afirmar que mucho de lo enfatizado refleja instancias que ejemplifican las complejidades de negociar las diferencias culturales y las conceptualizaciones asociadas con ellas. Esto incluye las diferencias entre las prácticas académicas en los Estados Unidos y en América Latina, y muy especialmente, los vínculos que tienen sus respectivos intelectuales tanto a la vida pública como al activismo social. La presencia o carencia de ellos subraya no sólo la importancia de identificar estrategias teórico-críticas, sino también sus consecuencias prácticas cuando no se resuelve la tensión entre la conciencia subalterna y las categorías teóricas. El espacio étnico nos permite conceptualizar cómo los debates sobre la diferencia también pueden abrir espacios para articular vínculos entre culturas, sociedades y lenguajes.17 Lo que hemos problematizado refleja trayectorias histórico-nacionales diferentes, y apuntan a la necesidad de conceptualizar no sólo espacios nacionales, sino también los corredores culturales que los cruzan, como sitios de lucha sobre la diferencia y en favor de la igualdad. La zona maya que cubre parte de los territorios guatemalteco y mexicano, y que se emparenta con las zonas indígenas de Oaxaca, sería un ejemplo de este proceso. Estos espacios son sitios de articulación de identidades, de rasgos en común, y de diferenciamientos en relación a los espacios hegemónicos de la nación.

En la contrastante dinámica contemporánea, observamos el surgimiento de múltiples posibilidades creativas, pero también la desorientación por parte de actores sociales. El trabajo que enfoca los procesos subalternos puede ser un lenguaje para la lucha política, para la apropiación de los sentidos de la significación, pero su dinámica emancipatoria o exclusionaria es sumamente variable. Tenemos todavía qué explorar no sólo su reconfiguración, sino también sus fronteras. Este es, sin duda, uno de sus grandes desafíos. En todo ello hay qué prestarle atención a los contextos específicos, más que a las macroteorías que flotando desde los enrarecidos aires de la academia estadounidense, llueven como fuegos fatuos en el horizonte latinoamericano.

© Arturo Arias


Notas

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vuelve 1. Ulysses salió editado en francés el 2 de febrero de 1929, y es casi seguro que fue por esta vía que Asturias llegó a leerlo, así como conocería las ideas detrás de Finnegans Wake, aunque no lo hubiera leído nunca, por medio de Jolas, quien editaba en cada número de su revista un fragmento de dicho texto desde 1927 hasta ese mismo año.

vuelve 2. Al fin y al cabo, fuera de la obra joyceana, Asturias era familiar con la obra de Proust, entonces recientemente publicada, y con el conjunto de la producción europea de los años veintes, la cual favorecía experimentación verbal por un lado, y visiones grandiosamente totalizadoras por la otra.

vuelve 3. Desde luego, esta crítica se hacía desde países dominantes al interior de América Latina. De allí que naturalizaran la excepcionalidad de aquellos sitios periféricos a los suyos, sin pensar que sus propios países lo eran también. Eran otra periferia que ilusoriamente aspiraban a ubicarse en el centro de una modernidad de por sí periférica, para diferenciarse de las márgenes más empobrecidas del continente.

vuelve 4. La historia en las culturas autóctonas tiene más de lo que nosotros occidentales llamamos novela, que de historia. Hay que pensar que estos libros de su historia, sus novelas, diríamos ahora, eran pintados entre los aztecas y mayas y guardados en formas figurativas aún no conocidas en el incanato...

