Rafael Lara Martínez

 

Danzar la historia (1932):
Moros y cristianos – colonialismo interno

 

Humanidades, Tecnológico de Nuevo México

soter@nmt.edu

 

Lista de ilustraciones*Bibliografía


A… En cuyo espejo de agua se repiten
unas pocas imágenes eternas.

J. L. Borges

 

I

Al concluir la monografía Panchimalco (1959), Alejandro Dagoberto Marroquín se enfrenta a un dilema insoluble. Por una parte, descubre que la comunidad indígena guarda su memoria en “argumentos que, copiados a mano, existen en poder de algunas personas especializadas” (1959: 428). Pobreza y discriminación no bastan para desterrar la recordación del grupo. Al presente, su evocación resiste todo olvido.

Por otra parte, la visión realista del antropólogo no le permite descifrar el contenido de esas historias. En su “extraordinaria riqueza”, la “sabiduría popular” se le revela no como conocimiento sistemático del pasado. En cambio, le ofrece arbitrariedad y confusión de épocas. “De un eterno modo”, entremezcla personajes sin enlace de tiempo.

 “Modalidades artísticas y tradiciones prehispánicas, combinadas en aparente forma caprichosa con elementos culturales de la colonia, surgieron ante nuestros ojos, sorprendiéndonos por el entrecruce maravilloso. [Entre ellas se cuenta] ‘moros y cristianos’, danza [cuya] distribución de los personajes casi siempre es arbitraria y carece, en muchos casos, de base histórica” (Marroquín, 1959: 416, 428).

La cuestión crucial para el antropólogo consiste en conciliar los extremos. Hay una sabiduría ancestral, pero se le exhibe como combinatoria voluble y casual de rasgos culturales y períodos distantes. La celebración inicial del patrimonio indígena se agota en la dificultad de trascender la “apariencia” mítica para desentrañar la esencia documental.

Para una imaginación histórica realista, resulta imposible que la “reconquista” de España se confunda con la conquista de América. La danza “escenifica determinados romances españoles que recordaban las luchas del pueblo ibérico en contra del imperio de la media luna, adaptándolos, desde luego, al ambiente indígena y forzando a los personajes a aludir a los problemas surgidos con la conquista de América y la colonización” (Marroquín, 1959: 428). En comparsa apostólica de seis cristianos contra seis moros se fusionan varios eventos históricos: reconquista, conquista y colonización posterior que se continúa hasta el presente poscolonial.

Marroquín se sorprende de revisar que el repertorio de “moros” incluye a un bandido bondadoso como el “Partideño” y a personajes de la colonia temprana como “el rey Moctezuma” y “la Malinche”, al igual que el de cristianos, a “un indio choluteco” recién convertido. Si estas combinaciones las juzga de “anacronismos”, cuánto más no le asombraría descubrir que los personajes se renuevan en los estados independientes hasta relatar la actualidad colonizadora (Marroquín, 1959: 429). Lo “anacrónico” se alarga en el presente para englobar bajo una misma figura tres actos distintos de colonialismo: reconquista, conquista y los eventos de 1932 en El Salvador. Esta reunión de eventos bajo un mismo símbolo es cierta para los ojos que bailan y para los que observan.

La conclusión de Marroquín es obvia. Delega el “estudio profundo y concentrado” del folclor para generaciones futuras que se interesen en asentar “las bases firmes […] del arte nacional salvadoreño” (Marroquín, 1959: 441, 442). A medio siglo de su encomienda, la nacionalidad salvadoreña existe en la diáspora transterritorial y en el exilio. A nadie se le ocurriría fundar un “arte nacional” en una posmodernidad disolvente. “Nadie es la patria” (Borges, vol. 2, 2007: 365).

Alimentar mitos nacionalistas tampoco forma parte de nuestro propósito. Más bien, nos interesa demostrar la manera en que un pensamiento prerrealista indígena se emparienta con la más avanzada vanguardia artística latinoamericana; su premodernidad es nuestra posmodernidad. Para ello, antes de iniciar el estudio de la danza, remitimos a una lectura del argentino Jorge Luis Borges.

