Patricia Alvarenga Venutolo
Identidades en disputa. La reinvención del género y de la sexualidad
en la Costa Rica de la primera mitad del siglo XX*
Universidad Nacional, Costa Rica
palvaren@una.ac.cr
Bibliografía * Notas
Quisiera aprovechar este espacio que amablemente me ha ofrecido el Programa Hacia una Historia de las Literaturas Centroamericanas (HILCAS) para discutir con ustedes una de las temáticas centrales del libro que estoy actualmente escribiendo. Se trata de la construcción de la discursividad sobre el género y la sexualidad en Costa Rica durante la primera mitad del siglo XX. En este período prevalece una atmósfera fuertemente influenciada por discursos laicos y religiosos que abogan por la reafirmación de la familia patriarcal. No obstante, también es un período en el que el país recibe la influencia de nuevas propuestas políticas y así como de nuevas prácticas sociales que afectan los cimientos de las relaciones intergenéricas. Ante la génesis de diversas propuestas identitarias los estados nacionales intentan fijar las significaciones genéricas. Hay entonces una preocupación por definir con la mayor claridad posible las diferencias en los papeles asignados, supuestamente por la naturaleza, a hombres y mujeres. Los valores patriarcales se afirman en los discursos hegemónicos pero también voces múltiples revelan propuestas elaboradas desde la propia experiencia de vida en una sociedad que, a su manera comparte uno de los retos del mundo moderno: cuanto mayor el esfuerzo por sitiar las identidades, mayor es la multiplicación de los puntos de fuga.
En la investigación realizada, se analizan diferentes tipos de discursos ubicados en fuentes periodísticas, judiciales y literarias. Analizo cómo aquellos discursos de cambio social que se importan desde el mundo exterior, se mantienen incólumes o bien son reconceptualizados en busca de anclajes con el sentido común de los sectores sociales a los que se dirigen pero a la vez, interesa ver cómo éstos están sujetos a inversiones, resemantizaciones y a expansiones que agregan nuevas dimensiones de significación. En fin, como se construyen desvíos en el camino establecido en la concatenación de significaciones ya establecidas. Así mismo me interesa examinar hasta dónde estos discursos son desestabilizadores de concepciones hegemónicas, es decir, hacen perder a estas su valor simbólico abriendo los discursos a significaciones subversivas.1
Las revistas Cordelia y Renovación y periódicos de la época tales como El Diario de Costa Rica, La República, El Adalid y el vocero del Partido Comunista, El Trabajo, permiten apreciar cómo la intelectualidad negocia las construcciones prevalecientes sobre el género y la sexualidad. Se trata de una intelectualidad diversa, pues nos referiremos a aquella de influencia anarquista así como a la que se autodefine o bien como sufragista o como comunista. En lo que respecta al discurso que se desprende de fuentes judiciales, interesan aquellos ensayados por los actores sociales frente a dos figuras delictivas: el rapto y el aborto inducido. Las escogí para esta charla porque en las fuentes judiciales vemos a la gente común afirmando, desviando o reinventando los discursos genéricos. Es decir, las fuentes judiciales permiten acceder a discursos subalternos. Por supuesto, se trata de una rica fuente para analizar aquellos que proceden de la medicina y del orden judicial. Sin embargo, esta tarde me interesa analizar con ustedes sobre las estrategias creadas por la gente común y corriente tanto para adaptarse como para desafiar al discurso patriarcal. Fragmentos del discurso literario nos acompañarán a través de este recorrido dialogando en forma armoniosa pero también disonante con las voces que provienen de otras fuentes escritas de la época.
En relación con el feminismo, la tesis prevaleciente en estas páginas es que la propuesta sufragista logró en el plazo de unas cuantas décadas consolidar un movimiento femenino y contribuir a que la mujer obtuviera el derecho civil básico de participar en el campo electoral, ensayando un discurso que encontró, en alguna medida, acomodo, en las prevalecientes visiones esencialistas de género.2 En cambio, aquellas visiones que frontalmente retaron la construcción de la sexualidad femenina a través de la crítica a la familia patriarcal, fueron fácilmente derrotadas por los discursos morales convencionales.
Para empezar me gustaría referirme a Rosa y Lola, dos jóvenes que, sin ubicarse en ninguna tendencia política, discuten sobre la subordinación femenina en 1914. Ellas realizan una interesante reflexión desde su experiencia como jóvenes educadas y mundanas. Ambas se apropian del discurso moderno de la autonomía del hombre para plantearse así mismas como jóvenes dueñas de sus vidas, deseosas de incursionar en el mundo público masculino experimentando tanto en el campo de los placeres derivados de la convivencia social como en el de la vida laboral. Como analizaré adelante, el deseo de estas jóvenes de acceder a placeres propios de los hombres jóvenes de su clase, será fuertemente sancionado en los años venideros. Ellas se encuentran mucho más cercanas al discurso anarquista que al sufragista pues al igual que este desafían concepciones morales de la feminidad de fuerte arraigo en la sociedad patriarcal. En cambio, si las sufragistas logran negociar la participación laboral y política de la mujer, lo hacen reafirmando ideales tradicionales de género. Lo mismo ocurre con la izquierda. El Partido Comunista (PC) de Costa Rica da sus primeros pasos transmitiendo en el periódico El Trabajo, los ideales anarquistas, todavía vigentes en la URSS a inicios de los treintas. Sin embargo rápidamente cambian de táctica y adoptan al igual que las feministas un discurso condescendiente con los principios morales fundamentales. Claro que ello no significa que sufragistas y comunistas tuvieran una posición pasiva frente a los discursos de género. Como lo veremos, los recrearon y los readaptaron con el fin de flexibilizarlos para hacerlos entrar en diálogo con sus propuestas políticas.
Dos enfoques distintos del amor disputan la definición del concepto. Aquellos discursos “contaminados” por el anarquismo establecen, tanto en el hombre como en la mujer, un estrecho vínculo entre el amor y la pasión. En cambio, los enfoques del amor que se desprenden de la perspectiva de la iglesia, lo contraponen a la pasión pues el amor, femenino, “naturalmente” vinculado al sacrificio, a la disposición a entregar la vida por los demás, es el llamado a domesticar y someter la pasión, masculina por excelencia, hasta donde sea posible, a las normas de la decencia. La mujer que se introduce en el mundo masculino de la pasión desbordada, es conducida hacia la perdición y la muerte. En el revolucionario proceso de transformación del cuerpo femenino se representa a la mujer transformada por la vestimenta y el maquillaje como femme fatal, peor que la prostituta pues es una mujer sumamente peligrosa: no solo provoca el deseo sino que es una mujer que transgrede en cuanto desea.3 El discurso anarquista se propone romper esta contradicción elevando e integrando el deseo sexual al concepto de amor. Entonces el honor, capital cultural que está sobre cualquier deseo de felicidad y satisfacción, es colocado en el eje de la crítica de esta intelectualidad subversiva. El deseo y el amor, por tanto, lejos de ser opuestos, se confunden y se convierten en valores primordiales que dan sentido a toda relación de pareja. Las mujeres sufragistas y los comunistas harán un borrón en relación con el tema del deseo, afirmando la relación entre amor y sacrificio y, por tanto, dejan de lado la crítica al honor como eje básico de la sociedad patriarcal.
