Emiliano Coello Gutiérrez

 

 

Variantes del género negro en la novela centroamericana actual

(1994-2006)

 

Université de Poitiers, Francia

ecoellogutierrez@yahoo.es

NotasBibliografía


La publicación en 1988 de Castigo divino, de Sergio Ramírez, marca un hito en el desarrollo de la narrativa centroamericana contemporánea, ya que por primera vez en la literatura del Istmo se adopta el modo de contar de la novela policial precisamente para transgredirlo y transformarlo a través del desconcierto en la pesquisa, la parodia y el juego intertextual. En efecto, si uno de los presupuestos básicos de la novela policiaca clásica era la revelación, al final de la obra, de la identidad del criminal, en la novela de Ramírez, después de la mezcolanza de textos e hipótesis diferentes que despliega la trama, nos quedamos sin saber si Oliverio Castañeda es o no el autor de los tres crímenes que se le imputan. En Castigo divino, como en la novela negra, importa menos el “qué” que el “por qué”, y la indagación detectivesca no es más que el pretexto para la incursión en los distintos estratos de una sociedad corrupta, la del presomocismo en este caso, a la que se denuncia. A pesar de los experimentos formales, la obra permanece en la órbita del realismo crítico de intención social, lo que la aleja de otras novelas neopoliciales publicadas en el Istmo posteriormente, donde la tónica general es el sostenido tono de escepticismo hacia la materialización de los proyectos utópicos del pasado, sean del signo político que sean1.

En este sentido es reveladora la publicación en 1994 de El hombre de Montserrat, de Dante Liano. En esta obra pueden rastrearse ya las características de las narraciones neopoliciacas en Centroamérica, de las que es precursora. Contrariamente a lo que ocurría en las novelas canónicas del género negro o “hard boiled”, el investigador del caso criminal no es ya un detective a manera de cruzado o héroe salvador de los pobres, las mujeres y los marginados, sino una víctima más del caos social reinante. No hay una clasificación de los personajes en buenos y malos, porque todos son de alguna manera víctimas y verdugos, de suerte que las categorías del bien y del mal se entrelazan. Y este tipo de novelas, tras el correr de la trama, no conduce a la dilucidación de una verdad, sino a una mayor confusión en torno a esta, en la certeza de que una unidad de criterio sobre los hechos no es posible.

En El hombre de Montserrat hay varias versiones alrededor de la muerte de Marcos Barnoya, pero ninguna goza de mayor credibilidad que la otra. El “oreja” Chus Matamoros asegura que lo asesinó Tono, el cuñado del teniente García, el protagonista; mientras que el nuevo jefe policial afirma que lo mató el concuño del militar, Felipe Sobalvarro. Ninguna de las hipótesis se confirma. De la misma manera, al terminar de leer la obra, dudamos acerca de si Tono Gómez es el inocente e idealista estudiante de derecho al que se acusa injustamente del homicidio de Barnoya o si él, junto con su hermano Ramón Gómez y el finado, estaba inmerso en un sucio asunto de estafa por la venta ilegal de unos terrenos. Si es así, habría resultado ser el burlador de su cuñado, el teniente García, quien, a pesar de su imagen de “milico” sanguinario, arriesgó su carrera para sacarlo del país, siendo el único “cordero” de un entorno depredador.

La resolución de los problemas del hombre es mucho más compleja, pues, que lo meramente político, ya que la anomia y el desequilibrio no afectan únicamente a las estructuras colectivas, sino también a las individualidades, que han interiorizado su torcido proceder. Compárese esto con el espíritu utópico de Cosecha roja (1929), de Dashiell Hammett, la novela fundacional del “hard boiled” en la que el detective le entrega al magnate Elihu Willson, después de haber eliminado a los líderes del crimen (Pete “el Finlandés”, Max Thaler, Lew Yard, Noonan y Reno Starkey), una Personville completamente limpia, habiendo logrado realizar un auténtico “fiat Lux”.

