Nicasio Urbina

El espacio de una letra: el minimalismo en la obra de Tito Monterroso

Tulane University, Estados Unidos

urbina@tulane.edu

*Bibliografía

En el "Decálogo del escritor" obra del insigne humanista Eduardo Torres, incluido en Lo demás es silencio (1978), podemos leer en el primer inciso de los doce que compone el Decálogo: "Primero: Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre" (1982: 103). Este consejo, como casi todos los textos de Eduardo Torres se regodean entre el absurdo y la ridiculez. Los lectores asiduos de la obra de Augusto Monterroso (1921-2003) saben que casi todos los comentarios que emite Eduardo Torres reflejan posiciones contrarias a las mantenidas y practicadas por Monterroso a lo largo de su carrera. Contrario a lo que afirma este mandamiento, Monterroso casi no escribe, escribe poco y corrige mucho. Como le dijo a Elda Peralta en una entrevista de 1981: "Mi preferencia por la brevedad se debe únicamente a pereza y a la idea de que entre más largo y más abundante escriba los lectores me leerán menos. Yo quisiera escribir mucho todos los días, pero el sentimiento de la inutilidad o de la inferioridad ante lo que debe estar haciendo mi vecino me lo impiden" (1989: 88-89). Monterroso pertenece más bien al grupo de escritores que escriben poco, que se aguantan hasta el último momento cuando quieren decir algo, y que una vez escrito lo guardan por siete años, como aconsejaban los antiguos.

El propósito de este trabajo es empezar a desarrollar una poética a partir de la obra de Augusto Monterroso, es decir, un principio o una serie de principios que parecen regir los criterios artísticos de Monterroso y su práctica literaria. Esta poética se encuentra implícita en sus cuentos y en sus ensayos, y lo que haré es simplemente darle una forma verbal, enunciarla. Hay una serie de problemas en el desarrollo de toda poética, ya que la obra de un escritor, especialmente si se trata de un escritor posmoderno, tiende a ser contradictoria, no responde siempre a un principio regente, sino que se mueve entre varios géneros, entre varios fragmentos, entre varios principios. ¿Qué hacer entonces ante esta problemática? La poética no intenta someter al texto a una serie de valores únicos e inamovibles. Por el contrario, la poética tiene la obligación de contemplar la variabilidad, el movimiento perpetuo, y tratar de formular principios que se adapten a esa volubilidad, a ese movimiento.

Es de sobra conocido que los textos de Monterroso se distinguen por su brevedad. En casi todos los artículos críticos sobre su obra siempre se menciona la brevedad como una de las características más importantes. El mismo autor, a lo largo de su vida, ha comentado varias veces esta característica de sus textos y de su quehacer literario. Pero la brevedad de la obra de Monterroso no es tan evidente. Después de todo, Monterroso nos deja al partir al menos siete libros y varias antologías, una colección de entrevistas, además de traducciones y su ya famosa Antología del cuento triste. Comparada con la obra de Juan Rulfo o de Lautréamont, podríamos decir que ésta es más bien una obra extensa, que cubre además varios géneros literarios, desde el cuento y la fábula, hasta la novela, la autobiografía y el ensayo. Monterroso, con su estilo dialéctico, le confesó a Rafael Humberto Moreno Durán, en una entrevista de 1982 en Barcelona: "Amo y odio la brevedad, los moldes. Si pudiera escribiría siempre cosas muy largas…" (1989:95).

Jorge Rufinelli en su artículo "El otro M. Sobre La letra e" (1995) habla de una estética del fragmento,

entendiendo a éste no como una parte, sino más bien como una totalidad diminuta que, anexada, interrelacionada con otras unidades, compone y descompone permanentemente la figura completa. Literatura lógica y paradójica, hedónica y lúdica, la de Monterroso ha sido "puzzle", rompecabezas, meccano; también relojería, por la necesidad que cada una de las pequeñas piezas juegue con las otras para poner en funcionamiento una totalidad. En esto hay, insisto, una "estética" del fragmento que podemos encontrar en cada uno de sus libros (221-222).

