Dr. Alfredo Castillero Calvo

Discurso del dos de noviembre de 2002

 


El dos de noviembre es el día dedicado oficialmente a recordar a nuestros antepasados y a rendir tributo a los forjadores de nuestra patria. Es un día para la meditación y las evocaciones históricas. En el umbral del centenario de Panamá como república independiente, la ocasión es altamente propicia para que reflexionemos sobre nuestros orígenes como nación, con identidad propia, y sobre la deuda que tenemos con los que la hicieron posible.

Una corriente historiográfica, reforzada por una obra reciente, propone rebajar la Independencia de 1903 a una oscura operación crematística. Sostiene que los directores de escena no eran panameños. Que Wall Street y Washington crearon la nación panameña. Y que en consecuencia, la actuación de nuestros próceres se redujo a una participación subalterna. Obviaré el trasfondo ideológico que subyace a este enfoque y limitaré mi objeción aludiendo sólo a dos falacias inadmisibles en cualquier obra histórica: por un lado, el empleo parcial y limitado de la documentación, y por otro, lo que es aún más grave, el desconocimiento del proceso histórico que precedió e hizo posible el 3 de noviembre de 1903. Falacia de omisión documental y falacia de omisión histórica.

Pocos episodios de nuestro pasado están mejor documentados que la Independencia de Panamá de Colombia. En ese manantial, el historiador encontrará abundante agua donde abrevar. Allí podrá descubrir las motivaciones que alentaron a nuestros próceres, los factores que entraron en juego y se entrelazaron, las humanas inseguridades y vacilaciones de los que comprendían la trascendencia de su empresa y del riesgo que corrían sus propias vidas, el contexto nacional e internacional en el que se incardinaba esta arriesgada operación, las fuerzas próximas y lejanas que daban sustento ideológico al movimiento que iniciaban, el denso trasfondo histórico que había preparado ese desenlace inevitable.

Para la mejor comprensión de este episodio debemos diferenciar tres planos: por un lado, el trasfondo ideológico que sustentaba el movimiento; en segundo lugar, la acumulación de experiencias colectivas que evidenciaban una vocación autonomista con 82 años de antigüedad; y, finalmente, las agitadas circunstancias históricas del momento. Un plano de largo trayecto, que hundía sus raíces en la época de dominio español; otro de mediano recorrido que se remontaba a 1821; y un plano inmediato, de precipitados, convulsos y elusivos acontecimientos difíciles de controlar.

Al mismo tiempo que, a principios del siglo XIX, el mundo occidental empezaba a agitarse con el surgimiento de los nacionalismos y se discutían sus fundamentos ideológicos, Panamá empezaba a tomar conciencia de sí misma como nación diferenciada de cualquier otra. Asomaba desde muy temprano al umbral de una nueva concientización política, no obstante sus pequeñas dimensiones y limitados recursos, y cuando apenas contaba con un puñado minúsculo de hombres intelectualmente preparados. Teóricos de los países europeos defendían la idea nacional basándose en la unidad lingüística, en el folclore, o en el concepto de Estado-Nación y otros factores. Es sorprendente que nuestra élite criolla empezara a madurar un concepto de nación e identidad nacional casi tan temprano como los países occidentales más adelantados. Lo hizo apoyándose en tres fundamentos sólidos: en su identidad cultural, en su peculiar geografía y en su propia historia.

Las experiencias colectivas acumuladas a lo largo del siglo XIX fueron consolidando esa idea de nación diferenciada y específica. Y cuando se estudia la documentación de la independencia de 1903 sorprenden, por un lado, las frecuentes manifestaciones en favor de la secesión meses antes de que se produjese ésta, y por otro, la extraordinaria conciencia histórica que asistía a nuestros próceres. Las manifestaciones de rebeldía las encontramos abiertamente declaradas en numerosos periódicos de la época como El Lápiz, El Duende o La Verdad de Colón, entre otros; en el discurso del legislador Luis De Roux cuando se debatía en Bogotá el Tratado Herrán-Hay; en los discursos del mártir León A. Soto, muerto a consecuencia de los cien palazos que para apagar su audacia le propinó el sargentón Pioquinto Cortés; en los osados y desafiantes artículos periodísticos de Rodolfo Aguilera.

