John Beverley

Dos caminos para los estudios culturales centroamericanos (y algunas notas sobre el latinoamericanismo) después de “ 9/11”

University of Pittsburgh

brq+@pitt.edu


Recordemos el famoso párrafo de La filosofía de la historia, donde Hegel anticipa (en 1822) el futuro de los Estados Unidos:

Si los bosques de Alemania hubieran estado todavía en existencia, la Revolución Francesa no hubiera ocurrido. Norte América será comparable con Europa sólo después de que el inmenso espacio que ese país presenta a sus habitantes haya sido ocupado, y los miembros de su sociedad civil estén referidos unos a otros. [...] América es por lo tanto la tierra del futuro, donde, en los tiempos que vienen delante de nosotros, el destino de La Historia Mundial se revelará —quizás en un conflicto entre Norte América y América del Sur. Es la tierra del deseo para todos lo que están cansados con el almacén histórico de la vieja Europa.

¿Deberíamos pensar, mutatis mutandis, que el futuro de América Latina como civilización involucra necesariamente un conflicto con los Estados Unidos "en los tiempos que vienen delante de nosotros"? Creo que la respuesta tiene que ser sí.

Si el 11 de septiembre de 1973 marca el comienzo de un largo periodo de restauración conservadora en las Américas (incluyendo a Estados Unidos), periodo que alcanza plenamente a Centroamérica en los ochenta, uno tiene la impresión de que América Latina, por lo menos, entra en un nuevo periodo con el 11 de septiembre de 2001. Señales de este cambio son el triunfo electoral de Lula y el PT en Brasil, la sobrevivencia, contra viento y marea, del gobierno de Chávez en Venezuela, el resurgimiento como frente electoral de la izquierda salvadoreña, la reciente insurgencia en Bolivia que derrocó un régimen fuertemente identificado con Bush, la persistencia del zapatismo, y el casi unánime rechazo de la invasión de Irak por parte del público y la mayoría de los gobiernos latinoamericanos. Si la tónica del periodo anterior era la integración de América Latina con los Estados Unidos bajo el signo neoliberal, la tónica del nuevo periodo se va a definir, o puede definirse, por un enfrentamiento creciente de América Latina con la hegemonía norteamericana, en varios niveles: Cultural, económico, e quizás inevitablemente, militar.

Esta perspectiva trae a colación la idea del politólogo norteamericano Samuel Huntington de "la guerra de las civilizaciones". Como se sabe, Huntington sugiere que las nuevas formas de conflicto en el mundo posterior a la Guerra Fría no van a estar estructuradas sobre el modelo bi-polar de comunismo contra capitalismo, pero cristalizarán más bien en "fault lines” (grietas, líneas de quiebre) heterogéneas de diferencias étnicas, culturales, lingüísticas y religiosas: el eje Estados Unidos-Inglaterra-Commonwealth; Europa (pero una Europa dividida entre este y oeste, "nueva" y "vieja"); el este del Asia (confuciano) y el sub-continente de la India ("hindú"); África del sub-Sahara; y, sobre todo, el mundo islámico en toda su extensión y complejidad interna entre Asia y Europa. Lo que esta visión involucra, Huntington prevé, es un nuevo bi-polarismo, al que denomina (usando una frase del Kisshore Mahbubani) “el Oeste contra los Demás” (“the West versus the Rest”). En la taxonomía de Huntington, los países de América Latina y del Caribe son "países rasgados" ("torn countries"), divididos entre el Oeste y los Demás. ¿Van, estos países, a definir su futuro en una relación simbiótica y dependiente con la hegemonía cultural y económica de los Estados Unidos, o pueden desarrollar, individualmente, y como región o "civilización" sus propios proyectos en competencia con esa hegemonía?

Pero, ¿qué sentido tiene hablar de América Latina como civilización, o aun de América latina (que es, como sabemos, un neologismo inventado por la diplomacia francesa en el siglo XIX para desplazar la influencia anglo-sajona)? ¿No se trata más bien de marcar el límite de inteligibilidad de conceptos como "civilización" o nación?