 

La pesquisa

El relato neopolicial centroamericano, precisamente por la esfumación de los acontecimientos que atañen al crimen y por la diversidad de explicaciones a que este da lugar, se convierte en un ejemplo excelente de la filosofía de la deconstrucción. El homicidio se concibe, pues, como un cúmulo de imágenes dispersas, como una sustancia inconocible a la que, a través de la fabulación, hay que violentar para encontrarle un sentido que por sí misma no tiene. Todas las versiones añaden, por lo tanto, una cuota de mentira a lo ocurrido, porque la realidad, por sí misma fragmentaria y anárquica, no se aviene con los imperativos de la lógica o de un sistema racional.

Baile con serpientes (1996), de Horacio Castellanos Moya, puede leerse, así, como una novela deconstructiva del concepto de pesquisa, así como De vez en cuando la muerte (2002), del salvadoreño Rafael Menjívar Ochoa.

En Baile con serpientes el sociólogo desempleado Eduardo Sosa asesina al vagabundo Jacinto Bustillo para quedarse con su Chevrolet y con todo lo que él contiene. A partir de ese momento, abandona su tediosa vida de parásito social e inicia una existencia de aventura, crimen, sexo, drogas y alcohol en la que lo acompañan cuatro víboras que fueron las mascotas del difunto Jacinto Bustillo. Es interesante observar cómo en las cuatro partes en que se divide la novela los sucesos se reconstruyen de una manera muy diferente dependiendo de la perspectiva de los distintos personajes protagonistas. Así, en la primera parte asistimos a los crímenes que cometen Eduardo Sosa y las serpientes, los cuales se erigen en vengadores del drama sentimental de Jacinto Bustillo. De esta forma, los asesinatos de Sofía Bustillo y de Raúl Pineda ocurren intencionalmente, porque ambos son los culpables de la desgracia del contador y de su posterior indigencia. Pero las muertes del supermercado de Plaza Morena, del centro de la ciudad (calle Darío), de la gasolinera Esso, así como la masacre en casa del banquero Abraham Ferracuti, suceden por casualidad. No hay una razón que aglutine la ola de decesos que azota San Salvador, porque estos tienen lugar a causa de la locura homicida del sociólogo. Sin embargo, es curioso cómo en la segunda parte se retoman cronológicamente las acciones desde el punto de vista del detective Lito Handal, quien equivoca la pesquisa por atenerse a una línea de investigación racionalista, en que el crimen pasional es la clave explicativa del caso. De este modo, confunde la identidad del asesino y conduce la sospecha hacia Bustillo, pese a tener informaciones de que Sosa lo acompañaba la víspera de los homicidios y de que este último sufría graves desórdenes de conducta. Su patrón de trabajo, lógico, como en la novela policiaca, le hace despreciar la hipótesis de su ayudante que, aunque es la más disparatada, es la más correcta: “¿De dónde carajos –dice– habían sacado esa versión del domador de serpientes que ha perdido el juicio? Solo alguien como Villalta era capaz de tirarles semejante bazofia para que la mordieran” (Castellanos Moya, 1996: 78). Su tesis del crimen pasional (como en las novelas del comisario Maigret, de Georges Simenon) hace que tenga que suponer razones peregrinas para explicar las matanzas que tienen lugar en distintos puntos de la capital salvadoreña y que no tienen nada que ver con el problema entre Bustillo y su esposa Sofía. Según él se trata de acciones de distracción antes de ejecutar los golpes fundamentales, relacionados con lo sentimental. La novela parodia, por tanto, el “modus operandi” del detective clásico.

