Estebán Barboza Núñez
El yo y el otro imaginarios en El sitio de las abras, de Fabián Dobles:
Una lectura desde la óptica del análisis del discurso colonial
Universidad Nacional, Costa Rica
Universidad de Costa Rica
ezteban@hotmail.com
Bibliografía
Pioneros del hacha y machete despejaron selvas, roturaron campos incultos y a
la montaña arisca le abrieron la entraña y la hicieron maternal y habitable.
En esa aborigen experiencia se arraiga nuestra heredad: el amor a la libertad,
el decoro y la índole pacífica del pueblo costarricense.
Emma Gamboa
Introducción
Este artículo analizará como El sitio de las abras de Fabián Dobles (novela publicada en 1950) emplea elementos discursivos propios de la narrativa de exploración en la construcción del espacio geográfico y el ser costarricense. Se considerará como la creación del espacio y la elaboración de personajes en la obra de Dobles obedece reglas similares a las que rigen la estructuración de los libros de viajes y la narrativa europea, principalmente durante los siglos XVIII y XIX, cuyos protagonistas suelen ser expatriados buscando fortuna en las colonias de ultramar.
Se verá como la Costa Rica producida por Dobles en dicha novela se crea utilizando la misma mecánica empleada en las narrativas de viajes europeas, y que críticos contemporáneos han venido a llamar discurso colonial; es decir, la variedad de formas textuales con que Occidente produjo y codificó el conocimiento acerca de las áreas culturales periféricas, especialmente aquellas bajo control colonial (ver Williams, 1994: 5), además de las normativas bajo las cuales se produjeron dichos textos y la organización metodológica del pensamiento que subyace en ellos (ver Mills, 1997: 107).
Aunque es claro que El sitio de las abras no se ubica dentro del género de la literatura colonial, al menos temporalmente hablando, se puede decir que sigue un patrón epistémico propio de la escritura colonial. Como bien apunta Edward Said, “la novela es una forma cultural casi enciclopédica que incluye mecanismos de construcción altamente regulados, además de todo un sistema de referencia social dependiente de las instituciones existentes dentro de la sociedad burguesa, su autoridad y su poder” (Said, 1993: 71). Es decir, no es requisito de una producción artística y cultural, como la novela, situarse en un determinado contexto para regirse por las características del mismo, sino que es posible pertenecer espacialmente, temporalmente e incluso ideológicamente a otro contexto y aún seguir utilizando referencias conceptuales propias de instituciones que durante mucho tiempo han ejercido enorme poder, aún después de estar oficialmente vigentes. En nuestro caso particular, nos referimos al colonialismo, y más específicamente, a la narrativa y al discurso colonial.
Acercamiento de El sitio de las abras al discurso colonial
En La casa paterna: escritura y nación en Costa Rica, Flora Ovares, Margarita Rojas, Carlos Santander y María Elena Carballo ya se ocupan de estudiar El sitio de las abras como narrativa de conquista y colonización de nuevas tierras con el objetivo de “proporcionarles los rasgos ancestrales y morales de la tierra de origen, construir la utopía que se sitúa en los inicios legendarios de la nacionalidad” (Ovares/Rojas/Santander/Carballo, 1993: 231). Los autores sostienen que el Valle Central es un lugar idílico pero sin retos y el espacio fuera del valle es un territorio de conquista, en el caso de la novela de Dobles, a través del trabajo. Es decir, ya se señala a la novela como poseedora de características propias de la literatura de exploración, aunque sin ahondar en su acercamiento al discurso colonial.
En cuanto a los “inicios legendarios de la nacionalidad,” se hace clara referencia al campesino labriego y sencillo del Valle Central, desde la época colonial aislado política y culturalmente del resto del país y demás provincias centroamericanas. Este prototipo, en gran medida, desciende de inmigrantes europeos que buscaban un nuevo comienzo en la arcadia tropical de la meseta, de clima templado y benigno, con características totalmente opuestas a las de las zonas bajas y costeras, inhóspitas e inclementes que degradan al individuo del Valle Central al entrar en contacto con ellas y cuyos habitantes originales representan, automáticamente, al otro.
