Breny Mendoza

La desmitologización del mestizaje en Honduras: Evaluando nuevos aportes1

California State University-Northridge

breny.mendoza@csun.edu

Notas*Bibliografía

Este ensayo revisa críticamente escritos recientes de tres escritores hondureños que versan sobre el carácter excluyente del discurso del mestizaje en Honduras. Abordaré trabajos de la psicóloga social Rocío Tábora y los historiadores Marvin Barahona y Darío A. Euraque.2 Deseo abrir con un tropo, un juego de conceptos e imágenes que tal vez no tienen conexión con el tema, pero que considero revelador del significado del mestizaje. El tropo o figura metaforizada que destacamos me servirá para exponer mi propia visión del mestizaje. De hecho, resumo el mismo como un dispositivo de poder que entrama lo racial, genérico, sexual y de clase en la conformación de la sociedad colonial y postcolonial en Honduras. Es más, el tropo le brinda textura a mi ensayo, que busca abordar una pregunta básica: ¿por qué hablar sobre el mestizaje en el contexto hondureño en este preciso momento histórico? Como imagino yo:

El deseo de fijar una identidad consigo mismo, de crear “mismidad”, es decir, certezas de que se es uno y no dos, tres o cuatro, de que hay un centro y que ese centro es un yo no escindido, el uno igual a todas sus partes es una constante en el imaginario occidental masculino. De hecho, el orden simbólico masculino no permite la representación de lo femenino, lo femenino aparece siempre como ausencia, deficiencia o, a lo sumo, como una imagen inversa a lo masculino. Esta ansiedad en torno a un posible “otro” diferente a sí mismo y que exige la borradura de todo trazo de “otredad” en sí mismo y fuera de sí puede decirse que es la consumación de la cultura homosocial masculina. Una sociedad de hombres que se pacta y se firma entre hombres a solas y que no admite la significación de la mujer. Pero que como todo material reprimido su retorno —el signo mujer— acecha en los sueños, en las ensoñaciones, en los lapsos lingüísticos, en los intertextos de los discursos que construyen lo “real” y lo fantástico disparatando todo aquello que había parecido sellado para siempre. Entonces la fijación del uno con uno mismo se revela como una máscara para cubrir el dolor de saberse extraño en la propia piel, de reconocerse como otro en el otro, sí enfermo por el deseo por el otro, el deseo del otro y la repulsión que causa la otredad del otro, el deseo del otro.

Desde este punto de partida entro en la historia del mestizaje hondureño tal como se encuentra en los escritos de Barahona, Euraque y Tábora, que cuestionan la hegemonía mestiza en Honduras, aunque no siempre reconociéndole su carácter genérico y sexual.3 En el imaginario nacional, el otro, el negro, el mulato, el indígena de carne y hueso, no el histórico; y el árabe que amenaza la unidad criolla-mestiza de las elites hondureñas desde principios del siglo pasado es despreciado y reprimido. Se suprime casi toda huella de su existencia biológica y social hasta en los censos demográficos para erigir una hondureñidad en base a un supuesto mestizaje único y total (Euraque, 1996b y 1998).

Así el carácter multirracial y multicultural que resulta de la conquista, de las mujeres y los hombres de lo que hoy llamamos Honduras y de los flujos migratorios postcoloniales —la inmigración de caribes-africanos y de árabes-palestinos— parece inexistente e insignificante en el nacionalismo hondureño.4 Y es así como la mayoría de los hondureños desde 1930 hasta hoy configuran su identidad: pensándose habitantes de un país donde reina la armonía entre las razas, pues las dos únicas razas reconocidas, la de los españoles y la de los indígenas (éstos extinguidos en la mezcla racial) se han fusionado en una sola para conformar al mestizo y esto desde muy temprana época colonial, lo que explicaría no sólo la existencia de un mestizaje avanzado, sino además la ausencia relativa de conflictos raciales si se compara con otros países latinoamericanos.

Este imaginario nacional, que descansa sobre la idea de un mestizaje monolítico, se estableció, según Euraque, Barahona y Tábora en diferentes escritos, a través de diversos mecanismos e instancias. Éstos incluyen la elaboración de legislaciones racistas (1929 y 1934), la manipulación de datos cen-sales mediante la definición arbitraria de categorías raciales, la invención de símbolos nacionales tales como el cacique Lempira, indígena lenca que luchó contra los españoles en el siglo XVI y a partir de quien, desde la década de 1920, el Estado determinó el nombre de la moneda nacional hondureña. Este proceso se dio en el contexto del ocultamiento de héroes “reales” como Gregorio Ferrera, caudillo del Partido Liberal en la década de 1920, y hasta la reivindicación de la “mayanización” de Honduras en detrimento de grupos indígenas no mayas todavía existentes (Euraque, 1996: 69-89).

La constitución del discurso del mestizaje, tal como lo conocemos hoy, nos aparece como una estratagema de la elite criolla-mestiza para reconstituir su centralidad en un momento histórico donde pierde protagonismo ante el enclave bananero instaurado por los Estados Unidos y la inmigración árabe-palestina que logra rápidamente una posición ventajosa en el nuevo orden económico. Pero, alas, con ello la artificialidad del discurso del mestizaje hondureño se hace evidente. Más aún, no sólo su naturaleza ficticia se hace visible sino que también su función ordenadora de un sistema que está programado para limitar y legitimar el acceso a los bienes materiales y simbólicos a unos mientras se los niega a otros (McClintock, 1997: 352-389).

Por eso la revisión histórica del discurso del mestizaje que Barahona, Euraque y Tábora realizan actualmente resulta en gran medida desmitolo-gi-zante e incluso subversiva, porque rompe con el mito que las oligarquías hon-dureñas construyeron para legitimar su poder. Gracias a estos tres escritores, tenemos ahora la posibilidad de construir un nuevo imaginario nacional más incluyente de las otras razas, etnias y clases que constituyen la experiencia colonial y postcolonial de Honduras.5 Curiosamente, pese a ello buena parte de la nueva visión del mestizaje adolece por momentos de los mismos problemas que padecen los discursos del mestizaje que critican.6

Estos problemas están inscritos y codificados dentro del tropo con que empezamos nuestro ensayo y en el que buscamos establecer similitudes entre el orden simbólico masculino occidental y lo que ahora denominaremos el orden simbólico masculino-mestizo. Cabe destacar, sin embargo, que Tábora constituye una verdadera excepción en la tendencia masculinista que se percibe en esta nueva historiografía. Precisamente, partiendo de una noción que ella llama el paradigma patriarcal, Tábora revela en sus textos los registros genéricos y sexuales que permanecen ocultos pero que constituyen el discurso oficial del mestizaje y que paradójicamente se repiten tanto en su decons-trucción en los nuevos textos históricos como en su actual reemplazo en los contradiscursos elaborados por los mismos grupos excluidos por el discurso oficial del mestizaje en su despliegue de una nueva política de identidad.