La clara conciencia histórica a que aludo la encontramos en el Acta y en el Manifiesto de la Junta de Gobierno, en los discursos independentistas y en los testimonios que dejaron los partícipes del movimiento. El Mensaje de la Junta Provisional de Gobierno a la Convención Nacional Constituyente remonta explícitamente las raíces de la voluntad separatista a 1841 y 1855, es decir, dos generaciones antes, aunque podría haberla remontado más atrás, hasta los tempranos separatismos de 1830 y 1831, pero esta omisión es explicable por la premura con que tuvo que redactarse el texto, pues debía leerse al día siguiente del golpe. Sin embargo, apenas quince días después, cuando los hechos ya estaban consumados, Ramón María Valdés redactó el texto titulado La Independencia del Istmo de Panamá, sus antecedentes, sus causas y su justificación, con pormenorizados detalles de los movimientos autonomistas precursores, evidenciando que los contemporáneos eran plenamente conscientes de que existía un vínculo de causalidad entre aquellos movimientos y 1903. El sentido de historicidad de los que hicieron la Independencia no podía ser más transparente y profundo.

Este cúmulo de evidencias testimoniales martillaba una y otra vez aquello que parecía ser evidente para los panameños de entonces: la voluntad autonomista y de autodeterminación reiteradas veces expresada desde 1821, y, la diferenciación y especificidad geográfica de Panamá respecto del resto de la Unión Colombiana.

Los independentistas del 28 de noviembre de 1821 buscaban recuperar el esplendor de la función geográfica del Istmo cuando la riqueza fluía durante las ferias de Portobelo, y que habían vuelto a disfrutar recientemente, entre 1809 y 1819, durante la crisis de las guerras de independencia en América. No olvidaban que sus antepasados habían gozado de relativa autonomía política, institucional y jurídica desde el siglo XVI cuando el Istmo era Audiencia pretorial, y que desde 1739, cuando Panamá quedó uncido al Virreinato de la Nueva Granada, sus relaciones con el mundo exterior eran más frecuentes con Jamaica, Baltimore, New Orleáns o Perú, que con los puertos colombianos. Y a lo largo del siglo XIX no dejaron de recordarle a Colombia que se habían independizado sin su ayuda y que se unieron a ella por voluntad propia. Esta primera experiencia novembrina dejó una clara secuela en la conciencia política panameña. Fue la referencia paradigmática cada vez que se perdía el rumbo.

Los entusiasmos por la anexión voluntaria a Colombia en el mismo instante de la Independencia de 1821 pronto se trocaron en decepción, y a sólo cinco años de la secesión de España, empezaron los primeros brotes autonomistas. El primero surgió en 1826, con la propuesta, demasiado cruda y dudosamente viable, del anseatismo. Luego se produjeron las primeras separaciones abiertamente declaradas de 1830 y 1831. En un movimiento más elaborado y maduro, nuevamente en 1840 Panamá se separa durante más de un año, librándose de los avatares de una guerra que desangraba al territorio colombiano. Antes de terminar esa década, el Istmo queda envuelto en el torbellino del «gold rush» y la revolución de los transportes, que lo lanzan a la modernidad de un solo golpe, convirtiéndolo en la joya de la corona de los territorios neogranadinos. Ningún otro territorio era más valioso, pero ninguno otro estaba más distante de Bogotá ni concitaba tanto las apetencias de los poderes internacionales. Cada vez el Istmo se diferenciaba más e iba perfilando sus especificidades propias, a la vez que la idea autonomista cobraba nuevas fuerzas.

Fue el momento de la idea federalista, la única solución políticamente viable para acceder a una autonomía mediatizada, porque un tratado que comprometía a Estados Unidos a garantizar la soberanía colombiana sobre el Istmo hacía ilusoria una ruptura mayor.