“Se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de una bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace sacrificar en el Gólgota. La historia universal es la historia de unas cuantas metáforas [o la de su] diversa entonación […] filosóficamente, la memoria no es menos prodigiosa que la adivinación del futuro” (Borges, vol. 2, 2007: 514)

Con estas líneas tajantes, Borges nos enfrenta a las paradojas del tiempo. Si podemos recordar, somos capaces de predecir ya que mañana se halla más cercano que reconquista, conquista y 1932. De creer que recordamos con exactitud aritmética y testimonial, también existiría una facultad humana complementaria que anticiparía el porvenir. Esta capacidad vaticinaría que los modelos narrativos del futuro, en su eterno retorno, copian en “espejo espectral” y “oscura rotación pitagórica” los moldes legendarios que los preceden (Borges, 2007: 283).

Encerrado en dos aristas que delimitan el pensamiento occidental –Grecia y judeo-cristianismo– el escritor argentino clasifica todas las visiones de la historia por el peso específico que le conceden a esas columnas fundacionales. Verbigracia, revolución marxista y freudianismo edípico representarían variantes del viaje de Ulises hacia la tierra prometida del comunismo o de la madre-patria extraviada. Ambas travesías son en Borges ilusiones vanas –pero necesarias– rotas por la castración simbólica de la que nacemos y nos separamos del origen. “Somos Edipo […] la larga y triple bestia somos”. “La que pudo haber sido y no fue”, porque es “un río y una fuga” (Borges, vol. 2, 2007: 355).

Como acto de victimizar a un pueblo oprimido, la colonialidad conjuga los dos arquetipos históricos. La opresión (pos)colonial se leería como repetición del sacrificio en el Gólgota, mientras que la esperanza de liberación reiteraría el “bajel perdido” que en judeo-cristianismo se llama “éxodo”.

Al igual que el borgeano, el pensamiento indígena de la danza subsume al individuo en el género. Lo particular se abstrae en su categoría absoluta para entregarnos –no el evento único e irrepetible– sino su disolución en el arquetipo periódico e intemporal. Su funcionamiento semeja al de cualquier sustantivo –“mango/anacardiácea”, por ejemplo– al cual pertenecen todas los especimenes concretos del género.

Palabra y arquetipo responden a un “zahir” infinito que engloba todas las ocurrencias posibles de esa categoría. Si el término “mango” comprende todos los mangos que existieron, existen y existirán, “dios crucificado en el Gólgota” abarca a todas las víctimas y éxodo del “bajel perdido”, toda esperanza. “Son miles las que pasan y son miles/las que vuelven, pero [la pantera] es una y eterna” (Borges, vol. 3, 2007: 95).

Nos preguntamos si existe evidencia documental que justifique una lectura borgeana de la danza “moros y cristianos”. Esta interpretación reduciría la memoria histórica codificada en el baile al arquetipo de la víctima propiciatoria. El acto colonial de los cristianos calca cíclicamente al “de un dios que […] sacrifican en el Gólgota”. La hegemonía cristiana la funda la crucifixión reiterada de los pueblos oprimidos.

Los personajes danzantes condensan al menos tres actos de colonialismo: reconquista, conquista y 1932, para no mencionar sino de paso la faena robinhoodesca del Partideño. La correlación victimario-víctima respectivamente se corresponde a cristiano-moro, español-indígena y ladino-indígena. En la danza, conversión religiosa y aculturación son corolarios no de un convencimiento profundo que otorga la fe, sino de una imposición por la violencia luego de una guerra despiadada. Más que danza, los “moros y cristianos” nos ofrecen una ópera posmoderna y vanguardista que incluye baile, música y canto. Según la más estricta exigencia borgeana, su función teatral representa un testimonio posrealista.

Puesto que Marroquín se exime de transcribir las historias que le muestra el poblado de Panchimalco, debemos recurrir a otras fuentes. La documentación nos la proporciona el volumen II de Cuzcatlán típico (1951, véase: Ilustración I) de María de Baratta. En específico, pensamos en la sección «Relación de la “Historia de moros y cristianos”» que, como trabajo independiente, obtiene el premio “José María Peralta Lagos” en 1949-1950 (1951: 409-470).

Su descripción nos aprende que la historia como evento puede recordarse de manera convencional en un libro escrito, pero que las comunidades indígenas salvadoreñas prefieren danzas, cantos, mitos y rituales como modalidades privilegiadas de historiografía. La historia no “se cifra [con letras] en un libro”; se danza con el cuerpo entero del testimoniante quien canta y musicaliza hechos vividos. A veces la historia también se tatúa en la piel.