Tomando en cuenta este modo de deslindar territorios de unos y de otros, y quizá a primera vista confusos, propongo ir encontrando claves para descodificar lo que está presente en el tropo elaborado pero que está ausente en las distintas narrativas que se analizarán de las obras de Barahona, Euraque y Tábora. Pero no me detengo allí. A la vez este ensayo intenta revelar lo que está ausente en el tropo mismo, de forma que la complejidad del entretejido de raza, clase, género y sexualidad quedará al final descubierta y sujeta a una nueva revisión crítica.

Sobre lo que se dice del mestizaje allende y aquende

Los trabajos más recientes sobre mestizaje, o “hibridaje” para algunos, revelan la gran elasticidad de un concepto que para algunos data ya de 500 años, mientras que para otros se remonta recién al siglo XIX.7 El concepto tiene claramente historias diferentes y es definido y redefinido según el contexto histórico, social y cultural. Así encontramos que el término “mestizo” en Latinoamérica, tradicionalmente referido a la mezcla racial de indígenas y españoles, se confunde a menudo con otros términos tales como “ladino” (en Guatemala y México) o “cholo” (en los países andinos) o que se puede asimilar a otros de distinta vertiente como el concepto de hibridaje en Néstor García Canclini, que se refiere más bien a las identidades híbridas que surgen de la yuxtaposición de múltiples temporalidades históricas.8 También podríamos localizar los términos “hibridaje” y “mestizaje” dentro de la historia colonial británica y con su uso actual por investigadoras feministas, lesbianas y postcoloniales de la academia norteamericana para describir la complejidad de múltiples identidades simultáneas que surgen de la situación fronteriza de chicanos y mexicanos en Estados Unidos o de identidades sexuales y de género transversadas.9

Por otro lado, puede decirse que el concepto contiene diferentes registros: biológico-raciales, lingüísticos, religiosos y culturales, de modo que diferentes autores se refieren al mismo para enfatizar lo racial pero otras veces lo cultural. Aunque cabe decir que, puesto que el constructivismo social predomina en las ciencias sociales, el mestizaje es comprendido preferentemente en su acepción cultural y no racial. El mestizaje también ha recibido distintas valoraciones a través del tiempo. Visto algunas veces en el pasado en forma negativa como degeneración, degradación y contaminante, mientras que otras veces se le ve en forma positiva; es decir, como la síntesis de lo mejor de las diferentes razas o culturas que se mezclan o como símbolo del progreso, comprendido éste como el paso de lo homogéneo a lo heterogéneo.

Como sea que se conceptualice, vale la pena preguntarse en este punto sobre las razones de la puesta en escena del concepto de mestizaje. ¿Por qué en este preciso momento ciertos intelectuales hondureños consideran oportuno desmitologizar el mestizaje en Honduras? ¿Por qué el tema del mestizaje retorna a la academia y a los discursos públicos con tanta fuerza hacia finales del siglo XX y comienzos del XXI, así como lo fue a fines del XIX y comienzos del XX en diferentes latitudes, no sólo en Latinoamérica? ¿Hay raíces históricas comunes entre el uso del concepto de mestizaje del primer momento y el de hoy, como sospecha Young en sus lucubraciones sobre el hibridaje en las colonias británicas y su uso actual en el mundo anglosajón?10

La comprensión de esta coincidencia en el renovado interés por el concepto entre estos dos momentos históricos y por intelectuales de distinto origen amerita un escrutinio mayor del que se le puede dar ahora. Por lo tanto, sólo me atrevería a sugerir a manera de hipótesis que este resucitado interés está ligado a momentos de descomposición y recomposición del orden imperial en un mundo en el que se requiere cada vez una recodificación del ordenamiento social por razas, clase, género, sexualidad y naciones. Por ejemplo, en el pasado la caída del imperio español, el ascenso del imperio británico y la constitución de nuevos Estados nacionales en las ex colonias de América condujo a una proliferación de teorías raciales / racistas basadas en un determinismo biológico que legitimaba un sistema de estratificación social de las razas y las naciones.11 En el presente, el proceso de globalización liderado por Estados Unidos y el reordenamiento económico, político, cultural y jurídico cuasi imperial que lo caracterizan, requieren de teorías raciales que traducen el fundamentalismo biológico de ayer en un multiculturalismo e hibridaje que permite la mercantilización global de las distintas razas y culturas del mundo —aún cuando no acaba con la segregación racial, aunque sí completa la subsunción de todas las razas y culturas bajo el régimen de acumulación capitalista.

En lo que respecta al mestizaje en sí, por ahora lo único que podemos decir con certeza es que no hay un uso único y correcto del concepto porque, como vemos, es una construcción social e histórica. Siendo así, el concepto resulta escurridizo e inestable. No obstante, no quiere decir que esté vacío de contenido pues, lo sabemos, tiene larga historia. Hace alusión a ese mundo “mestizo” que se inaugura con la conquista y al sistema de castas que se instaura durante la época colonial. Nos trae al recuerdo el trauma de la conquista que de diversas formas aún pervive en los imaginarios sociales de los latinoamericanos. Es importante señalar por eso que, precisamente porque el término viene cargado de tanta historia, se corre el riesgo de que cada vez que se re--edita en el presente se arrastren antiguos usos y significados que vienen adheridos al vocablo.

Ejemplo de esto es cuando sectores de la elite hondureña rehabilitaron el concepto de mestizaje para constituir el discurso del mestizaje en 1930 y obliteraron a negros y árabes de su autodefinición, restituyendo el uso del mestizaje como medio para medir la pureza de sangre y la singularidad de la raza con el objeto de separar, segregar y discriminar, tal como lo fue durante la colonia.12 Para referirnos a una reactualización más reciente, el mestizaje volvió a resonar su antigua significación para desconocer las desigualdades sociales entre las razas en Honduras cuando el ex presidente hondureño Carlos Roberto Reina declaró en 1995 que los hondureños “somos todos mestizos”, al referirse a las movilizaciones indígenas que reclamaban reconocimiento cultural y justicia social y que comenzaron en pleno en enero de 1994 (Euraque, 1996b: 138). Es decir que retomar el habla sobre el mestizaje no deja de conllevar cierto peligro porque se echa a andar un mecanismo que hace que las palabras, al repetirse, sufran un cambio pero que a la vez que cambian éstas repiten su antiguo significado (Young, 1995: 27).

Nelson Manrique, un historiador peruano, nos brinda ejemplos de lo que aquí queremos señalar al discutir las ideas sobre mestizaje de tan notables críticos culturales como José Carlos Mariátegui y José María Arguedas. Ma-riátegui, conocido por la tematización del “problema del indio” dentro del edificio conceptual marxista y por su contribución al análisis de las clases sociales y las relaciones interraciales en Latinoamérica, reproducía él mismo los prejuicios raciales que se estilaban en su época cuando decía:

[L]os rasgos de la raza cósmica, la imprecisión o hibridismo del tipo social, se traduce, por un oscuro predominio de sedimentos negativos, en una estagnación sórdida y morbosa. Los aportes del negro y del chino se dejan sentir en este mestizaje, en un sentido casi siempre negativo y desorbitado. En el mestizo no se prolonga la tradición del blanco ni del indio: ambas se esterilizan y contrastan (Manrique, 1999: 67).

