Mario J. Galindo H.

Nuestra separación de Colombia: Las dos leyendas y la disyuntiva

Comentarios a la ponencia de la doctora Diana Bonnett Vélez en el Foro
Nuevas Aproximaciones a la Separación de Panamá de Colombia

Notas

Años atrás Rodrigo Miró, cuyas credenciales para decir lo que dijo son inimpugnables, afirmó que la historia del Istmo de Panamá es un secreto de catacumbas1. Tal vez, en lo que concierne a nuestra separación de Colombia, el secreto de que habla Miró, al menos desde el punto de vista historiográfico, no lo sea tanto. Existen no pocos textos nacionales y extranjeros que analizan y explican el suceso con objetividad2. El secreto, en cambio, subsiste en la medida en que el panameño medio ha demostrado tener escaso interés por enterarse del devenir de la Nación de que forma parte y carece, por tanto, de memoria histórica.

Esta lamentable realidad ha sido, creo yo, caldo de cultivo en el que han pervivido dos leyendas de signo contrario. De una parte, la crudelísima leyenda negra, según la cual la república independiente que en 1903 nació a la vida jurídica fue, apenas, creación artificial huérfana de legitimidad y de fundamentos históricos, erigida sobre la base falsa de una nación inventada por el imperialismo norteamericano para cohonestar así el despojo de que, se dice, fue víctima la República de Colombia al perder el Istmo de Panamá. Y, de la otra, una leyenda dorada, que nos pinta un candoroso cuadro albo que, innecesariamente, escamotea, como si se tratara de un pecado original sin redención bautismal, las transacciones dolorosas, las claudicaciones forzadas, el imperialismo rampante y otras circunstancias lacerantes que concurrieron a forjar la acaso irrepetible coyuntura internacional que viabilizó nuestra independencia.

Ese afán de ocultamiento no tiene razón de ser. No hay por qué disimular la existencia de factores como los enunciados en el hecho independentista. Ninguno de ellos, en efecto, le resta un ápice de legitimidad a éste. Ello es así porque de lo que se trata, en el fondo, no es de enjuiciar la moralidad de cuantas motivaciones e intereses, públicos y privados, incidieron en la creación de la coyuntura secesionista, sino de determinar si la nación panameña hizo bien o no en valerse de ella para separarse de Colombia. Esta es la cuestión clave. Lo demás es accesorio.

En su docta ponencia, ceñida al marco conceptual de este foro, que la conmina a plantear nuevos ángulos desde los cuales aproximarse a nuestra separación de Colombia, la Dra. Bonnett Vélez propone enfoques que en verdad se alejan de los habituales.

Así, luego de darse por enterada de lo que la historiografía tradicional nos enseña al respecto y de enumerar, en apretada síntesis, las causas próximas del proceso separatista panameño, nuestra expositora nos invita a que busquemos en la época colonial las razones que hicieron de Panamá _un lugar social con vida propia, moviendo sus propios hilos, como agente de su propia historia y de su propio destino.

Dadas mis carencias historiográficas, nada sustantivo puedo decir por cuenta propia sobre el tema. Sin embargo, me hago eco de voces ajenas para apuntar que, en efecto, la vida colonial panameña fue distinta de la del resto de las colonias españolas en América y, en la medida en que lo fue, es lógico pensar que allí se inició el proceso de formación de la conciencia nacional panameña.

El hecho es insinuado por Ricaurte Soler, quien señala que la conquista y colonización del Istmo fueron obra no de las capitulaciones o contratos otorgados por la Corona, sino de la Corona misma. Y agrega que el sistema de encomiendas y repartimientos, tan característico de la organización social en la América española, casi no existió en Panamá. Estas realidades, según Soler, determinaron que no surgieran aquí relaciones sociales acentuadamente feudales y que el conservatismo panameño decimonónico tuviera tan poca significación3. Como no sé qué relevancia tengan estos hechos de cara a la propuesta de la doctora Bonnett Vélez, me limito a dejarlos anotados por si de algo sirven.

Acaso más pertinente sea señalar que Justo Arosemena, el más lúcido pensador panameño del siglo XIX, en su estudio sobre la cuestión nacional panameña intitulado El Estado Federal de Panamá, publicado en 1855, hizo justamente lo que propone la doctora Bonnett Vélez: extrajo de la vida colonial panameña argumentos geográficos, históricos, políticos, económicos y sociológicos conducentes a demostrar la existencia de la nacionalidad istmeña y a justificar así la necesidad de darle al Istmo una organización política propia y distinta de la común a las otras secciones de la Nueva Granada.

