Carol Zardetto

 

Literatura femenina, ¿existe?

 

Escritora guatemalteca

carolzardetto@gmail.com

 

Bibliografía


La discusión de si existe o no una “literatura femenina” tiene múltiples aristas que considerar y la respuesta podría no encontrarse en una postura tajante sino más bien en la ambigüedad de la contradicción.

Para empezar, la expresión “literatura femenina” apunta a la existencia de una dicotomía. Sin embargo, de inmediato nos percatamos que su opuesto, “literatura masculina” no es aplicado por el establishment literario, conformado principalmente por hombres, a la literatura escrita por ellos. A partir de esta premeditada ausencia, entramos de lleno en la justificada sospecha de que la expresión haya sido acuñada para designar un sub-género, una literatura menor, un gueto.

El problema que subyace es la existencia de una construcción cultural que ha mantenido a la mujer como una minoría. Las minorías son segregadas en los guetos, lo cual implica una exclusión de lo que acontece en el “mainstream” de la sociedad o de la literatura, da lo mismo.

En este punto conviene reflexionar sobre lo que significan los guetos o, más bien, cómo llegan allí sus habitantes. A mi criterio, los guetos son representaciones físicas de estructuras mentales que parten de un prejuicio. El prejuicio articula estructuras de clasificación binaria con base en una normativa establecida desde los estamentos del poder. Bajo este principio normativo y discriminatorio, algunos seres son deseables y otros indeseables, pero sin atender a su individualidad, sino a un preconcebido cúmulo de atributos que se adhieren a ellos en virtud de una categorización artificialmente colocada desde afuera. Así, por ejemplo, sobre la categoría “judío” se adhirieron una serie de atributos que los hacían indeseables en un momento dado de la historia y por tanto plenamente justificable el deseo de supresión de la categoría como un todo abstracto, borrando con ello la posibilidad de reconocimiento de la individualidad de cada sujeto y, por tanto, de su humanidad. Así, bajo este esquema de categorización y cosificación, no fue difícil poner en marcha una lógica de exterminio en la que participaron una asombrosa cantidad de personas “de bien”, convencidas de que lo hacían por razones justificadas.

En cuanto a la mujer se refiere, el prejuicio se llama misoginia y es tan antiguo como la humanidad. Los mitos ancestrales reflejan cómo sobre la categoría “mujer” se adhieren una serie de atributos indeseables que la señalan como portadora de un oscuro mal, de un peligro o simplemente de una incapacidad y por tanto, se justifica que sobre ella recaiga el desprecio, la minusvalía y, por sobre todo, la expectativa de su indefectible dependencia al principio masculino. Hay un principio bueno, que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo, que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer (Pitágoras).

Según Paul Ricœur, en el mito adámico, Eva representa el punto de menor resistencia por donde el mal penetra y seduce al hombre provocando su caída. Sin embargo, para Ricœur, si se analiza con profundidad este mito, Eva no es una mujer estrictamente, sino el principio femenino. Así, cada mujer y cada hombre son Adán; cada mujer y cada hombre son Eva; cada mujer peca “en” Adán y cada hombre es seducido “en” Eva.

Desde esta perspectiva, lo femenino sería una representación de la fragilidad humana y cuando el hombre de carne y hueso desprecia a la mujer de carne y hueso, no está sino proyectando sobre ella el miedo que le causa su propia fragilidad, su finitud, su temor hacia el caos y las tinieblas que convenientemente ha colocado en “el otro”. El peligro es que al no ser conciente de esta complejidad psicológica, sus temores se convierten en estructuras de poder donde la mujer corre toda clase de peligros. El impulso de supresión domina, cuando sobre una “categoría” deshumanizada y cosificada se impone una sospecha.

Pero regresemos al mito adámico. El hombre, hecho a imagen y semejanza de un Dios benevolente, habita el paraíso donde no le falta nada. Todo le es dado hacer, menos una cosa: comer el fruto del árbol del bien y del mal. Es importante hacer notar que el mito no coloca al hombre en situación de escoger entre el bien o el mal. La prohibición no se trata de eso; lo que está prohibido es el estado de autonomía que lo convertirá en el creador de una distinción entre el bien y el mal. O sea, en creador de significados y por tanto, autodeterminado y libre.