Arguedas, escritor y antropólogo, por su lado, hacía lo mismo cuando veía en la desindigenización la solución del “problema del indio”. Pero al contrario de Mariátegui, en sus estudios antropológicos sobre el Perú de la década de 1950, el mestizaje era valorizado positivamente y concebido como medio de occidentalización y modernización. Arguedas argumentaba:

En cuanto el indio, por circunstancias especiales, consigue comprender este aspecto de la cultura occidental [la racionalidad económica capitalista], en cuanto se arma de ella, procede como nosotros; se convierte en mestizo y en un factor de producción económica positiva. Toda su estructura cultural logra un reajuste completo sobre una base, un “eje”. Al cambiar, no “uno de los elementos superficiales de su cultura” sino el fundamento mismo, el desconcierto que observamos en su cultura se nos presenta como ordenado, claro y lógico: es decir que su conducta se identifica con la nuestra” (Manrique, 1999: 93 énfasis agregado).

El papel de los intelectuales en la construcción de los discursos del mestizaje no es nada desdeñable tampoco para el caso de Honduras. Figuras centrales como Alfonso Guillen Zelaya, Froylan Turcios, Macedonio Laínez y Paulino Valladares coadyuvaron para ambientar el racismo que se oficializaba en Honduras en las legislaciones de 1929 y 1934, que prohibían el ingreso de negros y restringían la inmigración de árabes, chinos, sirios, turcos y armenios y que servía de base para erigir el discurso del mestizaje total en Honduras. Alfonso Guillen Zelaya, por ejemplo, consideraba humillante el traslado de obreros negros a las plantaciones bananeras y temía que el país se convirtiera en tierra de mulatos (Euraque, 1996: 81). Froylan Turcios no veía ninguna contradicción entre sus posturas antiimperialistas y su racismo contra los negros. Lo mismo Paulino Valladares quien reclamó una legislación que impidiera la inmigración negra (Euraque, 1996: 162).

Estos ejemplos nos hacen ver cómo los “letrados de la ciudad” contribuyen con sus saberes a la formación social de sus países de origen y cómo sus discursos y hasta sus contradiscursos pueden operar en correspondencia con los discursos racistas de las elites políticas de su época, siendo por tanto instrumentos claves de su realización en prácticas sociales.13 Son los letrados —de izquierdas o de derechas— los que facilitan una visión unitaria de la nacionalidad, los que conceptualizan el mestizaje como “solución final” de la diferencia que ven en el indígena, el negro, el chino y el árabe. Son letrados como éstos también los que en diversas partes de Latinoamérica propugnaron en su momento el exterminio, la expulsión o gradual eliminación de los indígenas por medio de la zootecnia o la inmigración europea, en el caso de los intelectuales orgánicos de las oligarquías. En el caso de los letrados de izquierda, fue a través de la desindigenización por procesos de modernización y occiden-ta-li-zación como solución al “problema del indio”, como hemos visto en Arguedas (Gallardo, 1993: 64-88).

Es interesante observar en este contexto cómo el orden simbólico masculino-mestizo coloca al hombre mestizo en el centro como norma y cómo aísla y subalterniza al negro al excluirlo de la definición del mestizaje —que se sobreentiende incluye sólo la mezcla de indígenas y españoles. De ahí que el mulato y el zambo se entiendan a menudo como contaminantes de la “sangre mestiza”. Es decir, que el orden simbólico masculino-mestizo en una especie de mimesis de la opresión que el mismo ha sufrido en relación al blanco-español, remeda al orden simbólico masculino occidental al crear sus propias oposiciones binarias, mestizo / negro, y excluir la representación africana dentro de su marco referencial.

En el caso de Honduras, la exclusión del elemento africano en la auto-definición de lo mestizo ha conducido a que la proporción de mulatos en la población mestiza haya sido sistemáticamente subrepresentada en su historia demográfica.14 Más aún, la borradura de la presencia negra en el mestizaje ha complicado nuestra comprensión de las relaciones raciales y del sistema de estratificación racial en Honduras, de tal forma que nos es difícil hasta hoy dilucidar las relaciones entre negros garífunas e “indios” y mestizos, como por ejemplo el papel de los mulatos en la opresión de los indígenas o el papel de los mestizos en la opresión de los negros garífunas.15

Por otro lado, retornando a la representación de lo “indio” en el imaginario mestizo, vemos cómo en los ejemplos que hemos dado, los intelectuales mestizos erigen para sí mismos una posición monolítica, simulando mis-midad entre ellos aún cuando aluden a la integración del indígena a su mundo mestizo. Los mestizos, que suman uno más uno ad infinitum, echan a andar la máquina de homogeneización al exigir del indígena una identificación con nosotros, un proceder como el nuestro y a convertirse en nosotros. Sin embargo, para que esta asimilación del indígena dentro de la identidad mestiza sea posible, se puede constatar de diversas maneras que el indígena debe sufrir una metamorfosis profunda que lo ha de enterrar vivo en los anales históricos de los mestizos. Euraque ilustra cómo este proceso se da en el caso de Honduras a través de la historia de los censos que minimiza la presencia de indígenas, la invención de símbolos nacionales a través de figuras indígenas míticas y lo que él llama el proceso de “mayanización”, o sea la definición de todas las etnias indígenas que habitan o habitaron suelo hondureño como pueblos mayas, sin importar si lo son o no, y la apropiación de la simbología maya para construir un pasado maya totalizante que borra casi cualquier vestigio de otras culturas indígenas en el pasado y que ignora la presencia de indígenas no mayas en el presente.16

Curiosamente, algo similar sucede en el Perú. Allí también los censos aumentan continuamente el peso de la población definida como mestiza, pese a no registrarse realmente incremento del mestizaje biológico. También se observa cómo el indígena realmente existente ha sido separado de la definición de la indianidad que los mestizos y las minorías blancas construyen para sí mismos. Tal como se mayaniza Honduras a expensas de las etnias indígenas de lencas, jicaques, payas, sumos y misquitos que pueblan el país, ocurre en el Perú cuando se separa la historia del incanato del indígena actual llegándose incluso a vérsele como un ente externo a la historia de los incas (Manrique, 1999: 16-17).

Todas estas estrategias textuales del discurso del mestizaje equivalen a una expropiación de la historia de los indígenas por parte de los mestizos para tácitamente anularlos y / o convertirlos en “pueblos sin historia”. Irónicamente, éstas son las mismas trufas que el orden simbólico masculino occidental ha utilizado con su “otro no occidental” para hacer imposible su entrada a la Historia del Hombre o sea a la historiografía masculinista europea y norteamericana. Siendo así, vemos cómo el hombre mestizo en total concordancia con el orden masculino occidental construye su orden simbólico inferiorizando al negro pero también al indígena, a quien al final de cuentas se le niega una representación propia.

