Rafael Lara-Martínez
Cultura de paz: herencia de guerra.
Poética y reflejos de la violencia en Horacio Castellanos Moya
Tecnológico de Nuevo México
soter@nmt.edu
Obras citadas
El testimonio contiene una laguna [
] los que no han vivido
la experiencia la desconocen [
] el pasado pertenece a los muertos [
]
nosotros, los sobrevivientes, no somos los verdaderos testimoniantes. Sentencia
proscrita durante la ceremonia de canonización del testimonio.
Hoy todo calla. Los aviones permanecen mudos. Por horas, el cielo ha estado
en silencio. Sólo los sonidos naturales siguen en pie. El aullar del
viento. Los pájaros siempre son parcos; mi perro, cazador voraz, se ocupa
de asustarlos. El chiflón es responsable de acallar el resto. Casi ningún
insecto pequeño se arriesga a desafiar la fuerte brisa. Ni mariposas
ni abejorros logran ascender la cima del acantilado que aloja mi vivienda. Prefieren
quedarse abajo, al abrigo en la quebrada. Ahí, aunque la vegetación
es rala, los protege un canal de cemento; una enorme canaleta conduce las aguas
del arroyo osuna, desde la montaña nevada, en el invierno, hasta el valle
del norte, donde la ciudad se diluye en el desierto.
Parece que el silencio se ha confabulado. Su intensidad es tal que le hace eco
al ruido de la distancia. Acabo de mudarme; por eso la televisión aún
no funciona. Hacia mí no llega ninguna imagen lejana. Sólo lo
inmediato, aquello que se ofrece frente a la vista surge entero. Todo lo virtual
ha decaído. No está presente sino el mundo más real. Sin
figuras extrañas, la presencia palpita.
De repente empiezo a escuchar un rumor. Creo que se trata de
una crecida de las aguas que bajan hacia el valle desde la montaña. Pero
eso es imposible. Estamos aún en septiembre y ninguna nevada se ha atrevido
a violar la aridez del desierto. Tampoco podrían ser lluvias, la correntada
que llena el canal ha decrecido bastante. Además, aquí sólo
llueve por la tarde. Es demasiado temprano, apenas dan las ocho y quince en
este martes once.
Pero el rumor prosigue. Se hace más intenso. Comienzo a orientarme. Viene
del noreste, del otro lado de la montaña, llamada Sandía por la
coloración que despide al atardecer. El verde de las coníferas
se tiñe de rojo con puntos negros desperdigados hacia lo alto.
Desde atrás de la montaña, un ruido intenso se eleva por los aires.
Lo primero que puedo distinguir, son voces a destiempo. Gritos, a veces leves
susurros y sollozos. Plañidos. Pero voces en fin que claman el terror.
Pienso que algo se ha desmoronado. Tal vez un talud las ha sepultado; quizás,
un deslave. Eso tampoco es posible. Las voces no llegarían hasta aquí.
Pero se acercan cada vez más, como si reconocieran un camino trazado
desde tiempos inmemoriales.
"Regresamos al origen; hacia Aztlán se encaminan nuestros últimos
pasos". Esa es la clave. He leído que varias tradiciones religiosas
hablan de una larga travesía entre el deceso y el destino final; también,
las almas de los difuntos, afirman, buscan siempre retornar a los orígenes.
Son almas en tránsito, reparo. Es ésa, intuyo, la fuente del murmullo
que inesperado opaca la mañana.
"Todos los cuzcatlecos tenemos por obligación retornar
a la tierra mítica de los orígenes: Aztlán. De aquí
emigraron nuestros padres y hacia aquí se remonta nuestra memoria".
Escucho hacia la derecha. "Huimos de la guerra y de la pobreza en nuestro
país sólo para ser víctimas desconocidas en tierra extranjera".
Musitan a la izquierda.
El tumulto de voces se acrecienta. Difícil sería asentarlas por
completo. Es un coro que fluye en varias direcciones. Pero todas claman que
han caído desde lo alto de dos torres gemelas. Algunas lavaban vidrios;
otras, retretes, pisos, oficinas. Unas servían comida; las más
limpiaban. Pero todas eran ilegales, sin papeles. Ahora ya no; ¿qué
alma requiere de pasaporte en su tránsito hacia el origen?
