Sebastián Calderón-Bentin
¿Por quién lloran mis amores? y Delirio Habanero:
Análisis teatral en el marco del III Festival Internacional de Artes Escénicas de Panamá (FAE 08)
Stanford University, EE.UU.
sebastian.calderonbentin@gmail.com
Bibliografía
La producción y difusión escénica en Guatemala, Nicaragua, Honduras, Belice, El Salvador, Costa Rica y Panamá tiende a ser eclipsada en estudios de teatro latinoamericano por la producción cultural de las grandes potencias económicas del continente: México, Brasil, Argentina y Chile, entre otros. Esto a pesar de una dinámica red de artistas, productores y festivales en América Central, incluyendo el Festival Centroamérica de Teatro por la Vida y el Festival de Coreógrafos en Costa Rica; el Festival Nacional de Teatro de Guatemala; el Festival Centroamericano de Teatro en El Salvador; en Panamá, el Festival Internacional de Artes Escénicas; y en Honduras el Festival Artístico Internacional de las Artes Escénicas Bambú. Muchas de estas comunidades han solidificado sus lazos a través de la región centroamericana al institucionalizar organizaciones como la Red Centroamericana de Teatro y el proyecto regional de entrenamiento teatral El Carromato. (ver Carromato Teatro, 2005)
Asistí en Abril 2008 al III Festival Internacional de Artes Escénicas de Panamá (FAE 08). Con más de quince grupos de teatro y danza provenientes de diez países diferentes de las Américas y Europa, esta bienal fue la edición más ambiciosa desde su inauguración en el 2004. La producción y organización del festival esta a cargo de Fundación FAE, una organización sin fines de lucro creada para brindarle un marco legal, financiero e institucional al festival. El fundador y presidente de Fundación FAE, Roberto Enrique King, es también productor ejecutivo y principal curador del festival. Con una amplia trayectoria como gestor y periodista cultural y Director del Cine Universitario de la Universidad de Panamá, King conoce a profundidad el panorama escénico de la región. Su meta es crear un festival auto-suficiente que pueda trabajar con, pero no dependiente de, instituciones culturales estatales; conocidas en Panamá por su anticuada burocracia y limitada programación.
La misión de Fundación FAE ofrece un diagnóstico del estado de las artes escénicas en Panamá:
“El teatro y la danza contemporánea son las dos disciplinas menos cualitativamente desarrolladas en el contexto artístico panameño, debido a la falta de tradición y de políticas culturales definidas, deficiente formación de los artistas, pocas oportunidades de actualización, baja demanda del público y limitado apoyo de parte del Estado y de la empresa privada.” (FAE Panamá, 2008)
El festival se estructura como una respuesta a estos síntomas. Según King, el objetivo del evento es
“contribuir a mejorar la calidad de estas manifestaciones escénicas nacionales, en el contexto de un lenguaje contemporáneo, al tiempo que estimula la creación de un público mejor formado y más interesado que ayude a sustentar y garantizar la continuidad y desarrollo de estas” (FAE Panamá, 2008).
La programación de FAE 08 nos brinda una ventana al tipo de trabajo escénico internacional que se muestra actualmente en Centroamérica. También nos ofrece un ejemplo de emergentes formas de política cultural no gubernamentales dentro de América Central como parte de su integración cultural con Norteamérica, Sudamérica y el Caribe a través de discursos estéticos y redes de producción.
Tomando como sede la Ciudad de Panamá, el festival se caracterizó por la multiplicidad de lenguajes escénicos provenientes de todo el hemisferio, desde la comedia neo-grotesca del grupo Timbre 4 de Argentina hasta las creaciones butoh de la coreógrafa mexicana Lola Lince. Entre las producciones principales se encontraban Teoría del vuelo de las coreógrafas panameñas Milvia Martínez y Analida Galindo; Mi muñequita, la farsa del Teatro Complot de Uruguay; desde México la coreógrafa Lola Lince con Flor de las fogatas; el grupo La Zaranda de España con Los que ríen los últimos; y Karaoke emocional del grupo Teatro Lagartija de Panamá. Esta diversidad de lenguajes escénicos, marcada por claras diferencias de fondo y forma, eran particularmente evidentes en dos de las más notables producciones del festival, ¿Por quién lloran mis amores? del grupo de danza Colombiano L’Explose y Delirio Habanero del Teatro de La Luna de Cuba. A continuación, quisiera analizar estas dos obras en más detalle ya que marcan una cierta trayectoria dentro de las diferentes tendencias del festival y ofrecen una lectura muy rica de la relación actual entre las artes escénicas y el entorno social que las constituye.