Monterroso, con su estilo irónico se burla un tanto de esta posición a través de Eduardo Torres en Lo demás es silencio: "Los fragmentos, como hemos dicho en otra parte, han sido cultivados en todas las épocas; pero fue en la Antigüedad cuando más florecieron. En cualquier época, los mejores fragmentos se han dado, en Europa, en la arquitectura y en la escultura; por lo que se refiere a nuestras antiguas culturas autóctonas, en la cerámica" (1982: 136). Como puede verse, Monterroso pulveriza la teoría del fragmento de Rufinelli, avant la lettre, y con mucha inteligencia.

A mí me gustaría llevar esto aún más adelante, y afirmar que la poética de Monterroso, no se concentra ni en la brevedad generalmente entendida, ni en el fragmento, sino en la letra, en esa unidad gráfica que generalmente se relaciona con un fonema, y que compone la unidad mínima de significación. Es decir, el autor que empezó con la publicación de dos cuentos maravillosos en 1952 como lo son "El concierto" y "El eclipse", trabaja su obra con el rigor de un orfebre, y a lo largo de cincuenta años la reduce a una letra. La esencia de esta poética de Monterroso, que me propongo defender, esa poética que se concentra en una letra, podemos verla en su libro de 1987, La letra e: "e" de escritor y de escribir, que es al fin y al cabo, el tema de ése y otros de sus libros.

En mi interpretación, los textos de La letra e en realidad apuntan hacia una poética de la letra, del enorme y tumultuoso significado que se amalgama en una letra, la cual basta y sobra para decir lo que uno tenía que decir. La letra como el espacio más reducido en el que se puede significar algo, con la que podemos crear, comunicar, decir. La letra como la reducción mayor de una expresión significativa. La mínima expresión de un significado complejo. La expresión máxima de un minimalismo serio e intenso.

En el libro autobiográfico Los buscadores de oro (1993), Monterroso da otra clave importante para la construcción de esta poética minimalista de la que me ocupo. En el capítulo VIII de ese libro, Monterroso relaciona la imprenta que tenía su padre en Tegucigalpa, sus primeras experiencias con los tipos móviles de las prensas, las vocales en cubos de madera con que jugaba en ese entonces, y el famoso poema de Rimbaud titulado "Voyelles". Aquí asistimos a la relación paradigmática entre el adulto que recuerda y el niño que juega con las letras. El escritor ya maduro y veterano del comercio con la lengua y las palabras, y, el niño que se asombra de la facilidad con que el cajista es capaz de leer los tipos, clasificarlos, montarlos en la prensa o desmontarlos para ponerlos de nuevo en su lugar:

Entonces prefiero volver a los días de inocencia en que mis manos pasaban en la imprenta de mi padre aquellos pequeños objetos de peso mucho mayor que el que correspondería a su tamaño comparado con las dimensiones relativamente enormes de los cubos de madera desparramados al pie de mi cama, con la A negra, la E blanca, la I roja, la U verde y la O azul de la poesía o de los sueños (36).

Este recuerdo de las letras, el trabajo infantil que el niño hacía cuando los cajistas lo dejaban jugar con las letras poniéndolas de nuevo en su lugar después de usadas, y el trabajo de creación literaria de su carrera de escritor, nos señalan el camino de su poética sucinta, minimalista, reducida a su mínima expresión, a la vez compleja y elegante, simple y estilizada.