En la novela negra eran dos las motivaciones principales que se ocultaban detrás de una muerte violenta: el amor o el dinero, es decir, la esfera emocional o la económica y política. En la tercera parte de Baile con serpientes el personaje varía y con él el punto de vista. Ahora es la reportera Rita Mena quien da seguimiento a la pesquisa y con ella surge una nueva línea de investigación, relacionada con la dimensión pública. El crimen del banquero y candidato presidencial Abraham Ferracuti hace pensar en un atentado a los sectores más moderados de su partido, a los que él representa. El desorden del palacio de gobierno, en que el mismísimo presidente es desalojado en helicóptero ante la amenaza de las serpientes, una amenaza que no existe, hace pensar en el absurdo de esta hipótesis social, que pone en entredicho las afirmaciones de Raymond Chandler cuando aseguraba: “Hammett llevó de nuevo el crimen al tipo de gente que lo comete por algún motivo y no solo para que aparezca un cadáver” (Chandler, 1982: 176). Después de leer Baile con serpientes podría ponerse en duda que el crimen obedece forzosamente a una causa, porque el azar, la casualidad o la inconsciencia pueden tener tanto o más que ver con un homicidio que un patrón de conducta coherente.

En De vez en cuando la muerte (2002), de Rafael Menjívar Ochoa, nos encontramos fundamentalmente con dos misterios, que siguen siendo misterios hasta el final, porque no se resuelven: por un lado nos quedamos ignorantes de quién mató a Julia y por el otro no sabemos si Mauro C. es o no el asesino en serie del que habla la novela, que podría ser una ilustración narrativa de la tesis de que hay tantas verdades como individuos o inteligencias perceptoras. La primera que habla de Mauro C. es su sobrina Paula C., quien asegura que su tío dio muerte a veinte o veinticinco mujeres, obedeciendo a una maldición que dice que todos los varones de la familia C. son uxoricidas. Después el periodista que sigue el caso habla con Gonzalo Tuero y este afirma que las muertas fueron nueve. Tras esto, el protagonista se encuentra con la que dice ser la esposa de Mauro C. y esta le asegura que su marido es incapaz de matar a nadie: él mismo se inculpó de los crímenes para ayudarla a ella económicamente con una pensión vitalicia que hasta el momento le permitió vivir en la mayor comodidad. En el capítulo vigésimo primero, el reportero se encuentra con el mismo Mauro C., quien le asegura que asesinó a diez mujeres, sus diez novias del pasado, para deshacerse de los celos de su esposa, a la que luego también degüella. Como Mauro C. afirma: “Los periodistas se hacen bolas. Cuando me estaban juzgando se ponían a decir cosas que no eran ciertas. Se inventaban misterios que no había. Y lo peor es que no se los inventaban de mala fe. De veras creían que había misterios por todas partes. Lo peor es que creen en lo que dicen y después ya no saben qué es verdad y qué es mentira. Mejor se deberían dedicar a escribir cuentos” (Menjívar Ochoa, 2002: 184).

Pero, para darle una nueva vuelta de tuerca a la trama, en el capítulo vigésimo segundo Tuero le entrega a nuestro periodista un cuaderno en el que alguien (no sabemos si Mauro C.) reconoce que, siendo inocente, cargó con la culpa de varias muertes femeninas para asegurarle el sustento a su esposa.

Respecto al crimen de Julia, no sabemos si su padrastro Miguel la asesinó por celos o si fue su madre, Cristina, quien, considerándola su rival, la sacrificó. ¿Qué hay que creer, pues? Gonzalo Tuero le aconseja al reportero que elija y ordene el marasmo de informaciones: “No te hagas bolas. No vas a poder publicar nada. Pongas lo que pongas, siempre va a haber pruebas de lo contrario” (2002: 197-198).

El periodista que protagoniza la novela, y se confiesa él mismo un gran admirador de las novelas policiacas, decide actuar y pensar como un héroe portador de valores (como en las novelas negras) y cree en las versiones más virtuosas de los asesinatos: Mauro C., según su criterio, no es un loco sino un mártir que, por amor a su esposa, se confiesa el autor de unas muertes que realmente cometió alguien de la alta sociedad, que le paga generosamente por su inculpación. Y, en el caso de Julia, decide creer que Miguel no es un depravado que abusó de la inocencia de su hijastra, sino un esposo abnegado que opta por declararse culpable de la muerte de Julia para que no encierren a su mujer, Cristina. En última instancia, no hay una tesis definitiva que arracime y dé sentido a los aconteceres de la trama, sino múltiples relatos, en los que los distintos narradores y el lector han de elaborarse su propia verdad.

