Leonel Delgado Aburto

Proceso cultural y fronteras del testimonio nicaragüense

Universidad de Pittsburgh

led3+@pitt.edu

 

Notas*Bibliografía

 

Al plantear un acercamiento a los significados y constitución del testimonio en un específico espacio, en este caso la literatura nicaragüense, se impone la exploración paralela de la constitución de un género y sus implicaciones para el canon de la literatura nacional. En este caso trataré de resaltar cómo el testimonio y sus discursos colaterales de soporte, sufren en su relación con los discursos constitutivos históricos y literarios una tensión insoluble en términos de referencia a un canon constituido y conservador.

En los intentos fundamentadores del género testimonio, sobresale la relación que se establece con la historia, por un lado, como disciplina científica, y con la literatura, por otro lado, generalmente referida a su constitución en un canon nacional o un corpus regional. Margaret Randall habla de una coyuntura en que "posiblemente es ahora que tenemos la oportunidad de hacer historia "por primera vez en la historia". En las etapas anteriores al capitalismo, incluyéndolo, la historia la escribían siempre las clases dominantes." (Randall, 1983: 6)

A pesar de que esta afirmación alude a la irrupción de una historia contada desde el punto de vista subalterno, y que al partir de bases estrechamente marxistas se proyecta como monológica, el discurso del género testimonio no se inserta necesariamente en la historia como escenario de lucha para constituirse o refrendar su validez. Para Miguel Barnet, la novela-testimonio justifica, en primera instancia, una nueva literatura, la que tiene una función histórica novedosa, relacionada con la historia nacional: "Debía ser, dice este autor, un documento a la manera de un fresco, reproduciendo o recreando (...) aquellos hechos sociales que marcaran verdaderos hitos en la cultura de un país (...) [y] (...) proponerse un desentrañamiento de la realidad, tomando los hechos principales, los que más han afectado la sensibilidad de un pueblo y describiéndolos por boca de uno de sus protagonistas idóneos." (Barnet, 1979: 134s.)

Por otra parte, a pesar de que "el superobjetivo del artista gestor de la novela-testimonio (...) [es] (...) servir como eslabón de una larga cadena en la tradición de su país. Debe contribuir a articular la memoria colectiva, el nosotros y no el yo." (ibid.: 142), los objetivos de Miguel Barnet son estéticos en la medida en que no renuncia a la posición literaria institucional en un panorama de ineficacia del género novelístico en donde "el hombre occidental (...) ha separado el lenguaje del hombre mismo, (...) la idea del hombre, (...) la palabra del hombre." (ibid.: 126). Si bien la "estética" de Barnet es "personal", es importante hacer hincapié en dos de sus preocupaciones, las que pueden resultar significativas al sondear el testimonio del espacio específico nuestro. Primero, la afirmación de la nacionalidad y por tanto de las tradiciones referidas a ella. Segundo, la propuesta expuesta en un marco letrado, que si bien se ve a su vez cuestionado, no trata de ser trascendido por la oralidad1 u otros medios "utópicos" como los de comunicación de masas.

La paradójica presencia de un "yo" narrativo en el testimonio,2 evidencia, por otra parte, su distancia con la historiografía en sentido estricto, y lo coloca en el espacio de la constitución de discursos culturales-literarios vinculados a la nación, la modernidad, y las posiciones hegemónicas intelectuales. Por otro lado la insistencia en un corpus literario "hispanoamericano", hace que, por ejemplo, Fernández Retamar considere que en éste predominan los géneros "considerados 'ancilares'", los que "han solido empalidecer los otros géneros, supuestamente centrales" (Fernández Retamar, 1984: 57).

Volviendo la vista al caso específico de Nicaragua, encontramos una postura "oficial" de clasificar los géneros en mayores y menores. Obivamente el mayor de todos será la poesía, y un género de ambigua definición, como la crónica, que en este caso no alude para nada a las crónicas de la conquista, sino a un género moderno entre periodístico, simultáneo, urgente y testimonial, tendrá como sino ser "heterogénea en su temática, (...) considerada por los narradores nicaragüenses como lo que es: un género secundario, aunque para algunos haya significado más que un ejercicio literario" (Arellano, 1986: 106).

De manera que si por un lado, el escenario de desenvolvimiento del género testimonio no es tanto la historia, sino la constitución de los discursos literarios e intelectuales, y la lucha por constituirlos, por otro lado el género resulta desplazado de antemano, por la historia literaria nacional nicaragüense, de los discursos oficiales.