Regresando al discurso anarquista, este tiene como característica particular en el estudio realizado, el hecho de que ingresa por la vía masculina mediante un conjunto de ensayos y pequeños cuentos que se proponen reinventar a la mujer ideal en el contexto de una crítica social radical. Pero se trata de una crítica que lejos de desafiar, afirma, la autoridad masculina sobre la mujer. El hombre, asumiendo prejuicios bastante tradicionales sobre la subjetividad femenina, convoca a la mujer a renunciar a esta para adquirir otro ropaje identitario que le permita liberarse siguiendo el camino que él le ha planteado. La mujer aparece como esa alteridad que el hombre necesita a su lado pero que difícilmente logra convertirse en la ideal compañera de quienes renunciando al materialismo del capitalismo han escogido una vida alternativa como poetas y revolucionarios. Se trata de hombres que se consideran poseedores de la inspiración artística y de la sensibilidad social, tesoros de elegidos que los convierte en los visionarios de un mundo mejor.
Este discurso, permanece como un discurso “impermeable” y quizá podríamos decir, apropiándonos del concepto baktiniano, carente de dialoga, pues no interactúa con la cultura hegemónica o bien con el sentido común prevaleciente. De tal forma, se queda en una especie de nivel “exterior”. La obra de teatro de Francisco Soler y de Camilo Cruz La iniciación es representativa de las voces anarquistas que desafían el concepto de honor abogando por el “amor libre”, es decir, colocando la búsqueda de la realización por encima del concepto de familia. Sin embargo, la construcción de las identidades femeninas sigue respondiendo a las concepciones instituidas por la modernidad: Luz, la mujer buena, pasiva y resignada de un lado, y del otro, Ángela, la mujer rebelde, cercana a la imagen de la femme fatal, termina demostrando su maldad y conduciendo al hombre a la perdición y la muerte. También esta obra expresa la imposibilidad de esta propuesta frente al vigor que para entonces tienen las concepciones patriarcales. Aunque Marcelo, el personaje central, se propone luchar en contra de la venganza por honor, termina irónicamente involucrado en un duelo por su relación perversa con Ángela. Por tanto, no hay escapatoria.
En el contexto costarricense el concepto de honor tiende a reafirmarse en la primera mitad del siglo XX convirtiéndose en un capital simbólico que se podría decir, “democratiza”, es decir, desde la institucionalidad nacional se intenta que este trascienda los sectores sociales de clase alta y media con el fin de que sea apropiado por los sectores subalternos, tema que se analizará más adelante. Se trata de una democratización promovida también por los sectores subalternos, atraídos por la esperanza de que la adopción de patrones culturales hegemónicos les permita ingresar en la esfera de la respetabilidad social. La construcción de la demanda de los pobres de ser reconocidos como hombres de honor se aprecia en la obra teatral de 1906, María del Rosario, de Daniel Ureña. El desafío anarquista al honor parece ir en contra de valores hegemónicos en expansión y consolidación a través del mundo social de entonces.
Los discursos sufragistas y comunistas renuncian a reflexiones sobre el amor y el placer como posibilidad de realización personal. Ángela Acuña, la gran lider sufragista, si bien defiende el derecho femenino a la libertad, esta palabra para ella de ninguna manera significa una integración igualitaria a los espacios de socialización pues, sostiene que, por ser la mujer un “ser delicado menos que a ningún otro le convendría abusar de la libertad” (Acuña, 1912: 34-35). Tampoco su concepto de “libertad” reta la familia patriarcal pues ésta se encuentra en el campo intelectual y laboral, campos en los que la mujer debe integrarse en igualdad de condiciones al hombre. Por ello afirma que ensanchando el radio intelectual “se ilumina nuestro camino”. Para Acuña la igualdad no existe, pues estamos ante identidades esencialmente distintas. La mujer, además de ser delicada, posee una superioridad moral al hombre, perspectiva que se afirmará en el discurso sufragista, pues esa superioridad moral dota de legitimidad la lucha por el voto femenino. Significa que la mujer tiene una mayor capacidad de control de su sexualidad que el hombre y que su comportamiento en los espacios de diversión es mucho más discreto y cuidadoso. La búsqueda del placer se relaciona con la masculinidad, mientras que el placer femenino, se vincula con la impureza, la prostitución y por tanto refiere a esos ámbitos de la mujer silenciados y marginados, ámbitos que deben ser negados para que ella pueda desarrollar su legítima identidad.
En síntesis, en contraste con las reivindicaciones anarquistas en torno al amor libre, se cierran las vías contestatarias alrededor del cuerpo femenino como objeto portador del signo del honor. La perspectiva de Acuña no está en contradicción con la moral hegemónica, se ajusta a ella. Es fundacional en cuanto ofrece los elementos conceptuales sobre los que se desarrollará el discurso feminista de las décadas siguientes. La familia continúa siendo el eje básico, aunque ya no el único, sobre el que gira la vida de la mujer. Ella, afirma Acuña “después de un completo desarrollo de su inteligencia y su carácter, sabrá hacerse útil, no solo a su hogar, en donde debe ser reina sino a sus amigos, a su patria, a la humanidad entera”.
También en contrasta con el anarquismo debemos de decir que las sufragistas se proponen entrar en un proceso de interacción dialógica con la cultura hegemónica. Contradictoriamente tanto el discurso que avala como el que se opone al sufragio femenino se construyen con base en la concepción hegemónica de la mujer naturalmente sumisa, alejada de los espacios sociales donde germinan los vicios y caracterizada por una sexualidad pasiva.
Los opositores al sufragio esgrimen como argumento que la corrupción de la política acabaría con las nobles virtudes femeninas. De acuerdo a estos argumentos, la mujer que asume labores que han sido monopolio masculino, adquiere características similares a las del llamado “sexo opuesto” lo que la hace perder el atractivo que, reside en la oposición, en la radical diferencia entre hombres y mujeres. Desde esta óptica no puede existir la igualdad. Un cambio en la condición femenina implica transformaciones en la vía contraria en la condición masculina. Emanuel Thompson, quien se suma a las propuestas que pretenden que el Colegio de Señoritas dé énfasis a la formación de las jóvenes como amas de casa, señala que, además de caer en el ridículo, “es repugnante la forma en que muchas mujeres luchan por ponerse a nivel del hombre” (Thompson, 1930: 4). La literatura de la década de 1940 ampliamente explora esta visión dualista y naturalmente antagónica de los sexos. En Fallas y en Dobles podemos apreciar cómo se juega con la necesaria oposición entre los sexos. Ellos construyen parejas aberrantes compuestas por un hombre feminizado y una mujer masculinizada. El comportamiento “natural” de cada sexo se invierte y, lo que sería natural en una mujer aparece en el hombre como ridículo y viceversa.
De tal forma, como se advierte en discursos hegemónicos si las mujeres adquieren poder, los hombres son obligados a replegarse. Por ello un articulista concluye diciendo que una mujer presidenta conduciría a “la forma de gobierno del primitivo matriarcado” (De Sorraga, 1920: 2). La igualdad aparece como inconcebible. La toma de poder por parte de las mujeres implica necesariamente la pérdida de poder por parte de los hombres.