El lector, contador de cuentos cantados, o "gran lengua," único conocedor de lo que los pinacogramas decían, realizaba una interpretación de los mismos recreándolos, para regalo de los que le escuchaban... Son narraciones en las que la realidad queda abolida al tornarse fantasía, leyenda, revestimiento de belleza, y en las que la fantasía a fuerza de detallar todo lo real que hay en ella termina recreando una realidad que podríamos llamar surrealista...

vuelve 5. Asturias arguye que el “realismo mágico” nace con el poeta Rafael Landívar en el siglo dieciocho, y afirma que “la magia indígena” es la “que va a permitir a los novelistas describir esa misma naturaleza americana dentro de lo que nosotros llamamos ahora, el realismo mágico” (343).

vuelve 6. No es gratuito que aunque Hombres de maíz venía siendo trabajado por lo menos desde 1933, el principal impulso creativo que la concluyó se dio durante el gobierno democrático del presidente Juan José Arévalo. En ese contexto, el espíritu de resistencia al estado autoritario centrado en la cultura popular se transforma en la forja de una cultura nacional popular que pueda ser empleada por el estado democrático para su consolidación nacional. En este último sentido, el texto se concebía como un mecanismo simbólico para el afianzamiento del poder político.

vuelve 7. De allí también que no exista ni un solo personaje que domine la trama del texto, ni siquiera el mitificado Gaspar Ilóm.

vuelve 8. A mi modo de ver, el mejor aspecto de Against Literature de Beverley es su análisis de esta expresión en el Canto General de Neruda.

vuelve 9. Basta ver tan sólo The Rigoberta Menchú Controversy, y “Authoring Ethnicized Subjects: Rigoberta Menchú and the Performative Production of the Subaltern Self.”

vuelve 10. Ver a este respecto la meditación de Ken Hirschkop en torno a la relación del lenguaje y la ética en la introducción de Mikhail Bakhtin: An Aesthetic for Democracy. De hecho, en estas líneas tan sólo estamos parafraseando las ideas de Hirschkop en español.

vuelve 11. Dice Derrida:

Uno puede estar equivocado, uno puede estar en error sin mentir; uno puede comunicarle a alguien más alguna información falsa sin mentir. Si yo creo lo que digo, aunque sea falso, aunque esté equivocado, y aunque no esté tratando de engañar a nadie al comunicar mi error, entonces no estoy mintiendo. Uno no miente simplemente al decir lo que es falso, mientras uno crea de buena fe en la verdad de lo que uno cree o afirma en sus opiniones. (31; mi traducción).

vuelve 12. Phillip Berryman hizo trabajo pastoral en Centroamérica durante los años en los cuales imperó la teología de la liberación (1965-73). Más tarde, fue representante regional del American Friends Service Committee (1976-80), hasta que las amenazas de muerte que recibió en Guatemala lo obligaron a volver a los Estados Unidos en 1980.

vuelve 13. Es decir, en la paradoja de querer acabar con el racismo por medio del sobre-énfasis de sus trazos más estereotipados.

vuelve 14. Idea plenamente desarrollada por Rey Chow en “Ethics After Idealism.”.

vuelve 15. Desde luego una cínica respuesta a este planteamiento argumentaría que si bien era cierto que occidente sólo entiende la plusvalía, las estrategias culturales de los pueblos indígenas deberían contemplar los mecanismos y ventajas que podrían representarles el ser percibidos por un occidente globalizador como mercancías. Los indígenas deberían instrumentalizar estos elementos como una ventaja estratégica a partir de donde se pudieran construir proyectos de defensa de la identidad, garantizándose así su sobrevivencia por la vía de su inserción a los mercados globalizados.

vuelve 16. Ver Luis de Lión, Dante Liano Y Méndez Vides: Textualidad y trendencias discursivas antes y después de las masacres” en La identidad de la palabra: Narrativa guatemalteca a la luz del siglo XX.

vuelve 17. La noción de hibridez no carece de problemas por muchas de las mismas fallas de las cuales adolece la noción de mestizaje. En sus versiones hegemónicas, que en Guatemala encuentran expresión en las posiciones anti-mayas de Mario Roberto Morales, estos conceptos resultan exclusionarios, dado que tienden a privilegiar la eliminación de la diferencia como tal. A mi modo de ver, nuestra tarea no consiste en aplicar mecánicamente nociones exógenas de multi o interculturalidad que separan las esferas de la economía o la política de los procesos culturales. En nuestros contextos, el agenciamiento o gestión de poder económico y político no puede separarse del agenciamiento cultural.


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