Al respecto es ilustrativo el ensayo "En el umbral de una nueva época" de Pablo Antonio Cuadra, publicado en 1981, es decir, en pleno auge popular revolucionario. A propósito de esto era evidente que la revolución sandinista había revelado cierta intimidad de lo letrado con la historia nacional. Según la afirmación de Cuadra: "¡La Revolución nicaragüense se hizo con sudor, sangre y poesía!" (Cuadra, 1981: 19). A pesar de este entusiasmo, el ensayo de Cuadra es ante todo un planteamiento programático, prescriptivo (y que, vale decirlo, revela algunas dosis de preocupación), sobre las relaciones de literatura e historia, en la que aquella resguardaría su papel de "comienzo absoluto", según la expresión de Octavio Paz. Dice Cuadra que "la literatura en Nicaragua ha sido uno de los factores principales en la toma de conciencia de la nacionalidad, no porque se haya desarrollado al servicio del nacionalismo, o del patriotismo, sino como resultado o consecuencia de su proceso creador, que, al buscar y afirmar su propia originalidad artística, descubrió y expresó rasgos y raíces de la identidad comunal del nicaragüense y creó o hizo visible la realidad poética de su naturaleza, de su tierra y de su asediada historia." (Cuadra, 1981: 19)

Esta postura implica evidentemente una identidad comunal establecida, coherente y sin crisis -la nicaragüense-, sobre la que se desarrolla una institucionalidad letrada en la que el escritor y su originalidad artística desenvuelven la inmanencia o esencialidad de esa identidad o nacionalismo.3 La misma presencia de la revolución contradecía este esencialismo, dada la irrupción protagónica de clases sociales, de edad y género, etnias y culturas, prácticas culturales y dimensiones inéditas de articulación cultural y política. El testimonio en Nicaragua irrumpe entonces con una ubicación problemática en cuanto a los márgenes y la centralidad literaria, visible tanto en la historia literaria4 y su ideología, como en la concepción esencialista de la identidad y la institucionalidad literaria. El testimonio es marginal como género, y busca la centralidad letrada. Pero esta marginalidad implica a la vez que este género da voz a sujetos generalmente excluidos de la institución letrada y discurso a historias excluidas o silenciadas. (Beverley/Zimmerman, 1990: 175)

La crítica en torno al testimonio implica de por sí el establecimiento de una definición más o menos estrecha del género, no obstante el reconocimiento que hace Françoise Perus (1989) de que se trata de "un género esencialmente abierto y en devenir". Los críticos John Beverley y Marc Zimmerman, preocupados por las relaciones de la ideología y la la literatura en un escenario revolucionario centroamericano, elaboraron un planteamiento formal del testimonio como un relato novelado, en primera persona, de un protagonista o testigo, con una unidad de narración basada en la vida del sujeto o un episodio significativo, y que incluye, dado que muchas veces el narrador es analfabeto, la grabación y/o transcripción y edición de un relato oral por parte de un interlocutor que es periodista, escritor o activista social. (véase Beverley/Zimmerman, 1990: 173)

En referencia al "yo" narrador del testimonio, éste se diferenciaría del de la novela, en que es "representativo de una clase o un grupo social", de manera que trasciende el destino individual (ibid.: 174). Beverley y Zimmerman destacan ante todo "cómo el testimonio pone en cuestión radicalmente las instituciones literarias en sí mismas como formación de clase, género y violencia étnica" (ibid.: 177).5 Es bueno aclarar que estos autores sugieren un paradigma del testimonio centroamericano en el libro de Elizabeth Burgos Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983), cuya práctica de producción textual les parece "una poderosa figuración ideológica o símbolo de la unión de la intelectualidad radicalizada con el pobre y las masas trabajadoras del país" (Beverley/Zimmerman, 1990: 176). En este sentido, otra ubicación estratégica del testimonio está dada, obviamente, por los procesos de cambio social. (véase ibid.: 172, 177-178)

Como se va mirando, el estudio del género testimonio lleva a estos autores a la prescripción estilística, formal, y al posicionamiento radical en el límite de lo literario/anti-literario. Un límite que proviene quizá de la certeza de que el "otro" latinoamericano "puede (suele) practicar su diferencia no sólo en la literatura sino en contra de ella" (Beverley, 1995: 32).