Las sufragistas se proponen rebatir los temores masculinos. En 1948 en Mujer y hogar, periódico que reivindica las luchas sufragistas, se reproduce sin ningún cuestionamiento o siquiera comentario, un artículo atribuido a Víctor Hugo el cual reproduce estereotipos identitarios. Para el autor, la mujer es comparable a un ángel, ella santifica, sus referentes son la virtud y la santidad mientras que el hombre tiene como referente la razón y la gloria. La mujer es “mártir”, el hombre “héroe”, es decir, ella se entrega al más insoportable sufrimiento en el anonimato, el hombre en cambio, se entrega para coronarse ante la sociedad en el altar de la patria. Mientras “el hombre es fuerte por la razón, la mujer es invencible por las lágrimas” (Anónimo, 1948a: 6). Este discurso propio de la primera mitad del siglo XX que se propone dibujar las identidades genéricas con trazo firme presentándolas mediante oposiciones indisolubles, no es rechazado por las mujeres sufragistas. Al contrario, ellas lo asumen y desde éste construyen su estrategia política. Un artículo anónimo de esta misma publicación refiere a la participación femenina en la guerra, como profesional y como trabajadora industrial sin que por ello haya perdido su “esplendor femenino”. La mujer, definida por su capacidad de dar vida, es descrita con las palabras fecundidad, concepción y maternidad, palabras cuyos referentes positivos tales como virtud, entrega a los otros, disposición incondicional al sacrificio, no se mencionan en el texto pues son harto conocidos por la audiencia. Entonces, otorgar el derecho al voto, “¿no es una riqueza moral que el electorado va a conquistar?” (Anónimo, 10/6/1948: 1). La tendencia del periódico más bien consiste en afirmar valores hegemónicos pero, a la vez, desviar significaciones para abrir nuevos espacios al desarrollo de la identidad femenina. Albertina F. de Ramírez refiere al más alto apostolado de la mujer: la grandiosa y sabia maternidad. No obstante, la “mujer completa” es la que se interesa por las finanzas del Estado y el bienestar social, ama la belleza y el arte. Efectivamente para estas mujeres existe una naturaleza femenina, y esta se encuentra en las hegemónicas concepciones patriarcales. Su propuesta contestataria no se propone retar los fundamentos mismos de las asimetrías de género. Más bien, se asientan sobre las diferencias ya establecidas para resemantizarlas, abriendo así nuevas vías para el desarrollo de la identidad femenina. Sin embargo, su propuesta identitaria realmente es imposible de cumplir pues la apertura de nuevos caminos conlleva ineludiblemente a transformaciones identitarias.
No obstante, ellas, evitando problematizar la existencia de una supuesta esencia femenina, son capaces de romper vinculaciones conceptuales atribuidas a un género para crear nuevas cadenas de significación sin poner en riesgo su compromiso con los valores de la feminidad. Zoila N. Villadeamigo Ellis, define a la mujer médico, como “Samaritana al servicio de la humanidad doliente” (Villadeamigo, 1945: 1) feminizando esta prestigiosa y hasta entonces, masculinizada profesión que ha permitido a los hombres afirmar su poder sobre el cuerpo de la mujer. Ubicando a hombres y mujeres en un plano de desigualdad, establece nichos diferenciados de desenvolvimiento profesional, por lo que el hombre no debe de temer la competencia femenina. Refiriéndose a las capacidades literarias femeninas, sostiene que “las mujeres no compiten con el hombre ni lo imitan. Ellas, por medio de su cultura literaria expresan originalidades propias y específicas de su sexo.”
Las mujeres sufragistas comprendieron el terreno social y político en el que estaban situadas y desde allí ensayaron sus mejores estrategias discursivas. Ellas se enfrentaron al reto de crear un discurso a favor de la ciudadanía femenina que ingresara en el terreno de la hegemonía en una sociedad donde los fundamentos patriarcales se encontraban en un vigoroso proceso de expansión y normalización entre distintos sectores de la sociedad costarricense.
En la lógica de las construcciones identitarias esencialistas, la comparación entre los sexos es inevitable. La reflexión sobre el sufragio femenino, necesariamente vinculada a la reflexión sobre las identidades genéricas, se desliza desde el discurso que naturaliza la subalternidad femenina hacia una supuesta superioridad fundada en los atributos morales que tradicionalmente la habían colocado en una posición vulnerable. Por ello, Rosalía Segura se atreve a afirmar que con la plena integración de la mujer a la vida política “nacerá una nueva generación de ciudadanos … obligada a iniciar una radical tarea de revisión y ordenamiento de nuestra moral política” (Segura, 1945: 1).
Las sufragistas aceptaron la existencia de una esencia femenina que les permitió definir la castidad y la virtud en la mujer, no como una obligación, sino como una característica natural, ahistórica que la sitúa moralmente por encima del hombre y, por tanto, la hace más digna de participar en la arena política. Por tanto encontramos aquí una clara reversión del discurso patriarcal que se fundamenta en sus lógicas mismas. Su estrategia consiste en afirmar los conceptos fundacionales de la sociedad patriarcal, para resemantizarlos construyendo un discurso coherente y a la vez discretamente confrontativo, que neutralizando los temores a la reversión de los sexos, permitiera abrir espacios de participación política a la mujer. Ella entonces continuó, como señalaba la joven Blanco en 1913, “atada al poste de la honestidad y el decoro”. En esta forma, si los discursos contestarios a las identidades genéricas se habían atrevido a abrir la Caja de Pandora, para ubicar su mirada crítica en el mundo de la intimidad, el feminismo sufragista cierra esa vía construyendo una propuesta capaz de establecer puntos de entronque con las concepciones prevalecientes en la sociedad costarricense sobre la identidad femenina y que, por tanto, podría encontrar mayor viabilidad política.
Pasemos ahora a examinar las particularidades del discurso sobre género y sexualidad del PC. Desde las tempranas etapas de su conformación su intelectualidad se preocupa por temas relativos a la moral. No es cierto que la centralidad del mundo del trabajo la lleva a colocar en la marginalidad los temas relativos a la familia, la sexualidad y, en general, la moralidad. Éstos constituyeron temas de preocupación permanente en el periódico El Trabajo. En 1931, durante los meses posteriores a su fundación, el periódico abrió espacios de crítica a la moralidad prevaleciente, centrándose en la temática de la sexualidad, especialmente femenina. Sin embargo, estos espacios son abrupta y contundentemente clausurados. Cuando la Unión Soviética (URSS) se declara a favor de la moralidad tradicional, sancionando propuestas de vida alternativas, los comunistas costarricenses encuentran en la defensa de la familia patriarcal una eficaz herramienta para acercarse a la cultura hegemónica costarricense.
El temor a la división de la clase obrera expresa el compromiso de la izquierda con los valores patriarcales tradicionales, compromiso que se mantiene hasta su crisis en la década de 1980. Tocar esa fibra delicada implica generar polémicas dentro de sus bases con “desviaciones ideológicas” que harían a la organización perder de vista sus objetivos fundamentales. Por otra parte, una vez consolidado el estado soviético, las políticas sexuales dirigidas desde la Unión Soviética, fueron bien recibidas por los partidos comunistas de América Latina,4 y Costa Rica no fue la excepción.
