Al abocarnos a la novela en tanto género literario, pensamos las palabras porque las representamos una y otra vez con cada lectura, acto que es garantía de nuestro profundizar en la experiencia que nos es ofrecida como texto. Insisto: la buena novela no se reduce a eco de cosas que ocurrieron en el pasado o que podrían darse en el futuro, sino que se propone ella misma como experiencia, empresa que nada más le brinda una opción: la de su éxito. ¿Pero nos las vemos solamente con palabras? Sí, desde el momento que las mismas condensan los complicados vericuetos del ser, que sólo es tal en lo humano. A través de las palabras lo humano busca lo humano, como dijera alguna vez Gombrowicz, expresándolo. Y tal es la literatura, de la que una de sus vertientes productoras de formas se llama novela.
Si aquello que leemos es novela, entonces es necesariamente ficción, sin que esta condición sea alterada en lo más mínimo por la clase de seres que pueblen los territorios narrativos. Y si la ficción es de calidad, sabrá ofrecer tanto como la vida. Me corrijo: sabrá poner lo que falta en la vida, que es mucho. Si es novela, también desconocerá esas barreras que señalan por donde se ha de ir y, más bien, se deleitará entrometiéndose en los asuntos de medio mundo y procurándole líos a todos.
¿Para qué leemos una novela? ¿Porque en ella "el autor condensa en un episodio concreto sus obsesiones anteriores, dando un paso definitivo en su exploración y recuperando a un tiempo fórmulas expresivas más tradicionales"? ¿O es porque nos vamos a encontrar "Un mundo en el que todo cabe, lo impensable y lo que trae el destino, la inverosimilitud y la gracia, la aventura y el infortunio"? ¿O porque "Desnuda las trampas de una sociedad cultural encerrada en un angustioso proceso de polémicas bizantinas y al mismo tiempo la realidad de los Años Sesenta, todo a través de un desfile arrollador de personajes"? Son tres citas que recogí al azar de las contratapas de libros famosos. Seguramente que los lectores no encontraron en las páginas nada de lo que se anuncia en estas curiosas fórmulas.
¿Qué es lo que se pretende al escribir una novela? ¿Qué al leerla? ¿Buscamos diversión, entendida ésta como aquel conocimiento que no exige ningún esfuerzo o bien entretenimiento reñido con él? Contesto las preguntas desde una realidad consolidada: la cultura de la novela, cuyo proceso de maduración ha concluido hace mucho y nos brinda una variedad inagotable de formas gracias a las cuales nos movemos más libremente en nuestro verdadero hábitat.
Me tomo la libertad de preguntarme, a tono con el momento actual y lanzando la mirada sobre la curva que dibuja la evolución de un orbe cultural signado por la novela desde los días de Don Quijote: ¿vale ella como forma de conocimiento? Más aún, y llevando las cosas hasta el límite: ¿es la novela el conocimiento humano de nuestro tiempo? No lo creo, pero es la forma que mejor lo simula y esta simulación es arte. Y una de las mejores pruebas de que estamos vivos es que el arte nos sigue produciendo un gozo superior. Y así es como aún tiene sentido recorrer la ruta de don Quijote, que es una de las mejores legados de la modernidad y consiste en el don de leer novelas y emprender las más extraordinarias aventuras por unos caminos que tanto exploran mundos como los fundan. El lomo de los libros es nuestro Rocinante, el volteo de sus páginas el trote.
A-B-Sudario,1 la más reciente obra de la escritora salvadoreña Jacinta Escudos, ganadora del Premio Centroamericano de Novela "Mario Monteforte Toledo", en Guatemala, es un libro para lectores con disposición de gozar de una prosa que se complace en exhibir tanto la dureza como la sensualidad que brota de un mundo nuevo pero desolado. "Un bravo nuevo mundo", para decirlo de una manera que parafrasea con cierta arbitrariedad el título original en inglés de aquella célebre antiutopía de 1932 que legara a la literatura universal la pesadilla de la organización total. Hablo de lectores que estiman tanto su gozo que por lo mismo no permiten que la intensidad se malogre.