 

II

La danza confronta a seis personajes cristianos y seis moros. A la arbitraria selección de nombres y lugares representados –que asombra a Marroquín– se agrega la dificultad de su notación rigurosa. Según Baratta, los “motivos musicales […] no datan [de la misma] época [por lo cual] no es posible reducirlos a un compás esquemático: desde este punto son irracionales” (1951: 431; véase: Ilustración II). Hay una mezcla heteróclita de rasgos culturales, espaciales y temporales tan compleja que estorba la visión realista de todo antropólogo clásico. “No llegamos nunca a hacer una fiel realización del misterioso carácter arrítmico” (Baratta, 1951: 431).

“Lo híbrido” caracterizaría “la forma libre y complicada” que construye “la frase musical”, al igual que el libreto en recitativo o cantado. Además, el espacio y el tiempo se perciben según parámetros de amasijo poético y musical sin claridad para el pensamiento positivo y realista. A los ejecutantes “les da un pepino que los coloquemos en España […] Tetuán o San Salvador”, como “para el caso lo mismo da” el nombre de los “dos jefes con su respectivo gracioso o bufón” (Baratta, 1951: 420). “Vuelvo a Junín, donde no estuve nunca” (Borges, vol. 2, 2007: 368).

“El indio en su ingenuidad primitiva siente como realidad lo que para nosotros se ha convertido en pálida imagen: la existencia viviente del pasado. Y esta vigorosa presencia de lo que fue, hace posible y necesaria su constante representación” en ópera (Baratta, 1951: 439). Es obvio que no compartimos los juicios evolucionistas ingenuos de Baratta que exige una cronología rectilínea en la cual lo indígena se sitúa en el pretérito “inmutable como sus piedras milenarias” (277) y lo occidental en el presente. Al igual que Borges, en su vanguardismo, el indígena sabe que “hoy es ayer. Eres los otros/cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos”, como ambos reconocen también que “lo perfecto sólo es atribución de los dioses” (Borges, vol. 2, 2007: 425, Baratta, 1951: 271). “En la oda militar congregaste/las rituales metáforas de la estirpe […] viste en el ahora el ayer” (Borges, vol. 2, 2007: 328).

Pero las “fusiones” sólo remiten a confusiones para un espectador que desconozca toda jam session semejante a zarabanda, chacona, fandango, etc., ritmos barrocos cuya ejecución intercultural improvisada anticipa la eclosión jazzística actual según lo augura el escritor franco-cubano Alejo Carpentier. Para el cubano, el barroco se escribe bar rock (Carpentier, 1974, el juego de palabras es nuestro).

La apariencia misma de los personajes nos sugiere una neta distinción racial. Los grupos antagónicos los expresan “el tipo español, con ojos de vidrio azules y largos mostachos” y el “color negro” del segundo; “claro” el uno, “ronco” el otro. La simple fisonomía bosqueja la manera en que la oposición religiosa oculta un conflicto étnico: blanco (occidental)-no blanco (moro-indígena-negro, etc.) (Baratta, 1951: 413).

Obviamente, en “apariencia”, las equivocaciones históricas significan que la abigarrada composición sinfónica de la danza entremezcla tradiciones culturales que se despliegan en conflicto por siglos. Como ópera vanguardista, su ejecución anticipa nuestra actualidad posmoderna que funde temporalidades sin estratos fijos. Baratta se apoya en los cambios de la notación musical para clasificar cronológicamente los diversos sones que acompañan el baile de cada personaje.

El paso de la escala pentatónica prehispánica a la sexta nota colonial, primero, y a la heptatónica luego en el siglo XVIII y XIX, modula un rígido evolucionismo: sociedad prehispánica-colonia-modernidad occidental. Pero existen casos de tal hibridez –“Son de la topada”– en los que la modernidad da cabida a lo primitivo para renegar toda cronología evolutiva: “la escala temperada del siglo XVIII y XIX […] comienza con un ritmo de pájaro (característico de la música indígena)” prehispánica (Baratta, 1951: 251, 339, véase: Ilustración III).

Aún así, la etnomusicóloga se pregunta si la misma secuencia lineal regiría el desarrollo idiomático de las lenguas orientales y amerindias tonales hasta su culminación evolutiva en Occidente.