Un solo coreografiado y dirigido por Tino Fernández, ¿Por quién lloran mis amores? (2001) esta situado en un escenario cubierto únicamente por 250 vasos de vidrio vacíos, cuidadosamente alineados en filas diagonales a través de todo el escenario. Presentada en el Teatro Nacional de Panamá, la obra abre con esta mina de vasos cuando una mujer de pelo rubio corto (Marvel Benavides) entra descalza por la derecha escénica portando un camisón blanco. Con su entrada empieza a sonar una música lounge con vocales en francés, español e inglés. Mientras sube el volumen Benavides camina hacia el centro del escenario atravesando con gracia las densas filas de vasos. Al llegar al centro se quita el camisón y bajan las luces ligeramente, evocando un momento de privacidad y exhibicionismo al mismo tiempo. Revelando su torso desnudo, Benavides se abraza a si misma por varios minutos, como si se estuviera protegiendo, saludando o calmando. Este largo abrazo desnudo, un abrazo con el yo, nos presenta una bailarina expuesta y vulnerable; y nos fuerza, como público, a tomar un rol voyerista sin comprender del todo las implicancias de nuestra observación.
Al finalizar el abrazo, Benavides se pone el camisón y asume su rol de bailarina: empieza a brincar, correr y saltar a toda velocidad por el escenario ejecutando una serie de piruetas, grand jetés y relevés; maniobrando por el suelo minado de vasos. La coreografía se caracteriza por su alegría modernista, claros y precisos gestos de inspiración, juego y felicidad sobre una colina soleada, donde las flores son reemplazadas por vasos de vidrio y la colina por un piso negro de madera.
Inevitablemente un par de vasos son golpeados por accidente. Estos caen y ruedan por el suelo mientras Benavides continua ejecutando su coreografía, aparentemente inmutada por el inminente peligro de los vasos descarrilados deslizándose por el suelo; sin mencionar los otros 250 vasos todavía en pie. Mientras escuchamos el “clink” de vasos rodantes se chocándose los unos con otros, inmediatamente nos damos cuenta del la proximidad y literalidad del peligro que enfrenta Benavides. Nuestra actitud hacia la bailarina cambia rápidamente del voyeurismo del desnudo inicial al entretenimiento sádico de su posible laceración. Se secuestra nuestra mirada con la promesa y creciente certeza de violencia, en vivo y en directo. Las interrogantes mantiene el suspenso: ¿Qué pasa si Benavides se corta? ¿Seguirá bailando mientras sangra? ¿Sería esto parte del espectáculo o terminaría el espectáculo? ¿Cómo terminaría?
El suspenso aumenta a la par que el público trata de calibrar el nivel de peligro real y ficticio en la pieza. Pero a diferencia de un circo donde el peligro esta cuidadosamente aislado y claramente localizado, dándoles así a los trapecistas y acróbatas control virtuoso de sus alrededores, acá el peligro se derrama con cada vaso que se voltea y rueda de manera aleatoria e impredecible por el suelo, limitando así el control de la bailarina sobre su propio espacio escénico.
La amenaza de violencia se rompe súbitamente cuando la música para y Benavides frena repentinamente sus movimientos. Para el público, esta quietud actúa como un respiro frente a la tensión que experimentaron hace segundos. Con algunos de los vasos volteados y algunas de las filas (también como los pies de la bailarina) todavía intactas, Benavides cambia de registro coreográfico y empieza a re-ordenar los vasos en el escenario de manera cotidiana. Amasa un grupo de ellos en la parte trasera del espacio; monta unos sobre otros al pie del escenario, formando pequeñas torres de cristal; y deja un espacio vacío en el centro para poder desplazarse sin obstrucción. Después de completar la reorganización de los vasos Benavides retoma el movimiento artístico. Pero esta vez no vemos a la bailarina esquivando los vasos como en la primera frase sino activamente pateando, jugando y tocando los vasos como parte de la coreografía. Esta aceptación de lo que hace minutos era un objeto peligroso cambia la sensación de violencia a una de juego, transformando el objeto de peligro (vaso de vidrio) en un objeto lúdico, tratándolo ya no como un arma sino un juguete. Los papeles de victima y testigo también se desdoblan constantemente entre un público que oscila entre el entretenimiento y el horror, y una bailarina que es victima y cómplice de su propio peligro. Aunque Benavides haya salido ilesa (por lo menos en esta función), la sensación de peligro es palpable y la violencia escénica es real. ¿Por quién lloran mis amores? es una meditación acerca del poder de transformación del juego en relación a la violencia, y las maneras como el juego, como cosmovisión, puede reconfigurar un discurso de dolor en un ejercicio lúdico.