Las contradicciones de este posicionamiento límite pueden ser observadas en la periodización que establecen los autores en torno a la literatura nacional nicaragüense. Supone, por cierto, un benéfico distanciamiento del canon oficial, pero, en fin, tiene también asuntos cuestionables. Beverley y Zimmerman proponen a grandes rasgos la existencia de un proto-testimonio en el que alcanzan trabajos testimoniales como los de Manolo Cuadra y José Román, además de obras de realismo social como los de Emilio Quintana. (véase Beverley/Zimmerman, 1990: 181) Luego, el testimonio sandinista en sí, que abarca la temática de la insurreción popular, la cárcel, la muerte heroica de jefes guerrilleros, etc. (véase ibid.: 183-189) Por último habría un neotestimonio compuesto por "textos basados en materiales testimoniales, pero mucho más controlados y trabajados por el autor con objetivos literarios explícitos" (ibid.: 186), y por tanto escaparían hacia lo literario, rompiendo la prescripción anti-literaria del testimonio.

Evidentemente los límites de lo literario/anti-literario han flaqueado ante una tradición letrada mucho más compleja y que los mismos autores sugieren cuando dicen que "el testimonio nicaragüense en general ha estado más cerca de la poesía y por tanto más marcado por la mezcla literaria y elementos de narrativa directa que el correspondiente salvadoreño o guatemalteco" (ibid.: 180).

Personalmente no aspiro al señalar esta problemática de la literatura testimonial nicaragüense, darle razón al esencialismo nacionalista o al canon conservador. Al contrario, me parece que la lucha por la afirmación de géneros alternativos o "secundarios" se ha ubicado, mucho antes de la coyuntura revolucionaria de los ochenta, en los terrenos de los discursos intelectuales sobre la literatura nacional, con su dominante señalada de "originalidad artística", en los discursos de la nacionalidad literaria "inventado e inventariado por la Vanguardia granadina" (Delgado, 1997b), y que esas luchas soterradas o abiertas no han rozado aún, a pesar del testimonio de los ochenta, el límite literatura/antiliteratura, quizá por las dominantes "estetizantes" literarias, visibles a nivel popular en ideas tradicionales (y hasta cursis) sobre "la nación de los poetas".

Además, es importante señalar dos cosas bastante obvias. Primero, que el testimonio de los ochenta no era ajeno, como bien lo sugieren Beverley y Zimmerman, a una tradición de crónicas anteriores. Y, segundo, que la historia nacional de las últimas décadas, cuyo marco fundamental fue la dictadura somocista, incidió decididamente en el desarrollo de una literatura testimonial.

De manera que nos encontramos de nuevo ante el dilema, no muy bien comprendido, de la tradición o tradiciones nacionales, que como hemos visto en Pablo Antonio Cuadra y Miguel Barnet, resultan determinantes en los ámbitos de lucha por el poder intelectual. Paralelamente hemos visto que el posicionamiento intelectual del crítico o crítica, influye en la compresión de estas tradiciones. (véase Mignolo, 1996)

"Un teatro noble y eterno: la lucha"

Al iniciar su crónica Itinerario de Little Corn Island (1937, en: Cuadra, 1989), Manolo Cuadra expresa que "quizá el defecto capital de este libro sea su egoísmo. Realmente, suelo usar (sic) de la primera persona". En efecto, confinado por razones políticas en una isla del Caribe nicaragüense, el escritor granadino diseña un sujeto narrador polémico, anarquista y "artista", cuyo objetivo fundamental parece ser sondear en las experiencias existenciales, con plena conciencia y dosis nada despreciables de desafío a las circunstancias. Muy posiblemente este sujeto hipotético está influido por experiencias artísticas auto-destructivas del tipo de ciertos héroes de Hemingway. Sin embargo las distantes e incivilizadas regiones de catársis artística típicas de estas experiencias, son encontradas en "un fragmento de nuestro territorio, falto de cualquier vínculo a la nación que no fuera el intermediario policial ..." (Chávez Alfaro, 1989: XVIII)

En Itinerario de Little Corn Island, es obvio el distanciamiento "anárquico" de Cuadra con su entorno paisajístico y humano, que incluye el silenciamiento casi total de "causas nobles" de lucha política. Es cierto que tiene junto a él a un connotado líder obrero (Jesús Maravilla; véase Gould, 1998), pero esto no da paso a la construcción de una "comunidad política". Narrando un amago de pelea con Maravilla evidencia su distancia incluso racial: "creo que llevará la ventaja, porque él es negro". Al apaciguarlos el tercer compañero de destierro, Cuadra apunta irónicamente que "nos dice que no debemos pelear, porque no hay que darle armas de crítica a la burguesía, al 'enemigo común' (...) todo debemos tolerarlo en sacrificio a la gran causa universal, nosotros somos mártires y debemos de vivir para la historia" (Cuadra, 1989: 42).