Mi pregunta, sin embargo, es otra: desde precisamente ese límite, donde se pone en cuestión la identidad y la autoridad de los conceptos de nación, identidad, o civilización —quizás de la cultura misma—¿Cuál sería la forma de un nuevo latinoamericanismo, capaz de enfrentar la hegemonía norteamericana y desarrollar las posibilidades latentes de sus pueblos? Para Hegel, lo que postergó la realización de los Estados Unidos como nación era la frontera continental, porque la expansión hacia la frontera no permitía la formación de una sociedad civil coherente entre sus habitantes. Lo que ha postergado, no el enfrentamiento de América Latina y los Estados Unidos, porque eso ya tiene una historia de mas de tres siglos (el "inmenso espacio" continental a que se refiere Hegel fue precisamente una de sus dimensiones), sino la afirmación exitosa de América Latina en ese enfrentamiento, ha sido la prolongación en América Latina de elementos de su pasado colonial, combinados con un modelo postcolonial —el nacionalismo "liberal" de las nuevas repúblicas en el siglo XIX— que marginaba o reprimía amplios sectores de sus pueblos y culturas.

Quiero situar brevemente dentro de esta problemática dos libros que representan modelos alternativos para proyecto de estudios culturales centroamericanos: La articulación de las diferencias o el síndrome de Maximon. Los discursos literarios y políticos del debate interétnico en Guatemala (Guatemala: FLACSO, 1998; 2nda edición, Guatemala: Consucultura, 2001) de Mario Roberto Morales; y Barroco descalzo. Colonialidad, sexualidad, genero y raza en la construcción de la hegemonía cultural en Nicaragua (Managua: Uraccan, 2001), de Erick Blandón. Ambos textos surgen de la participación de sus autores en la experiencia fallida de la lucha revolucionaria en sus respectivos países, y a la vez confrontan las consecuencias de la hegemonía neoliberal y la globalización económica en la región. Ambos apuntan hacia la necesidad de construir lo que se podría llamar un nuevo latinoamericanismo desde las perspectivas abiertas en las últimas décadas por la teoría cultural. (Nota aparte, ambos tienen su origen en tesis doctorales escritas bajo mi dirección en el Department of Hispanic Languages and Litertaures de la Universidad de Pittsburgh.)

Es fuertemente paradójico que una de las manifestaciones de la emergente polarización entre Estados Unidos y América Latina ha sido precisamente el rechazo por algunos sectores de intelectuales latinoamericanos de distintas formas de la nueva teoría cultural como los estudios postcoloniales o subalternos, la problemática del postmodernismo, o el multiculturalismo estilo norteamericano, vistas como una especie de neocolonialismo teórico, o más bien una colonización “por” formas de pensamiento elaboradas desde la academia norteamericana y los “area studies”. Haciendo eco del concepto desarrollado por Edward Said, se les acusa de una especie de orientalismo, en el cual la configuración de América Latina y sus culturas y sociedades se da de manera excéntrica o anómala, parecido a lo que José Joaquín Brunner ha llamado "macondismo".