Mediante la intercesión de la serpiente, Eva le ofrece a Adán el fruto prohibido y éste decide comerlo. Así, a través de un solo acto y mediante un solo hombre se produce la caída que arroja a la humanidad a los engranajes de la historia.
Regresemos un momento a la intercesión de la serpiente que constituye ni más ni menos que el drama de la tentación. La serpiente hace surgir un deseo de infinitud, pero no se trata de la infinitud de la razón o de la felicidad. Se trata de la infinitud del deseo mismo. Es el deseo del deseo, tomando posesión del saber, del querer, del hacer y del ser: “Your eyes shall be opened, and ye shall be as gods, knowing good and evil.” Es en relación con este deseo que la finitud es insoportable. La finitud de ser “creado” y no un creador.

Según Paul Ricœur, esta semejanza a los dioses que se busca mediante la transgresión es algo muy profundo: cuando el límite impuesto deja de ser creativo y Dios parece estar en el camino del hombre debido a sus prohibiciones, el hombre busca su libertad en lo ilimitado del Principio de existencia y genera el deseo de constituirse como su propio creador. Por la vía de la caída, el hombre se hace dueño de su deseo que anima el movimiento de las civilizaciones, el apetito del placer, la avaricia por poseer, el ansia del saber, construyendo así, lo que parece ser la realidad humana.

Esta libertad para construirse a sí mismo, no le fue extendida a la mujer gratuitamente. El hombre, dentro de la sociedad patriarcal, se constituye en el mismo lugar del Dios bíblico: impone al sujeto mujer la prohibición de comer del árbol del conocimiento, pues la creación de significados es parte de su arsenal de dominio. Así, la sociedad patriarcal pretende que mientras para el hombre es válido constituirse en creador de sí mismo, para la mujer no lo es. Ella tendrá que someterse a significados que la trascienden.

Siendo él, exclusivamente, el creador de los significados, también es creador del concepto mujer y de todas las políticas y estructuras que limitarán su existencia a fin de que nunca llegue a comer del árbol prohibido.
Según dice el filósofo guatemalteco Rodolfo Arévalo,

“como la mujer está inmersa dentro de una estructura patriarcal, a ella se le concibe desde el poder y este predetermina el conflicto en su biografía. A las prácticas establecidas para dominar sin ser evidentes como mandato, las llamaremos políticas culturales, porque se reproducen en la cultura. Están fundamentalmente dedicadas al cultivo y conceptualización del cuerpo, debido a que es el centro de la necesidad humana.” (Arévalo, 2007)

Así la posición de la mujer, sus roles, qué desea o puede desear ha sido objeto del control de los poderes establecidos en las sociedades preponderantemente masculinas. La normativa sobre el cuerpo y la biografía de la mujer, marcan su destino desde afuera. Bajo estas premisas, convertirse en un ser autónomo, libre y por tanto dueño del propio deseo constituye para el sujeto mujer un regreso al viejo mito. Es preciso una transgresión, una caída.

Cuando la mujer escribe, pretende constituirse como una constructora de significados. Las estructuras de poder patriarcales, parecen recibir esta producción como una amenaza y responden con una hostilidad velada bajo la condescendencia. Se admite su participación en la creación literaria, pero de allí a permitirle figurar “oficialmente” como constructora de significados hay una distancia, pues es precisamente esta construcción lo que permite a la cultura patriarcal ejercer control social. Cuando ellas escriben, parece afirmar el establishment con un claro ninguneo, lo hacen para un público femenino. Sus obras están destinadas a los círculos de mujeres, al salón de belleza, a la cocina, a las tardes de té y chismografía.

Para justificar la existencia de esta segregación, los estudiosos auscultan las letras femeninas y llegan a curiosas conclusiones: la mujer escribe diferente, dicen. Por ejemplo: se ocupa más de los detalles o de detalles imperceptibles para los ojos masculinos. También se dice que la mujer habla de temas femeninos. En ese sentido, afirman, a la mujer pertenece la petite histoire mientras que a los hombres les pertenece la Historia con mayúscula. Olvidan que la petite histoire es ni más ni menos que la historia de los individuos y que ningún autor, hombre o mujer, puede eludir este reducto de humanidad: Kafka, Hesse, Sábato, Borges, Shakespeare han basado sus grandes obras en pequeñas historias de minúsculos individuos. La petite histoire no es solamente la historia de la cocina. Es el rescate de lo individual y por ende, de lo humano.