 

La literatura dentro de la literatura

En las narraciones neopoliciacas centroamericanas contemporáneas la literatura se homenajea a sí misma, deviene autorreferencial, como se ha visto. Pero no solo hay alusiones al arte literario, sino también al cine y la televisión. Esto establece un cambio radical con respecto al relato negro clásico, el de Dashiell Hammett y Raymond Chandler que, como género realista, otorgaba plena carta de naturaleza a la existencia de un referente externo, lo real. El gran cambio de la filosofía postmoderna, que influye con fuerza en la literatura contemporánea y concretamente en las obras que aquí se analizan, es que el mundo no existe independientemente de la percepción del individuo y que constituye, pues, un tejido de signos que ayudan a aprehenderlo. De ahí que la realidad de la que hablan estas obras se conciba en clave discursiva y la palabra o la imagen, el artificio del signo, pues, preceda y elabore la experiencia.

En De vez en cuando la muerte las constantes referencias a lo policiaco hacen comprender que dicha novela le rinde un homenaje al género. El protagonista se toma tan en serio la biografía de Mauro C. que su jefe de redacción, Gonzalo Tuero, le dice en varias ocasiones que, en lugar de buscar materiales para un reportaje, parece que estuviera planeando escribir una novela policial. Y de hecho, en el capítulo tercero, el joven afirma: “leía por segunda vez la novela póstuma de Agatha Christie en la que mata a Poirot de un modo tan barato que dan ganas de llorar” (2002: 26). Este reportero lee el mundo en clave policiaca y hasta compara a su compañera de oficio, Kathy, una periodista rubia y atractiva que trabaja en el mismo periódico que él, con Angie Dickinson, la célebre actriz rubia que protagonizó la película “A quemarropa” (1967), de John Boorman, basada en la célebre novela de Donald Westlake, La noche del cazador (1963), un clásico del género negro.

En Caballeriza (2006), de Rodrigo Rey Rosa, las variadas alusiones al arte literario y audiovisual obligan al lector a prestar tanta atención a los juegos intertextuales de la obra como a la relación entre la trama y la realidad a la que hace referencia. En el capítulo quinto se afirma que la familia Carrión tiene en Monterrico “una mansión digna de Miami Vice”(Rey Rosa, 2006: 44). Se habla, así, de la serie de televisión norteamericana de la compañía NBC que tuvo gran popularidad en los años ochenta, y que protagonizaban los detectives Sonny Crockett y Ricardo Tubbs, que trabajaban como encubiertos en casos de tráfico de drogas, violencia callejera y crímenes cometidos en South Beach, Miami. No hace falta decir que ese mundo mafioso ambientado en un escenario tropical es análogo al de Caballeriza. Hasta el narrador, Rodrigo Rey, y su acompañante, el licenciado Jesús Hidalgo, metidos a investigadores de los sucesos que acaecen en Palo Verde, son una réplica paródica de estos famosos detectives estadounidenses.

El niño Claudio, hijo de la Vieja y nieto del patriarca don Guido, irrumpe en el capítulo octavo en la casa familiar, para retar a sus mayores. El narrador lo describe de la siguiente forma: “Se me ocurrió que representaba el papel de algún héroe o algún villano de western o de film noir” (2006: 75).

Y, para terminar con este punto, tómese otro ejemplo. En el capítulo decimotercero de Caballeriza los patrones de Palo Verde encierran al narrador en un cuarto subterráneo porque conoce ya demasiados secretos de la familia y eso, en alguien como él, de profesión escritor, es peligroso. Esa celda es la misma en la que estuvo recluido el niño Claudio, y de la que consiguió escapar burilando las paredes de roca y construyendo un túnel que conducía al exterior. Con el pretexto de entretenerse con la artesanía y la pintura, fue pidiéndole a sus carceleros utensilios complejos que le facilitaron la fuga. La astucia del muchacho apunta directamente al inolvidable Andy Dufresne, el protagonista de la película “Cadena perpetua” (1994), de Frank Darabont, cuyos actores principales son Tim Robbins y Morgan Freeman, película basada en el relato “Rita Hayworth y la redención de los Shawshank”, publicado en la colección de cuentos Las cuatro estaciones (1982), de Stephen King.