Como muchas otras que también se desplomaron este mismo día, casi
todas eran trabajadores de limpieza y servicio: sin documentos. Esta fue la
imagen que me sugirieron. Hay que eregir un monumento al ilegal caído;
su presencia, su cuerpo, quedará de seguro sin identificación
entre los escombros de las torres gemelas. ¿Qué tributo habrá
de recibir quien trabajaba ahí sin reconocimiento oficial? Esta es la
única estampa viva que resuena en la terraza, desafiando al viento, sin
abrigo. En el desierto de Aztlán, la travesía de las almas es
sin duda lo más vívido y real de este martes once.
La violencia se ha vuelto global; es omnipresente. Nos habíamos acostumbrado
a que antes se asomará sólo a la puerta de los vecinos y de los
desconocidos. Poco a poco, la situación comienza a cambiar. La violencia
infecta todos los estratos sociales y, como el internet y el www.com, es universal.
Por un momento pensamos que algunos podían estar exentos. EEUU fue uno
de esos pueblos. Por años la violencia, creíamos, era algo que
ocurría únicamente en el extranjero. El espacio áereo estadounidense
era inviolable. Pero ahora lo sabemos: todos estamos sujetos a ella. Hace siglos
alguien declaró que ése era un tema recurrente de la historia
humana. La globalización ha iniciado un mercado mundial, equitativo de
redistribución de la violencia. Tal vez ahora, por ello, por vez primera
conformemos una causa común para erradicarla, alrededor de un imperativo
categórico semejante a la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, sin importar la ciudadanía. Este sería el ideal; pero
existen señales que apuntan hacia un reciclaje de la violencia sin remedio.
Esa violencia que afecta a todos los estratos sociales, recortando muchas instituciones
oficiales, es una de las temáticas fundamentales de las dos últimas
novelas de Horacio Castellanos Moya: La diabla en el espejo (2000) y El arma
en el hombre (2001). La intención es narrar como la violencia permea
la vida diaria en El Salvador, por medio de la visión subjetiva de dos
personajes de distinta índole social. En la primera se trata de Laura
Rivera, una ex-alumna de la prestigiosa Escuela Americana; en la segunda, de
Robocop, un ex-combatiente del cuerpo de élite del ejército, ahora
desmovilizado. Mientras Laura conoce la vida íntima de la clase política
y financiera dirigente, Robocop está enterado de las maniobras de los
grupos paramilitares, del narcotráfico y de la reconstitución
de los focos de violencia luego de los Acuerdos de Paz hace una década.
Al disolverse las facciones enemigas, guerrilleras y militares, miembros de
ambas reconfiguran juntos nuevos bandos, sea para exigir derechos como desmovilizados
o lisiados de guerra, sea como tropas afiliadas al narcotráfico, al robo
o al secuestro.
Las obras pueden leerse aisladamente; pero, existen múltiples conexiones
que sugieren una lectura conjunta. Los dos héroes principales --Laura
Rivera y Robocop-- aparecen desdibujados y sin interioridad en el medio de la
otra novela. Más que un relato encerrado en sí, La diabla en el
espejo es el diálogo de la heroína con una amiga no identificada,
alter-ego de la lectora ideal. A la vez, al presentarnos una red de personajes
que giran alrededor de su amiga de infancia, Olga María de Trabanino,
víctima de Robocop, la novela deja abierta la posibilidad de elaborar
cada una de esas intimidades en obras futuras. El arma en el hombre, la biografía
inconclusa de Robocop, no sería sino una de las derivaciones lógicas
de una escritura en potencia, aún por venir.
La diabla en el espejo se corresponde con las confidencias de Laura Rivera;
éstas a veces rayan en el chisme. Sus confesiones retrazan una estrecha
relación de amistad entrañable entre ella y un sujeto femenino
que escucha e interviene de manera esporádica. El detonador es el cruel
asesinato de Olga María. Su velorio, entierro, novenario y la investigación
del crimen dan pie a una serie de revelaciones sobre su vida privada. Resaltan
las relaciones amorosas con altos funcionarios del partido político en
el poder y con financieros sin escrúpulos. Estas relaciones importan
no tanto por el peso que puedan tener en un posible escándalo sexual,
Laura no es un Bill Clinton en femenino ni El Salvador los EEUU; más
bien, interesan porque revelan una intrincada red de política, narcotráfico,
desfalcos financieros y corrupción. La violencia está incrustada
en el seno mismo de la vida institucional del gobierno y de la empresa privada.