Poco espacio hubo en El Trabajo para mostrar las simpatías de revolucionarios por el amor libre. No obstante, la coyuntural apertura discursiva en esta dirección, se constituirá en eficaz instrumento de descrédito del proyecto comunista. El énfasis que la izquierda criolla coloca en la moral, se explica no solo por el viraje radical en torno al tema por parte de la Unión Soviética. La virulenta reacción de la opinión pública hegemónica en los años siguientes continúa lanzando sus dardos contra los comunistas presentándolos como promotores del caos sexual, acusación que podría afectar seriamente la relación con sus potenciales bases, predominantemente masculinas, de trabajadores urbanos y rurales, quienes no muestran para entonces ningún interés en promover una revolución centrada en el deseo, mucho menos cuando este amenaza su capacidad de controlar a las mujeres. Todavía en 1944, Corina Rodríguez por sus posiciones contestatarias es vituperada por estudiantes que, lejos de expresar sus argumentos contra el sistema socialista, la insultan por su supuesta moralidad alternativa gritando: ¡Corina es una mujer inmoral!, ¡Corina predica el amor libre!, ¡Corina es una prostituta! (Carmen Lyra, 1/4/1944: 1)
Sin embargo, la naciente izquierda encontró algunos espacios contestatarios para proponer una nueva lectura de la transgresión sexual. Mientras el discurso religioso establecía como causa central de estas “perturbaciones” morales la secularización de la sociedad, Manuel Mora focaliza su crítica en el sistema. Es la corrupción inherente a la burguesía la que explica la decadencia de la moralidad pública. Para empezar, la mujer burguesa es inmoral: “niñas de bien amanecen borrachas en los bailes aristocráticos, las señoras de bien se dan el lujo de ponerle cuernos a sus maridos para estar a la moda burguesa”. las escuelas constituyen “focos de prostitución”, “la penitenciaría un centro de sodomía” (Mora, 1934: 3). A las recurrentes embestidas verbales que acusan al PC de promover la disolución de la familia, Carmen Lyra responde que, contrario a los señalamientos de sus adversarios, la crisis de la familia es producto del desarrollo del capitalismo. Debido a que este vil sistema necesariamente conduce a mujeres y niños a integrarse masivamente al trabajo asalariado, el comunismo es la única alternativa para salvarla. (ver Lyra, 1939: 4) Sin embargo, este discurso confrontativo con la moralidad de la burguesía nacional, fue moderado a finales de los treintas, cuando comunistas y países denominados democráticos se aliaron frente al enemigo común del fascismo. Entonces el periódico se sintió con libertad para establecer vínculos entre la moralidad de la izquierda y la de la iglesia católica. Abogando por la unión de comunistas y católicos descubrió la existencia de elementos comunes entre ambos pues “el comunismo quiere orden en la sociedad … [y aboga] por proteger a la familia y a la niñez amenazadas de la destrucción de la sociedad capitalista” (Anónimo, 1938: 3). Sin embargo, este proceso distó de ser lineal. En coyunturas políticas específicas la iglesia y el PC volvieron a encontrarse en condiciones antagónicas.
En El Trabajo el control sobre la corporalidad femenina, se centra en las mujeres de los sectores subalternos. Su retórica aboga por la igualdad, pero a la vez, afirma las diferencias de clase, colocando su ojo crítico y vigilante sobre el comportamiento de las mujeres de escasos recursos. En los proyectos hegemónicos de incorporación de los obreros a la sociedad, se realizan esfuerzos por distanciarlos de las clases medias y altas tanto en relación con los nuevos y peligrosos valores morales que las han permeado como en lo que respecta a sus aspiraciones de ascenso social. El obrero debe comprender que si bien puede aspirar a ser respetado en sus opiniones por los sectores hegemónicos, no debe desear compartir sus gustos y costumbres. En medios de comunicación hegemónicos que se proponen disciplinar el mundo de los trabajadores urbanos, el lujo, particularmente vistoso en la corporalidad femenina, es un símbolo exclusivo de quienes detentan riqueza. De ninguna manera los trabajadores deben caer en la fascinación de su atractivo, pues para ellos fácilmente puede convertirse en un flagelo comparable a los del alcoholismo y la vagancia. (ver Alvarenga, 2008) En la literatura comprometida de los cuarentas se aprecia una preocupación paralela, especialmente en el sobresaliente líder del Partido, Carlos Luis Fallas. El narrador omnisciente de Gentes y gentecillas centra su mirada en la identidad femenina de los grupos subalternos reafirmando valores morales tradicionales como la obediencia y la discreción y convirtiendo en objeto de burla a las mujeres que se proponen sobresalir mediante un maquillaje y un vestuario diferente y ostentoso, personajes que, en la obra de Carlos Luis Fallas, pretenden aparentar buen gusto sin contar con los recursos económicos o simbólicos requeridos para ello, cayendo aparatosamente en el ridículo. La izquierda y los sectores conservadores coinciden en que la búsqueda de la emulación de la moralidad y la corporalidad de las mujeres ricas, debe de ser sancionada en las mujeres de escasos recursos, argumentando para ello, no necesariamente el rechazo al “banal lujo de la burguesía” sino el peligro que representan aquellas que se niegan a conformarse con su condición de clase. Es decir, ambas ópticas también se reencuentran en su esfuerzo por fijar en reducidos y diferenciados espacios el proceso de formación identitaria de las mujeres que pertenecen a los sectores denominados trabajadores.
Carmen Lyra mucho antes del surgimiento del PC había enfilado su crítica a las contradicciones entre la retórica y la acción de los sectores acomodados del país. Durante su activismo dentro del partido, en sus artículos en El Trabajo, se preocupó por mostrar la falsedad de los defensores de la moral burguesa, quienes “van al templo a golpearse el pecho … después que han humillado a la pobre sirvienta de la casa” (Lyra, 18/11/1934: 2). Sus comentarios no quedan exclusivamente en el contraste entre la religiosidad burguesa y las relaciones que cotidianamente imponen sus practicantes a los grupos subalternos. También refiere a la hipocresía, como característica básica de su comportamiento moral. Pero la estrategia central en este caso consiste en mostrar que los integrantes del Partido, lejos de cuestionar la moralidad prevaleciente, son sus más auténticos defensores. Su novela En una silla de ruedas escrita en 1917, explora el tema de la hipocresía de los sectores medios y altos en relación con la sexualidad femenina, los cuales castigan con severidad a las mujeres indefensas y esconden celosamente las faltas de aquellas con las que comparten vínculos consanguíneos o afinidades de clase.
En el discurso moral de la izquierda hay cierta tendencia a culpabilizar a la mujer de clase alta por sus transgresiones sexuales mientras que, las mujeres pobres transgresoras, son sistemáticamente victimizadas. En una dramática historia narrada en el periódico la sirvienta se ve obligada a abortar, no elige y, aunque en este texto no se habla de las circunstancias en las que quedó embarazada, el lector familiarizado con el discurso moral del periódico, lee entre líneas que ella fue víctima del engaño o de la violencia masculina en la casa donde servía. Concluye el artículo aseverando que en la URSS se intenta “resolver científicamente, sin hipocresía, el problema del aborto” (Anónimo, 1934: 3).
A partir de la prohibición del aborto por parte de Stalin, es posible dar una mayor coherencia al discurso moral de la izquierda. Incluso Carmen Lyra encuentra nuevas posibilidades para hacer coincidir sus argumentos con la moral católica ubicando dentro de los vicios y males del mundo moderno, los métodos de control de la natalidad. Las contradicciones en torno al tema de la moralidad que se encuentran en El Trabajo en la década de 1930, ya estarán bastante resueltas en la segunda mitad de los años treintas. Para entonces cristalizan los valores del Partido que prevalecerán en las décadas siguientes. Aun en los setentas la izquierda hegemónica se niega a aceptar la existencia de una sexualidad independiente de la procreación al oponerse a los métodos anti-conceptivos, calificándolos como estrategia del imperialismo para destruir la capacidad contestataria del Tercer Mundo. (ver Alvarenga, 2005: cap.2)
En una carta en respuesta al profesor Marco Tulio Salazar, Carmen Lira afirma: “Yo no creo que Rusia sea en estos momentos un lugar de felicidad. No puede serlo … la vida es y será siempre lucha.” (Lyra, 8/7/1934: 1) Efectivamente, en la construcción del proyecto revolucionario se erradica el tema de la felicidad. De esta manera se afirman los intereses materiales supuestamente compartidos por la colectividad, marginalizando la experimentación en el terreno de las relaciones humanas en aras de encontrar formas de convivencia más placenteras que se acerquen a ese ideal que se denomina felicidad.