Las gestiones de Arosemena, inspiradas en un federalismo radical, desembocaron ese mismo año en la creación del Estado Federal de Panamá, entidad a la que se le reconocieron casi todos los atributos de la soberanía. En ocasión de aprobarse la ley pertinente, Pedro Fernández Madrid, Presidente del senado colombiano, dijo:

Voy a dar mi voto al proyecto de ley que crea el Estado de Panamá, porque conozco la necesidad que tiene el Istmo de constituirse sobre las bases de self-government, pero no se me oculta que éste no es sino el primer paso que da hacia la independencia aquella sección de la República. Tarde o temprano, el Istmo de Panamá será perdido para la Nueva Granada.4

Importa destacar que no por haber abogado por la autonomía en su mencionado opúsculo abandonó Arosemena sus ideas separatistas. La independencia seguía siendo para él el desideratum. Tanto es así que dos años después, en 1857, sometió a la consideración del Senado colombiano un proyecto de ley que, de haber prosperado, le habría otorgado la independencia al Istmo, bajo la protección de Inglaterra, Estados Unidos, Francia y Cerdeña.5

A la luz de los perfuntorios señalamientos que anteceden, columbro que tiene razón la Dra. Bonnett Vélez al decir que la explicación de nuestra independencia no se encuentra, únicamente, en el acontecer del Panamá colombiano del siglo XIX, sino en el de la época colonial. En efecto, no es creíble que en el breve lapso que va desde nuestra voluntaria incorporación a la República de Colombia en 1821 hasta la publicación del ensayo de Arosemena en 1855 se haya podido forjar una nación de la que era ya posible afirmar que tenía derecho a autogobernarse y de la que podía, además, vaticinarse su inevitable secesión. La forja de la nación panameña tiene que venir de antes.

En otro orden de cosas, la Dra. Bonnet Vélez propone la conveniencia de realizar un estudio detallado sobre la población del Istmo. Se trata, dice, de un tema desconocido por la historiografía colombiana. Señalo que en Panamá tales estudios existen. Contamos, por ejemplo, con la monumental obra de geohistoria de Omar Jaén, La Población del Istmo de Panamá, que, entre otras cosas, contiene un estudio general de la población panameña desde el siglo XVI hasta nuestros días. Estoy seguro de que el ojo zahorí de nuestra expositora le permitirá encontrar en esa obra, y en otras de autores panameños sobre la misma temática, la clave que ella busca para aproximarse desde nuevas vertientes a la separación de Panamá. Acaso parte de esa clave sea nuestra escasez poblacional, que Rodrigo Miró entiende ha sido factor capital en la historia del Istmo.6

A propósito del Panama colombiano, tema respecto del cual me voy a arrogar el derecho de hacer más adelante algunas precisiones y observaciones propias, la Dra. Bonnett Vélez apunta que a lo largo de este período de nuestra historia hubo, de parte de Panamá, reiteradas manifestaciones de una clara conciencia nacional que reclamaba y reivindicaba para el Istmo la separación total o, cuando menos, una amplia autonomía política, económica y administrativa. Y, de parte de Colombia, una conciencia, igualmente clara, de que Panamá no era un espacio histórico-geográfico igual a las otras secciones de Colombia.

Juzgo pertinente observar que la experiencia autonómica panameña, que se extendió desde 1855 hasta 1885, no hizo que amainaran los sentimientos separatistas en el Istmo. De ello dan fe los conceptos del Cónsul General de los Estados Unidos, Thomas Adamson, quien en 1886 afirmó que _las tres cuartas partes de los habitantes del Istmo desean la separación y la independencia del antiguo Estado de Panamá. Ellos sienten apenas tanta afección por el Gobernador de Panamá cuanto los polacos pudieran sentirla hace cuarenta años por sus directores de San Petersburgo. Se rebelarían si pudiesen procurarse armas y supiesen que Estados Unidos no interviniera.7

Descontando lo que puede haber de exageración en el aserto, no puede negarse que éste, cuando menos, acredita la existencia de una fuerte corriente de opinión separatista en Panamá. Interesa recalcar, además, que el temor panameño a la intervención estadounidense frente a un intento secesionista no era gratuito. Intervenciones hubo muchas y allí estaba el tratado Mallarino-Bidlack de 1846 para cohonestarlas. Este tratado, a tenor del cual Estados Unidos, entre otras cosas, garantizó a Colombia su soberanía sobre Panamá, es, en mi criterio, un indicio de la fragilidad de los nexos políticos de la relación colombo-panameña.

La constitución centralista promulgada en 1886, en cuyo alumbramiento no intervino ningún panameño8 y que desmanteló el régimen de la superfederalista constitución de 1863, vino a exacerbar las viejas contradicciones entre Panamá y Bogotá. El nuevo régimen constitucional redujo al Istmo a la categoría de territorio nacional al disponer, en su artículo 201, que éste quedaría sometido a la autoridad directa del gobierno central y sería administrado con arreglo a leyes especiales.