“El hombre fue en su origen un animal cantor y es posible que sus muy primitivos y rudimentarios lenguajes hayan sido cantados […] como los monosílabos chinos y los acentos tónicos o fónicos [y] el canturreado de nuestros indios. ¿No serán supervivencias de un estado original?” (Baratta, 1951: 510)

Reiteramos nuestro desacuerdo con el evolucionismo lineal e ingenuo de Baratta; entendemos que a la antropología, como “ciencia del humor”, le corresponde demostrar la unión de los opuestos: lo civilizado en el “primitivo” y lo salvaje en el “civilizado”. Los indígenas serían sobrevivientes del paraíso terrenal, génesis viviente que contradice nuestra condición urbana posbabélica. A una “lengua primitiva” le corresponde una “raza inferior a la blanca” que sólo mezcla y blanqueamiento remediarían para elevarla al nivel de lo civilizado.

“Es un hecho comprobado por la ciencia que la organización de la raza india, es inferior y más débil que la europea [pero] va purificándose paulatinamente […] y en el porvenir será la manifestación de la nueva raza americana […] el tipo moreno [por] el dominio que la raza blanca ejerce sobre las demás [aunque posee] cualidades intelectuales y morales el tipo indio desaparece por la asunción de la raza blanca que lo pule y perfecciona” (Baratta, 1951: 385, 386)

Pero, en esencia, los errores históricos revelan prejuicios o estereotipos culturales según los cuales una sociedad percibe la diferencia a su arbitrio. Anotaríamos la idea de concebir el cristianismo como religión superior y monoteísmo único –“donde hay un solo Dios”– frente a un Islam decorado con “sirenas, serpientes, dragones”.

Asociado al antiguo politeísmo romano –bajo la figura de “Nerón”– y al indígena mismo, confundidas también la imagen del profeta y de la divinidad superior –Mohammed y Allah– el Islam condensa siglos de encarnizada lucha por imponer el cristianismo a la fuerza en la propia Europa, África del norte, América, etc. En términos políticos bastante contemporáneos, la victoria cristiana se vislumbra según la fórmula «“olvidar la tiranía [terrorismo]” islámica» (Baratta, 1951: 470).

No obstante, la presunta superioridad cristiana deriva no de argumentos teológicos racionales, ni de una filosofía disciplinada en su demostración espiritual. El predominio lo avala el valor que le concede a la violencia y a la guerra como gestas fundadoras de la civilización. La batalla precede toda conversión religiosa y guía la aculturación ética del vencido. En evidencia, el grito de exterminio –“¡qué mueran todos los moros!”– se vuelca hacia los demás grupos étnicos sometidos para recordarles su destino de sumisión o masacre.

“Y si no se reunieren                         No lo dudes gran señor
a mi santa Religión,                           no tenga ningún cuidado
entonces serán esclavos                    ue a ese moro [indio] rebelde
de mi grande batallón.                       te lo ’entriego’ sepultado”.

(Baratta, 1951: 441, 442)

En esta figuración pendenciera del cristianismo militante, los prejuicios culturales –estereotipos de la diferencia– se revierten contra el opresor blanco. No sólo se musicaliza, danza y canta en coro su irracionalidad belicosa: “te convenzo […] o te concluyo con la muerte” (Baratta, 1951: 450). A la vez, se simboliza el carácter cristiano como depredación afiliada al canibalismo. El ansia de antropofagia no resulta un temperamento de lo “primitivo”. Lo sanguinario distingue la paradójica obra civilizadora del Occidente.

La danza de la historia ocurre en honor a “Santiago [quien] en caballo descrinado, blanco, púgil, engrillado nubarrón de tempestad, desenvainando el acero lo empuña [como] Apóstol guerrero [cual] Huitzilopochtli católico” presto a la guerra y a la matanza (Baratta, 1951: 428). Si suele calificarse de “matamoros”, a este apelativo agrega ahora el de “mataindios”, talvez el de “matanegros”. La compleja silueta del cristiano se resuelve en el canibalismo como amenaza al infiel que reniega toda conversión. Los cristianos comen “indios”.

“Y hay verán esos brutos                         Y que querés vos conmigo
que todos los voy a guizar                       feresote mal tayado,
como gallinas en ollas                              ya te vamos a comer
y envueltos como tamal.                          en una hoya bien guisado”.

(Baratta, 1951: 443, 459; véase: Ilustración IV)

 

III

El mundo visible se da entero en cada representación.