Para sustentar la idea de conceder al Istmo un estatus de Estado Federal, con un régimen interno autónomo, leyes y gobierno propios, el gran Justo Arosemena escribió aquel excepcional tratado del mismo título, donde justificaba las aspiraciones panameñas basadas en su cultura, su geografía y su historia, evocando aquellos hitos cronológicos que marcaban su vocación autonomista: sobre todo 1821, 1830 y 1840. Para don Justo, la voluntad de los panameños a la autodeterminación y el esbozo de nación que se había ido gestando desde 1821, no eran una mera entelequia sino una evidencia histórica. Llegó incluso a proponer en el Senado colombiano que el Istmo de Panamá fuese declarado «del todo independiente y soberano, libre para el comercio de todas las naciones», aunque su propuesta fue rechazada. Finalmente, en 1855 Panamá fue declarado Estado Federal, y el país pudo experimentar un dilatado interregno de relativa autonomía, aunque no sin necesidad de nuevas reafirmaciones autonomistas como el Convenio de Colón de 1861, o sin dejar de exponerse a sangrientos sacrificios y situaciones convulsas.

Pero en 1885 el federalismo fue cesado, dando paso a un régimen conservador férreamente centralista. Líderes panameños, opuestos al nuevo orden, se alzaron en armas en Panamá y Colón, aunque esta revolución fracasó. Desde Bogotá se nombraban a no panameños como gobernadores del Departamento del Istmo, diputados a las Cámaras que tampoco eran panameños para que los representaran, y Panamá quedó sumido en el más abyecto atraso material, sobre todo después de que fracasara el proyecto francés de construcción del Canal. El descontento y la desesperación se apoderó de toda Colombia. La tensión llegó al límite y en 1900 liberales y conservadores se enfrentaron en la Guerra de los Mil Días.

Frustrados por la situación que había provocado el asfixiante centralismo colombiano, miles de panameños, de todas las clases sociales y regiones del país, abrazaron el pendón liberal y se sumaron a la guerra con entusiasmo inusitado, como expresión de una nacionalidad reprimida que aprovechó este conflicto para expresar sus reivindicaciones. La guerra civil literalmente desangró al Istmo, causando miles de víctimas y destruyendo su economía, sobre todo la ganadería, una de las tradicionales fuentes de riqueza del país. Las rentas que producía el ferrocarril transístmico, los contratos del canal francés, y los numerosos ingresos fiscales que rendía el Istmo, se habían entregado al Centro sin haber revertido en ningún beneficio material para Panamá. En vísperas de 1903 no existía un solo colegio donde estudiaran los jóvenes, faltaban carreteras y hospitales; no había acueductos ni alcantarillados; la salubridad era tan primitiva como en la Colonia y el agua se bebía de pozos y aljibes o la llevaban los aguateros desde el lejano Chorrillo a las faldas del Ancón.

Durante la Guerra de los Mil Días, los panameños estuvieron sometidos a toda suerte de vejámenes por parte de las tropas colombianas, y en el mismo año de 1903, cuando ya se había firmado el Tratado del Wisconsin, que ponía fin al conflicto, a la frustrante sensación de abandono por parte de Bogotá y a los vívidos recuerdos de las humillaciones, se agregaron varios hechos que agravaron sensiblemente las tensiones, imprimiendo una nueva fuerza al movimiento secesionista en Panamá y uniendo, paradójicamente, a liberales y conservadores.

Estaba demasiado fresca en la memoria la alevosa muerte de León A. Soto por hablar públicamente contra la dictadura colombiana y defender la independencia. A ello se agregó el fusilamiento de Victoriano Lorenzo, desafiando los acuerdos de paz del Wisconsin, lo que provocó la ira entre los panameños, y la publicación de un artículo en El Lápiz, donde se relataba el trato ignominioso que se había dado a su cadáver, arrastrado como un perro muerto en una vieja y sucia carreta, y la ostentosa arrogancia como se le había sacrificado. Su propietario, José Sacrovir Mendoza, y sus empleados fueron maltratados por la tropa y la imprenta donde se publicaba fue destruida. A ello se sucedieron otros siete fusilamientos en el Interior. A estos atropellos se sumó la persecución de las autoridades civiles por el poder militar, que virtualmente se hace con el control del gobierno, obligando al gobernador a asilarse en la embajada británica. Estos hechos enardecieron tanto a liberales como a conservadores.