Luisa González refiere a su participación junto con otras mujeres en un acto de protesta contra una manifestación de apoyo a los falangistas. Ella se burla de “esas damas y señoritingas que amanecen en los bailes tomando y jugando” y practican actos de caridad con el dinero que sus esposos arrancan a los pobres (Lyra, 1937: 1). En la perspectiva de la izquierda, tanto las transformaciones femeninas en la corporalidad como la ampliación de la participación de la mujer en los espacios públicos de diversión, son catalogadas como cambios superfluos pero no por ello inofensivos. Se percibe una preocupación por el efecto que estas transformaciones tienen en la mujer en cuanto afectan un orden que es peligroso perturbar, alejándola del auténtico proyecto liberador. En la misma línea argumentativa se coloca la irrupción femenina en espacios masculinos de diversión y las transformaciones en su corporalidad vinculadas a nuevas posibilidades de desenvolvimiento físico. Hay una intencionalidad de apropiarse de los discursos que reaccionan con temor y rechazo en contra de las transformaciones identitarias femeninas. Por tanto, no se abren espacios para captar las potencialidades de los modernos cambios en la vivencia cotidiana femenina. En los treintas, mientras las intelectuales anarquistas españolas exploran en la producción artística y literaria la imagen de la mujer moderna para sugerir transformaciones en su corporalidad que le posibilitan asumir con agilidad, seguridad y aplomo los retos del mundo contemporáneo, las mujeres de la izquierda costarricense más bien observan no solo con suspicacia sino incluso con desaprobación tales procesos. (ver Kirkpatrick, 2003: 232-259)
La banalización de la irrupción femenina en espacios de diversión masculinos, les impide apreciar las potencialidades que le ofrecen estos espacios informales pero cruciales en la formación de la opinión pública. Tampoco visibilizan que la transformación de la relación entre la mujer y el espacio generan, además de los temidos discursos corporales que retan la moralidad, novedosas posibilidades para el desarrollo de la subjetividad femenina.
Desde los primeros números de El Trabajo el tema de la prostitución es tratado recurrentemente. Si la perspectiva de la sexualidad de la temprana etapa del periódico cambia sustancialmente, la visión de la prostitución también sufre transformaciones, aunque estas son más sutiles. Una de las características constantes que diferencian la perspectiva de la prostitución de la izquierda en relación con la predominante en la moral hegemónica, consiste en la victimización de la prostituta. Periódicos dirigidos a los trabajadores urbanos como El Combate y Hoja Obrera encontraron como causa de la prostitución el deseo por el lujo, deseo que conduce a las mujeres hacia la trampa de la seducción.5 En cambio, El Trabajo descubre en la prostituta una víctima de las desiguales relaciones de poder en el mundo capitalista. Continuando con una línea argumentativa ya explorada en Costa Rica por Joaquín García Monge a inicios del siglo XX (Marín, 1994: 63-64) ella, retrato de la inocencia vilmente mancillada por el hombre, es la mujer violada, o seducida, pero invariablemente abandonada por su victimario. Una vez que cae en la trampa, arrojada por su padre de la casa, sola y cargando con el fruto de la vergüenza, debe hacer frente a un mundo que le cierra todas las puertas; entonces no le queda más que vender su cuerpo. Irene Falcón, en busca de la creación de vínculos de solidaridad entre mujeres, se preocupa por el tema. En su intención por romper las barreras entre la mujer honrada y la prostituta, sostiene que
“la mujer que vende su cuerpo no es mala. Lo vende por necesidad, porque necesita dinero para ella y los suyos. El malo, el infame es el hombre que se lo compra; el hombre que en vez de socorrer a una semejante necesitada aprovecha la miseria de esta para satisfacer sus vicios … El hombre es el patrono y la prostituta a su modo la proletaria.” (de Falcón, 1932: 4)
Falcón rompe el vínculo entre corrupción y prostitución al considerar a la mujer “perdida”, una víctima del hombre. En ese doble parangón que encuentra entre el patrono y el usuario de la prostituta y entre el proletario y la vendedora de su sexualidad, ubica a la traficante de su propio cuerpo como una mujer que comparte con hombres y mujeres llamados a la revolución, su condición de explotación. La autora salva a la prostituta de la condena por cuanto ella no está en capacidad de elegir. En el discurso de izquierda carece totalmente de asidero la posibilidad de que la mujer escoja esa vía porque ofrece una mejor remuneración que otros trabajos, o bien, porque encuentra algún placer en compartir su sexualidad con diversos hombres. La argumentación de Falcón en aras de consolidar la solidaridad entre mujeres de los sectores subalternos, se propone sustituir la imagen de la prostituta que utiliza sus ardides para arrancar al hombre de brazos de la mujer honrada, por una construcción que la victimiza. Es el hombre el que desea, el que compra, la mujer víctima se limita a sufrir entregando su cuerpo como único recurso de sobrevivencia. Aquí se encuentran, aunque solapadas, las concepciones decimonónicas de la sexualidad: el hombre es poseedor de una sexualidad naturalmente voraz mientras la mujer, como víctima pasiva, es enajenada de su cuerpo y, precisamente es esta enajenación la que permite ubicarla fuera de la perversión y la maldad. La prostituta es redimida mediante la negación de su sexualidad.
En un artículo posterior, el patrón no es simple metáfora del comprador de la sexualidad femenina. Él es el seductor que conduce a las jóvenes hacia la prostitución. Esta desaparecerá cuando ya no existan “señoritos degenerados por el ocio dedicados a prostituir obreras” (Anónimo, 1933: 3). Bajo las iniciales de J.G. un joven cuenta la historia de su madre. Como en una típica escena de la literatura realista, ella siendo una mujer joven, guapa y pobre, no resultó víctima del engaño del señorito de la casa, sino que “fue forzada por el patrón, un viejo barrigudo y repugnante” (J.G., 1936: 2). Desde ese momento no tuvo escapatoria: su destino estuvo en el prostíbulo. Con tales argumentos queda totalmente fuera de duda que ella fue victimizada. La narración cierra toda posibilidad de disfrute de su sexualidad, liberándola así del más mínimo rastro de culpabilidad.
En fin, la izquierda no escapa sino que reproduce las polarizaciones identitarias que caracterizan los discursos occidentales: sin espacio para matices, la prostituta deja de ser una victimaria para convertirse en víctima condenada a sufrir pasivamente su condena. Lyra al igual que las sufragistas sostiene que la política abre nuevos espacios a la mujer sin que ello genere tensiones en su espacio tradicional el cual continúa siendo el fundamento de su identidad.