Pero aún no está todo dicho. Habría que tomar en cuenta también la obliteración de los árabe-palestinos en el imaginario nacional hondureño, pese a su posible mayor proporción numérica que los mismos indígenas (Euraque, 1994: 48). Autores como Euraque nos llaman la atención sobre el discurso del mestizaje que se empieza a reconstruir a partir del aumento de los flujos migratorios de árabes y negros que orbitan alrededor de la economía de enclave establecida en la Costa Norte del país por transnacionales estadounidenses. Esta coincidencia histórica nos hace pensar que la fijación de la identidad mestiza se desarrolla como respuesta a la amenaza que sienten las elites hondureñas ante la pérdida de control de los recursos de la nación en manos de los empresarios norteamericanos y los árabes-palestinos que supieron desde un comienzo aprovechar los nichos comerciales que se abrían en esta economía cerrada, como era el enclave bananero.

Paradójicamente, he aquí que al integrar el elemento árabe en el proceso de construcción del orden simbólico masculino-mestizo, el mestizaje que líneas arriba ha sido descrito como un discurso de dominación por los hombres mestizos aparece aquí de pronto como apenas una cortina de humo destinada a ocultar la debilidad real de las elites hondureñas ante poderes superiores a los que ellos poseen. Es decir que, si hay algo de razón cuando se insinúa que los árabes-palestinos, al asumir posiciones amenazantes en la economía “nacional”, provocan el ascenso del discurso del mestizaje en Honduras, entonces el discurso del mestizaje debería ser concebido como una fortaleza construida por las elites hondureñas para protegerse de invasiones “ex-tran-jerizantes” que amenazan sus posiciones de poder y no como un discurso de poder netamente. No obstante, no creemos que se trate realmente de una contradicción en términos. Diríamos más bien que el discurso del mestizaje —como todo discurso de poder— no es solamente un discurso de dominación, sino que también es de protección, de defensa ante aquello que amenaza la unidad, la identidad, la identificación de lo uno con lo uno.

Ello se entiende quizá un poco mejor cuando constatamos que negros e indígenas no amenazan la unidad de los hombres mestizos de la misma manera como lo hacen los árabe-palestinos. El poder social de los árabe-palestinos parece haber sido mayor que al que negros e indígenas podían aspirar, ya en 1930 cuando apenas había comenzado su inmigración en Honduras. Bien nos recuerdan nuevos escritos sobre los árabe-palestinos que veían una sociedad más atrasada que la de donde ellos provenían y juzgaban su paso por el país de forma transitoria, camina hacia un futuro mejor en otro lado. De todas formas, podríamos decir que los árabe-palestinos traían consigo de alguna manera el potencial de disputarles el poder a los hombres mestizos. No eran éstos después de todo ni descendientes de esclavos ni razas vencidas, sino que pequeños comerciantes, hombres solos con gran flexibilidad laboral e incluso vínculos comerciales en el exterior que buscaban oportunidades en el mercado local y formar fortunas rápidas —aunque habría que guardar la salvedad de que no estaban respaldados por ejércitos imperiales.17

Tal vez se podría avanzar una hipótesis de trabajo en este punto y decir que, en 1930, el “acoplamiento” de los árabes a la hondureñidad no era aún posible porque las fortunas de los árabes no se habían amasado y el intercambio de mujeres entre hombres mestizos y árabes no se había iniciado. Es decir que las uniones de árabes con mujeres mestizas no se había generalizado, por lo tanto, su integración al imaginario nacional no podía proceder en ese mo-mento. Los árabe-palestinos eran en 1930 para la elite hondureña una competencia desleal a la que había que eliminar si no materialmente —pues se carecía de los medios— entonces simbólicamente. Lo que explicaría no sólo su ausencia en los escritos de la intelectualidad hondureña y en los censos o los tímidos intentos de detener su inmigración con legislaciones restrictivas, sino que también en la mínima integración de la cultura árabe-palestina en la vida cotidiana de los hondureños —pese a los 100 años de presencia.18

No obstante, hacia fines del siglo XX esta situación había cambiado sustancialmente. No sólo los árabes han amasado y enlazado sus fortunas con las familias de la elite hondureña al generalizarse las uniones entre mestizos y árabes, sino que han consolidado su poderío económico y político. Esta situación implica evidentemente una desestabilización de la identidad mestiza que se viene gestionando desde 1930. Si a esto le agregamos el protagonismo y la visibilidad pública que han ganado las poblaciones negras de los garífunas y las distintas etnias indígenas en sus más recientes movilizaciones por su reconocimiento cultural y social, podríamos decir que el discurso del mestizaje de las elites hondureñas empieza a tambalearse y quizás se encuentra encaminado a sufrir una transformación profunda.

De ahí que el debate sobre el mestizaje en Honduras cobre vigencia. La necesidad de romper con la imagen unitaria y teleológica y de desbaratar y desmitologizar las representaciones del discurso, al mismo tiempo que se busca liberar las contradicciones y diferencias que habitan en el mismo, se torna en un importante proyecto político para aquellos que han sido excluidos de la comunidad imaginada de los mestizos. Aunque debemos de estar conscientes que se trata tanto de una desestabilización del mestizaje que proviene de arriba, desde las elites árabe-palestinas, como de abajo, de los pueblos indígenas y negros garífunas.

Pero como nos hace ver Tábora, cualquier desmitologización queda inconclusa si no se toma en cuenta que la definición del discurso del mestizaje descansa sobre una matriz de diferenciación sexual y genérica. Una desmi-to-logización del mestizaje que se funda únicamente en las aspiraciones y frustraciones de los hombres identificados con el poder nacional queda atada en muchos sitios a los signos del lenguaje que articula el orden simbólico masculino del mestizo. Por lo tanto, se corre el riesgo de repetir y cambiar, cambiar y repetir los mismos sesgos. Pero también una deconstrucción del mestizaje que no problematiza la interrelación de clase, raza, género y sexualidad en el proceso de acumulación capitalista local y global limita nuestra visión sobre el potencial emancipatorio que una extensión de la comunidad imaginada puede representar para la lucha por la justicia social de los distintos grupos étnicos en Honduras.

Sobre lo que no suele decirse del mestizaje

Max Hernández, en su estudio sobre el Inca Garcilazo de la Vega, nos dice: “En última instancia el hecho sexual define las bases sobre las que yace la noción de mestizaje” (Hernández, 1993: 36). ¿Acaso no es el mestizo a resumidas cuentas el producto híbrido de la relación sexual entre conquistadores españoles y mujeres indígenas? La conquista, como es de suponer, no es una cosa meramente entre hombres, sino que pasa necesariamente por la invasión-seducción de los cuerpos de las mujeres. Dentro de este contexto, el mestizaje se definiría precisamente por su procedencia de actos de violación y / o de uniones efímeras entre el conquistador español y la mujer indígena. La escena original del mestizo rezaría normalmente así: el español viola a la mujer indígena y luego la abandona junto con el hijo que se engendra en esa unión. Pasados los primeros momentos de la conquista, el español continúa uniéndose por la fuerza o por atracción con la mujer indígena pero suele legalizar sólo su unión con una mujer española, la cual ha sido traída a posteriori desde España con el propósito de formar la familia patriarcal del colonizador y para conservar la pureza de sangre que es considerada un valor supremo en la época. La familia española en América con el hombre blanco a la cabeza, junto con el sistema de castas que se instaura para cuantificar las mezclas de sangre por goteo, se convierten en este momento constitutivo del mestizo en los pilares de la sociedad colonial que sirven para jerarquizar, dividir, separar y dominar al sujeto colonizado a través de distintos sistemas de poder que se articulan entre sí.