La colisión del "proyecto político" frente al egoísmo confeso de Cuadra y su ironía, es paralelo a su distancia del entorno. En efecto, dice él, "mis compañeros aparecen como complementos de este paisaje" (ibid.: 3). Pero además el cruce conciente de un escenario marginal, en donde el rebelde-escritor se vuelve el centro, no deja de mostrarse racista frente a "esos negros supersticiosos" (ibid.: 20) y "el mal olor de las negras" (ibid.: 3).

Lejos de condenar a Cuadra por una ausencia de "política correcta" al abordar los márgenes, con esta incursión somera en su Itinerario de Little Corn Island, quiero evidenciar que la función de su intento testimonial es más compleja que la de presagiar o preanunciar al género testimonio. En todo caso lo distancia de este papel la ausencia de proyecto político coherente, a pesar de que en su tránsito al destierro "iza su puño en alto un trabajador desconocido" (ibid.: 51). En todo caso su proyecto literario testimonial está encaminado a resistir el ser dominado por el márgen, aquello que como Little Corn Island, en esa época, ni siquiera es nación, y persistir por tanto en los símbolos de la nación del Pacífico y su coherencia existencial masculina, mestiza, rebelde y literaria. Cuadra concibe, tal vez por esto mismo, valores universales a su lucha personal, que sugieren implicaciones políticas frente a lo "desconocido", es decir, el proyecto, el margen, el trabajador que levanta el puño. "He llenado -dice casi al final de su crónica- la parte que me correspondía de humilde comparsa en un teatro noble y eterno: la lucha." (ibid.: 68)

En otros testimonios posteriores como los de Luis Cardenal Mi rebelión. La dictadura de los Somoza (1961) o el de Pedro Joaquín Chamorro Diario de un preso (1963), las marcas de identidad siguen incólumes, respondiendo a la clase y el entorno de los autores. En realidad estos dos libros parten de una intentona insurrecional para derrocar a Somoza, protagonizada por "hijos de familia" (véase Jarquín, 1998), es decir, provenientes de las clases burguesas y oligarcas. La dispersión política de estos sectores y sus diversas rupturas con el movimiento obrero (véase Gould, 1998) - en una situación parecida a lo planteado "simbólicamente" por Manolo Cuadra - , es muy visible en estos testimonios, que participan del sentimiento de fracaso ante la dictadura.

Mi rebelión ha sido con acierto considerado un libro en el que aprender "cómo no debe hacerse una revolución" (Guevara, 1998). Efectivamente, con dificultad se distancia de un entorno familiar muy cercano a los Somoza, donde las revoluciones están lejos de implicar raíces de rebelión popular, por el contrario, la historia se reduce a gestos aristocráticos-revolucionarios, si se permite la contradicción. Prueba de esto es la posición del narrador, por cierto muy significativamente afirmado en la individualidad (de ahí la concepción de mi rebelión). Cuando llega la noticia de la revolución del 1954, en la que debió haber estado involucrado el protagonista: "'Payo' Cabrera me comunicó la orden, pero comprendió inmediatamente mis razones para no cumplirla: Me casaba en esos días (...) el amor podía esta vez más que el patriotismo... Y comenzó mi luna de miel. Habana, Miami, Miami Beach... Me desperté el domingo en la mañana. El radioteléfono llamaba desde Managua. 'Debe ser la revolución', me dije a mí mismo ..." (Cardenal, 1961: 20, 22)

Si bien Cardenal afirma no pretender "méritos literarios" (ibid.: 11), los méritos históricos de su rebelión son significativos de ciertas constantes de la literatura testimonial de esos años. Estas son más dramáticos en el libro de Chamorro, que como en Cuadra, presenta al héroe solitario frente a un entorno político y cultural adverso. Luego de su captura en la fracasada invasión, Chamorro escribe en segunda persona que "te derrotaron... Te veías flaco y barbudo; ibas acompañado, pero estabas solo, absolutamente solo. (Chamorro, 1963: 17)

Sin embargo, en Chamorro el proyecto político, que en Cuadra se reducía a ironía o compromiso personal, es más visible: "Mis rebeliones comenzaron cuando ví que el Estado era un botín para los gobernantes, mientras el pueblo padecía flaco y enfermo, sucio y analfabeto, obligado al aplauso de quien le causaba daño... Siendo de familia pudiente, siempre oímos dentro de ella alabar al pobre y respetar con gran estima al humilde." (ibid.:54, 56)

Como puede verse incluso los márgenes sociales son integrados en un proyecto paternalista de fuertes connotaciones cristianas. Esta integración alcanza niveles de práctica literaria en el encuentro inevitable con los campesinos durante los días de la invasión. Estos son conceptualizados con una bondad intrínseca, "ontológica". Incluso, Chamorro los hace hablar en diálogos (véase Chamorro, 1963: 58-60) que recuerdan la literatura regionalista imperante durante decenios en Nicaragua, y aún hoy con estatus muy alto en los círculos letrados. En otro ejemplo destacado de testimonio, esta vez ya sandinista, José Román escribe sus diálogos con Sandino recogidos en Maldito país (1979) con un tono muy cercano a la "novela de la selva".