 

La víctima como protagonista

Pese a lo afirmado anteriormente, un examen detenido de las novelas neopoliciacas centroamericanas revela que, lejos de constituir únicamente experimentos formales en que el arte se recrea a sí mismo, estas obras están profundamente enraizadas en su contexto histórico. En esto coinciden con las novelas del “hard boiled” o género negro. Pero lo que las diferencia enormemente de este es que la crítica no solo se ejerce contra el capitalismo (y su derivación neoliberal en este caso), sino también contra la puesta en práctica en el Istmo de los sistemas revolucionarios. En uno y otro caso las narraciones dan cuenta de un individuo aplastado por los proyectos colectivos, que limitan y coercen su libertad.

Caballeriza, de Rodrigo Rey Rosa, reproduce la atmósfera sombría de la finca guatemalteca. El primer capítulo de la obra realiza una magistral puesta en escena que nos muestra las resonancias medievales de este entorno. Con motivo de una fiesta ecuestre, diversos estamentos de la sociedad “chapina” se reúnen en la finca de los Carrión, terratenientes ricos. El narrador habla de distintos niveles de la pirámide social y en el más alto se encuentran los anfitriones, que ostentan impúdicamente su fortuna, representada en los caballos: “Era inevitable –se dice– hacer la reflexión de que probablemente el costo de mantenimiento de una sola de aquellas bestias equivaldría a lo que ganaban diez mozos en un mes (“sin tener en cuenta la amortización de un animal así”, como alguien observó)” (2006: 10). La familia de don Guido, significativamente, recibe a los invitados en lo alto de un podio, a cuya derecha toman asiento algunas de las personalidades más importantes del país.

Como en la Edad Media, el único modo de que segmentos tan dispares (los terratenientes, los burgueses ricos, los asalariados y las mujeres) se reunieran era con motivo de una festividad, por ello es que en estos eventos, donde quedaba más que nunca patente la enorme brecha que separaba a unos sujetos de otros, era donde podían surgir los estallidos revolucionarios violentos, como ocurre en la novela, donde se atenta contra un símbolo de la opulencia de los Carrión, el Duro II, un caballo valorado en cien mil dólares.

Las enormes desigualdades de la sociedad centroamericana y latinoamericana de los últimos años aparecen plasmadas también en las novelas de algunos autores salvadoreños. Se trata de novelas neopoliciacas narradas desde el punto de vista del asesino. Lo que las diferencia de las novelas negras clásicas es que aquí el criminal carece de conciencia, se refiere a su trabajo cínicamente, con la frialdad de un profesional.

En Los héroes tienen sueño (1998), de Rafael Menjívar Ochoa, un policía encubierto del Distrito Federal, asqueado de su oficio, que consiste en eliminar a sujetos peligrosos para los gobiernos corruptos de turno, reflexiona acerca de la posibilidad de abandonar su trabajo, que le reporta sustanciosas cantidades de dinero. Finalmente rehúsa porque, en su opinión, el único modo de ser alguien en la vida es estar más acáde la línea que divide a los que pueden matar impunemente y los que pueden ser asesinados a mansalva.

Igual ocurre en El arma en el hombre (2001), de Horacio Castellanos Moya. Un soldado salvadoreño, Robocop, después de la guerra en su país es desmovilizado y no tiene más remedio que aceptar labores mercenarias para ganarse la vida. De este modo, se ve obligado a realizar los empleos de asesino a sueldo en El Salvador, escolta de un coronel en Guatemala, criminal y ladrón por cuenta propia y colaborador de un grupo de narcotraficantes. Estas obras denuncian un mundo en el que la presión social es tan grande que marca al individuo casi desde su nacimiento, asignándole una función o un rol que lo aprisiona como una celda. Nunca como ahora la libertad estuvo tan ausente.