Al mismo tiempo que esto ocurría, el Senado colombiano rechazaba el Tratado Herrán-Hay, donde se contemplaba la construcción del Canal por los norteamericanos. Este Tratado tenía el respaldo de un amplio sector del conservatismo y de algunos liberales prominentes, aunque también muchos liberales de primera fila lo objetaban, pero su rechazo suponía que la posibilidad de tener un canal por Panamá corría un serio riesgo de perderse para siempre, desenlace que muy pocos en el Istmo deseaban. En demasiado poco tiempo, demasiadas frustraciones, angustiosas expectativas y tensiones. El clima estaba caldeado, los rumores más inquietantes circulaban, y en esa enrarecida atmósfera, donde el destino parecía opacarse bajo sombras ominosas, empezó a fraguarse una conspiración de hombres sensatos pero desesperados. Había llegado el momento de actuar.

Con una sabiduría propia de hombres maduros y responsables, José Agustín Arango y Manuel Amador Guerrero, líderes conservadores y cabecillas del movimiento, buscaron el apoyo de sus antiguos rivales políticos, es decir, de la gran mayoría de la población. El liberalismo acudió a la cita con determinación y entusiasmo, aunque armado sólo de revólveres y palos. En la plaza de Santa Ana el pueblo se congregó al llamado de los militares liberales Domingo y Pedro Díaz, y fueron convocados hombres de excepcional talento como los también liberales Carlos A. Mendoza y Eusebio A. Morales, para redactar el Acta de Independencia y el Manifiesto de la Junta Provisional de Gobierno, respectivamente. Y si en aquel trance de desánimo y desolación, cuando todo parecía perdido, no hubieran contado con la intervención oportuna y decidida del General Esteban Huertas, para que apresara a los generales colombianos Tovar y Amaya, y su Estado Mayor, que venían a hacerse cargo del Istmo, probablemente el golpe habría tenido que abortarse. Habría pasado a la historia como otra intentona más y la situación de Panamá seguramente habría empeorado.

La Independencia fue la obra de todo un pueblo, no de una élite minúscula y cerrada que pensaba sólo en sus intereses. Fueron muchos los co-protagonistas, y aunque sepamos sus nombres y podamos singularizarlos, es obvio que sin el apoyo multitudinario de los dos partidos históricos y del entusiasmo popular, el gran proyecto no se hubiera realizado. Resulta extraordinario que una conspiración de esa magnitud, que envolvía a tanta gente, pudo mantenerse en el sigilo y que no se hubiese producido ninguna defección o una delación traicionera. Fue magnífico. Pocas veces en la historia panameña un acontecimiento de tal gravedad y trascendencia unió a todos los sectores, sin distinción de banderías políticas, ni mezquindades personalistas. Según el Manifiesto de la Junta Provisional de Gobierno fue un movimiento unánime. No hemos vuelto a vivir otra experiencia igual hasta el 9 de enero de 1964 y entre 1987 y 1989, cuando el pueblo panameño se alzó contra la más atroz de las dictaduras que hemos conocido, esos dos críticos momentos históricos sacudidos también por la frustración y la desesperanza.

Consumado el sueño libertario de 1903, cuando se expusieron las razones, quedó de manifiesto el excepcional sentido de historicidad que exhibían los voceros del movimiento. Recordaban las piedras angulares de la trayectoria autonomista, la idea de nación que ya anidaba en el pecho de los antepasados, y señalaban puntualmente los separatismos históricos. Ese largo proceso de maduración nacional formaba parte de un sistema de creencias y de nociones históricas ampliamente compartidas. Eran ya parte de la identidad nacional. A la independencia de 1903 subyacía un largo recuento de experiencias históricas cuyo desenlace no sólo era previsible, sino que ya era crecientemente comentado como una posibilidad inminente, tanto por los amigos como los enemigos de la independencia. Por eso, decir que Wall Street y Washington crearon la nación panameña es una temeridad irresponsable, documentalmente insostenible. La acumulación de evidencias lo desmiente rotundamente.