Ligados a esta definición del mestizaje nos encontramos con varios elementos que considerar. En primer lugar, habría que observar la vinculación entre conquista, racismo y sexualidad.19 Es el acto sexual entre españoles y mujeres indígenas y el hijo mestizo lo que funda el sistema de castas basado en la pureza de sangre y, por ende, el sistema de estratificación social de la colonia. En segundo lugar, es el carácter heterosexual y el consecuente “factor reproductivo” inherente a este acto lo que establece la necesidad de regularlo en un régimen de familia patriarcal y en un sistema de castas y, por lo tanto, lo que fundamenta el carácter patriarcal de la empresa colonial. Y en tercer lugar, es este sistema de castas el que conduce a una condición de ilegitimidad y de bastardía del mestizo durante la colonia, la cual afectó profundamente la construcción de su identidad y de su masculinidad y que perdura en la memoria colectiva de los hombres mestizos hasta hoy. En otras palabras, existe no sólo una clara vinculación entre mestizaje e identidad de género y el imaginario político de los hombres mestizos postcoloniales, sino que el mestizaje viene siendo el locus de poder sobre el cual se erige la matriz de relaciones de poder de los sistemas de estratificación por raza, género, clase y sexualidad desde la era colonial hasta el presente.

Desde esta perspectiva, habría que considerar que la vivencia de raza, género y clase no son experiencias distintas que existen aisladas entre sí. Al contrario, son experiencias que toman su existencia en y a través de sus inter-relaciones; es decir que son categorías articuladas entre sí. Por ello, se hace necesario enfatizar el nexo que existe entre el poder imperial, violencia, género, sexualidad y cómo determina ello el carácter de la constitución de Estados nacionales mestizo-criollos (McClintock, 1995: 3). En este sentido, quizá podríamos decir con Young que nociones tales como el mestizaje son, además, teorías y discursos para encubrir las ansiedades en torno al deseo y al horror que causa la existencia del “otro” —el otro género, la otra raza, la homosexualidad— en la experiencia colonial y postcolonial (Young, 1995: 2).

Se puede llegar a decir que el concepto de mestizaje ha sido construido como una categoría heterosexual, dado a que lleva consigo implícitamente una política que se concentra en el producto híbrido de la relación entre el español y la mujer indígena. En este sentido, las relaciones homosexuales, que también fueron parte de la conquista, son silenciadas y pueden ser incluso consideradas irrelevantes en la noción de mestizaje porque no son “realmente amena-zan-tes” a la pirámide social que se trata de instaurar en la colonia ya que no engendran al mestizo (Young, 1995: 26). Es decir, que las relaciones homosexuales —pese a ser tan ilícitas como las interraciales—, al ser “infructuosas”, no conformarían ni determinarían el sentido del mestizaje, aunque vale decir que, históricamente, su prohibición fue indispensable para establecer la familia patriarcal y monogámica como pilar principal de la sociedad colonial.20 Su importancia pasaría más bien por su abyección o sea por su función definitoria del mestizaje como una relación interracial y heterosexual. Tomando todo esto en cuenta podríamos concluir que la historia del mestizaje es realmente un escenario privilegiado para explorar las intersecciones entre género, raza, clase y sexualidad o, viceversa, que el análisis de la interseccionalidad de género, raza, sexualidad y clase es indispensable para entender la historia del mestizaje.21

Dentro de la nueva historiografía hondureña, una de las pocas autoras que coloca en el centro de su análisis los registros de género y sexualidad es Rocío Tábora.22 Esto no debe sorprender tanto porque, como hemos visto, el discurso del mestizaje constituye un orden simbólico masculino-mestizo. Este orden simbólico, representado en la virilidad del cacique Lempira que defiende el territorio hondureño, la masculinidad de los mayas en su capacidad procreativa de poblar todo el territorio y su avanzada civilización y la línea de próceres mestizos que representan la gesta nacional lleva claramente la marca masculina. Los análisis de Tábora del imaginario político masculino, en los cuales ella descubre una “lógica bélica”, nos dan la pauta de lo que queremos decir. Las supuestas cualidades político-masculinas como la valentía, la lealtad, la temeridad y la fuerza, de las cuales la clase política hondureña se aprecia en poseer en su devenir histórico —como nos demuestra Tábora en su lectura deconstructiva de las autobiografías de cuatro ilustres hondureños—, nos revelan no sólo el tipo de masculinidad hegemónica que rige su cultura política sino que evidencia cómo el concepto del mestizaje está codificado dentro de una simbología masculina. Es decir que el discurso del mestizaje resulta siendo a la vez, por definición, un discurso de masculinidad.

Es importante anotar que en la simbología de lo masculino-mestizo, igual que en el orden simbólico masculino occidental, no hay cabida para lo femenino-mestizo. Tampoco lo hay para la mujer indígena, la negra o la mulata, pues las mujeres están suprimidas o a lo sumo representadas como si fueran meros sitios de “reposo del guerrero”, sin ninguna subjetividad histórica o participación significativa en la constitución de la nacionalidad hondureña. Tábora nos revela cómo es que lo femenino está permanentemente ausente en el ima-ginario político de los hombres mestizos al ser las mujeres referidas siempre como madres, hermanas, abuelas o amantes que se solidarizan con sus luchas políticas a nivel emocional; no obstante, jamás como entes activos o partícipes de la vida pública.

Tampoco aparece lo femenino por ningún lado en los contradiscursos de los nuevos movimientos indígenas y negros garífunas que disputan su entrada al escenario político. Tábora de nuevo nos hace ver cómo en el imaginario político popular actual los mitos de la masculinidad mestiza, representados tradicionalmente en las figuras del guerrero, el indígena violento, el hombre fuerte temido y valiente, son reconstituidos en las luchas reivindicativas de indígenas y garífunas, pero también en sus iconografías (Tábora, 1995). En esto, tanto Barahona como Tábora nos llaman la atención sobre la ambigüedad que significa, por ejemplo, la reapropiación del cacique Lempira por parte de las organizaciones indígenas que hoy demandan del Estado el reconocimiento de su patrimonio cultural y de sus derechos sociales y territoriales. Tábora, no obstante, no sólo ve en esta estrategia una contradicción, sino que la entiende más bien como una continuidad con la cultura política masculina mestiza a la que los hombres indígenas se adhieren para ser admitidos en la sociedad política del hombre mestizo hegemónico (Tábora, 1995).