Pasemos a otro argumento. El conocido gusto de Monterroso por los palíndromos viene a demostrar una vez más la preferencia de nuestro autor por el espacio de la letra, su versatilidad y su forma de significar. En La letra e, Tito Monterrroso declara esta preferencia por los palíndromos y su admiración por Darío Lancini y Miguel González Avelar, consumados palindromistas (1995: 282). Sin embargo, este gusto lo habíamos ya conocido en Movimiento perpetuo, libro de 1972, donde la sección titulada "Onís es asesino" relata su búsqueda de palíndromos en compañía de Carlos Illescas, Ernesto Mejía Sánchez y Juan José Arreola. Monterroso confiesa que su único hallazgo es escatológico: "Acá caca", palíndromo nada impresionante comparado con las de Enrique Alatorre y Rubén Bonifaz Nuño. Lo importante en todo esto no son los hallazgos en sí, sino la búsqueda fatigosa de la doble lectura de estas letras, la búsqueda de una expresión que multiplique sus posibilidades de lectura, aunque no de significación. El ir y venir de la lectura sobre una concatenación de letras ordenadas de forma lógica y reversible. Los palíndromos son un caso engañoso, ya que por un lado magnifican el valor semiótico de la letra, le dan más posibilidades, pero por el otro esa multiplicación es un engaño, una ilusión. Las palabras no significan nada nuevo, se repiten, se reproducen, se reflejan. La palindromía entonces revela la paradoja de esta poética, el engaño del lenguaje, de la literatura, de la ficción. "La experiencia literaria no existe" le dijo Monterroso a Gabriela Carminatti en una entrevista en 1980 (1989: 66). Uno tiene que inventársela, uno re-produce la lectura, el éxtasis, el placer. El gusto de encontrar o descubrir un palíndromo es el placer de encontrar ese valor dual y repetitivo de la letra en una secuencia de lecturas contradictorias. Esta, me parece, es una pista importante en su poética.

A estas alturas no es nada controversial decir que la obra de Augusto Monterroso se emparenta con el minimalismo, y aunque la crítica no ha trabajado este aspecto de su obra, este concepto me servirá aquí para delimitar mejor la poética de la obra de Monterroso que quiero establecer. El minimalismo surge alrededor de 1960 y se expresa principalmente en las artes plásticas, pero su práctica también la encontramos en la música, la literatura, la arquitectura y en toda una variedad de actividades humanas. La obra pictórica de Carl Andre, Robert Morris, Dan Flavin y otros es sumamente representativa de esta tendencia en el arte de los años sesenta, donde se da una simplificación de las formas y una reducción del tamaño, en aras de una profundidad mayor, de una crítica implícita de la forma a través de prescindir precisamente de la parafernalia y la anécdota. El minimalismo es una búsqueda intensa de la forma, que en su apariencia reducida o minimizada, resume la esencia de la proposición formal de la obra de arte.

Kim Herzinger, en un artículo publicado en la New Orleans Review en 1989, desarrolla un argumento bastante convincente para demostrar que el minimalismo es una manifestación de la posmodernidad y propone una serie de características o rasgos generales que definen al minimalismo. Entre ellas se encuentran sus aspectos formales, "una tendencia a la temática doméstica, regionalista y cotidiana, y un tono más o menos frío, objetivo, un tanto lacónico" (1989: 73, traducción mía). John Barth, por su parte, también ha discutido la importancia del minimalismo en el cuento norteamericano contemporáneo, lo considera "un principio subyacente fundamental del fenómeno literario más impresionante de la actual literatura estadounidense" y lo compara con el boom latinoamericano (1986:1, in passin, traducción mía). Entre las características más importantes que Barth señala -aparte de la evidente brevedad y aparente simplicidad de la estructura-, vamos a señalar de nuevo su carácter lacónico, una ironía concentrada en la forma y dirigida hacia la tradición, y una ruptura, de alguna manera, con esa misma tradición que informa la obra.