No es hasta los cuarentas, década en la que los militantes comunistas en el contexto de sus alianzas con los sectores políticos en el poder han cambiado el nombre de su agrupación por Partido Vanguardia Popular (PVP) cuando éstos asumen por primera vez la lucha a favor del voto femenino, demandando un espacio político para la mujer. No obstante, lejos de fundamentarse en el concepto de igualdad entre los seres humanos, se establece la pertenencia de la mujer a la sociedad con base en su relación esencial con otros: sus hijos y esposos y, ante la carencia de este vínculo, con sus padres y hermanos. La imagen de la ciudadana atada a sus hijos, esposos, padres, hermanos, seguirá siendo central en el desarrollo de la ciudadanía femenina promovida por la izquierda durante las décadas consiguientes. (ver Alvarenga, 2005: cap.2)
Cuando en 1938 Luisa González es electa Secretaria General del Comité Seccional de San José, aparece fotografiada junto con su pequeño hijo. El artículo que acompaña la foto sostiene que la maternidad, lejos de reducir sus intereses al reducido mundo del hogar, “ha duplicado sus fuerzas, la ha situado en un plano más elevado donde se contemplan los niños de todas las madres de la clase trabajadora de Costa Rica cuya suerte no le es indiferente” (González, 1938: 2). El concepto hegemónico de maternidad, en el que el amor de madre es amor sublime, amor dispuesto a la inmolación sacrificial, lejos de ser cuestionado, es afirmado. Pero ese amor sublime del que habla Luisa González, no se limita a los niños propios, más bien permite trascender el hogar para luchar en beneficio de todos los niños que sufren las carencias causadas por el sistema capitalista. He aquí un punto de fuga que hace posible resemantizar la familia expandiendo el núcleo familiar para incluir al universo de familias pobres de la sociedad. Entonces para la mujer activista, a diferencia de la mujer burguesa, la familia no es un espacio cerrado, más bien representa un puente que permite conectar la solidaridad familiar con la solidaridad humana. En el contexto del Día de la Madre, Luisa González solicita a las madres de las clases acomodadas que piensen en los hijos de las madres proletarias “luchando contra la injusticia social” (González, 1937: 1)
Pese a que la reivindicación del sufragio femenino no será asumida por la izquierda hasta mediados de la década del cuarenta, ya en los años treinta se han establecido los fundamentos identitarios que darán lugar a la participación femenina en las luchas reivindicativas y ciudadanas hasta el ocaso del partido, a inicios de la década del ochenta. La izquierda contribuye a la constitución de la ciudadanía de la mujer costarricense encontrando en aquellas demandas sociales que pueden ser vinculadas con la identidad femenina construida alrededor de la familia, un terreno propicio para conducirlas hacia la participación social afirmando también las diferencias genéricas. Por consiguiente, manteniendo lineamientos identitarios fundamentales del sistema hegemónico, constituyen un programa que les permite dialogar con el sentido común predominante. Ello sin embargo, no inhibe a la izquierda de dotar de alguna elasticidad los rígidos preceptos morales diferenciando su proyecto genérico y, a la vez, otorgándole coherencia en el contexto de su ideario político.
Existe un discurso legal en correspondencia con el discurso médico y también literario de la época que construye a la mujer como naturalmente pasiva frente al hombre, más que activo, agresor por naturaleza, por lo que la familia para proteger a sus mujeres requiere de la protección de la ley. Sin embargo, siempre este discurso es contradictorio: la mujer es incitadora, conduce al hombre a la transgresión sexual. Estas construcciones de la sexualidad femenina serán un punto central de tensión en las disputas en torno a las transgresiones al orden patriarcal. A continuación veremos a los sujetos dialogando con los agentes del orden legal en dos de los patrones transgresivos que se propone normar la ley: las denuncias por rapto y por provocación de aborto. Me interesa analizar cómo los sujetos sociales se apropian de discursos hegemónicos ya sea para afirmar o para desestabilizar el orden instituido. Podremos apreciar a continuación la rica elasticidad discursiva en el mundo de los sectores subalternos. Los sujetos utilizan estratégicamente las herramientas que ofrece el lenguaje, las posibilidades interpretativas que subyacen en este. Los discursos se construyen para responder a retos específicos por lo que encontramos concepciones muy distintas de la transgresión sexual, en particular femenina, a partir de las dos figuras legales que dan pie a las demandas aquí analizadas.
La figura del rapto se remonta a la colonia. (ver Martínez-Alier, 1989: cap. 7) Entonces se proponía defender a la familia de la agresión sexual masculina. En el siglo XX tiene un interés adicional: incorporar a los sectores subalternos a la familia patriarcal. El delito del rapto es una figura ideal para ello por cuanto es un instrumento para obligar a los hombres al matrimonio con la joven que han deshonrado. “El honor”, concepto básico de la familia occidental, es lo que da sustento a esta figura legal En general, el rapto no es tal, pues las jóvenes huyen con su pretendiente de sus casas por su propia voluntad. Más bien, lo que castiga la ley es el supuesto incumplimiento de la promesa de matrimonio.
La madre viuda de Beatriz R., empleada doméstica en Cartago, denuncia al artesano Hernán A. por cuanto se llevó a su hija a Turrialba. Beatriz declara lo siguiente: “Yo nunca había tenido trato carnal con ningún hombre y Hernán usó de mi por primera vez desflorándome.” (A.J. [Archivo Judicial], 1928: R. [remesa] 211, N° 84) La palabra “desfloración” establece una relación metafórica con una planta que pierde sus flores y, por consiguiente, la admiración del ser humano. Al igual que el pasivo vegetal, una mujer “desflorada”, antes de efectuado el reto matrimonial, cosificada por medio de la acción de “ser usada”, pierde su valor ante los potenciales pretendientes. La legislación le ofrece un portillo para reivindicar su honor mediante la denuncia del transgresor de rapto o, cuando sea pertinente, de estupro. No obstante, estos recursos solo se ofrecen a aquellas que puedan probar que tuvieron su primer contacto sexual con el hombre al que acusan de deshonrarlas. Por esa razón Beatriz se preocupa por enfatizar que Hernán ha sido el único hombre con el que ha tenido sexo. En este caso, “comprobado el matrimonio de la ofendida con el indiciado se declara sobreseimiento definitivo”. Según se aprecia en las reflexiones de algunos de los jueces, la mujeres ocasionalmente utilizan esta posición de víctimas que les confiere la legislación para crear ardides que obligarían a un hombre inocente a acompañarla hasta el altar. El agricultor Arturo R. de San Carlos salió bien librado de la acusación de rapto que presentó el padre de la menor Rafaela A. gracias a que el examen forense mostró que su “membrana himenal está intacta” (A.J., 1944: R. 775, N° 678). Concluye el juez afirmando que “con frecuencia se acusa a hombres por este delito para obligarlos a contraer matrimonio”. No entraré a analizar los riesgos que corre la mujer al presentar una denuncia de este tipo. Lo que quiero mostrar es que aquí hay un instrumento legal que ella y sus padres pueden utilizar para obligar al hombre a casarse. Por supuesto que ello tiene que ver con la vulnerabilidad femenina pues la mujer ha sido socializada para validarse frente a la sociedad a través de la figura del esposo. Lo que me propongo hacer notar es que estamos frente a un instrumento legal que puede ser aprovechado por la familia para casar a la joven y, por ello, tanto ella como sus padres están dispuestos a apropiarse de conceptos que validan los ideales del honor.
La mujer debe probar su honestidad con testigos, quienes, por lo general, refieren a su comportamiento en los siguientes términos: es honesta, sumisa a sus padres y no ha sido madre. En una sociedad donde la sexualidad está directamente vinculada con la reproducción , la prueba contundente de deshonra consiste en la maternidad sin que haya habido matrimonio. En algunos casos no solo se menciona que la joven no ha sido madre sino también que “eso no podría suceder dado el ambiente en que se ha criado” (A.J., 1945: R. 211, N° 516). Ello significa que la atenta vigilancia comunal considera que la joven ha sido mantenida por sus padres suficientemente protegida de la agresión y persuasión masculina. En 1946 el agricultor Filadelfio Z. de San Nicolás de Cartago, además de mencionar las cualidades señaladas arriba, expresaba que su hija “no salía a ninguna parte, menos a bailar o al cine”. Con estas palabras se proponía probar el celo con el que se guardaba su honorabilidad (A.J., 1946: R. 211, N° 550) Cuando el hombre utiliza la argumentación básica que le permite escabullir responsabilidades con la joven, es decir, que ella había perdido su virginidad con anterioridad a su primer contacto carnal, se solicita la intervención médica para tratar de determinar si en su vagina se encuentran rastros de su historial sexual.