He aquí que vemos que, para los hombres indígenas, las mujeres indígenas no pueden o deben participar a su lado en sus luchas porque deben recluirse en los pueblos mientras menstrúan (Tábora, 1995). El nuevo proyecto político-identitario de estas etnias excluidas del discurso del mestizaje pareciera entonces estar liderado por hombres indígenas que buscan acoplarse a los dictados de la masculinidad hegemónica de la sociedad mestiza a costas de las mujeres de su comunidad. El hecho de que centenares de lencas se autorre-clutan en el ejército hondureño como prueba de su estirpe guerrera y masculina no sólo pone en evidencia el tono masculinista de su “contradiscurso iden-titario”, sino que nos revela cómo los procesos de construcción de imaginarios nacionales, y para el caso étnicos, dependen o están supeditados a una previa definición interna de una diferencia genérica y sexual (Tábora, 1999). Ello puede conducir a que, en última instancia, las luchas reivindicativas étnicas resulten en un pacto homosocial entre hombres que excluye a las mujeres del repartimiento material y simbólico. Quizá no es ninguna casualidad que Lempira como símbolo haya sido escogido como el signo monetario de la nación hondureña. ¡Bien puede ser que la moneda Lempira representa esta relación homosocial que se pacta entre hombres mestizos e indígenas y que su circulación sea un ritual metaforizado de intercambio de mujeres!

Se puede desprender de este análisis que el mestizaje resulta incomprensible si no tomamos en cuenta su basamento en una matriz genérica pero (hetero)sexual. El mestizaje, que puede entenderse a la vez como un fenómeno o sistema ordenador de las relaciones sexuales interraciales, se desenvuelve en un continuo de deseo y aversión. Es decir, por un lado violencia masculina y atracción sexual, que conducen a la mezcla de gentes “distintas” que se fusionan y transforman y, por otro lado, repulsión que lleva a que los distintos elementos permanezcan separados y colocados en oposición entre sí (Young, 1995: 19). La matriz genérica y (hetero)sexual a través de la cual se regulan estas relaciones determina, mediante actos performativos y signos interactivos, la diferencia sexual y racial entre hombres y mujeres y el lugar que le corresponde a cada uno en la sociedad. En otras palabras, en este proceso se constituyen los ideales de la masculinidad y la feminidad, al igual que los de las razas tanto hegemónicas como subalternas y se impone la abyección de las relaciones homosexuales que amenazan la lógica binaria de los sexos / géneros, tanto dentro del mestizaje como fuera de él. De ahí que el tabú de la homosexualidad entre hombres se encuentre no sólo en la base de la sociedad colonial, sino que en la postcolonial también y que la mujer indígena, negra, mulata pero también la mestiza resulten intercambiables en el pacto entre hombres.

Introducir las categorías de género y sexualidad en el análisis del mestizaje no debe implicar un descuido de la dimensión de clase. Como hemos dicho antes, género, raza y sexualidad se articulan simultáneamente a través de un proceso de estructuración social. Por ejemplo, el sistema sexo / género y el sistema de castas de la sociedad colonial correspondía a las necesidades de explotación del trabajo del sujeto colonizado. La posición de clase está hoy igualmente entramada en un sistema de estratificación racial y en una división genérica del trabajo que garantiza la reproducción ampliada del capital en el proceso de globalización. En este sentido, la pirámide social en Honduras, donde indígenas y negros conforman la base y árabes, mestizos y blancos la cúspide, ilustra la estructura de clase que las relaciones sexuales interraciales del mestizaje han ido constituyendo a través del tiempo. No obstante, nuestra comprensión de la estructura de clase y su componente racial resulta parcial sin un análisis de género y sexualidad. Por lo mismo, un análisis del mes-tizaje que sólo contempla las dimensiones de género y sexualidad y deja de lado la cuestión clase oscurece el papel que juega el capitalismo en la estructuración de la sociedad hondureña.

Vale decir que el análisis de la historia del mestizaje no debe limitarse a una mirada hacia atrás, o sea a la época colonial, sino más bien debe encontrar su conexión con la historia del presente, es decir, con el reordenamiento imperial que observamos actualmente en el proceso de globalización de las relaciones sociales. Ésta es, para Honduras, una de las tareas intelectuales pendientes.

Las mujeres mestizas y los hombres mestizos

Otra tarea por realizar es la de des-velar la posición de la mujer en la historia del mestizaje. Hasta ahora, la mujer ha surgido sólo como ente productivo en el acto de violación en el discurso del mestizaje, como lo vemos por ejemplo en el discurso del mestizaje mexicano de Octavio Paz, en su Laberinto de la soledad, (1959) o como letra muda en el mestizaje peruano de Max Hernández, en su Memoria del bien perdido (1993). Una excepción notable de esta tendencia en los análisis del mestizaje la encontramos en las chicanas de los Estados Unidos.23 Ellas nos brindan explícitamente un discurso sobre la mestiza en el cual raza, género y sexualidad aparecen entrelazados y los íconos de la simbología mestiza son figuras femeninas configuradas en sentido positivo como lo es la de la Malinche, madre indígena o la Virgen de Guadalupe.24

Pese a la enorme contribución de las chicanas, sospechamos que el mestizaje chicano al que ellas responden pertenece a otro orden histórico al que es aludido acá, puesto que se refiere a diversas conquistas superimpuestas, es decir, no sólo a la conquista de España sino también a la conquista y anexo de territorios mexicanos por parte de Estados Unidos en 1847. Esta experiencia colonial adicional conlleva a que a menudo se entienda el mestizaje exclusivamente como una experiencia de opresión y no de dominación. Ello pese a que, al considerar género y sexualidad como ellas lo hacen, el hombre mestizo aparece indiscutiblemente como opresor de la mestiza. Pero independientemente de ello, y aunque parezca contradictorio, el hecho de que el mestizaje en Estados Unidos esté subordinado al orden simbólico masculino blanco-occidental hace que el mestizaje chicano no sólo sea un mestizaje doblemente trunco sino que resuene a un discurso netamente del oprimido. Ello, como vemos, no es del todo así en países como Honduras o Perú, donde los hombres mestizos han podido crear para sí un orden simbólico dominante y excluyente. Si bien es cierto este orden sigue las pautas del masculino-occidental e incluso está también subordinado a él, los mestizos latinoamericanos, al haberse desprendido de los lazos coloniales-territoriales de España y al no haber sufrido una recolonización territorial posterior, se les ha permitido imponer su propia versión a la sociedad postcolonial.

Pero también, pese a todo esto, no quiere decir que el mestizo latinoamericano no padezca de una hombría trunca a partir de su propia experiencia colonial. Hemos mencionado antes el trauma de la conquista y la problemática construcción de la masculinidad en condiciones de ilegitimidad y bastardía que le son impresas en la conciencia mestiza. La literatura latinoamericana nos habla del síndrome del padre ausente y el repudio de la madre indígena en el mestizo que crece sin el reconocimiento del padre (Montecino, 1995: 15-32). A través de esta literatura aprendemos sobre la herida narcisista del hijo mestizo que no recibe el poder simbólico del falo del padre al ser excluido de la cultura dominante del español. Vemos al mestizo disputándose a solas su entrada a la cultura patriarcal y adorando deidades femeninas indígenas travestidas en íconos cristianos, tal como la Virgen de Guadalupe en México, para encontrar un lugar de reposo en su ardua lucha por construir una masculinidad que le resulta imposible por su falta de identificación con un padre.