Imposible articular discurso que recaiga y luego repose indefinidamente sobre esta novela porque ella no permite que se la lea como si se dejara vivir, sino que hace una experiencia nueva y sorprendente: dispara su fuerza hacia esos puntos ciegos donde no pasaba nada para la generalidad, los mismos donde ahora podría brotar un mundo que jamás de los jamases -lo declaro como certeza- se daría por satisfecho consigo mismo. Tampoco me atrevo a contar nada de lo que transcurre en las 269 páginas. Esto sólo se puede hacer con las mismísimas palabras de la Cayetana, narradora-protagonista, que son insustituibles en el más fuerte y exacto de los sentidos. Tampoco haré comparaciones con otras novelas, porque esta de la que me ocupo ahora sólo puede ser vista por y desde sí misma. Quien no la lea así, inevitablemente se perderá. Es una escritura personal que no admite más referencia que la de su propia andadura, sobre la que diestramente y con arañazos de los mejores sabe volver una y otra vez. Hacía mucho que no me topaba con una obra de este talante en el que una voz nos dice siempre, y con variados tonos, que lo que aquí le va es la vida misma.
¿Qué es lo que piensa, alegoriza, representa o sugiere Jacinta Escudos con esta memoria delirante que es el relato que hace de sí su personaje la Cayetana, valiéndose para ello de recursos y apoyos tan sorprendentes como desconcertantes? Cabe recordar que el título original era Memoria del año de la Cayetana. ¿Será todo un curioso juego que busca componer una visión literaria y por lo mismo libre de su propio país? ¿O será éste un buen pretexto para que se dispare y potencie la escritura? Quizá ésta sea la repuesta, porque la novela ya no construye identidades en naciones que se desangraron, ni la ficción literaria es la respuesta estilizada a los problemas que en esta orilla tiene el Estado con tantas instituciones que se banalizan y disuelven en el aire. Esos son problemas del Estado, no de la novela.
A-B Sudario es un libro tallado o quizá esculpido en una sensibilidad que no sólo le toma el pulso a la deshumanizada ciudad de hoy, esa que -para decirlo con parecidas palabras a las del ensayista colombiano William Ospina- vive complacida por haber expulsado a todos los dioses. (En la era de la globalización, internet y otros artilugios mediante, todo se empareja: por primera vez la humanidad se vive como simultaneidad y la ciudad, justo en el acto de rebasar los límites de sí misma, empieza a vaciarse de su propio contenido con celeridad de pasmo. A los villorrios no les cuesta nada pretenderse urbes y para demostrarse que lo son se hacen crueldad a secas: filo que corta sin piedad lo poco que permanecía sin desguasar de lo humano. Es el frío universo de la ciudad de los dioses asesinados; en ella, los antiguos cantos ha sido sustituidos por las risas y las chanzas de los exterminadores.
Consciente hasta la saciedad de que el "lugar al que quiere regresar ya no existe", la Cayetana se cura en salud distribuyendo su tensión entre dos ciudades tan imaginarias como evocadoras. Una es Sanzívar, a la que concibe siempre llenándose de gente, pero también como brutal; foco del miedo y la asfixia, conservados terrores de la niñez. "No conozco más amor que el odio que surge de todos sus habitantes", confiesa. La otra es Karma-Town, la que se ahoga a sí misma, simulacro de ciudad que es más bien el desierto despoblándose y todas las veces se la sugiere en relación con la luz. La comunicación entre estos dos polos dilata unas veces y apacigua otras el mercurio de la Cayetana.
"No se puede vivir sin amar". Tal es la sentencia que en la célebre novela de Malcolm Lowry lee sobre un muro de Cuernavaca Geoffey Firmin, el Cónsul, mientras pasea por las calles su santidad alcohólica -la aureola muy inflamada ya, por la emanación de todo lo que se ha bebido- y el lector avezado siente la frase como si hubiera sido escrita con la punta quemante del mismísimo dedo de fray Luis de León. "(se puede vivir sin amor, pero sin dinero imposible)". Así rezan estas palabras dichas sotto voce en la desangelada Sanzívar de la narradora, de la Cayetana.