Este concepto de nacionalidad es el que está basado en la idea de la Costa Rica homogénea y blanca, en la que se margina todo patrón que no encaje con este imaginario. Es decir, lo que Alexander Jiménez (2002: 27) llama “nacionalismo étnico metafísico,” una concepción de nación vista como verdadera por sus ideólogos pero con soportes puramente imaginarios, imposibles de sostener racionalmente, y que al mismo tiempo que refuerza una idea de nación, desplaza todo aquello que no concuerde con dicho imaginario, aunque de hecho esté presente y forme parte del territorio y su historia.
Es la afirmación del mito del ser costarricense conforme al modelo del nacionalismo étnico metafísico del labriego sencillo del Valle Central, encarnado en Espíritu Santo Vega y los demás personajes que emigran de Heredia y Cartago a las abras, la concepción de la tierra agreste y salvaje como un sitio a domar y hacer útil de acuerdo a los parámetros legendarios de la nacionalidad costarricense, enraizados en la supuesta bondad, laboriosidad y homogeneidad intrínsecas del meseteño, más la valoración de todo lo que no concuerde con estos parámetros como inferior o dañino lo que acerca a El sitio de las abras al discurso colonial.
El modo específico en que se da este acercamiento subyace en la representación autoetnográfica que Dobles hace del territorio y del ser costarricense. Por representación autoetnográfica –término acuñado por Mary Louise Pratt (1992: 7)– entendemos la representación propia en términos favorables a un discurso exógeno. En el caso de la novela, la representación de la nación costarricense por parte de Dobles en términos favorables a un discurso dominante –el colonial–, transplantado desde Europa y que compromete ciertos grupos y lugares a favor de sus parámetros.
Recordemos que esta práctica, como subraya Bernard Lavallé, es una de las que contribuyen al nacimiento del americanismo, remontándose a la exaltación del hispanismo por parte de los criollos como mecanismo de auto legitimación ante los españoles, y automáticamente, como dispositivo para enfatizar su superioridad ante otros grupos nativos del continente. (ver Lavallé, 2002: 24) En El sitio de las abras, y como se verá en breve, esta exaltación y representación se da en términos del enaltecimiento de los valores morales y la benevolencia del campesino del Valle Central frente a la barbarie y la inferioridad moral de todo aquel que no comparta estos valores, esto aunado a la visión de las abras de las afueras del Valle Central como un lugar salvaje que debe ser domado y puesto a producir en términos similares a la arcadia tropical de la meseta.
La construcción del espacio y discurso colonial
Ocupémonos primero de la construcción del espacio en la novela. En El sitio de las abras existe una delimitación clara y contundente entre el Valle Central y el resto del país. Tal y como sucede en el discurso colonial, se da una dicotomía espacial en donde, por un lado, se tiene un territorio civilizado y benévolo que es abandonado por motivos de exploración, búsqueda de fortuna o huída de algún tipo de persecución; y por otro lado, un territorio nuevo, virgen e imaginariamente deshabitado, listo para ser transformado en algo parecido o mejor que la tierra que se deja atrás, mas siempre tomando el espacio original como patrón.
En el caso de la novela de Dobles, la comparación entre ambos ámbitos se da desde tres ángulos que perfectamente concuerdan con la imaginación del espacio físico en el discurso colonial: los nuevos territorios de las abras como lugar a conquistar y hacer productivo; la comparación entre el Valle Central y las abras, el primero como ideal o paraíso perdido y el segundo como tierra que debe ser transformada a semejanza del valle, pero que por sus atributos inferiores, nunca podrá estar al mismo nivel; y por último, la nueva tierra como fuente de degradación para el campesino hecho y acostumbrado a la benevolencia del valle y sus frutos.
En primer lugar tenemos las abras de las afueras del Valle Central, en algún lugar del litoral caribeño, como un territorio virgen, con “naturaleza aún no violada por el hombre civilizado,” en donde “solo se había oído hasta entonces la subterránea voz de la vida a través de la fiera y el labio poderoso de las lianas” (Dobles, 1999: 7). Este es el lugar en el que, “tras el lindero natural de los robles y los cedros, todo esperaba el hacha,” y al que acudían los campesinos “desde Heredia y Cartago, construían un rancho con troncos y cascarones arrancados de la montaña, sufrían, peleaban, y comenzaban a vencer contra los ríos, la lluvia y la cerrada arboleda.” (8)
Lo primero que sale a relucir de las aserciones del narrador es que antes de la llegada del hombre “civilizado” del Valle Central dichos territorios prácticamente no existían y estaban vacíos y listos para ser transformados y convertidos en algo útil. Su función hasta ahora no era otra que la de “esperar el hacha.” Toda sociedad humana que haya podido existir en dicho territorio o en partes aledañas se ignora, como según Mary Luise Pratt, ocurre en las narrativas coloniales, en las cuales, los habitantes nativos son “extraídos del territorio y por lo tanto de la economía, la cultura y la historia” (Pratt, 1992: 53).