Que los modelos literarios crucen transversalmente los textos testimoniales, como hemos visto en estos ejemplos, dice mucho de la tradición a la que se referirán los testimonios de los años ochenta. Sobre todo hay implicaciones que afectan el "yo" del narrador y su distancia-acercamiento a valores de identidad nacional. Además continúa siendo muy significativo el asunto de los márgenes, representado por lo subalterno, lo femenino, lo racial, lo geográfico, y lo que Perus llama "ámbitos de realidad (...) que el discurso dominante suele ignorar, ocultar o tergiversar ..." (Perus, 1989). Pero también se trata de la efectividad de las estrategias de lucha (y las estrategias textuales) que para cambiar las condiciones dictatoriales renunciarían al solipsismo del proto-testimonio, y en su defecto, inventarían una posibilidad "participativa" del yo narrativo.

Hombre moral, hombre amor, hombre de montaña

En La montaña es algo más que una inmensa estepa verde de Omar Cabezas, el "algo más" alude entre otras cosas a la experiencia solipsista en el "teatro noble y eterno" de la lucha: "lo horrible de la montaña, dice el texto, no es la tortura de la falta de comida, no es la persecución del enemigo, no es que andés el cuerpo sucio, no es que andés hediondo, no es que tengás que estar mojado permanentemente... es la soledad, nada de eso es más duro que la soledad." (Cabezas, 1982: 102)

Aun así, el texto de Cabezas, y los de Sergio Ramírez/Francisco Rivera en La marca del Zorro (1989) o el de Tomás Borge en La paciente impaciencia (1989), no están tan distanciados como podría pensarse de las tradiciones intelectuales nicaragüenses que marcaban a Manolo Cuadra o Pedro Joaquín Chamorro. En todo caso es imposible encontrar en el paradigma de Elizabeth Burgos/Rigoberta Menchú que guiaba a Beverley y Zimmerman, el modelo adecuado para determinar los límites del testimonio en Nicaragua.

Las constantes del posicionamiento intelectual de los autores de testimonio (generalmente pertenecientes a las clases medias), son, entre otras, su vinculación letrada a la universidad, que ejendra en Nicaragua, un paradigma de "el universitario", hombre, líder, depositario de un saber que incluye una nueva legalidad, una nueva nación. Este héroe cultural tiene como una de sus tareas sondear el margen (Corn Island, la montaña o las hazañas de un guerrillero de origen popular, como el caso del libro de Sergio Ramírez). Este cruce del margen implica el dominio, la sujeción "masculina" y la trascendencia a una representación política de las masas, la mujer, el pobre, el subalterno, en general. (véase Rodríguez, 1996)

En el caso de Omar Cabezas el diseño de una héroe de cultura urbana (de León), ya de por sí abarcadora de márgenes como la resistencia étnica (figurada en la presencia de la Comunidad indígena de Subtiava), es sometida al fuego purificador de la montaña y "(a)hí nace el hombre nuevo" (Cabezas, 1982: 107) que representa políticamente a todos los márgenes, dadas sus cualidades morales y sexualmente híbridas, que provienen a su vez del dominio sobre el principio femenino, la montaña. (véase el ensayo de Mary Kathryn Addis: "Re-presentaciones femeninas: de La mujer habitada a Sofía de los presagios, de Gioconda Belli", publicado en el presente libro). Además, este héroe, como dice George Yúdice, "habiéndose separado ya de la montaña (...) se identifica con el padre, o mejor dicho (...) una cadena de padres que conectan al narrador con Sandino (...) el fundador de la nueva nación ..." (Yúdice, 1986: 50)