Imposible renunciar a la tentación de hacer un recuento, así sea atropellado, de la procesión de fulgurantes y enloquecidas imágenes que van con esta Cayetana que sufre sus libros, que vive intentando escribir uno, que define su acto de existir como prueba de que es susceptible del morbo ajeno y practica una filosofía de la calle de curiosa coherencia. Ve en el mar la vieja prostituta, también "el gran monstruo invisible". Es aliada de los espejos. Onírica en muchas de sus apariciones, hace sentir que en ella prevalece el gusto por lo nocturno. Juega con las dos orillas, la de la vigilia y la otra, y este comercio hace que todo se le transparente. Más que mundo nuevo, el sueño es como una frontera entre dos universos. Quizá por eso en algún momento dice: "Emprende hoy tu sueño" (p.113); y es que del lado de acá sólo ha quedado lo intolerable.
La del cuerpo es la más completa, dura, difícil y fascinante de todas las imágenes: horadado y lleno de cavernas. Dada a eliminar fronteras, la Cayetana se sabe cuerpo, y por lo mismo siente una perfección inigualable o se vive traspasada por una lanza. El cuerpo es visto siempre a través de una poderosa mitología personal en irresistible ascenso: será "morada de una bestia que tiene una rabia más vieja que el tiempo", "cruento campo de batalla", lugar de la desgarradura. Lugar también del más grande espanto: la mano da con lo que buscaba, "la caspa del Diablo", "NAPALM que destruye los bosques de las fosas nasales" (al fin y al cabo la virginidad se pierde por la nariz, como reza el subtítulo del capítulo V). El cuerpo, expedita vía de descenso a los infiernos:
"en la tierra me señalan con el dedo.
'monstruo', me dicen.
en los infiernos
soy sirena
y me aman"
Novela de ritmo veloz y voraz donde la narración gana, uno tras otro sus territorios. A la hora de hablar sobre ella es imposible proceder de otro modo que no sea con vibrantes metáforas, esas que -literalmente- se lo llevan todo a otra parte, lo traen... Yo sólo he podido con esta obra inquietante y perturbadora desde un único punto de vista: el de la pasión lectora, que me permite ser sujeto sumergiéndose en la lava del objeto leído, oír explotar los borbotones en su interior como si fueran parte de uno mismo. Es una dicha no ser profesor ni crítico literario: así no podré victimizar a nadie con la intensidad y la conflagración que asimilo de una escritura, así no desfiguraré la vivencia a secas: o sea el más quemante licor que puede sorber el que es imantado por una obra de la literatura. Y es que la pasión lectora de novelas, tan vieja como nueva, está siempre completándose. Resulta tan viva hoy como en los días de Cervantes, tan creadoramente conflictiva en la experiencia literaria del hombre o de la mujer de nuestro tiempo como pudo serlo en la de Gogol o en la de Dostoievski; es tan reveladora como opacante o encubridora; tan irresponsablemente aventurera como acertada en dar con aquello que estaba frente a nosotros y no éramos capaces de pescarlo porque no nos atrevíamos a literaturizar...
Ya estaba yo muy adentrado en las páginas de A-B Sudario y me desangraba. Iluso, creí poder controlar la hemorragia agarrándome de unos cuantos esquemas y categorías de varias partes que serían como un saco en el que podía encerrar esa obra de la que sí estaba seguro que nunca dejaría de agitarse ni por un momento. Un oportuno chispazo me dio la clave: todo lo que yo necesitaba residía en el libro mismo y sólo en él, porque no se puede ir a buscar a otra parte lo que permitirá entender aquello que es provocador y desconcertante.
Y la revelación me allanó el camino. Qué importa la historia referida o las secuencias de la misma, por más cautivadoras que puedan ser. Lo que cuenta es el viaje como construcción hacedora y dadora en la que cada momento, cada etapa, se afirma sobre el vacío. Más exactamente: contra él. Cuenta un escritor norteamericano que, de niño, escuchó a su padre citar ante Thomas Mann, su invitado, unas palabras de Nietzsche: "no debemos mirar con excesiva profundidad el abismo, no sea que el abismo nos devuelva la mirada". Una vez que nos vemos sumergidos en él, experimentamos su vértigo como el sabor de una cosa milenaria, naufragamos en este gran río que no sólo circunda la tierra sino que lo rodea todo, según la teogonía de hoy a la que no le ha nacido ningún Hesíodo y probablemente no le nacerá nunca. Importa el descubrir, que tanto puede ser descubrirse como dejar de ver hacia.