Esto se prueba una vez más en las novelas neopoliciacas narradas desde el punto de vista de la víctima, como Los años marchitos (1991) o Cualquier forma de morir (2006), ambas de Rafael Menjívar. La diferencia de estas obras con respecto a sus correlatos del “hard boiled” es que en las novelas de Menjívar la negrura y el escepticismo son tan grandes que hacen pensar que en ellas, como en otras narraciones centroamericanas, el realismo crítico adquiere mayor vigencia que nunca.

Los años marchitos habla de un actor de radioteatro (significativamente innominado como en todas las novelas negras del autor) que, debido a su sueldo de miseria, que alterna con el desempleo, se ve obligado a aceptar un trabajo oscuro, por el que recibe quince mil dólares. Se trata de crear de la nada la figura de un guerrillero (Juan Pablo Escudero), falsificando cédulas y creando soportes de voz (y ahí entra nuestro protagonista) para justificar el asesinato de Ricardo Jiménez Fresedo, un industrial rico opositor al gobierno para el que trabajan los policías mafiosos que manipulan a nuestro personaje y a María.

El actor de radioteatro se ilusiona con el amor de esta última, aunque al final se descubre que todo es una farsa y que la mujer, de necesidades económicas aún más perentorias que nuestro protagonista, es tan solo una actriz que trabaja también para la policía. Evidentemente, cuando el objetivo se ha cumplido, los jefes abandonan a ambos a su suerte. La cosificación de los individuos en estas sociedades adquiere un tono de sordidez existencialista.

En Cualquier forma de morir nos encontramos ante otra víctima, que en esta ocasión es testigo de varios asesinatos de personas incómodas para el gobierno mexicano: tres comandantes, un empresario de transportes, un director de periódico y un juez. La policía y el cártel de los Celis, poderosos narcotraficantes, trabajan para que un grupo de políticos se enriquezca y, como contrapartida, les aseguren sus enormes beneficios. La víctima es obligada a colaborar en estos manejos y, cuando no, ha de cargar con la culpa de alguna de las múltiples muertes. Por eso el discurso del Coronel antes de morir, en el que se habla de la necesidad de verter la propia sangre en defensa de ese mundo de mercado y corrupción, suena, cuando menos, irónico:

“¿Has salido alguna vez a la calle sintiéndote contento porque todo lo que te pasa es bueno? Te atienden bien en el supermercado, te abren la puerta cuando entras al banco, no hay una pinche cola larga para llegar a la caja, y cuando llegas la cajera te sonríe y te dice buenos días […]. Todo el mundo tiene días así […]. Lo que tienes que preguntarte es cuánta gente necesita morirse para que tengas un día así […]. Nosotros somos los que nos morimos para que la gente tenga días así.” (Menjívar, 2006: 85-86)

En las narraciones neopoliciales centroamericanas no solo es el sistema neoliberal el objeto de la crítica. También lo es el pasado guerrillero. Por ejemplo, en “Némesis”, relato que forma parte de El gran masturbador (1993), de Horacio Castellanos, un capitán de la guerrilla aprovecha su grado militar para imponerse violentamente a sus subordinados. La militarización de la lucha revolucionaria ha conseguido que esta pierda el nexo de unión con su sustrato ideológico y se convierta, como el sistema al que combate, en un medio alternativo para oprimir a los hombres. La condición de violador del capitán Ricardo Guerra, que ostenta en el relato el mando único de la tropa, es sin duda un símbolo.