Al hablar de una naturaleza aún no penetrada por “el hombre civilizado,” el narrador incluso insinúa que hombres “no civilizados” ya hayan podido estar, sino en el mismo lugar donde se establecerán las abras, al menos en sitios cercanos, como más adelante se evidencia en la novela. Es decir, el narrador hace que los pioneros del Valle Central, al mejor estilo de Heart of Darkness (1902) de Joseph Conrad, consideren esta nueva tierra como uno de los muchos lugares vacíos del mapa (ver Conrad, 1995: 66), y al igual que el personaje del célebre texto colonial, deseen explorarlos y ocuparlos.
Otro punto importante es el carácter puramente utilitario que se le da al nuevo territorio. Este debe ser domado y conquistado, y tal como sucede en la narrativa colonial, la lucha es contra la naturaleza misma del lugar, es decir, contra lo que lo constituye, para poder así pasar de un sitio vacío a un lugar habitado y económica y socialmente aprovechable siguiendo el modelo del Valle Central. El tono del narrador hace ver a la naturaleza del lugar como un rival a vencer, y a la experiencia del emigrante de la meseta como una formidable lucha contra elementos adversos, que de ser vencidos, repararán un ambiente lo más parecido posible al Valle Central, es decir, un nuevo Valle Central.
En cuanto a la comparación que se da en la novela entre los dos ambientes geográficos, es evidente que al Valle Central se le atribuyen calificativos positivos y benévolos; y como contraparte, todo lo exógeno ocupa el lugar opuesto, es decir, lo negativo, lo peligroso y hasta lo siniestro. Es así como Espíritu Santo Vega advierte a sus hijos, recién instalados en las abras, que “esto no es bueyar ni coger café en los lados de Heredia. Esto es de veras joderse como los hombres” (11). Además, el narrador indica que tanto el patriarca como sus hijos “no habían venido a vivir [a las nuevas tierras] para regodearse en taburetes acogedores, como sus parientes y conocidos en la Meseta Central. Habían acudido al llamado de la montaña. Pelearían con las crecidas” (12).
En cuanto al clima, el narrador afirma que “aquel no era, que digamos, el sabroso y refrescante de su provincia, pero tampoco el abrasador de las regiones costeras” (11); y aunque no se la pasaba mal, de no haber sido por “la monotonía de la lluvia, los huesos calados de agua después del trabajo y la pesantez de la atmósfera . . . [Espíritu Santo Vega y sus hijos] casi se hubieran sentido tan gusto como en su provincia.” (21)
Es así como la comparación entre ambos ámbitos se da como de acuerdo con David Spurr ocurre en la narración del espacio en el discurso colonial: siguiendo estrictamente el sistema de valores del narrador. (ver Spurr, 1993) De este modo, todo lo que no esté dentro del canon de valores de quien narra, en este caso todo lo ajeno al Valle Central, será transformado en lo otro, y por consiguiente, en la periferia de la Costa Rica imaginada en la novela. Al mismo tiempo que esto ocurre, se idealiza a la meseta de modo que hace pensar que allí todo es perfecto, con frondosos cultivos de café, apacibles bueyes, atardeceres soleados y un clima ideal, sin atmósferas pesadas y sin lluvias excesivas que calan hasta los huesos.
El ambiente de las nuevas tierras también exige un ajuste de valores por parte de los llegados de la meseta. Martín Villalta se lo hace ver a Espíritu Santo Vega luego de dejar embarazada a su hija Magdalena:
“no vivimos aquí en una ciudad, no estamos en las aldeas de la Meseta, tiene usted derecho, ñor Vega, de ser un poco distinto al que fue antes ... vino a reclamarme una ofensa que acá, entre estas montañas y junto a estos ríos, resulta ridícula. Aquí en estas soledades el honor es otra cosa.” (99)
El mismo narrador advierte que Vega admite la observación de Villalta y “el enojo se le venía pasando porque notaba que de veras allí en las abras el hecho no tenía la importancia que se le atribuía” (101).