Es opinión generalizada la de que el ordenamiento constitucional instaurado en 1886 representó una humillación para el Departamento de Panamá, por cuanto lo colocó en situación de inferioridad frente a los demás departamentos colombianos. No cuestiono la aserción, pero sugiero que, humillante o no, el referido precepto es también y sobre todo un explícito y muy diciente reconocimiento de que, para los gobernantes colombianos, el Istmo seguía siendo, en 1886, una región singular y distinta del resto del país.

Los hechos reseñados, así como los varios intentos separatistas y otros acontecimientos trascendentales que la brevedad del tiempo de que dispongo me obliga a omitir dan cuenta, como queda dicho, de la precariedad de los nexos políticos que nos vinculaban a Colombia. A nadie puede sorprender entonces que esos nexos no fueran capaces de contrarrestar las fuerzas centrífugas que desencadenaron tres acontecimientos de evidente virtud determinante, como lo fueron (a) el fracaso del canal francés, (b) la guerra de los mil días y (c) el rechazo del Tratado Herrán-Hay por el Senado colombiano. Los dos primeros sumieron al Istmo en una crisis económica de proporciones dramáticas. El tercero, a su vez, vino a arrancar de cuajo toda esperanza de redención económica, esperanza que, con razón o sin ella, los panameños fincaban en la reanudación por Estados Unidos de las hacía tiempo interrumpidas obras de construcción del fallido canal francés. Que tales acontecimientos no hubieran despertado y potenciado, radicalizándolo, el germen separatista que latía en el alma del pueblo panameño habría sido un fenómeno extremada y extrañamente insólito.

En verdad, es imposible incurrir en exageración a la hora de calibrar la repercusión que tuvieron en la conciencia panameña el rechazo Herrán-Hay y la inminencia de la oportunidad real de acceder a la independencia. Desde tiempos inmemoriales el Istmo había vivido - y tal vez aún viva - embrujado por el convencimiento, devenido en mito, de que su destino era el de servir de asiento a la comunicación interoceánica, de la que emanaría la cornucopia de la inagotable abundancia. Esta era, en 1903, la psicología colectiva de la mayoría de los panameños.

Así, pues, en esa hora la nación panameña se enfrentó a una disyuntiva que la obligaba a escoger entre dos opciones, que no tenían término medio. Esas opciones reducidas a su mínima expresión, sin hipérboles y sin mistificaciones, eran las siguientes:

1.- Independencia y construcción del canal en tierra panameña, con el peligro ulterior de la dominación yanqui.

2.- Preservación de los vínculos políticos con Colombia, sin canal y, por tanto, sin la ilusión de salir del estado de pobreza en que el país se encontraba inmerso.

Nadie que conozca la historia del Panamá colombiano puede extrañarse de que el pueblo panameño haya optado por separarse de Colombia. El desdeñar en tales circunstancias la posibilidad de alcanzar la independencia, único remedio para evitar la muerte del mito, habría sido una conducta antihistórica imposible de explicar.

No creo que caigo en una digresión al traer a colación el comportamiento que, frente a la disyuntiva meritada, tuvo la dirigencia del ampliamente mayoritario Partido Liberal de Panamá, cuando conoció, casi en la víspera, la existencia del movimiento secesionista iniciado y promovido por sus adversarios conservadores. A manera de botón de muestra, selecciono los casos del doctor Carlos A. Mendoza y del General Domingo Díaz, ambos con una participación destacadísima en la guerra de los mil días, en la que los dos perdieron parientes muy cercanos y, aunque de extracción social distinta, ambos con marcado ascendiente sobre el liberalismo popular del arrabal citadino. La adhesión de los dos a la causa separatista fue inmediata e incondicional. Lo propio hizo el resto de la dirigencia liberal, salvo muy contadas excepciones, entre las que sobresale la de Belisario Porras.9

El caso de Mendoza es especialmente paradigmático, puesto que éste se había opuesto a la ratificación del Tratado Herrán-Hay por estimarlo lesivo a los intereses de Colombia. En mi opinión, la conducta de los líderes liberales simboliza y reproduce, a escala reducida, la que observó la mayoría del pueblo de la ciudad de Panamá, que, lejos de mirar la separación con indiferencia, como algunos han afirmado, se lanzó a las calles dispuesto a empuñar las armas en defensa del movimiento.