J. L. Borges

Lo indígena se cuela quizás de manera bastante subrepticia. Más allá de los personajes de la colonia temprana que descubre Marroquín, es posible que el concepto náhuatl de poesía guerrera aflore disimuladamente en el libreto de la danza. En verdad, la batalla se describe en términos de rancio in xochitl in cuicatl como anthos-logos o florilegio en el cual el canto (cuicatl/logos) se adorna de flores (xochitl/anthos).

“Salgan ya sin dilación,                        ¡Ea! ¡Flores olorosas!
Salga el más atrevido,                                      ¡Ea! Astro matutino
Que hoy deseo jugar                           despida rayos de fuego
En este campo florido.                         en contra del enemigo”.

(Baratta, 1951: 462-463; véase: Ilustración V)

La asociación entre flor, batalla y sol actúa como reminiscencia de un pensamiento poético y guerrero prehispánico, colonial temprano, que se niega a desaparecer. La poesía –“comprometida” según terminología reciente– incita a la resistencia armada contra el opresor español y ladino. Ambas frases floridas aparecen en los Cantares mexicanos escritos hacia finales del siglo XVI, las que la memoria histórica salvadoreña se niega a olvidar en pleno siglo XX.

Si “flores olorosas” –en náhuatl “tlazolhuelic xochitl”– refieren florilegio y corazones sacrificados al “astro matutino”, “campo florido” –“necaliztli xochitl yuhqui/nehcaliztli xochitl iuhqui, la batalla es como una flor”; “xochithualli, flower court”– remite a la contienda bélica misma y al lugar de la danza (Garibay, vol. 1, 1971-1972: 100-104, Cantares mexicanos, folio 70R, línea 19, según Ángel María Garibay en Veinte himnos, Bierhorst, 1985a: 134-135, 378-379). La “guerra (como flor[ilegio]) forma y sustenta el cosmos citadino al proveer tierra para cosechas y víveres sacrificiales –petróleo y contratos corporativos diríamos ahora– para las fuerzas cósmicas vivientes. [Por ello] es agradable” (Read, 2006: 332).

En los rostros enemigos, la violencia guerrera dirime el conflicto por poética sacrificial en el frente indígena, o por amenaza caníbal y matanza en el lado cristiano. Lo que para unos es “campo florido”, para otros es “campo divino”. Si el primero se jacta de “matar mil españoles”, el segundo, de “quitar la vida a cien mil leones combatientes” (Baratta, 1951: 444). Este despliegue militar –cristiano y moro– de arrogancia masculina se ejecuta “delante de las muchachas casaderas del lugar, a quienes desean conquistar” (Baratta, 1951: 416). Militar y sexual, la batalla aplica una doble conquista según el “evangelio apócrifo”: “el que matare […] por la ley que él cree justa, no tiene culpa” (Borges, vol. 2, 2007: 444). La batalla opera como bastión espiritual de la fe, incluso como baluarte paradójico de creencias pacifistas y pro-vida.

Sin embargo, la ejecución misma de la danza presupone que la memoria se renueva al convocar el pasado en el presente. Por la presencia, la memoria se restaura e incorpora rimas que –como demostrativos (éste, ése, aquél) y pronombres personales (yo, tú)– sólo las explica la intervención de concurrentes y observadores directos. Cuanto más relevancia social posea un espectador, tanto más los danzantes se ven obligados a capturar su atención cambiando el libreto tradicional. En este arraigo demostrativo en la actualidad, la danza ofrece un modelo improvisado jazzístico para adaptar la política en curso al modelo arquetípico ancestral.

Así, “el 13 de septiembre, víspera de las fiestas de La Cruz de Roma, que es el Patrono de Panchimalco, estuvimos en la celebración junto con el alcalde de dicho pueblo, que en aquel tiempo era don Luís Figueroa; frente a la plaza que rodea al Templo presenciamos el baile de moros, y uno de los gracejos, entre otros de sus derrepentes soltó éste: ‘Etetesacu derrepento, y te sacu del faltriqueroa, pa que me dé pa mi frute, el niño Luís Figueroa’, y el complaciente alcalde hubo de sacar un tostón para recompensar la gansada” (Baratta, 1951: 421). Baratta se asombra ante “la rapidez con que los indios declaman las ocurrencias que improvisan para tomar en broma a alguno de los espectadores” (1951: 298).