 

La imaginación al poder

Pero, a pesar de los negros tintes de esta literatura, no todo es en ella negativo. Si bien existen marcos coercitivos que intentan asfixiar a las individualidades, no logran hacerlo del todo, y siempre quedan resquicios por los que surge, esplendorosa, la creatividad. El niño Claudio, en Caballeriza, aun sometido al encierro en un inmundo cubículo subterráneo, aprovecha el tiempo libre, que es todo su tiempo, para ejercitar la pintura y la escultura, y esto resulta un desafío contra ese mundo, el de arriba, el de sus mayores, dominado por lo económico.

Eduardo Sosa, en Baile con serpientes, realiza atentados anarquistas contra una ciudad, San Salvador, que lo excluyó violentamente de sus reglas de juego, contra una nueva clase enriquecida con la guerra y el contrabando, contra un sórdido mercantilismo que todo lo uniformiza y ni siquiera respeta la solera artística del centro de la urbe, implantando ahí sus pacas de ropa usada y sus tiendas de comida rápida. El afán destructivo de Eduardo Sosa es también un impulso creativo, un intento de dar alcance a esas cuotas de notoriedad y desarrollo que nuestra civilización prometió democratizar y de las que tantos quedan excluidos, sobre todo la clase a la que Sosa representa, los mendigos. La locura del sociólogo, en la que libera su inconsciente, resulta, por lo tanto, revolucionaria.

La mueca irónica, el gesto sardónico del protagonista de Insensatez (2005), de Horacio Castellanos, que desconfía igualmente de los “milicos” que ejecutaron la masacre en Guatemala y de los altos funcionarios del Arzobispado y de las organizaciones internacionales, cuyo discurso demagógico demanda urgentemente una parcela de poder tras la guerra, es igualmente una postura crítica. Contrariamente, el refugio del protagonista en el humor, en el reencuentro con el sexo femenino, en la literatura y el arte, es una huida de la esfera pública, del ágora, donde el deber castra la voluntad, cercenando la aspiración a una utopía intacta, la de un desarrollo del colectivo humano basado en la libre expansión de las individualidades creativas.

La novela neopoliciaca centroamericana, incluso a través del desconcierto en la pesquisa, que hace posible la existencia de múltiples narradores (tantos como versiones haya de los hechos), insta a la pluralidad de discursos, que se oponen a la centralización de la verdad por parte del detective que existía en la novela negra clásica. Por eso no se puede estar de acuerdo con Margarita Rojas cuando dice, hablando de la narrativa centroamericana y latinoamericana contemporánea: “Antes otros héroes literarios se dedicaron a descifrar los signos con la esperanza de que la lectura les revelara su origen, su identidad. Este descubrimiento también a veces los llevó al crimen, la ceguera o el exilio. Hoy, en cambio, resolver el enigma que esconde el mundo no conduce más que al descubrimiento de su vacío” (Rojas, 2006: 220).

El narrador de Caballeriza, de Rodrigo Rey Rosa, se sumerge en un mundo hampón, el de la finca guatemalteca, aun a sabiendas de que arriesga la propia vida, con el solo deseo de ambientar ahí una novela, mostrando una vez más que el neopoliciaco centroamericano promociona la inventiva por encima incluso de otros valores como la razón o la virtud. Si consideramos que el don de crear es el más específicamente humano, no puede haber una propuesta más libertaria, y al mismo tiempo más utópica, que la del narrador de Caballeriza, de Rodrigo Rey.

© Emiliano Coello Gutiérrez


Bibliografía

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Castellanos Moya, Horacio, 1993: El gran masturbador, San Salvador: Arcoiris.

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Rey Rosa, Rodrigo, 2006: Caballeriza, Guatemala: Ediciones del Pensativo.

Rojas, Margarita, 2006: La ciudad y la noche. La nueva narrativa latinoamericana, San José: Farben.


Nota

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vuelve 1. A este respecto habría que citar las palabras de Misha Kokotovic: “Although most other Works of Latin American neoliberal noir retains some degree of sympathy for the utopian projects of the revolutionary Left, Central American noir generally expresses a deep disillusionment with the outcome of revolutionary struggles and marks its distance from the Left more categorically.” (Kokotovic, 2006: 16).

 


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