En resumen, cuando desde la cultura se habla de literatura femenina o masculina, se olvida el arte para hacer política. La situación cambia radicalmente cuando examinamos el asunto desde la perspectiva exclusiva del arte. La esencia del arte no es la definición sexual, sino el travestismo. Efectivamente, el arte coloca la realidad en un escenario, la sujeta a la sinuosidad de una cortina. La viste con maquillaje y vestuario de artificio. Le coloca una máscara. La hace dar pasos en falso, por un sendero que puede transitarse sólo bajo el amparo del equívoco. Todo con el afán de destruir las formas sociales que ocultan la realidad. El arte enmascara a fin de desenmascarar.

El travestismo fundamental del arte permite a Marguerite Yourcenar ser Adriano, el más logrado emperador romano que ha producido la literatura universal. También permite a Gustave Flaubert, afirmar su mítica frase “Madame Bovary c´est moi”.

Bajo esta perspectiva, la segregación que implica la frase “literatura femenina” nada tiene que ver con una apreciación artística. Se constituye en una violencia sexista que se ejerce desde la cultura sobre la mujer que escribe. No extraña que el establishment masculino busque imponerla.

En medio de la discusión, se alza la literatura feminista. No considero a la literatura feminista una “literatura femenina”. Se trata de una literatura generada desde el compromiso político y donde el sujeto que escribe, se coloca en actitud de desafío a la estructura social. No toda la literatura escrita por mujeres tiene un propósito de reivindicación de género. Recordemos que un enorme caudal reproduce y reafirma los prejuicios, parámetros y represiones del sistema social imperante. Aparte, no pocos hombres han escrito literatura feminista. De tal manera que podemos hablar de literatura feminista sin incluirla en una supuesta “literatura femenina”.

Dicho todo lo anterior y es aquí donde mi argumento se torna contradictorio, me parece importante resaltar que existe una transformación poderosa que sucede cuando la mujer hace la transición de “objeto de la literatura” a sujeto que narra el mundo por medio de la palabra.

Veamos qué sucede por ejemplo en el caso de lo erótico:

Durante siglos, los hombres han creado personajes femeninos y al hacerlo han plasmado allí toda la pulsión de su propio deseo. Así nace “la mujer” entre comillas, la mujer literaria, estrafalario objeto, fruto del capricho y la alucinación masculina.

Desde la Beatriz de Dante, diosa gélida e inapetente, que encarna la verdad y la virtud; al personaje de la famosa película de los años sesenta “Deep Throat” mujer cuyo clítoris estaba situado en su garganta y era la fascinación del morbo masculino; pasando por las mujeres que según Carlos Fuentes retrataban en los libros que leía en su adolescencia, hembras –la palabra que trastorna– mitad seres, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos que esperan a los monarcas en sus lechos; hasta los más envilecidos objetos sin nombre que Marco Antonio Flores, retrata de la siguiente manera:

“Íbamos cantando, aguardentosos, chiguatosos, con manos en clítoris de putierres nájeras, las chingüenguenchonas alegronas, calientonas, tentadoras sentadotas en nuestras canillotas. Eran dos para cinco y contenían. La noche anterior nos emborrachamos a todo dar, nos las cogimos en sanguche, uno tras otro una tras otra, en cola, bando al último, canillita, afilador, armas al hombro por Detroit, el último navega en atolillo, chaguitoliento, chaguitoliendo a atol de maíz.” (Flores, 2006: 38)

¿Cómo construir a partir de esas alucinaciones a la mujer que no está entre comillas, es decir: a la mujer de carne y hueso? El extraordinario autor Henry Miller devela la oculta verdad: para el hombre que construye la cultura dominante, la mujer es y será siempre impenetrable, y cito:

“Estudiando a esta mujer, pedazo a pedazo, pies, manos, labios, orejas, senos; viajando de su vientre a su boca, de su boca a sus ojos, la mujer sobre la que había caído, atrapado en mis garras, mordido, sofocado con mis besos. La mujer que había sido Mara y era ahora Mona que había tenido y tendría otros nombres, no era ahora más accesible, más penetrable, que una fría estatua en un jardín olvidado de un continente perdido … Dentro de su corazón una campana resonaba, pero yo no sabía lo que significaba … Una mujer tratando de develar su secreto. Una mujer desesperada buscando a través del amor unificarse consigo misma. Frente a la inmensidad de ese misterio uno se para como un ciempiés que siente cómo la tierra se desmorona. Cada puerta abriéndose a un vacío más grande. Sintiéndose como una estrella que nada en el océano del tiempo. Debiendo tener la paciencia del radio enterrado en un pico del Himalaya.” (Miller, 1987: 210; (traducción libre, C.Z.)