La jam session vanguardista se halla a la obra, creada por un “ingenio y talento artístico” que vuelca el pretérito mítico hacia el presente vivo. La autoridad política rinde tributo a los guardianes de la memoria colectiva bajo intimidación irónica, para que la soltura graciosa no desborde hacia su descrédito público y hacia la risotada colectiva. De rozar en lo mordaz, la figura del alcalde podría asociarse con alguno de los arquetipos nada halagadores que los danzantes personifican en la ópera bailada. La danza ofrece el molde abstracto que descifra la política actual. Acaso la conciba como nueva depredación antropófaga.

Al igual que la presencia, el paso del tiempo hace que los nuevos eventos históricos se interpreten desde el “cristal con que se mira” el pasado lejano (refrán popular). Aunque Baratta no asienta con precisión fechas y años en que visita los pueblos indígenas para compilar cada una de las danzas, al menos nos informa la cercanía temporal entre una ejecución de “moros y cristianos” y el etnocidio de 1932. Quien ejecuta la ópera vanguardista “¡es el mismo pueblo que presenció las luchas fratricidas entre ladinos y naturales de aquel Enero inolvidable…!” (Baratta, 1951: 225).

En esta proximidad de lo vivido, el mito se encarna en la experiencia inmediata de los danzantes y de su público. El pasado colonial se actualiza en la matanza de “enero”, de tal modo que la lucha encarnizada entre vencedores cristianos y moros vencidos “se repite” bajo la apariencia individual del ladino que masacra y del indígena que sufre la matanza. La inmediación de la vivencia descubre la realidad del arquetipo.

“Entra el carro a la plaza del atrio frente a la Iglesia, de allí conducen a Santiago en hombros […] una india, a sus pies, ora con tal fervor que me aflige. Ella dice en voz alta su demanda: ’su hijo, aquella noche de tiros y metralla fue sacado de su casa, y no pudo decirle adiós… ¡creyó ella que volvería… pero le tocó «la de perder»… «le echaron la bola negra» y no volvió…!»’ […] otro indio de mirada lejana, suena el pito de caña que se prolonga en notas añorantes y tristes […] mientras las risas a coro de la muchedumbre que rodeaba al tradicional baile de ‘Moros y Cristianos’ celebran los chistes del ‘Gracejo Moro…’ ¡Incomprensibles contrastes de la vida…! ¡Quién hubiera dicho que aquella tragedia de ‘Moros y Cristianos’ se había repetido en el Enero [de 1932] que acababa de pasar…! ¡Sólo que ahora la tragedia fue entre hermanos…!» (Baratta, 1951: 429-430).

Es obvio que “los indios se han servido del baile para perpetuar la memoria de notables hechos histórico” de los cuales 1932 no resulta la excepción (Baratta, 1951: 72). “En el tiempo del comunismo, a Timoteo Lúe los ladinos lo mataron porque tenía mucho pisto.” (Baratta, 1951: 268; véase: Ilustración VI)

 

IV

Junto a Borges, concluiríamos que la danza exhibe sólo una de esas “pocas imágenes eternas” y cíclicas que, como la poesía, retorna “verde y humilde” a cada “aurora y ocaso”. Esta recurrencia infinita de un tiempo circular es la posmodernidad más actual y punzante. En su incapacidad por trascender la prehistoria humana, repite sin cese la leyenda “de un dios que se hace sacrificar en el Gólgota”. “El nopal que se levanta hierático y noble entre áridas tierras asesinas, doloroso como un Cristo coronado de espinas…! Nopal: para mí, simbolizas al indio de mi raza, que todavía se yergue altivo y valiente, a pesar del dolor que lo agobia y las espinas que lo sangran…!” (Baratta, 1951: 300).

A este acto colonial –paradoja que vivimos cual “poscolonialidad” colonialista– ahora se le llama colonialismo interno. Los países independientes reciclan la opresión colonial que ejerce su precursor metropolitano al negarles a “nuestros indios” –diría Baratta– sus derechos comunales de antaño. El recuerdo vivo de lo antiguo se infiltra en el rezo más íntimo y sagrado para hacer de la religión acto materno, virginal y telúrico. El verdadero acto re-volucionario exige el retorno a una Ítaca borgeana –re-vuelta a una premodernidad vanguardista y posmoderna– que la capital salvadoreña olvida. Pero en la ópera indígena danzada y en coro, en la religiosidad popular, se mantiene vivo por una ejecución cíclica anual.