En verdad, si nos detenemos en este hecho, vemos que el poder del mestizo es inestable en todos lados. Su condición colonial y postcolonial no le permite un orden simbólico masculino autónomo del orden simbólico masculino occidental. Esta inestabilidad del orden simbólico masculino-mestizo la vemos retratada en el mestizo hondureño de 1930, cuando al calor del poder del enclave bananero y el poder emergente de los árabes debe reeditar su discurso para conservar su poder y hoy de nuevo con el poderío árabe consolidado que amenaza con desplazarlo definitivamente del poder. Es por eso que podemos decir que los discursos del mestizaje en Honduras, y el oficial en particular, están en crisis, pero que también está en crisis nuestra forma de interpretarlos. No obstante, una nueva historiografía hondureña ha empezado a cuestionar los cimientos de los discursos del mestizaje en Honduras y representa un enorme avance hacia una nueva comprensión teórica del mestizaje. Esta coyuntura puede verse como una oportunidad para construir una plataforma política en donde las distintas razas y etnias, géneros y sujetos sexuales excluidos del mestizaje hegemónico puedan aliarse para generar un proyecto de sociedad más democrático y justo que el que los hombres mestizos nos han legado. Las feministas hondureñas, sin duda, tienen un papel importante que jugar en este proceso.

© Breny Mendoza


Notas

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vuelve 1. Una variación de este artículo se publicó en Mesoamérica. “La desmitologización del mestizaje en Honduras”, Mesoamérica 42 (diciembre de 2001), págs. 256–278.

vuelve 2. Los primeros textos claves de estos escritores sobre el tema son: Marvin Barahona, Evolución histórica de la identidad nacional (Tegucigalpa: Guaymuras, 1991); Darío A. Euraque, Estado, poder, nacionalidad y raza en la historia de Honduras: ensayos (Tegucigalpa: Ediciones Subirana, 1996); y Rocío Tábora, “Masculinidad en un frasco: cultura y violencia en el discurso de la clase política hondureña (1883–1949)”, en Entre silencios y voces, Eugenia Rodríguez Sáenz, compiladora (San José: Costa Rica, 1997), págs. 131–151. Este ensayo, a la vez, se extrae de la más amplia obra de Rocío Tábora, Masculinidad y violencia en la cultura política hondureña (Tegucigalpa: CEDOH, 1995). El texto de Barahona es sumamente importante porque fue el primer estudio histórico que ofreció una visión cronológica del mestizaje en Honduras. Véase Evolución histórica, págs. 166–193. También consúltese la entrevista con Barahona en “Marvin Barahona y su búsqueda de la identidad nacional”, en La Tribuna, Tegucigalpa (24 de julio de 1993).

vuelve 3. Tábora sí aborda el tema, tal como se registra en su “Género y percepciones en el imaginario de la clase política ‘mestiza’ y del Movimiento Indígena-Negro en Honduras”, en Cultura desnuda: apuntes sobre género, subjetividad y política, Rocío Tábora, editora (Tegucigalpa: CEDOH, 1999), págs. 51–64. Tampoco es el tema de género abordado por otros autores. El vacío analítico se siente en Marvin Barahona y Ramón Rivas, editores, Rompiendo el espejo: visiones sobre los pueblos indígenas y negros en Honduras (Tegucigalpa: Guaymuras, 1998).

vuelve 4. Una visión global sobre el tema es Ramón D. Rivas, Pueblos indígenas y garífunas de Honduras (Tegucigalpa: Guaymuras, 1994).

vuelve 5. Otros escritores hondureños, desde comienzos de la década de 1990, también aportan críticas sobre visiones superficiales de la historia de la mezcla racial en Honduras, pero no abordan el tema desde una crítica del mestizaje en sí, especialmente como discurso oficial. Véase Olga Joya, “Identidad cultural y nacionalidad en Honduras”, en Honduras ante el V Centenario del Descubrimiento de América (Tegucigalpa: CEDOH, 1991), págs. 20–26; Manuel Chávez Borjas, “La cuestión étnica en Honduras”, en Honduras: panorama y perspectivas, Leticia Salomón, compiladora (Tegucigalpa: CEDOH, 1991), págs. 201–242; y Segisfredo Infante, “Cultura y mestizaje en Choluteca”, en Presencia universitaria 146 (septiembre de 1994), págs. 8–9.

vuelve 6. Trabajos inéditos pero próximamente a publicarse de Euraque y Barahona merecen esta caracterización. Euraque, “Negritud garífuna y coyunturas políticas en la Costa Norte hondureña, 1940s–1970s”; y Barahona, “Del mestizaje a la diversidad étnica y cultural: la contribución del Movimiento Indígena y Negro de Honduras”, en Memorias del mestizaje: política y cultura en Centroamérica, 1920–1990s, Charles Hale, Jeffrey Gould y Darío A. Euraque, editores (Guatemala: CIRMA, en prensa).

vuelve 7. Robert J. C. Young afirma que el término “hibridaje” nace en el siglo XIX, ignorando con ello el uso previo en las ex colonias españolas de la palabra mestizo. Véase Colonial Desire: Hybridity in Theory, Culture, and Race (London: Routledge, 1995), págs. 6 y 7. Importantes reseñas historiográficas sobre raza y mestizaje en Latinoamérica son las de Mónica Quijado, “En torno al pensamiento racial en Hispanoamérica: una reflexión bibliografía”, en Estudios interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, Universidad de Tel Aviv 3: 1 (1992), págs. 109–129; y la de Alejandro Martines-Echazabal, “Mestizaje and the Discourse of National/Cultural Identity in Latin America, 1845–1959”, en Latin American Perspectives 25: 3 (mayo de 1998), págs. 21–42.

vuelve 8. Nestor García Canclini, Hybrid Cultures (Minneapolis: University of Minnesota, 1995). En el entorno peruano, “cholo” tiene otra trayectoria diferente al mestizo hondureño. Sobre cholos desde el punto de vista popular, véase Milagros Zapata Swerdlow y David Swerdlow, “Framing the Peruvian Cholo: Popular Art by Unpopular People”, en Imagination Beyond the Nation: Latin American Popular Culture, Eva P. Bueno y Terry Caesar, editoras (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1998), págs. 109–128.

vuelve 9. Shane Phelan discute los problemas de la apropiación de concepto de mestizaje por parte de lesbianas blancas en Estados Unidos. Véase “Lesbians and Mestizas: Appropriation and Equivalence”, en Playing Fire, Shane Phelan, editora (New York: Routledge, 1997), págs. 75–95.