El lector se las verá con una novela de la imaginación creadora que se solaza como nadie en su propio y autopropuesto conflicto. Ni por un segundo la narración cesa de perturbar a quien se resuelve a entrar en ella, proceso en el que no habrá marcha atrás. El que quiera sugestivas y fértiles formas de conflicto, que no busque en otra parte: aquí las hallará.
Y, sin embargo, la Cayetana, o sea la narradora, es eternamente niña. Así lo dice en su Diario, indispensable documento de apoyo para cada lector irremisiblemente condenado a hacer su recorrido sin la asistencia de ningún Virgilio:
"No sé si dejé de ser niña alguna vez. no sé en qué radica exactamente la diferencia entre la niñez y la edad adulta. soy la misma, soy la misma chiquilla de antes, de siempre, con la única diferencia que el tiempo me ha permitido aprender más cosas y que la edad me permite el espacio de tomar mis propias decisiones y hacer lo que quiero. así de simple. pero soy la misma. es la misma voz que me habita, que me habla, de cuando era niña a lo que soy hoy. sólo que ahora habla más porque tiene más cosas que decirme.
niñísima. créanme."
El Diario de la Cayetana me cautiva también por la estética del sueño implicada en él:
"dormir. naufragar en la oscuridad. en el silencio. en la no existencia. en el mar donde la voz diurna se apaga, pierde el control de las imágenes, de la lógica. el silencio del cual no me gusta regresar. mañana, al despertar, imposible escape del "ritual". la rutina, el tedio. hacer lo mismo en el día. en la luz. continuar la cadena invisible de pasos, de fragmentos, de tiempo que te acerca a un final.el tiempo lleno de esperas y finales. la espera inmediata del día a la noche, y de la noche a la mañana. vigilia y sueño, luz y oscuridad en matrimonio perpetuo, esclavitud, alianza, conspiración matadora."
O como cuando quiere morir de vivir porque
"la vida es una enfermedad sin cura.
y todos morimos de ella."
O porque el descenso a los infiernos es el gran descubrimiento, la cruda revelación del caos, que por su misma naturaleza no puede implicar reencuentro alguno ni nada asociable con esta imagen:
"será tanto el caos que un día, CRÉEME, te hará falta".
Como pocos escritores pueden hacerlo, Jacinta Escudos toma el pulso a su tiempo, y el resultado de tal acto es esta novela dura y difícil -no de difícil lectura- en la que resalta, como ocurre con las cosas bien hechas, el empeño de tocar el fondo, de llegar hasta las últimas consecuencias del movimiento narrativo desatado.
"No existe un solo ser humano sin máscara". Esta frase de otra procedencia bien pudo haber sido uno de los dardos lanzados por la Cayetana. Y no sólo por el tributo a pagar por vivir como especie en el estado de cultura desde que ocurrió nuestra expulsión del Paraíso, sino por el juego que la narración propone y que consiste en un desvelamiento, en asistir al continuo cambio de máscaras. "Cambiar de pronto la manera de ver las cosas le cambia a uno todas las máscaras". La puntuación de que se vale, transgresora siempre, no sólo permite saltar las divisiones internas, "normales", de la escritura sino que también facilita el trato con la inagotable variedad que cubre los rostros.
Armar una visión sobre esta novela es una aventura. Y como en toda aventura, el peso de lo inesperado se impone. ¡Pobre de aquel que intente sistematizar a la Cayetana, cuyos siete costado son siete llamas en las que todo se consume y de las cuales sólo tres se pueden decir sin que los demonios que se queman en las restantes se alboroten y empiecen a chillar, agresivos: leer, escribir y pensar. ¡O sea lo que es ejercido por el ojo, la mano y la mente! La figura del diario, ya aludida y que es propuesta a título de "documento de apoyo", permite una articulación un tanto ilusoria de lo disperso pero vivo. Hay que decirlo: aquí la vida está en lo disperso.
No son las puertas de la percepción las que abre esta novela. Va mucho más allá: toca los límites de la experiencia una vez que aquéllas han sido franqueadas por obra de un discurso indócil que no cesa de sugerirse y de romperse. Ciertamente, ésta no es cualquier escritura. Es una escritura escindida cuya consciente división es desafío y búsqueda desesperada. Sumergido en ella, no he podido menos que reflexionar sobre lo poco que nos volcamos hoy día sobre el significado de la experiencia. Como nos pretendemos civilizados hasta la saciedad, nos apegamos a verla y aun entenderla bajo una figura exclusiva de los sentidos. Y con qué facilidad hemos olvidado que es la conciencia la que crece cuando se intensifica la experiencia y se la sabe recoger. Tenía que venir una novela para recordárnoslo, para señalar ese límite donde tanto ensanchamiento termina. La experiencia topa cuando la Muerte se va, quizá la pobre, como siempre, asustada de su propio poder, para decirlo con palabras de Martínez Rivas, único poeta, junto con Roque Dalton, mencionado en el texto.