Esta posición, muy generalizada en los medios intelectuales latinoamericanos en la actualidad, puede ser calificada como neo-arielista, por su resistencia a modelos teóricos identificados con los Estados Unidos y su afirmación de la autoridad de la tradición literaria y cultural latinoamericana y de un "saber local" —el concepto es de Hugo Achugar, uno de los expositores más explícitos de esta posición— representada en y por esa tradición. (La posición "calibanesca" elaborada por Roberto Fernández Retamar en su celebrado y controvertido ensayo, me parece en su anti-norteamericanismo y su énfasis el papel anti-imperialista del escritor y de la literatura latinoamericana una variante de, más que una alternativa a lo que entiendo aquí por neo-arielismo.) En relación de la problemática de una nueva articulación de América Latina como civilización contra la hegemonía norteamericana y en la globalización que acabamos de esbozar, el problema del neo-arielismo no es que sea nacionalista o anti-yanqui, sino que no lo es de una manera eficaz. Afirma el valor de lo "latinoamericano" contra los Estados Unidos, pero su problema está en que no es hoy (y no lo era en la época de Rodó) una respuesta adecuada a esa hegemonía. Eso es así porque tiene una visión demasiado limitada de la naturaleza y las posibilidades humanas de América Latina. Comparte esta limitación con la teoría de la dependencia, para la cual sirve o sirvió, en cierto sentido, como una especie de correlato cultural. No es capaz de articular de una forma hegemónica la nación latinoamericana o de América Latina como región o civilización: es decir, no tiene una manera de representar y agrupar a todos los elementos heterogéneos y multifacéticos que componen la nación o la región. Produce y reproduce una división perpetua entre la cultura de los intelectuales —incluyendo intelectuales supuestamente progresistas o de izquierda— y los sectores populares. Representa más que el desamparo y la resistencia de los sectores populares, la angustia de grupos intelectuales de formación burguesa o pequeño-burguesa, generalmente criollos o ladinos, amenazados de ser desplazados del escenario por la fuerza del neoliberalismo y la globalización cultural, por un lado, o por un sujeto proletario / popular heterogéneo y multiforme en el nombre del cual pretendieron hablar, por otro.

En ese sentido, la posición neo-arielista reproduce la ansiedad constitutiva del arielismo inicial de Rodó y los modernistas, que manifestaban un profundo anti-norteamericanismo junto con un desprecio (o temor) de las "masas" y de la democracia (la cual Rodó califico como zoocracia). Descansa en una sobrestimación, de origen colonial, en el valor del trabajo intelectual, la literatura culta, y el ensayismo cultural. El neo-arielismo celebra la crítica cultural contra la “teoría”. Pero no puede hacer una crítica de sus propias limitaciones. Más bien, tiene que defender, re-territorializar esas limitaciones para presentarse como alternativa a lo que ve como modelos "metropolitanos". En ese sentido, aunque acusa a la “teoría” de orientalizar el sujeto latinoamericano, la posición neo-arielista no puede o no quiere ver adecuadamente la orientalización que ha operado y opera aún en la cultura letrada latinoamericana (la historia de la literatura latinoamericana es, esencialmente, la historia de una orientalización interna de grandes partes de la población del continente).

Aun cuando se abre hacia la perspectiva de los estudios culturales, es esencialmente dentro de la perspectiva neo-arielista que se ubica el libro de Mario Roberto Morales. La articulación de las diferencias surge del llamado “debate interétnico” que acompaña la firma de los acuerdos de paz en Guatemala en 1996 y su posterior puesta en práctica. Lo que preocupa sobre todo a Morales en este debate es el problema de la representación cultural de la población indígena de Guatemala. El discurso de identidad “maya” de un líder indígena como Rigoberta Menchú en su famoso testimonio, o de los nuevos movimientos indígenas en Guatemala tiene, Morales reconoce, su raíz en la incorporación de amplias partes de la población indígena en la lucha armada en los años 70 y 80 y una correspondiente politización y autonomización de su conciencia étnica. Pero Morales piensa que este discurso, especialmente en lo que ve como su “binarismo” o “esencialismo” identitario, también se nutre de o se apoya en elementos de la nueva teoría cultural, especialmente los estudios subalternos y postcoloniales. Y allí esta el problema. Para Morales esas corrientes teóricas responden esencialmente a una problemática metropolitana, norteamericana de “multiculturalismo” o feminismo, y por lo tanto deforman una visión mas realista de las dinámicas culturales de un país como Guatemala. Por lo tanto, según él, ni la teoría poscolonial / subalternista ni el discurso “mayista” representan adecuadamente, en el doble sentido de hablar por y hablar de, al mundo indígena en sus múltiples acomodaciones, hibridizaciones, y negociaciones con el mundo ladino actual y con formas culturales transnacionales que invaden el espacio cultural de Guatemala; tampoco representan adecuadamente lo que podría ser un sentido “nacional-popular” guatemalteco capaz de levantarse contra la doble amenaza de la hegemonía neoliberal y la persistencia de estamentos oligárquicos y militares en el país.