En Cabezas es además visible sus preocupaciones más estrictamente "literarias", a pesar de que la forma de producción del texto fuera una grabación. El lirismo, incluidos pequeños poemas, trata de "arreglar cuentas" tanto con los subalternos representados o convertidos a la ideología sandinista, como con el "principio femenino". (véase Cabezas, 1982: 119, 236) Este doble cierre de cuentas afirma a los campesinos colaboradores que "desde entonces /fuimos hermanos" (ibid.: 119) y en cuanto al rompimiento con el vínculo femenino afirma que "si no fuera 'plomo' [es decir "patria libre o morir", la consigna sandinista, L.D.A.], fuera mierda" (ibid.: 236). La ritualidad de escribir un poema, y la conciencia paralela de textualizar lo trascendente, alude a las tradiciones intelectuales de Nicaragua, en las que la poesía es constante a todo nivel. Esta "conciencia poética" marca asimismo los intentos testimoniales de Tomás Borge en los que se cruzan, además, otros sistemas literarios transregionales. Ya en el prólogo a su libro Carlos, el amanecer ya no es una tentación afirma que el autor "se parece tanto a un escritor, como García Márquez a un vendedor de frigorífico" (Borge, 1984: 17), en obvia alusión a la llamada literatura del boom.

La alusión parece tener un envés irónico en La paciente impaciencia (1989), donde la concepción ideológica de la Revolución parece provenir de un extenso intertexto que abarca autores tan disímiles como Karl May, Gustave Flaubert, Rubén Darío o Julio Cortázar. Ante todo, este neotestimonio (según la clasificación de Beverley y Zimmerman) recrea (o mejor inventa) los principios intelectuales-culturales primigenios de la revolución, tomando como eje la vida de Carlos Fonseca. A propósito, es significativo que desde sus inicios el sandinismo implicó la "formación de una capa social intelectual, conformada por la juventud estudiantil (...) factor esencial para el surgimiento del movimiento sandinista moderno" (Mackenbach, 1995: 443). Los principios de esta capa social cristalizaron en la estructura militar-política del FSLN e influyeron en gran medida en las expresiones letradas de sus experiencias.

Incluso un testimonio escrito por una mujer militante, como el de Charlotte Baltodano, Entre el fuego y las sombras (1988), está fuertemente arraigado en la expresividad literaria (más que en el carácter "antiliterario" del testimonio) y el diseño hagiográfico del héroe hombre nuevo.6 Esto es notorio, por ejemplo en las siguientes frases, las que no merecen ulterior comentario: "Descansamos en un recodo y el canto de los grillos nos durmió. Al abrir los ojos, vi a Rolando que vigilaba nuestros sueños sentado. No había descansado. Sus ojos reflejaban el cielo abierto de la madrugada... Yo ya no era la misma. Comprendía un poco más la esencia de la lucha... Caminé respetuosa hasta llegar donde él (...) le abracé, desplegada con escalofríos y me dijo sin acento profético, con naturalidad, 'somos protagonistas de la historia ...'." (Baltodano, 1988: 30-31)

Epifanías de la (correcta) voz subalterna

El testimonio ha provocado epifanías sobre la correspondencia y adecuación de la voz subalterna. Una de las más notorias es la elaborada por Coronel Urtecho (1994) sobre La montaña es algo más que una inmensa estepa verde. Como acción intelectual, este reconocimiento lleva un sentido correspondiente a la irrupción de la figura masculina del "universitario", hombre nuevo. Se trata de de su recepción en un ámbito patriarcal, canonizador. (véase Delgado, 1997a)

En primer lugar, la epifanía presenta a un subalterno que trasciende su ámbito no-letrado (en el sentido de falta de acceso a lo "verdaderamente literario", resguardado por la élite letrada). Es de por sí polémico considerar al universitario-guerrillero Cabezas un "subalterno", a no ser que se tome en cuenta las características fuertemente conservadoras y cerradas de los guardianes de lo letrado, es decir, los antiguos vanguardistas granadinos. Es notorio, por otra parte, que Cabezas pertenece a una clase media bastante fluida en el sentido de cercanía a las clases populares, generalmente con poco acceso a las letras o la "literatura".

Para Coronel, Omar Cabezas sería "como Bernal (...) otro soldado escritor, cuya gracia consiste en saber escribir sin saberlo, es decir, en hablar..." (Coronel, 1994:112). Si Pablo Antonio Cuadra, como ya vimos, apuntalaba el deslinde entre historia y literatura, privilegiando este último espacio (y con esto reservando para "las letras" y sus practicantes, un papel hegemónico sobre la identidad nacional), Coronel establece, en cambio, un límite infranqueable para el no-letrado: el conocimiento, la conciencia, el saber sobre el propio discurso. Así, en una estrategia muy similar a la de Cuadra, reserva para el letrado el poder de decidir sobre el arte que enjendra el no-letrado, pero que éste no asume. El letrado establece el canon del no-letrado, la separación guarda los estatus.