En los casos de violación, estupro y abuso deshonesto, existe una tendencia a desestimar la denuncia, aun cuando esté comprobada la aplicación de la violencia física, si se comprueba que el himen de la víctima está intacto. Ello muestra el compromiso que el orden jurídico ha establecido con la reproducción y expansión de los valores patriarcales, en particular del concepto del honor.
Sin embargo, cuando los conflictos por el honor femenino se presentan entre clases medias y altas, no solo preocupa la pérdida del himen sino también aquellos actos que comprometen la honorabilidad de la mujer ante la sociedad. Aunque se comprobó mediante examen médico que el himen de Margarita permanecía intacto, el juez insistió en que Gilberto, por haber practicado en público actos indecorosos con ella, estaba obligado a casarse. Víctor S. relata que el acaudalado padre de Margarita, le solicitó anunciar a éste su decisión de que se batieran en duelo y así tener “una reparación pronta en el campo del honor” (A.N.C.R. [Archivo Nacional de Costa Rica], 1922: N° 3164, Juzgado del Crimen de Cartago). Sin embargo, desistieron del duelo cuando Gilberto les ofreció como alternativa un documento en el que se comprometía a contraer nupcias con Margarita. Pero Gilberto incumplió su palabra porque “si se tratara de una deshonra, jamás se lavaría con sangre sino que por el contrario, se deshonraría más”. Agregó que firmó el documento en que se comprometía a casarse, encontrándose ante una amenaza de muerte “solo, sin libertad, oprimido” e intentó persuadir al agraviado comerciante con el argumento de que “antes de hacer a Margarita y a él infelices de por vida, es preferible que las cosas tomen el rumbo que deben de tomar”. Entre las palabras de Gilberto y las argumentaciones de Marcelo en la obra La iniciación comentada anteriormente, hay evidentes paralelismos. En ambos casos se retrata la trágica historia de familias de clase alta en las que el valor del honor es el valor fundamental en la vida. También en la historia judicial y en la narrativa dramática, encontramos discursos generacionales en competencia: aquel que rescata la organizada y regulada violencia del duelo como solución última para “limpiar el deshonor” y aquel que, desconociendo el honor como norte de la vida de la familia patriarcal, coloca en su lugar el discurso de la libertad y la felicidad.
Manuel F., jornalero quien declara que no sabe leer y escribir, es acusado de rapto por la madre de Judith G. de 16 años. La joven sostiene que él “hizo uso de mi persona en contacto carnal tres veces … prometió contraer matrimonio amparándome mientras lo efectuábamos y que no me abandonaría un solo momento” (A.J., 1945: R.211, N° 516). Con estas palabras la ofendida exprea la situación vulnerable en la que se encuentra como mujer cuando su cuerpo ha sido tomado y “usado”. Entonces su destino depende de las decisiones del hombre. Este caso se complica pues declara Judith que cuando le demandó a él que se casaran, la insultó diciéndole que “cogiera la calle”, es decir, que se prostituyera. Su narrativa no deja de recordarnos la dramática historia de Betty presentada por Dobles en su libro Ese que llaman pueblo. Cuando ella es seducida “la flor de la virginidad cayó como un angelillo de mármol quebrado” (Dobles, 1995: 201). Entonces a Betty no le quedó más destino que la perdición. Existe un claro paralelismo entre el discurso generado a través de la puesta en práctica de este instrumento legal de afirmación de las concepciones patriarcales y la narrativa literaria de la época que refiere a la vulnerabilidad femenina frente a la agresión masculina. La agresividad sexual masculina naturalizada en el discurso educativo, literario, médico y legal demanda de la intervención de los agentes del Estado para evitar que destruya las honras de las doncellas. Sin embargo, cuando la mujer soltera ha perdido la virginidad, sólo el hombre que “la desfloró”, una vez probado que la forzó o la engañó, de acuerdo a la ley, está obligado a responsabilizarse por ella. Esta estrategia evita que la pérdida del himen conlleve a la pérdida de la honra y, por consiguiente, que la mujer quede expuesta, sin posibilidad de defensa a la agresión sexual masculina.
Sin embargo, las comunidades generan múltiples discursos sobre la honorabilidad que posibilitan relativizar las transgresiones femeninas. En el caso de las denuncias por rapto, encontramos una internalización del discurso del honor y, por consiguiente, de afirmación de los valores patriarcales de la modernidad, por parte de los sectores subalternos. Esta ya había sido anunciada en 1906 por Manuel Ureña en su obra María del Rosario como un derecho de las familias pobres frente a la agresión de sus mujeres por parte de los hombres de clase alta. Los expedientes revisados no vislumbran una democratización en esa dirección pues en todos los casos el ofensor y la ofendida pertenecen al mismo sector social. La figura jurídica del rapto posibilita la difusión de los valores patriarcales en los sectores subalternos. Sin embargo, ello no conlleva necesariamente a una sustitución radical de valores morales construidos a través de la experiencia propia de la comunidad. Los actores sociales más visibles en las narrativas judiciales, representados en este caso por la parte acusadora, asumen como propios estas visiones maniqueas de la sexualidad femenina, a sabiendas de que a través de este discurso lograrán su cometido. En cambio, en otros contextos, desarrollan estrategias discursivas que desafíen las rígidas construcciones de la sexualidad femenina.
En 1923 en Tacares de Grecia, Bienvenida M., soltera de 21 años, lavandera, es acusada de aborto cuando en la propiedad vecina a su casa un agente de policía encontró en un hueco restos “que parecían de un niño que los comían los zopilotes” (A.N.C.R., 1923: N° 4437, Juzgado Penal de Alajuela). Aun cuando ella enterró el feto en secreto, los testigos afirman que se trató de un aborto natural provocado por el sufrimiento que padecía por los maltratos de su familia. Declara Bienvenida que ya ella ha tenido dos hijos, uno de los cuales se le murió “por lo que no tengo nada que esconder al público”. Es decir, ya había cruzado al menos un par de veces los límites de la honorabilidad y, por tanto, según su argumento, no tendría sentido provocarse un aborto para ocultar una vida sexual a todas luces expuesta ante el vecindario. Sin embargo, acto seguido Bienvenida se define como “recatada y doméstica a su madre, dedicada al trabajo”. Uno de los hombres que testifican a su favor la define como “doméstica a su madre, bastante humilde y más bien sencilla … incapaz de cometer ningún delito, no tiene instrucción pues ni lee ni escribe y es muy pobre”. Otro de los testigos se refiere a ella como mujer “doméstica, recatada, pues no la conozco como escandalosa, muy de trabajo”.
El alcalde concluye que “la indiciada obró con poca malicia pues había lugares ahí cercanos de la casa más ocultos y montañosos” donde pudo haber enterrado el feto sin que fuera descubierto. Curiosamente, no se toma en cuenta que Bienvenida, encontrándose gravemente enferma, carente de fuerzas difícilmente podía desplazarse hacia esos espacios más aptos para esconder el feto. La ignorancia, que en este caso reafirma la inocencia, obediencia y laboriosidad aparecen como características opuestas a la malicia y al escándalo, sinónimo de rebeldía y, sobre todo, de desorden. En la lógica discursiva de Bienvenida, aunque ella ya traspasó los límites del honor, pues soltera ha tenido dos hijos de diferente padre, todavía puede compensar su pasado transgresivo mediante valores apreciados socialmente como la inocencia, la obediencia y la disciplina de trabajo. Pero, ¿qué significado se otorga al calificativo “escandalosa” cuando los testigos del caso, a pesar de que Bienvenida ha tenido dos amantes, alegan que ella tiene la virtud de no ser una mujer escandalosa?