Contra el supuesto “binarismo” del discurso mayista, Morales defiende un proceso de, en su palabra, “mestizaje cultural”. Entiende por mestizaje cultural, mas que la supresión de diferencias étnico-culturales, la ampliación y hibridización de esas diferencias en condiciones de democratización. Su modelo para ese proceso es doble: por un lado, la idea de transculturación literaria modelada, según la famosa tesis de Ángel Rama, por la literatura narrativa moderna de América Latina (tanto Morales como Blandón son novelistas destacados en sus respectivos países); por otro, la noción de “culturas híbridas” de Néstor García Canclini. Curiosamente, aunque Morales rechaza en general la moda de la “teoría”, acepta plenamente los aportes de los estudios culturales estilo Canclini, cuyos dispositivos —hibridez, desterritorialización, “tiempos mixtos”, crossovers, etc.— funcionan en su discurso como un paradigma para un nuevo tipo de política cultural contraria a la política de identidad del movimiento indígena y sus supuestos aliados en la academia norteamericana.

Pero cabe preguntar entonces, si tanto la cultura indígena como la cultura ladina en un país como Guatemala participan en un común proceso de mestizaje / transculturación / hibridización, cuya representación adecuada se encuentra en la narrativa de Asturias (o del propio Morales) o en la noción de una cultura híbrida posibilitada por el mercado, ¿en qué consiste entonces su diferencia? Porque hay evidentemente una diferencia cultural que no desaparece aun dentro de procesos de transculturación o hibridización, es parte de esa diferencia de la que se nutren posibilidades de radicalización. Es más, es precisamente la “diferencia” (étnica, de género, de clase, de estamento social) lo que a la vez permite y hace necesario el “diálogo interétnico” que Morales promueve como alternativa al discurso identitario del movimiento maya, porque no hay diálogo entre posiciones de sujeto esencialmente desiguales. Pero Morales se esfuerza en descalificar, desde una posición ladina y letrada, el discurso de la “otra” identidad (campesina, indígena, de mujer, etcétera). “Indios y ladinos, ‘mayas’ y mestizos son abstracciones a las cuales remitimos nuestras identidades híbridas y mestizas,” concluye. Sí, pero no. Por supuesto, toda “identidad” de sujeto es necesariamente híbrida, en el sentido elemental que somos el producto genético de dos personas distintas. Pero nadie diría de la misma manera que capitalistas y obreros son abstracciones (aunque por supuesto lo son) a las cuales remitimos nuestras identidades híbridas o mestizas. Se podría hablar en ese sentido, quizás, de un “esencialismo” ladino, a la vez anti-norteamericano y anti-indígena, como en el caso del arielismo constitutivo, en la posición de Morales,

Por contraste, el Barroco descalzo de Erick Blandón se funda precisamente en una articulación genealógica, comenzando con la cultura colonial en Nicaragua de las diferencias, que revela las limitaciones radicales de una noción transculturadora o de “mestizaje cultural” de la cultura centroamericana. Blandón demuestra que desde el Güegüense colonial hasta las políticas culturales del sandinismo, en las que él participó, pasando por la canonización conservadora de Darío después de su muerte y el pensamiento culturalista de los Vanguardistas, se ha formado una especie de episteme o modelo cultural normativo que sobrevuela diferencias ideológicas o políticas coyunturales. Ese modelo está basado en una doble idealización de algo que se aproxima, precisamente, a lo que Morales entiende por “mestizaje cultural”: 1) del varón mestizo hispanohablante —el Güegüense en su forma primitiva— como paradigma de lo nacional-popular nicaragüense; 2) de la literatura escrita como la forma cultural que puede representar o contener esa condición mestiza y por lo tanto de más autoridad.