¿Desde dónde habla esta narradora, la Cayetana, que con su voz y su recuerdo, su propio fantasma pero también su desgarradura hace posible una novela y la levanta? No desde la sobriedad, ni desde la calma, ni desde la aceptación de las cosas como supuestamente son. Ni los sentimientos, ni las relaciones humanas ni la trama de la vida le satisfacen según los patrones con que se disponen. Suele conjurarlo todo con la música, violencia desbaratadora de un orden sospechoso.
Toda la novela se sostiene en el diálogo, ya directo, ya indirecto, mantenido la Cayetana con Homero, el Fariseo, Pablo Apóstol y el Trompetista, cuatro puntos a ratos luminosos, a ratos opacos, que existen en función de ella, no al revés. El ser se reparte haciéndose la Cayetana. Sus amores son los atributos; sus obsesiones y manías, los modos. Un ser anárquico y en permanente expulsión de sí mismo, que goza de este acto dotándolo de la única humanidad posible en la circunstancia: esa que sólo conoce una constante, la de señalar con palabras lo fugaz, su ilusoria quietud de vértigo.
Vivimos, por fortuna, una era fuertemente signada por la novela, acaso el género literario más apto para dar cabida a la trama de la civilización actual. Consideramos novelable todo lo que a nuestro juicio merece ser recordado y leemos como si fueran novelas tantas piezas mayores de la cultura: la astucia de Odiseo, esa que le saca de todas las dificultades, resplandece magníficamente para la conciencia de hoy si es narrada; los griegos de Agamenón y Menlao son más diestros matando troyanos por la noche, una vez salidos del vientre del caballo de madera, si se presenta sus carreras y sus estocadas con la fuerza de un thriller, término que el arte de novelar le ha quitado a la cinematografía; don Juan conquista mejor en prosa que en verso.
A-B Sudario es una novela de la voz, de una voz profunda y desafiante, desgarrada y desgarradora, conflictiva y creadora a través de su propio conflicto, autopropuesta en medio de la desolación que convoca la ciudad degradada que ve perderse una tras otra sus marcas identificadoras, sin que ninguna nostalgia la atormente; esa misma megalópolis que una vez que rebasó sus límites de todo tipo cree idiotamente que el Apocalipsis en el que ya vive es un juego virtual. Para decirlo con restos de antiquísimas mitologías, esta novela se me ha hecho como una diosa tutelar de sí misma -tan grande es su fuerza-, divinidad que, horrorizada más que maravillada con su fundación, se coloca una y otra vez en aquel punto privilegiado, en aquel filo (¿acaso no es la del cuchillo una de las obsesiones que mejor cultiva: desde los recuerdos de infancia, el mismo jamás cortaba lo suficiente?) que permite divisar a un lado la vida y al otro la muerte, dos abismos insondables; pero también el amor y el odio, el absoluto y la inquietante y perturbadora belleza de las cosas más simples y cotidianas, siempre en proceso de multiplicación. Urge de lectores resueltos a entrar ya en este flujo que ha de interrumpirse, a veces violentamente, para que no resultemos mareados con la contemplación de su permanencia. Flujo que también destruye su hilo argumental: no lo necesita. O lo quema, como han sido abrasadas las palabras que, exasperadas, buscaban organizarse en novela; como se mete fuego a sí misma -y tan repetidas veces- la Cayetana, incendio purificador que asegura el nacimiento de todo.
Y al final se apuesta por la vida.
Tegucigalpa, 20 de marzo de 2003
vuelve 1. Jacinta Escudos, 2003: A-B-Sudario, Guatemala: Alfaguara, 269 pp.
*Dirección: Associate Professor Mary Addis*
*Realización: Cheryl Johnson*
*Modificado 24/07/03*
*? Istmo, 2001*