vuelve 10. Desde 1996, las instancias del Estado hondureño mismo promovieron reflexiones sobre el tema. Véase Significado de los movimientos populares en la gestación del Estado y la identidad nacional en Honduras, Memoria del Seminario de Historia, Estudios Antropológicos e Históricos 12 (Tegucigalpa: Instituto Hondureño de Antropología e Historia, 2000). Más recientemente, el Comisionado de los Derechos Humanos de Honduras patrocinó una semana de presentaciones al respecto a cargo de Euraque. Véase publicidad del Comisionado de los Derechos Humanos de Honduras, “Ciclo de conferencias sobre raza, etnicidad, cultura y poder en la historia de Honduras”, Universidad Nacional Autónoma de Honduras (23 al 27 de abril, 2001).

vuelve 11. Enfatiza el tema ya la obra clásica de Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origins and Spread of Nationalism (London: Verso, 1983).

vuelve 12. Una perspectiva hondureña sobre la negritud colonial que menosprecia su presencia es la de Rodolfo Pastor Fasquelle, “De moros en la costa a negros de Castilla: representación y realidad en las crónicas del S. XVII Centroamericano”, en Historia mexicana 44: 2 (1994), pág. 227.

vuelve 13. Sobre los letrados, véase a Román de la Campa, “The Lettered City: Power and Writing in Latin America from Latin Americanism”, en Foucault and Latin America, Benigno Trigo, editor (New York: Routledge, en prensa), págs. 17–43.

vuelve 14. Darío A. Euraque, “Evangelización, civilización y civismo como discursos modernizantes en un pueblo mulato de Honduras”, ponencia ante el Seminario Internacional, “Colectividades frente a los proyectos modernizadores latinoamericanos, siglos XIX–XX”, Colegio de San Luis-CIESAS-AHILA, México, 14 al 16 de marzo del 2001. De hecho, en Honduras los esclavos y las esclavas parecen haber sido más mulatos y mulatas que negros y negras en su sentido fenotípico colonial. Véase Mario Felipe Martínez Castillo, “El paternalismo en la esclavitud negra en Honduras”, ponencia presentada en el V Congreso Centroamericano de Historia, El Salvador, 18 al 21 de julio del 2000.

vuelve 15. Euraque, “Evangelización, civilización y civismo”. Sobre la negritud garífuna y discursos de autorrepresentacion negra, véase Mark Anderson, “Garífuna Kids: Blackness, Tradition, and Modernity in Honduras” (Tesis de doctorado, University of Texas-Austin, 2000), capítulo 5. Véase también el artículo de Mark Anderson en este número de Mesoamérica.

vuelve 16. Véase el artículo de Lena Mortensen en este número de Mesoamérica.

vuelve 17. Según Euraque, en 1935, Adolfo Miralda, un importante intelectual y comerciante residente en La Ceiba, publicó las siguientes palabras que apoyan esta hipótesis: “los señores árabes no son como se cree, razas inferiores, sino por el contrario, razas superiores... los señores sirios, libaneses y palestinos, que son los que radican en Honduras, son de raza blanca, formando en consecuencia un tipo genuino en la escala de la raza humana”. Véase Adolfo Miralda, “La verdad sobre los sirios, libaneses y palestinos”, en El Espectador, La Ceiba (1935); y Darío A. Euraque, “La cuestión árabe, judía y blanca en Honduras”, conferencia ante el “Ciclo de conferencias sobra raza, etnicidad, cultura y poder en la historia de Honduras”, Universidad Nacional Autónoma de Honduras (27 de abril de 2001).

vuelve 18. La comida, música, sistemas de creencias y demás de los árabes son prácticamente desconocidos para el hondureño común, pues son escasos los restaurantes, conciertos o centros culturales árabes abiertos al público en general. Sobre los árabe-palestinos en Honduras, los más importantes trabajos son Nancie González, Dollar, Dove, and Eagle: One Hundred Years of Palestinian Migration to Honduras (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1992); y Jorge Amaya, Los árabes y palestinos en Honduras (1900–1950) (Tegucigalpa: Guaymuras, 1997). También consúltese Rodolfo Pastor Fasquelle, “Los árabe hondureños en su centenario, el caso Sampedrano”, en Astrolabio 4 (Tegucigalpa, diciembre de 1999), págs. 19–27.

vuelve 19. El tema en Honduras carece de una historiografía seria. Existen solamente apuntes. Al respecto, consúltese Leticia Oyuela, Mujer, familia y sociedad, 2 edición (Tegucigalpa: Guaymuras, [1993] 2001), especialmente págs. 20–22

vuelve 20. Para un estudio de homosexualidad en el contexto de la conquista, véase Richard C. Trexler, Sex and Conquest (Ithaca: Cornell University Press, 1995). La conquista y heterosexualidad la explora Stephanie Wood, “Sexual Violence in the Conquest of the Americas”, en Sex and Sexuality in Early America, Merril D. Smith, editor (New York: New York University Press, 1998), págs. 9–34. También consúltese Sex and Sexuality in Latin America, Daniel Balderston y Donna J. Guy, editores (New York: New York University Press, 1997).

vuelve 21. Al respecto, consúltese Florencia Mallon, “Constructing Mestizaje in Latin America: Authenticity, Marginality, and Gender in the Claiming of Ethnic Identities”, en Journal of Latin American Anthropology 2: 1 (1996), págs. 170–180.

vuelve 22. Euraque, en su reseña del primer libro de Tábora, Masculinidad y violencia en la cultura política hondureña, abordó el problema de la homofobia en la historia de Honduras, tema que Tábora en su innovador trabajo no trató. Consúltese Darío A. Euraque, “Una nueva visión sobre el caudillismo y la violencia política en Honduras: resumen y comentario”, en Revista de Historia, Costa Rica, 33 (enero–junio de 1996), págs. 197–198. Por su parte, Nicaragua goza de un estudio interesante al respecto; véase Roger N. Lancaster, Machismo, Danger, and the Intimacy of Power in Nicaragua (Berkeley: University of California Press, 1992).

vuelve 23. Gloria Anzaldúa se destaca en esta discusión sobre el mestizaje de las chicanas con su célebre obra Borderlands / La Frontera (San Francisco: Aunt Lute, 1987).

vuelve 24. Véase Stafford Poole, Our Lady of Guadalupe: The Origins and Sources of a Mexican National Symbol (Tucson: University of Arizona Press, 1995). En Honduras tenemos a la Virgen de Suyapa, que es análoga a la Virgen de Guadalupe en México o incluso a la Virgen del Cobre en Cuba. Su trayectoria histórica y sus enlaces con la nacionalidad y el mestizaje hondureño merecen un análisis especial desde categorías de género. Al respecto, un punto de partida es Juan B. Valladares, La Virgen de Suyapa: historia documentada (Tegucigalpa: Tipografía Aristón, 1946). Una visión hondureña sobre la Malinche es la de Elvia Castañeda de Machado (Litza Quintana), “La india llamada Malinche”, en 500 años después, Segisfredo Infante, compilador (Tegucigalpa: Editorial Universitaria, 1992), págs. 188–202.


Bibliografía

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