En 1916, cinco hombres de distinto apellido, vecinos de Paula C. la denuncian por sospechas de haberse provocado un aborto. Uno de los testigos sostiene que Paula, carente de instrucción y bienes de fortuna, observa mala conducta, es conocida en el vecindario como “mujer pública” y por sus malos antecedentes y por tanto, “no es extraño que haya incurrido en la delincuencia que se le supone”. Efectivamente, las observaciones sobre su conducta la colocan en una situación bastante desventajosa frente a quienes distribuyen la justicia, explotando el vínculo lineal que el sentido común hegemónico establece entre las transgresiones sexuales femeninas y el delito del aborto inducido. Uno de los testigos reafirma esta perspectiva señalando lo siguiente: “no es de dudar que si esta señora hubiera estado embarazada provocara ella misma el aborto, dada su mala conducta, que ha observado, pues es una mujer pública que tiene dos niñas menores” (A.N.C.R, 1916: N°3477, Juzgado Primero del Crimen, San José).
Paula se defiende asegurando que la acusación responde a una venganza y afirmando lo siguiente: “No soy una mujer pública de las que dicen escandalosa.” Con esta frase ella construye el argumento que servirá de base a su defensa. Uno de los testigos que ella solicita llamar a declarar, Juan C., la define “como mujer pública pero que no da escándalo, quien se ocupa en el mantenimiento de su casa y el cuidado de su padre”. Filomena C., aunque no deja pasar por alto la misteriosa desaparición del embarazo de la acusada, pese a su fama “no ha dado escándalo, ningún vecino se queja de ella”. Roque M. declara que sabe que “ella tiene hijos y su conducta se amolda a una mujer honesta, honrada, trabajadora y sin que los vecinos se hubieran quejado por escándalo en contra de ella”. La causa se sobresee. El argumento central a favor de Paula es que ejerce la prostitución discretamente, es decir, que no desafía a la sociedad imponiéndole abiertamente su conducta impropia. El escándalo representa la transgresión más grave pues una vez perdida la vergüenza frente a la sociedad, no hay más mecanismo válido de control que acudir a la aplicación de la fuerza bruta. Roque, el último de los testigos citados, no encuentra ninguna contradicción entre su maternidad soltera y su honestidad y honradez. En las declaraciones a favor de Paula encontramos una relativización extrema de los conceptos fundacionales que regulan la sexualidad femenina. En este caso, honra, honestidad, rígidas conceptualizaciones de la modernidad, se vinculan con un rango diverso de características positivas tales como laboriosidad, respeto al padre, responsabilidad familiar y, en último caso, aun cuando cobre por servicios sexuales, preocupación por mantener discretamente sus actividades transgresoras.
En el caso de Piedades J., testifica Elena M., quien afirma que “aunque ha tenido chiquitos sin ser casada su conducta ha sido en todo lo demás un modelo, sobre todo como madre, pues ha criado bien a su familia …”.6
En la acusación por provocación de aborto contra Angelina V. un testigo afirma que ella “es alegrona o vivaracha”. De acuerdo a la coherencia del discurso hegemónico, sería de esperar que el resto del juicio sobre Angelina sea negativo. Sin embargo, el testigo es capaz de deslinidar esas características “mundanas” de la joven en la construcción de su subjetividad, pues acto seguido asegura: “nunca he sabido que haya dado a luz, es soltera y de buenos antecedentes” (A.N.C.R., 1910: N° 2704, Juzgado del Crimen de Alajuela).
Por consiguiente estamos aquí ante discursos desestabilizadores en cuanto desafían las construcciones esencialistas de las subjetividades, de acuerdo a las cuales, existe una especie de concatenación de características identitarias que definen la subjetividad femenina. Es interesante que en estos casos, los testigos convierten a la sujeta homogénea de la modernidad en una sujeta incoherente introduciendo ambivalencias que quiebran las representaciones femeninas binarias.
En esta conferencia he querido mostrar cómo diferentes sectores políticos y sociales, aun en el contexto del rígido discurso hegemónico patriarcal, encuentran espacios de reinvención de las identidades genéricas. La riqueza discursiva que llega al país con las novedosas perspectivas políticas del comunismo y el sufragismo durante la primera mitad del siglo XX, lejos de cuestionar, afirma los valores patriarcales. Sin embargo, también abre nuevas posibilidades reflexivas. He intentado explorar las diversas vías que desde ambas propuestas políticas se ensayan para rearticular, expandir y reinterpretar el discurso hegemónico sobre las identidades genéricas en busca de construir anclajes semánticos con sus proyectos políticos sin herir las delicadas fibras de la moralidad patriarcal. Fundamentándose en el sentido común predominante, construyen propuestas perdurables cuya herencia aun permea nuestras identidades. En cambio, el discurso anarquista explorado también en esta conferencia, se presenta en abierta contradicción con los rígidos valores morales. Su ingreso en el país tiene una corta existencia y difícilmente se advierten los ecos de las voces de sus portadores en propuestas venideras.
Pero la capacidad de reconstruir los valores morales adquiere un vigor particular cuando el mundo comunal debe enfrentarse a situaciones concretas en las que el desborde de los parámetros hegemónicos establecidos por el concepto del honor, hace necesario desestabilizar las significaciones fundacionales de las identidades modernas, en aras de proteger e integrar a las jóvenes transgresoras.
Por otra parte, la exploración en los procesos judiciales muestra cómo, a través del honor, se pretende normar la sociedad, negando un espacio en el orden establecido a los deseos y aspiraciones íntimas, en particular cuando se trata de las mujeres. Las voces de Lola y Rosa, jóvenes de la década de 1910 que abogan por el derecho de la mujer a compartir placeres masculinos, así como aquellas de los anarquistas defensores del amor libre, o sea del amor como fundamento de la unión de pareja, son marginalizadas en los años venideros mediante la exaltación por parte de discursos alternativos de los valores del sacrificio y de la virtud femenina y, por otra parte, mediante el esfuerzo de las instituciones hegemónicas por expandir el discurso del honor entre los sectores subalternos. Éste, al colocar el capital simbólico de la familia en el cuerpo femenino, lo convierte en un simple instrumento de negociación en el mundo patriarcal, desvalorizando cualquier propuesta que pretenda colocar en primer plano el derecho femenino a la búsqueda de la felicidad, la realización y la autonomía.
© Patricia Alvarenga Venutolo
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Notas
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vuelve * Conferencia impartida en el Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) de la Universidad de Costa Rica (UCR), el 20 de noviembre de 2008.
vuelve 1. Existe una rica producción académica que da cuenta de las múltiples vías que abre la discursividad para sugerir imágenes alternativas sobre el género y la sexualidad. Véase: Niebilsky, McClintock, Halperin, Sommer, entre otros.
vuelve 2. Sobre las sufragistas en Costa Rica pueden consultarse los estudios de: Barahona, Sáenz y Mora.
vuelve 3. Este tema se desarrolla en el capítulo del libro en elaboración que se dedica a los nuevos discursos corporales que irrumpen en la época estudiada.
vuelve 4. Es ilustrativo el caso de Chile, donde la izquierda se integró a la vida política durante buena parte del siglo XX. (Rosemblatt, 2000: 95-122)
vuelve 5. Al respecto puede consultarse de el periódico El Combate: (Anónimo, 1915: 1; Anónimo, 1910: 1).
vuelve 6. A.N.C.R., 1917: N° 3792, Juzgado Primero del Crimen, San José.
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