Y eso de empuñar las armas, lo aclaro para evitar equívocos, no es frase retórica. Quien lo piense no hace sino demostrar que para él la historia de Panamá es, en efecto, un secreto de catacumbas. Para comprender el sentido rigurosamente literal de la frase conviene recordar lo que ocurrió en Panamá durante la ya mencionada guerra de los mil días, que terminó apenas un año antes de nuestra separación de Colombia y que, para muchas cosas, representa el telón de fondo de ésta. En esa guerra, como lo ha dicho Humberto Ricord _la flor de la juventud liberal panameña se inmoló por su causa ideológica10. Y si eso fue así, que razón hay para pensar que cuando el 3 de noviembre el pueblo capitalino se tomó las calles y recibió las armas que le fueron entregados por los dirigentes del movimiento, no estaba en verdad dispuesto a luchar, ya no por su ideología, sino por la consolidación del país nacional?

Para mí es claro que la historia del Istmo ofrece al investigador abundantes pruebas de la legitimidad de nuestra separación de Colombia. Pero si hicieran falta pruebas adicionales de tal legitimidad ellas nos las obsequia la historia de la república independiente que entonces nació, con sus gravámenes y limitaciones. Ello es que si en el Istmo no hubiese existido en 1903 una nación consciente de su identidad, una nación con vocación de ser fiel a su propia mismidad y de hacer valer, por su cuenta, sus posibilidades de vida propia; si fuese acaso cierto que, como lo afirma la leyenda negra, éramos entonces sólo poblada y engendro artificial inventado por intereses extraños, entonces nada de lo que ha ocurrido después tendría explicación lógica. En efecto, la dura e inicialmente solitaria lucha que de inmediato emprendieron los panameños de la generación republicana, y que luego continuaron los de las subsiguientes, por asegurar la subsistencia y el perfeccionamiento del Estado nacional, únicamente pudo construirse y apoyarse sobre la base y en función de la preexistencia de nuestra condición de nación auténtica. No fue, pues, la república mediatizada de 1903 la que, como por arte de birlibirloque, produjo, a los pocos días de su advenimiento, una especie de nación instantánea. Fue la nación previamente consolidada la que posibilitó la siempre inconclusa aventura de la pervivencia y el perfeccionamiento del Estado nacional.


Notas

arriba

vuelve 1. Teoría de la Nacionalidad, pág. 12, Ediciones de la Revista Tareas, Panamá, 1968.

vuelve 2. En cuanto a las obras colombianas, léase, con provecho, la del miembro de las Académias Colombianas de la Historia y de la Lengua Luis Martínez Delgado, titulada Panamá, ediciones Lerner, Bogotá, 1972. También, la obra de Eduardo Lemaitre, titulada Panamá y su Separación de Colombia, la cual, si bien reconoce las razones de Panamá para separarse de Colombia, trata de manera despectiva a los colombianos que participaron en la gesta separatista. Esta obra contiene ciertos errores que conviene aclarar. Así, (véase pág. 515, cuarta edición) se dice que Pablo Arosemena rehusó someterse, durante largo tiempo, a los hechos cumplidos. Ello no es cierto. Pablo Arosemena aceptó de inmediato la separación y, además, presidió la Asamblea Constituyente que promulgó la Constitución panameña de 1904. Asímismo, se dice que Belisario Porras se negó, durante casi 10 años, a reconocer el nuevo Estado y a admitir la nacionalidad panameña. Este dato es inexacto. Acerca de Belisario Porras, véase nota No.9 de este escrito.

vuelve 3. Ricaurte Soler, A. Formas Ideológicas de la Nación Panameña, pp. 13-14, segunda edición, Ediciones de la Revista Tareas, Panamá, 1964.

vuelve 4. Martínez Delgado, Panamá, pág. 62, Ediciones Lerner, Bogotá, 1972.

vuelve 5. Martínes Delgado, op. cit. supra, pág. 63.

vuelve 6. Rodrigo Miró, Integración y Tolerancia, los Modos de Panamá, pág. 9, Universidad de Panamá, Oficina de Información y Publicaciones, Panamá, 1965.

vuelve 7. Luis Martínez Delgado, op. cit. supra, pág. 66.

vuelve 8. Los representantes del Estado de Panamá ante el Consejo Nacional de Delegatarios fueron los señores Felipe Paul y Miguel Antonio Caro, sin duda personas sumamente distinguidas, pero que no tenían ningún vínculo con Panamá y no podían, por tanto, ser voceros de las aspiraciones istmeñas.

vuelve 9. El mismo Bolívar, al escribirle entonces desde Quito para felicitarlo por su promoción a esa sede, ponía su esperanza en la generosidad del Pastor para con los pobres. Cfr. Navas, p, 198.

vuelve 10. Humberto Ricord, Panamá en la Guerra de los Mil Días, Premio Nacional Ricardo Miró, 1989, pág. 108.


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