Dentro del contexto colombiano, la etnomusicóloga Ana María Ochoa Gautier, explica que las artes comúnmente se invocan como panacea frente a la amenaza de violencia que se ha instaurando en el país como crisis permanente. Ochoa explica que
“invocar la idea de crisis en relación a Colombia significa nombrar, más que un estado de excepción, un estado de permanencia; o por lo menos, de cíclico retorno de ‘lo crítico’ bajo diferentes rostros, todos ellos marcados por la violencia. Si la idea de crisis se invoca para nombrar un estado de excepción, aquí el estado de excepción es la regla” (Ochoa, 2004: 17).
Similarmente, un estado de crisis en permanencia se invoca en ¿Por quién lloran mis amores? La amenaza de violencia se vuelve constante, instaurada en la pieza como escenografía, sólo para ser agudizada por un cuerpo en movimiento. La cortada en potencia, la victimización de la bailarina y la impotencia del publico testigo, todas crean un estado de crisis en par con la experiencia Colombiana.
La escenificación de este tipo de violencia, no como excepción sino como regla, es importante dentro del ámbito colombiano, donde las artes se ven existiendo fuera del discurso de la violencia; como Ochoa menciona, “de alguna manera persiste la noción de que la violencia no forma parte de lo cultural, de lo artístico ni de la llamada “sociedad civil” (Ochoa, 2004: 28). Es precisamente dentro de esta visión del arte como elemento externo, asocial, y pacificador que el teatro, la danza, la pintura o la música se invocan como árbitros neutrales y herramientas cohesionadoras en el discurso colombiano; como en los casos de los cuentistas de Boyacá y los talleres de arte en Medellín (ver Ochoa, 2004: 30-36).
Es en relación a esta visión del arte en Colombia que ¿Por quién lloran mis amores? responde. Al posicionar la violencia como eje central de la pieza, Fernández sabotea cualquier noción pacificadora o cohesionadora del arte. Muestra que la violencia y, por ende, lo social, no nunca esta fuera de lo estético. Reflexión que le brinda al público la oportunidad de experimentar e identificar la violencia no sólo como una realidad social, sino también como una construcción cultural.
Delirio Habanero, del dramaturgo cubano Alberto Pedro, se estrenó por primera vez en 1994. Esta obra, de tres personajes, monta un duelo titánico entre dos iconos de la música cubana del siglo XX: Benny Moré (Mario Guerra) y Celia Cruz (Laura de la Uz). El tercer personaje, Varilla (una travestida Amarilys Núñez), es una referencia a un conocido cantinero del histórico local “La Bodeguita del Medio”, un restaurante en la Vieja Habana abierto en 1942, famoso por su clientela de alto vuelo. Varilla actúa como confidente de ambos personajes y arbitro del enfrentamiento. El travestismo de Núñez marca desde el comienzo un alejamiento del realismo y provoca una reflexión de cómo se caracterizan figuras históricas en el escenario cubano contemporáneo, un tema que recurre durante toda la obra.
Benny Moré, nacido en 1919, es considerado por muchos cubanos como uno de los cantantes y compositores más talentosos y populares que la isla jamás produjo. Un tenor innato orgulloso de su identidad afro-cubana, Moré dominó todo tipo de géneros musicales, del son montuno al bolero, hasta su muerte de cirrosis en 1963. Moré permanece relativamente desconocido fuera de Cuba a diferencia de la fama cosmopolita que abarcó Celia Cruz. Nacida en La Habana en 1924, Cruz salió de Cuba poco después de la revolución y aseguró su lugar en el panteón de la música cubana durante el boom salsero de Nueva York en los setentas. Mantuvo un éxito global durante toda su carrera, presentándose en diversos países como Japón y Finlandia, mientras que recogía premios y honores en los Estados Unidos y Latinoamérica, hasta su muerte en el 2003. Delirio Habanero junta a estos dos iconoclastas en una comedia fantástica, exponiendo a través de este encuentro, una serie de tensiones y angustias que hoy en día forman parte de la experiencia cubana.