“Virgen de la Asunción: […] si tú quisieras, en compañía del Salvador del Mundo, nuestro gran Patroncito, nos ayudarías a que un buen día nos libráramos de esta coyunda, entonces sobre la piedra labrada que tenemos escondida en la ‘Gruta de Estocal’, te haríamos ceremonia como las de aquel tiempo y te ofrendaríamos nuestra sangre. La tierra volvería a sus antiguos dueños [tierras ancestrales e indígenas del común reconocidas por la corona española, pero expropiadas por las élites independientes] y tendríamos tareyajes para nuestras siembritas, y el agua sería libre, y nuestras montañas también serían libres como enantes.” (Baratta, 1951: 231-232)

Del arquetipo imperecedero, queda como labor del lector encarnarlo e individualizarlo en otras figuras que de la abstracción del género conduzcan a un realismo más concreto y personal. Que de la categoría ideal desemboque en el espécimen particular. Por nuestra parte, acostumbrados a la generalización borgeana e indígena –“yo que tantos hombres he sido”, “siempre solo”, “espejo del Eterno”– preferimos la presencia evanescente del arquetipo platónico que su realización. Nos deleita más “el examen de las ideas que el de los nombres y las fechas” de los historiadores. En el 2008, si por escrito asentamos el eterno retorno de la misma experiencia de explotación y sacrificio en 1932, talvez en el próximo viaje al país lo escenifiquemos en público al ritmo de Chiucnauhtecatepetl

© Rafael Lara Martínez


Lista de ilustraciones

arriba

Ilustración I: portada de Cuzcatlán típico, vol. 2, 1951.

Ilustración II: Los Moros y cristianos de San Antonio Abad, Baratta, vol 2, 1951: 421.

Ilustración III: “Son de la topada”, Baratta, vol. 2, 1951: 437.

Ilustración IV: Sones de “La historia de moros y cristianos”, Baratta, vol. 2, 1951: 433.

Ilustración V: Historiantes de Santa Cruz Michapa, Baratta, vol. 2, 1951: 425.

Ilustración VI: “Sones de Izalco”, Baratta, vol. I, 1951: 259.


Bibliografía

arriba

Baratta, María de, 1951: Cuzcatlán típico. San Salvador: Ministerio de Cultura, 2 vols.

Bierhorst, John, 1985a: Cantares mexicanos / Songs of the Aztecs. Stanford, CA: Stanford University Press. Trad. del náhuatl con Introducción y comentarios por J. Bierhorst.

Bierhorst, John, 1985b: A Nahuatl-English Dictionary and Concordance to the Cantares Mexicanos with an Analytic Transcription and Grammatical Notes. Stanford, CA: Stanford UP.

Borges, Jorge Luis, 2007: Obras completas. Buenos Aires: Emecé Editores, 4 vols.

Carpentier, Alejo, 1974: Concierto barroco. México, D. F.: Siglo XXI Editores.

Garibay, Miguel Angel, 1971-1972: Historia de la literatura náhuatl. México, D. F.: Editorial Porrúa, 2 vols.

Marroquín, Alejandro Dagoberto, 1959: Panchimalco. San Salvador: Editorial Universitaria.

Reid, Kay A., 2006: “The Chalcan Woman’s Song: Sex as a Political Metaphor in Fifteenth-Century Mexico”, en: The Americas, 62.3: 313-348.

1958: Veinte himnos sacros del los nahuas. México, D. F.: UNAM. Los recogió de los nativos Fray Bernardino de Sahagún. Los publica en su texto, con versión, introducción, notas de comentario y apéndices de otras fuentes, Ángel María Garibay.


*Istmo*

*¿Por qué existe Istmo? *¿Qué es Istmo? *¿Quiénes hacen la revista? *¿Cómo publicar en Istmo?*

*Consejo Editorial *Redacción *Artículos y Ensayos *Proyectos *Reseñas*

*Noticias *Foro Debate *Buscar *Archivo *Enlaces*

 

*Dirección: Associate Professor Mary Addis*

*Realización: Cheryl Johnson*

*Modificado 30/10/08*

*Istmo@wooster.edu*

*© Istmo, 2008*