El ambiente propicia y permite la degradación de ciertos valores morales considerados importantes por los personajes venidos del Valle Central e incluso por el mismo narrador. Tal degradación, según se deduce, resulta inaceptable o altamente improbable en el valle. Tal y como sucede en la narrativa colonial, la lejanía del centro provoca cambios de conducta y una gradual transformación y eventual degeneración del individuo que se muda a la periferia.
Eventualmente, y por las circunstancias que se presentan a lo largo de la novela, los descendientes de los patriarcas que conquistaron las abras terminan degradados y desplazados de sus propias tierras y estas se convierten en haciendas azucareras al servicio del gran capital. El intento de recrear un Valle Central en las abras fracasa, en gran medida, por las incompatibilidades intrínsecas entre ambos lugares y este hecho demarca las dos versiones de país que aparece en la novela: el Valle Central en exceso idealizado, el que marca el origen y el alma de la nación, y las afueras, las que a pesar que generaciones de personajes intentan convertir en un nuevo valle, al final están condenados a fracasar.
La construcción del ser costarricense y su aproximación al discurso colonial
En cuanto al modo de imaginar al ser costarricense a través de los personajes de la obra, El sitio de las abras produce dos tipos de costarricense: el labriego sencillo del Valle Central, patriota, pacifista, trabajador e incapaz de albergar el mal en su ser, y lo opuesto a este prototipo en la persona de Ambrosio Castro, el terrateniente despiadado que encarna todo lo contrario a lo que significa ser un buen costarricense. Junto a este, también aparecen los indígenas que trabajan para él y que contribuyen a su proyecto malvado, y más adelante, los trabajadores del ferrocarril al Atlántico, hombres difusos, de procedencia dudosa y costumbres e intenciones desdeñables.
Como se ha dicho anteriormente, el prototipo costarricense es encarnado en Espíritu Santo Vega, su esposa, hijos y demás familias que emigraron de las apacibles regiones centrales del país a las abras. El primer mito que sobresale es el de la igualdad del campesino del Valle Central:
“la conciencia de la igualdad se hallaba bien atrincherada en los espíritus, ya que históricamente todos ... habían por igual edificado el país desde el abandono y la miseria de la colonia hasta la pálida y calmosa bonanza de entonces” (39).
Por otro lado, Vega peleó contra el filibustero William Walker en 1856. Este hecho no solo resalta su valor moral sino que es muy significativo a la hora de situar al personaje en los orígenes de la nación, como contribuyente pleno no solo a su defensa, sino también a su formación. Al ser parte Vega de este hecho histórico toma, automáticamente, según lo idealiza el narrador, el estandarte de lo que es ser costarricense.
La nobleza del patriarca en este sentido es incluso exaltada por el hecho de no gustarle hablar del tema: “no le agradaba hablar de esa aventura de sus tiempos mozos por no llamar mucho la atención” (16), y su carácter pacifista es subrayado al tratar de resolver los conflictos por tierras con Ambrosio Castro sin hacer uso de la violencia. En este caso, Vega pasa de valiente soldado a un ser incapaz de herir a un semejante, “no por falta de valor, sino por principios morales” (53), y tanto él como sus coterráneos deciden enfrentar la situación con hachas contra la montaña, es decir, con trabajo en la tierra, otra característica exaltada en los meseteños, y no con acciones directas contra el villano Castro.
Solamente cuando interviene Martín Villalta, un personaje de procedencia no muy clara, “que no era campesino, ni sabía gran cosa de cultivar la tierra” (54), y enfrenta directamente a Castro, los campesinos labriegos y sencillos tienen un respiro y logran dedicarse a lo suyo, que es trabajar y vivir en paz. Mas cuando este desaparece, Vega y los otros quedan de nuevo impotentes ya que en el fondo “poco más o menos seguían siendo los mismos finqueros débiles de siempre” (108), incapaces de tomar actitud belicista alguna, aún en defensa propia. Al final son despojados de sus tierras.
A todo lo antagónico a este modelo de ser costarricense se le dan tintes negativos y siniestros. Todo lo que no concuerde con este prototipo, con la excepción de Villalta, representa una amenaza y ha de ser combatido. El ejemplo más evidente es Ambrosio Castro, quien, aunque oriundo de la capital, era “más citadino que labrador” (37) y no tiene amor alguno por la tierra, sino que es guiado por una desmedida ambición y ha sido corrompido por el dinero. Las características de este personaje son todas las opuestas a las de los abreros, y por lo tanto, son vistas como negativas por el mismo narrador.