No que todas las conexiones y personajes sean históricamente ciertos,
pero sí son verosímiles y posibles. Impunidad y engaño
siguen vigentes en este período de abierta democracia.
Por su parte, El arma en el hombre nos pone al corriente de la manera en que
se recicla la violencia en la región centroamericana. Una vez desmovilizado,
el combatiente de guerra se incorpora a un grupo clandestino paramilitar. El
grupo se dedica al pillaje, al asesinato sin clemencia e incluso a operaciones
de narcotráfico y contrabando. Por Robocop nos enteramos de las conexiones
directas entre uno de los candidatos presidenciables del partido oficial, el
gran capital y el narcotráfico en el Istmo. El antiguo soldado termina
por reconvertirse en dispositivo de las operaciones especiales antinarcóticos
de los EEUU en Centro América. Mientras los autores sociales que actuaron
en el conflicto armado siguen dedicándose a operaciones semejantes de
violencia y de terror, la clase política dirigente continúa cultivando
el escándalo y la parcialidad judicial.
La cultura de la paz que varias instituciones (inter)nacionales intentan fomentar,
debe aún confrontarse con una larga herencia de guerra. Un legado de
violencia conforma nuestra identidad más íntima; es una línea
medular de la historia nacional. Si guerra y ejército conformaron El
Salvador actual --un millón de exiliados y miles de muertos-- al dar
paso a la democracia hubiera sido necesario establecer programas técnicos
para adiestrar a todo combatiente militar a una vida civil productiva. Robocop
no podría ser más explícito: "como si de pronto fuese
a quedar huérfano: las Fuerzas Armadas habían sido mi padre y
el batallón Acahualpa mi madre" (2001: 12). La posguerra es la orfandad;
significa la disolución de los valores patrióticos que, al interior,
mantenían unidos a amplios grupos de población y que, hacia el
exterior, causaron la diáspora del veinte por ciento de los habitantes.
Si el propósito de ambas novelas fuera sólo el de la denuncia
de los hechos narrados, el proyecto de Castellanos Moya sería una simple
continuación del de la novela testimonial del período de la guerra.
Las semejanzas formales son obvias. Se trata de historias de vida o de biografías
que usan la primera persona singular como vehículo presencial de las
experiencias y de los hechos relatados en el texto. El "Yo" que inaugura
ambas novelas se nos ofrece en cuanto garante fidedigno de la narración.
Como en el canon testimonial, ese "Yo" nos asegura que el relato más
que una elucubración ficticia, posee un fuerte arraigo histórico
en lo real.
Sin embargo, de manera radical, algo ha cambiado. No me refiero sólo
al tipo de personaje; al antiguo defensor de la justicia social lo han suplantado
una ricachona con todos sus prejuicios y sin la más mínima conciencia
social, así como un ex-militar de bajo rango sin la mayor ética
ni respeto por los derechos humanos más elementales. Estos nuevos héroes
literarios son tan nuestros como los antiguos sujetos testimoniales; son nuevos
valores de la (des)identidad nacional. Tampoco tengo en mente un giro en el
carácter pedagógico, educativo del texto. Mientras el personaje
testimonial clásico buscaba una adhesión del lector a la causa
revolucionaria por un mundo mejor, ahora la mayoría de escritores se
han percatado del "desencanto". Un desengaño, una clara convicción
sobre la imposibilidad por renovar un mundo corrupto y vencido, guía
buena parte de los proyectos literarios actuales.
La utopía que agoniza, el realismo en crudo, y la búsqueda de
nuevos personajes literarios no agotan el nuevo proyecto narrativo en el país.
Hay además un excedente. Un surplus de sentido se levanta sobre las cenizas
de un ideario de renovación social que no fue. Lo llamaré literatura.