La obra se sitúa en una cantina desierta con paredes de beige oscuro. Una sola gran pared, con entrada al centro, curvea toda la parte trasera del escenario. A la izquierda hay una serie de banquillos de madera y a la derecha un piano de pared. La acción comienza con Varilla, con un traje negro y una gorra de béisbol y El Bárbaro de traje blanco, boina negra y bastón, compartiendo fantasías de abrir un bar para clientes exclusivos y volver a dirigir una exitosa orquesta en vivo. El Bárbaro es el seudónimo popular de Moré y proviene de su coronación como “El Bárbaro del Ritmo”, otorgada por el presentador de radio Ibrahim Urbino. En medio de sus conversaciones con Varilla, El Bárbaro dirige una orquesta invisible, invoca plegarias a los Orishas y sale corriendo cuando llega disfrazada a la cantina La Reina, el epíteto correspondiente de Celia Cruz. Con lentes oscuros, paraguas y abrigo largo, “La Reina de la Salsa” se cubre para poder pasar desapercibida y evadir tanto a los paparazzis como a las autoridades cubanas. El auto-exilio en los Estados Unidos y su fama mundial han forzado a que Cruz se tenga que esconder una vez dentro de Cuba. Ella encuentra, en Varilla y su cantina, un oasis donde puede desprenderse de su disfraz y expresarse libremente.
Cuando Cruz y Moré finalmente se enfrentan el uno al otro, el resultado es efervescente: se atacan mutuamente con rencorosa diversión, criticando sus diferencias musicales, políticas, religiosas y estilos de vida; mientras que Varilla trata de mantener la paz entre los dos. Con humor y música, Teatro de la Luna escenifica este duelo fantástico hasta el momento en el que las dos leyendas empiezan a conciliar y a poner sus diferencias de lado. Pronto comienzan a imaginar, junto con Varilla, un futuro común. Una Cuba donde todos sus sueños se podrán realizar, donde El Bárbaro podrá cantar, La Reina regresar y Varilla vender. Pero justo cuando empiezan a forjar este imaginario común un temblor sacude el suelo y fuerzas misteriosas rodean la cantina (¿paparazzis? ¿Policías?). Mientras la oscuridad desciende sobre estos tres antihéroes nos quedamos pensando si algún día verán la Cuba de sus sueños volverse en realidad.
Con careos melodramáticos, delirios de grandeza, cantos grandilocuentes (en vivo y doblados) y fantasías de una Cuba otra, rica y acogedora, estos personajes se expandan más allá de la psicología y la historicidad particulares de Celia Cruz y Benny Moré. Bajo la dirección de Raúl Martín, esta producción presenta a estas leyendas musicales como fantasmas, sicóticos, divas, místicos, y guaracheros. Con un manejo actoral del cuerpo y de la voz in extremis, estos personajes adoptan un comportamiento permanentemente errático y enérgico, escapándose así de los confines de lo real y lo psicológico. Es más, nunca queda claro si estos son efectivamente Benny Moré y Celia Cruz en el escenario o si es un caso de posesión espiritual o de folie à deux, donde dos locos creen ser las leyendas. Los síntomas de locura están presentes: los personajes constantemente cuestionan sus identidades, su comportamiento es histriónico, música imaginaria interrumpe y los posee, y se tratan más como pacientes psiquiátricos que como dos celebridades. Los nombres “Benny Moré” y “Celia Cruz” tampoco son usados en ningún momento. Los personajes solo se identifican como El Bárbaro y La Reina, enfatizando aun más la ambigüedad identitaria de la que son victimas. En conversatorio, Martín, Guerra, de la Uz y Núñez admitieron investigar ciertas partes de su proceso actoral en una clínica psiquiátrica en La Habana, habiendo decidido mantener el nivel de salud mental de los personajes siempre en duda.
Estos cambios en registro psicológico y rupturas de comportamiento exponen las fisuras entre actor, personaje y figura histórica. Hacen que la representación de Moré y Cruz no sea un tema de exactitud histórica, sino más bien una reflexión mitológica de estos personajes dentro de la experiencia cubana. Éste es un dialogo con la historia, no dentro de ella.