Según Blandón, los límites evidentes de este modelo cultural coinciden en cierta medida con los límites de la gesta política sandinista con relación a los campesinos o sectores de ellos, las comunidades indígenas, las mujeres y la población gay. Su argumento sugiere que el debilitamiento de la hegemonía sandinista (y Blandón escribe como protagonista de esa hegemonía) se debió no sólo a los problemas militares y económicos creados por la guerra contra, sino también a fracasos o impases en el campo de las políticas culturales y nacionalistas de la revolución, que no radicalizaron suficientemente este modelo cultural. “Mestizo” (a diferencia de Morales, Blandón hace una distinción importante entre la idea de “mestizaje” propuesta por la “ciudad letrada” ladina como modelo cultural y el “mestizo” y la cultura mestiza real, cotidiana, que evidentemente es otra cosa, porque en términos generales la población mestiza de Centro o Sud América es también una población racialmente e económicamente subalternizada). El trabajo genealógico, desconstructivo de Blandón no tiene como meta una especie de nihilismo cultural, como suele ocurrir en algunas variantes del pensamiento europeo actual. Más bien es una búsqueda para encontrar y abrir el paso hacia una nueva forma de lo nacional. Esta meta implica no sólo un “reconocimiento” de la diferencia multicultural y sexual, porque tal reconocimiento puede ser altamente compatible con la ideología neoliberal. Se trata más bien de interpelar a la nación desde la diferencia sexual, étnica, de clase, de estamento como una nación otra: es decir, de, en cierto sentido, universalizar las diferencias, de definir la nación, y de ahí la “civilización” centro o latinoamericana como multicultural, heterogéneo, igualitario. Esta posición supone que es desde el multiculturalismo, es decir, precisamente el concepto / la realidad cultural que Morales cuestiona como un artículo de interpretación “anglo” en La articulación de las diferencias, que se puede levantar de nuevo el proyecto de la izquierda nacionalista en América Latina.

Más allá de sus diferencias, las propuestas tanto de Morales como de Blandón tienen que ver con la democracia: ¿Qué es lo que entendemos por una sociedad democrática e igualitaria? Los que trabajamos en el campo de teoría cultural desde /sobre América Latina, estamos de una forma u otra concientes de enfrentar una paradoja en lo que hacemos. Más allá de nuestras discrepancias, lo que compartimos es un deseo de democratización y desjerarquización cultural. Este deseo nace de nuestro vínculo con un proyecto de izquierda anterior, que quería instalar políticamente nuevas formas de gobierno popular, anti-imperialistas, más capaces de representar a los pueblos del América Latina. Quizás este vínculo se haya vuelto problemático para algunos. Pero si todavía aceptamos el principio de democratización como meta, (y eso es un punto de coincidencia entre Blandón y Morales), nos encontramos hoy en una situación en la cual lo que hacemos puede ser cómplice precisamente de lo que pretendemos resistir: la fuerza innovadora del mercado y la ideología neoliberal. Es Néstor García Canclini quien ha pensado esta paradoja más lucidamente, sin encontrar, en mi opinión, una salida en su propia articulación estratégica de los estudios culturales más allá de la consigna —válida pero limitada— de que “el consumo sirve para pensar".

Creo que la tarea que nos enfrenta hoy tiene que comenzar con un reconocimiento de que la globalización y la economía política neoliberal han hecho mejor que nosotros un trabajo de desjerarquización cultural. Este hecho explica en parte por qué el neoliberalismo—a pesar de sus orígenes en una violencia contra-revolucionaria inusitada— llegó a ser una ideología en la que sectores de clases o grupos subalternos podían ver también cierta posibilidad para sí mismos. Es decir, para emplear una distinción de Ranajit Guha, es una ideología no sólo dominante sino hegemónica. Pero esa hegemonía comienza a desmoronarse.