No que la novela ha dejado de ser crítica con respecto a un mundo político
a la deriva y a una economía vacilante. No es eso en absoluto. Tal como
el escritor lo ha declarado, su trabajo le ha valido el exilio durante este
período de posguerra democrática.
En cambio, lo que la nueva novela afirma es la necesidad suplementaria por reponer
los instrumentos mismos de la narración. Hay que restaurar la lengua:
la herramienta del poeta y los únicos útiles que posee toda sociedad
para representarse, para pensar sobre sí misma. El texto moyano es tanto
una exposición de la violencia al igual que un acontecimiento del idioma:
una obra literaria. La reflexión sobre la lengua es el precio que toda
escritura debe pagar por su anhelo de volverse literatura. De lo contrario,
será simple reporte notarial, noticia de periódico, o bien testimonio
sin más en una época en que la mayoría de los personajes
legendarios están de vacaciones. Ahora ya no hay mártires (del
griego martis = testimoniante); otras figuras menos virtuosas, pero tan reales,
definen la agenda de la (des)identidad nacional. Pero el proyecto por transformar
la experiencia histórica del país en literatura no se vuelve posible
sino en el momento en que se inicia la posguerra; la palabra se impone entonces
por encima de la acción heroica y brutal: "ahí de poco servía
el valor o la capacidad de combate, sino la palabrería [= la literatura]
ese palabrerío de la democracia [= la nueva novela postestimonial]".
La posguerra reemplaza el relato llano del testimonio clásico por una
búsqueda consciente e intensa de un arte en el narrar.
En esta intención literaria en sí, las dos novelas se contraponen.
La primera anhela transcribir una voz "esquizoide" y "paranoica"
desbordante; la segunda, el silencio y el mutismo de quien carece de palabras.
En cuanto a su acción sobre la lengua, Laura Rivera y Robocop representan
personajes opuestos: la una habla sin medida; el otro, "es una tumba".
La literatura se ofrece como resolución de una paradoja: darle voz a
lo "inmutable" que repudia el idioma, por una parte, y contener dentro
de los límites del sentido común, de lo inteligible, un habla
desbocada y sin control. No otra es la tarea lingüística, literaria,
que Castellanos Moya realiza en ambas novelas: insinuar la ambigüedad de
toda representación.
Laura Rivera entabla una relación de amistad y de confianza con un personaje
femenino que escucha su cháchara desenfrenada con paciencia. Una serie
de expresiones apelativas --"niña, "¿Te podés
imaginar?", "vos sabés"-- hacen de ella una figura tan
recurrente como la de la heroina principal. A todo lo largo de la novela, este
personaje callado --alter-ego, imagen de la lectora ideal-- convierte el texto
en un verdadero acto literario. Como un personaje femenino más, el escritor
ha incorporado a todo lector posible al interior de la novela. Laura le guarda
tal confianza y cariño que le preocupa la suerte que habrá de
correr al terminar su narración: "qué será de vos
durante mi ausencia".
La novela en su integridad es el mimo de un acontecimiento oral. Castellanos
Moya demuestra una honda sensibilidad por reproducir la lengua hablada en la
capital. Su conocimiento sutil de los modismos, expresiones, sintaxis cotidiana,
hacen que la novela reproduzca con mayor fidelidad la oralidad que muchos testimonios
que anhelaban calcar "la voz de los sin voz".
El lector --la lectora, dije-- se contenta con asentir, reconociendo su propia
identidad llena de prejuicios tanto en el idioma coloquial de la narradora,
al igual que en los lugares que frecuenta con la heroina. Incluso podría
pensar que Laura Rivera pone a prueba el conocimiento que la lectora ideal posee
de la ciudad, cuando equivocadamente cree encontrarse en la Colonia Costa Rica
camino al Cementerio, durante el entierro de Olga María.
En el caso de Robocop sucede lo contrario. El lector ideal posee atributos opuestos.
En lugar de representar a una amiga íntima del narrador, todo aquel que
desee averiguar sus andanzas acabará siendo víctima de su propia
curiosidad. Vilma, prostituta y amante de Robocop, es el ejemplo más
triste: "La vi ansiosa, con ganas de saber [= de leer la novela que narra
mi vida] le fui contando lo que me había sucedido, con pocas palabras,
más bien respondiendo a las preguntas de ella [
] más tarde,
después de pasar al retrete, cuando ella dormitaba tendida boca abajo,
le hice un orificio en la espalda" (2001:102).