Es significativo que Coronel alude, además, a otros posibles márgenes, para compararlos con Cabezas, por ejemplo, la literatura de Santa Teresa, de quien dice que "su estilo es no saber que eso es estilo..." (Coronel, 1994: 124). Así, mientras las condiciones de producción y funciones textuales en Santa Teresa y Omar Cabezas son ignoradas, se trata de subsumirlas en la universalidad letrada, el repertorio clasificador de la literatura norteamericana y europea. (véase Coronel, 1994, especialmente 128s.) El libro de Cabezas se alza así inopinadamente en un ámbito universal que en vez de desconstruir su discurso, como hacen otros críticos con posicionamientos diferentes (Yúdice, 1986; Rodríguez, 1996; y el ya mencionado ensayo de Addis en el presente libro, por ejemplo), glorifica, a la par que inventa, una identidad literaria universalizante. Es "una nueva dimensión de la literatura nicaragüense" (Coronel, 1994: 120), pero sus vínculos de origen están perdidos pues "no proviene directamente de la literatura latinoamericana o extranjera modernas, sino de la inmemorial y permanente narrativa oral" (ibid.:128). La postura de Pablo Antonio Cuadra planteaba lo dañino de eventuales servidumbres ideológicas para la literatura. José Coronel Urtecho ejerce el "derecho" de salvaguardar, por medio de la recepción, las distancias con otra "servidumbre" (por ejemplo, la oralidad) diferente a la literatura, y de inventar la genealogía, el candor o la sintomatología de lo diferente. El esquema anti-literario del testimonio diseñado por Beverley y Zimmerman, tiene aquí una antítesis, con el poder de tradición intelectual nacional trabajando a su favor.

La segunda epifanía del subalterno que quiero abordar brevemente, es muy diferente. Se trata del ejercicio testimonial de Sergio Ramírez "metido en la piel del Zorro", es decir, contando en primera persona la historia del guerrillero Francisco Rivera, llamado El Zorro. (Ramírez, 1989) El intento de Ramírez se encuentra muy cercano a las propuestas de Miguel Barnet y la novela-testimonio (véase Barnet, 1979), ante todo por la preocupación histórica y estética: "La mano del escritor ha intervenido solamente para ordenar sus recuerdos en una estructura narrativa capaz de mostrar la progresión del círculo que su vida traza con pólvora, para que arda a los ojos del lector, metiéndome en la piel del El Zorro y en su propio lenguaje para exaltarlo en todos sus fulgores." (Ramírez, 1989: 14) Si, como vimos, Coronel ignora la forma de producción textual del libro de Omar Cabezas, Ramírez, en cambio, reconstruye el testimonio de Rivera a partir de la forma de producción, es decir, "de las deicisiete horas de conversación, registrada en video para la historia" (ibid.: 13). De manera que el modelo de relación productiva de este testimonio involucra al menos: a) un medio no convencional (audiovisual), b) un cometido histórico y estético, y, c) la relación entre jefe guerrillero e intelectual comprometido.

Si bien en La marca del Zorro existen constantes ya previstas en el testimonio de Omar Cabezas, como decir la fijación en los valores del hombre nuevo y la genealogía por línea masculina (por ejemplo, en el hermano del protagonista, Filemón Rivera ? véase cap. 2, 33-46 - y en la presencia de Carlos Fonseca que alcanza el estatus de figura paterna ? véase por ejemplo 70s.), la operación de Ramírez/Rivera no está fijada en la purificación guerrillera centrada en la montaña, sino en el cruce de niveles de lucha popular con un sentido más amplio. Esta dicotomía remite a las estrategias de lucha que llegarían a provocar una división en las filas del FSLN de ese entonces.7 La opción insurreccional versus "la montaña" es explícita cuando el protagonista dice: "Lo que se nos ordenaba, textualmente, era huír del combate, supuestamente para acumular fuerzas, mientras la cabrona realidad nos estaba diciendo otra cosa." (ibid.: 104)

En última instancia la nueva ética y el pragmatismo insurreccional y político, son las características relevantes de El Zorro, en contraposición al romanticismo fundacional-nacionalista de Omar Cabezas o las intertextualidades del pensamiento y la acción revolucionaria en Tomás Borge. Publicado en 1989 La marca del Zorro señalaba un distanciamiento con respecto a las simbologías revolucionarias estables de los primeros años de gobierno sandinista.