Si tengo razón en este pronóstico, la respuesta neo-arieliesta representada por Morales de refugiarse en una re-territorialización neo-borgiana de la figura del intelectual crítico y del canon literario-cultural "nacional" contra la fuerza de la globalización, por un lado, y las políticas de identidad de los movimientos sociales, por otro, se revela como una posición demasiado defensiva. La crisis de la izquierda que coincidió con o condujo a la hegemonía neoliberal no resultó de la escasez de modelos estéticos, historiográficos o pedagógicos brillantes de lo que era o podía ser lo latinoamericano, sino precisamente de lo opuesto: la presencia excesiva de la clase intelectual y del “escritor” en la formulación de modelos de identidad, cultura, gobernabilidad y desarrollo. Lo que la teoría neoliberal celebra es la posibilidad de una heterogeneidad de actores sociales que permitía la sociedad de mercado —un juego de diferencias no sujeto en principio a la dialéctica del amo y el esclavo, porque según el cálculo de rational choice cada uno procura a través del mercado maximizar su ventaja y minimizar su desventaja, sin obligar al otro a que ceda sus intereses, y sin atender necesariamente a la autoridad hermenéutica de intelectuales o estamentos culturales tradicionales o modernos (para el mercado, no importa si uno prefiere Shakespeare o un video clip, rancheras o música dodecafónica).

Por contraste, en algunas de sus variantes más conocidas —pienso, por ejemplo, en el modelo voluntarista del “hombre nuevo” de Che Guevara y la Revolución Cubana, o en el proyecto de poesía de taller de Ernesto Cardenal en la Nicaragua sandinista— la izquierda ha presentado una visión y un patrón normativo de cómo debía ser el sujeto democrático-popular latinoamericano. Si la meta de esa insistencia era producir una modernidad propiamente socialista —una modernidad superior, más lograda que la modernidad burguesa incompleta y deformada en América Latina por las limitaciones de un capitalismo dependiente—, entonces tendríamos que reconocer que el proyecto de la izquierda congeló o sustituyó el socialismo propiamente dicho —es decir, una sociedad dirigida por y para "los de abajo"— por una dinámica desarrollista de modernización nacional hecha en nombre de las clases populares pero impulsada desde la tecnocracia y el estamento letrado (debo esta idea a Haroldo Dilla).

Pero si la lucha entre el capitalismo y el socialismo fue esencialmente una lucha para ver cuál de los dos sistemas puede producir mejor la modernidad, entonces la historia ha dado su juicio: el capitalismo. Si limitamos la posibilidad del socialismo simplemente a la lucha para conseguir la modernidad plena, estamos condenando de antemano a la izquierda a la derrota. La posibilidad de reformular un nuevo latinoamericanismo, “desde abajo” por decirlo de cierta manera, está ligada a la pregunta de cómo imaginar una nueva versión del proyecto socialista no atada a una teleología de la modernidad. La tarea de una nueva teoría cultural latinoamericana capaz de, a la vez, dinamizar y nutrirse de nuevas formas de práctica política, sería la de reconquistar el espacio de desjerarquización cedido al mercado y al neoliberalismo. El desafío de articulación ideológica que esta meta presupone es fundir la desjerarquización, la apertura hacia la diferencia y hacia nuevas formas de libertad e identidad, y la afirmación de lo latinoamericano contra la dominación norteamericana y el lado destructivo de la globalización, por un lado, con la necesidad de desplazar al capitalismo y su institucionalidad tanto burocrática como cultural, por otro.

Para ese propósito me parece más útil la genealogía de la ciudad letrada nicaragüense que ofrece El barroco descalzo desde los aportes de los estudios postcoloniales y subalternos que la posición en apariencia más "criolla" o nacionalista representada por Morales. Esto es porque creo que el enfrentamiento posible (¿inevitable?) con los Estados Unidos y la globalización requiere una redefinición de América Latina: no sólo de lo que ha sido, sino también de lo que puede y debe ser. Esta redefinición no puede venir principalmente de la burguesía o pequeña burguesía, ni de la tradición de la cultura letrada (aunque hay mucho para rescatar en esa tradición), ni de un "mestizaje cultural" más amplio, ni de la izquierda tradicional, porque en esencia todos estos sectores permanecen anclados al proyecto de la modernidad. Requiere una intencionalidad política y cultural que nace propiamente de los "otros". Es esa necesidad lo que marca la idea —quizás ya demasiado divulgada y por lo tanto trivializada— de lo subalterno.