Los cuentos de Tito Monterroso, a mi juicio, comparten muchas de las características que han señalado estos críticos. No digamos ya el famoso cuento "El dinosaurio" cuyas siete palabras lo hacen el cuento más corto del mundo -eso sería demasiado fácil y obvio-, sino, cuentos como "Leopoldo (sus trabajos)" donde Leopoldo Ralón, un joven escritor de gran futuro está empecinado en escribir una obra monumental. "Estaba convencido que podía escribir un cuento sobre cualquier cosa" (1990: 78) pero luego se dio cuenta que "era más fácil encontrar los temas que desarrollarlos" (1990:93). El cuento en el que trabaja se trata de la lucha entre un perro y un puercoespín. Después de mucha investigación y lectura llegó a escribir ciento treinta y dos cuartillas, que luego logró reducir a un párrafo de tres líneas. Este cuento refleja muy bien la poética de la que estoy hablando, así como Leopoldo cambió de parecer y se decidió "por la síntesis" (1990: 96), Monterroso va reduciendo a lo largo de su vida la extensión de las unidades de significación hasta condensarlas en la letra, en la expresión mínima que el lenguaje puede brindarnos. La letra, como la mosca, que parece ser lo más insignificante, se proyectan en la obra de Monterroso como lo más fuerte, lo más potente, lo más importante. Letra y mosca, la letra e y el movimiento perpetuo. Cuatro significantes que resumen y simbolizan cuatro elementos claves de su poética.

Tomemos otro ejemplo. El cuento "De lo circunstancial y lo efímero" recogido en el libro de ensayos varios La palabra mágica (1983), donde un hombre ha ganado un concurso de cuentos cuyo premio era un automóvil. Este cuento apunta hacia la inutilidad de la vida y de la literatura. Ni el cuentista ni su esposa saben manejar, por tanto el automóvil es un poco inútil para ellos. La esposa lo quiere porque es un símbolo de prestigio, el hombre lo rechaza porque asegura que lo único que le importa es escribir. Aquí estamos ante un caso de falta de autenticidad. Ninguno de los dos en realidad cree, desea o confía en lo que está diciendo. Ambos actúan impelidos por lo que creen que deberían decir y hacer en ese momento. Aparentemente, hasta el premio literario resulta ser espurio, falso. En este mundo de falsedades, de laconismos, nada es comprometedor. Después de conversar y tomarse dos tragos de ron, la pareja se va a la cama, hacen el amor y se duermen. He aquí la esencia del cuento, su minimalismo. Hacemos las cosas que la gente espera que hagamos, en el momento en que se supone que las debemos hacer. Cada entrada y cada salida marcada por una expectativa, por una tradición. Así, la frase: "Para mí lo más importante es haber escrito el cuento y haberlo enviado al concurso aunque perdiera" (1995: 174) debemos interpretarla por su contrario. Cada frase del cuento apunta hacia otro lado. Cuando la mujer dice "No lo puedo creer" es que lo cree fielmente, y cuando asegura que tampoco ella quiere el coche, ve a sus amistades caminando por Reforma, mientras ella saluda con una mano desde el coche en movimiento. Las palabras son verdaderas pero las intenciones son falsas. Monterroso no predica la autenticidad de la literatura, por el contrario, dice y repite que la literatura es inservible, que hay que ser vago, perezoso o loco para dedicarse a ella, pero que está basada en el lenguaje, que sí es verdadero, que está compuesto de letras y palabras, de símbolos y signos. Compuesto de letras que, combinadas según algunas reglas propias de cada lenguaje, nos dan las palabras, los significantes que a su vez crean la ilusión de la significación. Veo que aquí es pertinente preguntarse por la presencia de esas significaciones en el lenguaje. Para nosotros, lectores de principios del tercer milenio, el problema del lenguaje y su significación nos remite inmediatamente a la metafísica de presencia. ¿De qué forma logra significar ese lenguaje, que en sí no contiene sino rasgos o trazas de los significados?

Una ponencia sobre la poética de la brevedad debería ser un libraco de 490 páginas en formato mayor. Sea esto cierto o no, la verdad es que esta ponencia ya se está alargando más de lo necesario, y para citar una última vez a Monterroso, les diré, como en Movimiento perpetuo: "Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea" (1995: 65). Muchas gracias.

©Nicasio Urbina


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