El sujeto testimoniante guerrillero, es "derrotado" y obligado "a usar el yo y abandonar el nosotros en el que trataba de perderse" (ibid.: 14). Este esfuerzo señala que la singularización de este nuevo "sujeto histórico", no es espontánea, como la del guerrillero que diseñaba Omar Cabezas, sino reconstruida desde cierta posición de "política correcta", señalando al subalterno su lugar en la historia y el pragmatismo político necesario para figurar en lo letrado, espacio que es, a la vez, y contrario a la propuesta de Pablo Antonio Cuadra, el de la historia y de la literatura.

Como se ve, el modelo Ramírez/Rivera es muy diferente del de Burgos/Menchú, y señala una figuración histórica de producción textual enraizada en las tradiciones letradas del país, y en la reconstrucción histórica de la organización revolucionaria con incidencias en la construcción de un sujeto popular (más que subalterno) abierto al devenir histórico y a las coyunturas específicas, incluida la del momento post-romántico de la revolución. Es decir, que el ámbito de este texto es lo letrado/histórico, en un indudable esfuerzo de acceso en el que la doctrina "universitaria" del hombre nuevo, es sustituida por la práctica política "correcta" del sujeto popular hombre, identificado desde un postura diferente de las de Cabezas o Coronel.

Conclusiones

Cuando desde posicionamientos post-nacionales, postestructuralistas, postmarxistas o feministas,8 se pregunta por el testimonio de los años revolucionarios, los paradigmas invocados suelen obviar las tradiciones intelectuales nacionales y su funcionamiento y colisiones ante determinadas realidades. Sin invocar necesariamente las cualidades de estas tradiciones, sino que reconociendo sus evidentes insuficiencias, creo necesaria la pregunta por el espacio del testimonio, pensando en la necesidad de reinscribir esta tradición de una forma no-tradicional. (véase Mignolo, 1996)

Como hemos visto, este espacio es el de la transgresión de los márgenes o, más bien, de los límites sociales, étnicos, de género, etcétera, todo en pro de una coherente nacionalidad que tiene sus respectivos paradigmas intelectuales y sus investiduras tradicionales (como el caso de la escritura de poesía, el acceso universitario o los modelos literarios "universalistas"). Este espacio es también, como vimos en la lectura que hace Coronel del libro de Omar Cabezas, o en el caso de La marca del Zorro, el espacio de reconocimiento por parte de los intelectuales de la "correcta voz" subalterna. Pero también el espacio en que desde el margen se llega a la centralidad literaria y por esto mismo el espacio que ha negado el acceso del "otro subalterno", no nacional-sandinista, no "hombre nuevo", no universitario. Por último creo que descentrar el posicionamiento intelectual ante esta literatura contribuirá a complejizar futuros intentos desde la letra o desde cualquier otro espacio subyugado.

©Leonel Delgado Aburto

Notas

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vuelve 1. "Yo jamás escribiría ningún libro reproduciendo fidedignamente lo que la grabadora me dicte. De la grabadora tomaría el tono del lenguaje y la anécdota, lo demás, el estilo y los matices serían siempre mi contribución."(Barnet, 1984: 122)

vuelve 2. Beverley y Zimmerman, por ejemplo, hablan de "the powerful textual affirmation of the speaking subject itself" (1990: 175).

vuelve 3. Al respecto de las relaciones del canon y el poder intelectual, así como diversas posturas al respecto ver Beverley, 1995.

vuelve 4. Para la tipificación de las historias de las literaturas centroamericanas, incluida por supuesto la nicaragüense, veáse Zavala/Araya, 1995.

vuelve 5. Esta cita y las demás son traducciones mías, L.D.A.

vuelve 6. Un testimonio de diez años atrás escrito por Margaret Randall (1977), subsumía a la estrategia revolucionaria, la voz de la combatiente Doris María Tijerino, diseñando muy oralmente la trayectoria de lucha en la que es visible la inestabilidad al tratar de diseñar un papel para las mujeres en el proceso revolucionario.

vuelve 7. En las conocidas tres "tendencias", GPP (Guerra Popular Prolongada), Proletarios e Insurreccionales o Terceristas. En La Marca del Zorro la figura paternal de Carlos Fonseca "autoriza" esta última tendencia dando "razón histórica" al ulterior triunfo de la revolución, basada precisamente en la estrategia insurreccional y las alianzas políticas.

vuelve 8. Me refiero a Beverley/Zimmerman (1990), Yúdice (1986), Rodríguez (1996) y Addis (19XX).

Bibliografía

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