¿Qué habría que defender en la idea de una civilización latinoamericana articulada desde lo subalterno? No soy ni político ni politólogo, pero podría sugerir algunos elementos. Para comenzar, la originalidad teórica de lo producido desde los movimientos sociales latinoamericanos, una originalidad que apunta así una definición de las sociedades latinoamericanas como radicalmente heterogéneas. La afirmación, "bolivariana" si se quiere, de formas de territorialidad que van más allá de la nación oficial (la nación oficial es como un hogar querido y odiado, a la vez, al cual sentimos la necesidad de defender, pero es un hogar demasiado estrecho también). La redefinición de la nación latinoamericana como, para usar el concepto del austro-marxista Otto Bauer, un “estado multinacional”. Más allá de la territorialidad de la nación histórica, territorialidades supra- o sub-nacionales. El hecho de que económicamente y culturalmente la base esencial de América Latina como civilización es el agro y el campesinado y la fuerza de trabajo rural (sin romantizar lo rural, porque América Latina tuvo desde los tiempos pre-coloniales también una cultura urbana altamente elaborada). La sobrevivencia y resurgimiento de los pueblos indígenas con sus propias formas lingüísticas, culturales y económicas, no sólo como "autonomías" dentro de las naciones-Estados, sino como un elemento constitutivo de la identidad de esas naciones. La lucha permanente contra el racismo en todas sus formas, y para la plena incorporación de la población afro-latina, mulata, y mestiza (el discurso arielista de “mestizaje cultural” que moviliza Morales no es un discurso propriamente mestizo: más bien, representa un ocultamiento de la situación subalterna de la gran mayoría de la población mestiza concreta). Las reivindicaciones de las mujeres y de los homosexuales contra la misoginia y el machismo y en favor de una igualdad y tolerancia de la diversidad sexual en todos los campos. Las luchas obreras tanto en el campo como en las ciudades para enfrentar regímenes más y más duros de capitalismo salvaje y para conquistar el dominio sobre las fuerzas de producción no sólo en su nombre, sino en nombre de una sociedad justa e igualitaria para todos. La incorporación de esa inmensa parte de la población latinoamericana que vive en barrios, favelas, comunas, ranchos, callampas, esperando, generación tras generación, una modernidad económica que, como el Godot de Samuel Beckett, nunca llega.

¿Existe un posible punto de reconciliación entre la perspectiva neo-arielista representada por Morales y la perspectiva de genealogía cultural desde el subalternismo representada por Blandón? Como he procurado señalar aquí, me parece que en su insistencia en la "hibridez" o "mestizaje cultural" y en su defensa de un canon cultural supuestamente nacional, la posición neo-arielista no tiene suficiente fuerza de resistencia contra la globalización y la hegemonía norteamericana. Pero es también una posición nacionalista, deseosa de fomentar un futuro más democrático y libre —es decir, un futuro otro— para los países de América Latina, y para la región (porque es importante también poder hablar de lo latinoamericano como transnacional). Por otro lado, la posición genealógica, de "hermenéutica negativa", para usar una idea de Fredric Jameson, debido a que no puede apelar a una narrativa hegemónica nacional-popular compartida por muchos sectores, corre el peligro que ve Morales de quedar atrapada en los particularismos de las políticas de identidad de los movimientos sociales. ¿Cómo, entonces, construir una posición nacional-popular desde la diversidad subalterna? Si ésta es la pregunta clave, la posibilidad un nuevo latinoamericanismo debe involucrar necesariamente un diálogo entre las posiciones aparentemente antagónicas representadas aquí por las propuestas de Morales y Blandón. Por lo menos, me parece importante hacer la invitación a ese diálogo.

©John Beverly

 


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