La impenetrabilidad de la mujer deviene de que se le examina o desea aprehender desde una construcción de pensamiento que la niega. Recordemos la famosa duda lanzada por el psicoanálisis ¿existe la mujer?

Sólo la mujer puede construir al sujeto mujer, pero para hacerlo habrá de evadir la lógica misma de la estructura patriarcal, cuestión de una profunda dificultad. Para empezar, habrá que seguir el proceso de maduración que implica la caída.
Dicho en palabras de Antonin Artaud “hay que terminar con el juicio de Dios” que es un juicio trascendente, para liberar la vida. No se trata de una vida sin orientación o sin juicio, sino en aprender a construir el sentido de manera inmanente, desde la propia vida, desde la propia experiencia. Para lograrlo Gilles Deleuze propone tres acciones: borrarse, experimentar y hacer rizomas.

Borrarse, según el filósofo francés, implica difuminar en nosotros el universal o la especie a la que pertenecemos. Nuestra identidad está formada por contornos fijos, las líneas duras del ser. Para que la vida circule y devenga hay que poner en movimiento el territorio, emprender líneas de fuga, desterritorializarse. Convertirse en nómada. Pero el nómada no es el exiliado, no es aquel que debe abandonar su territorio, sino aquél que está continuamente moviéndose porque justamente no quiere abandonar su territorio.

En el caso de la mujer, borrarse significa salir de la categorización a que ha sido sujeta. Emprender líneas de fuga poniéndose en otras posiciones y situaciones. Desarticular las expectativas que pesan sobre su condición de “sujeto mujer” y aprender a encontrar su propio deseo.

En cuanto a experimentar, Deleuze inicia su explicación con una frase de Spinoza: “nadie sabe lo que puede un cuerpo.” Y luego añade: un cuerpo no puede definirse por su pertenencia a una especie, sino por los afectos de los que es capaz, por el grado de su potencia, por los límites móviles de su territorio. No se puede saber lo que puede un cuerpo antes de la experiencia.

Finalmente, borrarse y experimentar se resumen en hacer rizoma: no echar raíces en nuestra identidad, hacernos mundo buscando las conexiones que nos convienen. El rizoma no abandona su territorio para ocupar otro, sino que conecta nuevos territorios y los invade con su color, con sus formas, con su perfume, que van cambiando y fusionándose con los colores, formas y perfumes de lo invadido.

Si la mujer acepta el desafío de madurar y salir del vientre de la dependencia a la que la ha conminado una estructura donde todos los significados le son dados desde afuera, si se atreve a “borrarse” de las categorías a las cuales ha sido conminada, a experimentar su potencia con el mundo y ampliar su territorio, podrá finalmente lograr una verdadera conexión con el “otro” masculino, infectando la sociedad patriarcal de un nuevo color, forma y perfume. Y quizá después de un siglo de lucha por la liberación de la mujer, éste sea el principal logro del tercer milenio: la feminización del mundo y con ello, quizá su salvación.

Quisiera finalizar con unas palabras de Julia Kristeva, cuando habla del logro de lo femenino: ¿no estarían las mujeres en situación de dar otra coloración a ese sagrado último que es el milagro de la vida humana: no la vida por la vida misma, sino la vida portadora de sentido, para cuya formulación las mujeres están llamadas a aportar su deseo y su palabra?

 

© Carol Zardetto


Bibliografía

Arriba

Arévalo Rodolfo, 2007: “Las Políticas del Cuerpo”, en: El Acordeón (suplemento dominical de El Periódico, Guatemala), 10 de junio.

Clément, Catherine/Kristeva, Julia, 2000: Lo femenino y lo sagrado. Valencia: Ediciones Cátedra, Universidad de Valencia.

Deleuze, Gilles, 2000: El deseo. Valencia: Ediciones Tandem.

Flores, Marco Antonio, 2006: Los Compañeros. Guatemala: F&G Editores (4ª edición).

Miller, Henry, 1987: Sexos. New York: Grove Press.

Ricœur, Paul, 1969: The Symbolism of Evil. Boston: Beacon Press.


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