La confidencia es aquí preludio del asesinato, anuncio de la muerte.
Dada esta equivalencia, sorprende que Castellanos Moya haya podido escribir
la novela. La única explicación consiste en identificar al escritor
con un militar de rango superior a Robocop: "les dije que no hablaría
[= que no daría mi testimonio] sino con [= a] un oficial superior [=
el novelista] que yo conociera [
] permanecí inmutable [= no hablé,
hice imposible la escritura de la novela]" . Por medio de esa identidad
resultaría verosímil que el texto moyano haya podido transcribir
una historia de vida, una experiencia de primera mano [les "contaré
[
] que no soy un desmovilizado cualquiera" (2001: 11)], sin sucumbir
como víctima en la operación.
La única salida de este callejón es reconocer que no existe frontera
fija entre testimonio y ficción, entre historia y fantasía. Al
transcribirse, toda vivencia particular lleva la marca de símbolos convencionales,
ajenos y abstractos; al imaginarla, toda ficción carga la traza del idioma
que la vuelve real. La literatura es la paradoja que revela un estado de violencia
y corrupción, al tiempo que nos confronta con los obstáculos para
verificar tal hallazgo. Que las habladurías de Laura Rivera sean imaginarias,
que el silencio de Robocop sea un hecho, en ambos casos tropezamos con la incertidumbre.
La novela como espejo o representación de lo real, nos incita no a descubrir
una verdad factual irrefutable, como en el testimonio clásico, sino a
considerar la duda e indecisión. En lugar de inculcarnos la fe en los
hechos narrados, el texto nos incita a la reflexión, a una toma de posición
crítica frente a los acontecimientos.
Castellanos Moya anhela mantener un equilibrio entre una perorata sin sentido
y un mutismo, igualmente desintegrador de la palabra. Ambos extremos disuelven
el idioma en su contrario: en el ruido desesperado o en la mudez. Lectora como
amiga y confidente, lector como delator y enemigo: he ahí dos proyectos
antagónicos en su manera de concebir nuestra participación en
la obra. Ambos papeles nos diluyen: sea en una posición acrítica
de simple escucha pasiva de un secreto, sea en la muerte por soplones. Lo que
unifica esas posturas adversas es que al observarlas siempre suscitan la sospecha
de la lectora, sea por exceso u omisión.
En síntesis, si la obra de Castellanos Moya se levanta
como arte en esta época de guerra en perspectiva, esto se debe a que
no se contenta con exponer una situación de violencia generalizada, sin
remedio. Es cierto. En su novela, la violencia se recicla de la misma manera
en que los autores sociales, como Robocop, cambian de nombre y de rostro para
sobrevivir en democracia. Un legado de guerra rige aún nuestra identidad
y relaciones más íntimas. Ignoro cuántos años de
cultura de paz serán necesarios para erradicar tantas décadas
de violencia. Pero, por su anhelo de volverse obra literaria, el texto moyano
no se agota en la denuncia. Por eso, ofrece una reflexión sobre la manera
en que la violencia afecta también el acto mismo de lectura e incide
en la urgencia por recuperar sin contrariedad experiencias ajenas. No basta
ya pensar el mundo; es necesario también sopesar los instrumentos expresivos
que nos permiten representarlo y comunicárselo a los lectores. Su novela
asume ese doble desafío: crítica de un mundo sin esperanza, crítica
del lenguaje narrativo. A la postre, aunque su diagnóstico social lo
desmientan los ortodoxos, quedará el residuo de ese suplemento que identifico
como literatura: una tekhne narrativa, un ars en el contar; la paradoja de toda
representación (Darstellen/Vorstellen). Donde de la rosa [= del referente,
del pueblo] no queda sino el nombre de la rosa [= la palabra, la representación
política] sin rosa; dos joyas: el aleph y el zahir de Borges
©Rafael Lara-Martínez
Obras citadas
- Castellanos Moya, Horacio, 2000: La diabla en el espejo. Orense: Linteo.
- Castellanos Moya, Horacio, 2001: El arma en el hombre. Barcelona: Tusquets.
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