Los documentos fundamentales del movimiento encierran un mensaje inspirador y nos revelan los altos principios que inspiraron a los próceres. En el Manifiesto de la Junta Provisional de Gobierno compuesta por José Agustín Arango, Federico Boyd y Tomás Arias, se transmite este reto dorado para la posteridad:

«Aspiramos a la fundación de una república verdadera en donde impere la tolerancia, en donde las leyes sean norma invariable de gobernantes y gobernados; en donde se establezca la paz efectiva que consiste en el juego libre y armónico de todos los intereses y de todas las actividades; y en donde, en suma, encuentren perpetuo asiento la civilización y el progreso».

Cuando esa misma Junta Provisional de Gobierno, el 15 de enero de 1904, se dirigió a la Convención Nacional Constituyente que se preparaba para redactar la Constitución Política aconsejó:

«Formad una República que permita la expansión libre del derecho individual en todas sus manifestaciones hasta el límite del derecho ajeno, pero no tratéis de proscribir ninguna idea. Dejad a las ideas el campo libre para que ilumine si son buenas, y sin son malas, para que perezcan a la luz del día».

Eran mensajes de tolerancia, de unión y de libertades. Los convencionales fueron elegidos en un modélico torneo electoral, donde las dos viejas facciones políticas compartieron escaños cívicamente. Y la nación se preparaba para realizar su destino con entusiasmo y con fe en el progreso. Es ese espíritu de libertades, concordia, unión y de progreso el que recoge en sus estrofas el Himno Nacional de Jerónimo Ossa que es un verdadero canto de optimismo y de confianza en el futuro. Sin derramamiento de sangre, los próceres nos entregaban una nueva nación a la vida democrática, constitucional y republicana, habiendo disuelto el ejército y con pleno control civil de sus instituciones. Fue un logro excepcional.

Señora Presidenta: Me he sentido profundamente honrado por la designación con que me ha distinguido Vuestra Excelencia y agradezco la privilegiada oportunidad que me ha brindado de expresar mis reflexiones ante la tumba de nuestros próceres. Lo he hecho desde mi propia perspectiva, fiel a un ideal de objetividad al que como historiador estoy comprometido.

Señoras y señores: Si las enseñanzas de la historia fuesen aprovechadas, el mundo sería hoy muy distinto. 1903 nos dejó muchas lecciones, pero desde muy temprano, los propios contemporáneos se quejaban de que las reglas de oro de los próceres se habían olvidado. Por eso debemos mirar el pasado como fuente de inspiración para evitar los errores que cometieron nuestros ancestros e imitar sus virtudes y sus mejores ejemplos. De esa manera honramos a nuestros muertos, los salvamos del olvido y continuamos su obra. Sólo evocando su memoria rescataremos su legado.

1903 fue la realización de un sueño, pero aquel no era un sueño para ser sepultado en el olvido porque ya se hubiera materializado. Fue un legado para que ese sueño fuese renovado constantemente por sus herederos. Porque un pueblo sin sueños carece de destino. Y sólo si sus hombres y mujeres tienen ilusiones de grandeza lograrán su perfeccionamiento como nación, prosperarán y serán respetados por las demás naciones.

Después de un siglo de nuestra Independencia y de varias generaciones de pugnaces esfuerzos por reivindicar nuestra integridad territorial, ya es tiempo de que el pueblo panameño haga un alto y reflexione sobre su denso y rico pasado, que se inspire en el sentido de historicidad que tan prístinamente latía en la conciencia de nuestros próceres, porque un pueblo que ignora su historia difícilmente sabrá lo que es y lo que desea ser. Nuestros próceres sí lo sabían. Sin conciencia histórica el panameño será presa de las pulsiones de corto vuelo, sin posibilidad de conocerse a sí mismo, es decir, de descubrir su verdadera identidad y de preparar el destino a que tiene derecho y puede aspirar.

Muchas gracias.

Panamá, 2 de noviembre de 2002.


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