Con esta producción, Teatro de la Luna presenta un drama ahistórico que medita sobre como la historia es de cierta manera un guión que pide ser escenificado una y otra vez. Después de todo, cuando la obra se estrenó por primera vez en 1994 en el Teatro Mella en La Habana bajo la dirección de Miriam Lezcano, Celia Cruz seguía viva. En ese momento, Delirio Habanero se podía leer como un conflicto entre dos iconos cubanos, uno vivo y el otro muerto. Las marcadas diferencias entre los dos personajes continúan y se refuerzan: una diva mundialmente famosa, comercialmente exitosa y católica devota; y un rebelde del pueblo, santero, mujeriego y alcohólico. Pero con la muerte de Celia Cruz en 2003, ambos iconos pasan a ser fantasmas y su ausencia colectiva se transforma en uno de los temas centrales de la obra.
La representación fantasmal y perdida real de Celia Cruz y Benny Moré en Delirio Habanero, y la añoranza por una nueva Cuba, diferente, evocan también la más reciente pérdida de otro gran personaje en el imaginario cubano: Fidel Castro. Como describe el cronista Brian Latell, “Inclusive ahora, que los estatizados medios de comunicación lo continúan halagando, Castro se esta transubstanciado en un artefacto histórico, aún cuando continua siendo jefe de estado” (traducido; Latell, 2007: 53). La designación de Raúl Castro como nuevo jefe de estado en febrero 2008, catalizó e institucionalizo por completo este proceso.
Mientras Cuba se adapta a la desaparición gradual de su líder, la resurrección de grandes figuras como Benny Moré y Celia Cruz, también objetos de cultos a la personalidad, funciona de alguna manera como un ensayo general para la inminente pérdida de este mucho más poderoso compañero generacional. El éxodo gradual de Fidel Castro de la escena política acompaña el fin también de su rol como sinécdoque de un ideario revolucionario particular. Esto se esta evidenciando ahora, cuando Richard Lapper admite que
“a habido un cambio en estilo político, en parte por el cambio en la cima. Fidel Castro tiene una casi obsesiva creencia en el igualitarismo y, enfrentado con dificultades, le ha pedido a su pueblo mayor sacrificio y compromiso. Por el contrario, su hermano esta más dispuesto a aprobar recompensas financieras para trabajadores y negocios que demuestren mejores resultados, aunque esto signifique aceptar un mayor grado de desigualdad” (traducido; Lapper, 2008).
Al poner al descubierto, con Delirio Habanero, cómo estas personalidades de culto son inmortalizadas e institucionalizadas dentro del canon cubano, Teatro de la Luna cuestiona y alude de manera prematura las diferentes maneras como Fidel Castro también podrá ser velado, recordado y resucitado. Compartiendo los mecanismos mediante los cual se escenifica y reanima a los muertos (Cruz, Moré y pronto Castro) la obra pone en juicio las razones y métodos por los cuales se les brinda una nueva vida. Esto transforma el acto de recordar como un ejercicio político, donde lo que se recuerda y se olvida, lo que se revive y se deja por muerto, es siempre parte de una matriz de poder que está en una constante tensión entre un presente que quiere afirmarse y un futuro que no esta escrito.
Ambos, ¿Por quién lloran mis amores? y Delirio Habanero, revelan como actuales corrientes de teatro y danza en Latinoamérica son incapaces de separar el desarrollo de nuevos lenguajes artísticos, de un esfuerzo por comprender las condiciones sociales que permiten dicho desarrollo. Sin recurrir a soluciones prescriptivas, los registros escénicos en estas piezas nos ayudan a comprender las tensiones y discursos que perpetúan muchas de las crisis sociales que plagan nuestra región y, al hacerlo, reclaman el rol del arte escénico como activo participe dentro de la construcción de un nuevo proceso político.
© Sebastián Calderón-Bentin
Bibliografía
Arriba
Carromato Teatro, 2005: “El Carromato: Proyecto de Capacitación Teatral en Centroamérica.” Carromato Teatro. http://www.carromatoteatro.org/ (consultado el 2 de julio de 2008).
FAE Panamá, 2008: “Historia”. Festival Internacional de Artes Escénicas de Panamá. http://www.faepanama.org/historia.html (consultado el 2 julio de 2008).
Lapper, Richard, 2008: “A Revolution to Repair: New Friends come to the aid of Raúl’s Cuba”, en: Financial Times, 18 de agosto.
Latell, Brian, 2007: “Raul Castro: Confronting Fidel’s Legacy in Cuba”, en: The Washington Quartely. 30:3: 53-65.
Ochoa Gautier, Ana María, 2004: “Sobre el estado de excepción como cotidianidad: cultura y violencia en Colombia”, en: La cultura en las crisis latinoamericanas. Ed. Alejandro Grimson. Buenos Aires: CLACSO.
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