Lo que acerca a esta división de personajes al discurso colonial es la gente que rodea y sirve a Castro. En primera instancia los indígenas, que en la novela son vistos como simples instrumentos del mal, como colaboradores del proyecto expansionista del terrateniente y como seres de los cuales hay que deshacerse: “más de cuarenta hombres empuñaban las hachas [contra los campesinos del Valle Central]; cinco peones traídos de la Meseta y el resto indios de mirada triste y cuerpos encorvados [que surgían] de las umbrías veredas de la selva” (42).
Es decir, los aborígenes son vistos como otro producto más de la selva que hay vencer y con los que se está en directa confrontación. En el caso de la novela, la lucha no se hará de modo violento, como suele ocurrir en muchas narrativas coloniales, sino que, como también sucede en bastantes relatos de este género, aprovechándose de la supuesta estupidez del nativo. Es así como caen presa fácil del engaño casi infantil y poco creíble de Villalta, quien se hace pasar por una “autoridad” del gobierno que pretende reclutarlos para una supuesta guerra y los hace huir despavoridos a sus montañas, un incidente al mejor estilo del oro por cuentas de vidrio. Es interesante como Villalta ni siquiera intenta un engaño similar con los cinco peones meseteños que también empuñan las hachas junto a los indios, lo que implica que estos últimos no son tan estúpidos como los primeros.
Una vez que los aborígenes han sido fácilmente engañados por Villalta, tanto Castro como su hijo Ambrosio contratan
“peones traídos desde donde las obras del ferrocarril ya no los contrataban ... Muchos de estos jornaleros eran centroamericanos sin papeles, que se veían obligados a ganarse de vida de cualquier modo” (107).
Se enfatiza, una vez más, que el enemigo es exógeno al Valle Central. Ya sean centroamericanos sin papeles o trabajadores del ferrocarril degradados por las inclementes condiciones del caribe costarricense, los nuevos peones del mal presentan características opuestas a las del campesino del Valle Central. Junto a los indígenas, encarnan al otro, no solo en cuanto a la amenaza que representan, sino también en cuanto a las diferencias que exaltan la nobleza y la bondad del meseteño y al mismo tiempo justifican su accionar en las abras.
Conclusiones
Como bien apunta Benedict Anderson (1993: 6), una nación es una comunidad política imaginada, y una comunidad es identificable no por las falsedades y verdades que se imagina, sino por el estilo en que se imagina. En nuestro caso, se ha intentado delinear cómo el modo en que Costa Rica es imaginada en El sitio de las abras no solo refuerza el nacionalismo étnico metafísico del que habla Jiménez, sino que sus raíces son aún más profundas y se localizan en el plano del poderoso discurso colonial, que desde hace siglos ha venido moldeando la manera en que nos percibimos a nosotros mismos y a nuestro entorno, y que ha dictado la forma en que construimos al otro y el modo en que hemos marcado exclusiones y marginaciones en nuestra propia nación.
En el caso de la novela de Dobles, se ha evidenciado como el texto apunta más hacia la reafirmación de las presunciones etnocéntricas del discurso que caracteriza a la formación de Costa Rica, siempre desde la perspectiva del Valle Central y su fundación, que al delineamiento de la formación de la nación entera, que es lo que en apariencia pretende hacer. La novela siempre retorna a lo concerniente al Valle Central y asume supuestos imaginarios sobre este como definitorios del concepto de nación costarricense, es decir, como según Abdul Jan Mohamed (ver 1995: 19) sucede en el discurso colonial, cuando al tratar de explorar al otro racial y social, la narrativa producida bajo dichos parámetros termina afirmando las presunciones etnocéntricas de la mentalidad del discurso dominante.
© Estebán Barboza Núñez
Bibliografía
Arriba
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Lavallé, Bernard, 2002: “Americanidad exaltada/hispanidad exacerbada: contradicciones y ambigüedades en el discurso criollo del siglo XVIII peruano. El discurso colonial: construcción de una diferencia americana. Ed. Catherine Poupeney Hart y Albino Chacón. Heredia: Editorial de la Universidad Nacional.
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