Roberto Castillo

 

Velásquez desde las voces1

Notas

Confieso el fervor que despiertan en mí esos libros extraordinarios que abundan en Centroamérica, respaldados por casas editoriales echadas a caminar por algún visionario —casi siempre el mismo autor— que las concibió de una manera que resulta más alusiva a la creación en las artes que a la lógica empresarial. Aunque no suele hacérseles justicia con prontitud ni difundírselas como se merecen, tales obras son reveladoras de auténticos tesoros de nuestra cultura. Existen por la devoción que alguien ha cultivado hacia un tema, objeto de estudio o personalidad a resaltar, en el caso de las biografías.

Velásquez: el hombre y su arte,2 de Guillermo Yuscarán (seudónimo del escritor y pintor estadounidense William Lewis, radicado en Santa Lucía, municipio cercano a Tegucigalpa, desde mediados de los años setenta), es una de esas biografías que vale la pena considerar por ser hasta la fecha la más completa y penetrante visión sobre un hombre cuyo arte vino a universalizar cierta dimensión de lo hondureño, aquella que exhibe la serena belleza de unas raíces cercanas en las que de inmediato se advierte cuán espléndido puede ser el poder de convocatoria de la imaginación popular.

Publicado originalmente en lengua inglesa hace casi diez años,3 este libro no ha despertado aún el suficiente interés entre los lectores hondureños y centroamericanos. Es de esperar que la aparición de su versión en español se traduzca en un merecido reconocimiento que no por tardío dejaría de suscitar puntos de vista, discusiones y enriquecimiento conceptual e imaginativo en torno a lo que significa biografiar; también contribuiría a generar una valoración actualizada de un legado plástico cuyo alcance dentro de una cultura sigue sin ser bien estudiado.

Escogí con cuidado el término que especifica el título del presente trabajo. Y sólo después de meditar bastante sobre el potencial del mismo decidí que se quedara definitivamente. El acierto de Guillermo Yuscarán para buscar las voces primero y juntarlas después ha sido único. Allí donde los sistemas de documentación estaban muy incompletos o simplemente no existían, ellas vinieron a proveer de una materia no sólo adecuada, sino también viva y dinámica, que tanto rinde tributo a la imaginación como a la memoria. La cultura literaria y pictórica del biógrafo añadió buena parte de lo que faltaba. Pero lo que lleva el peso de toda la obra y realmente la hace posible, es una voluntad que se empeña —y lo consigue— en reproducir con palabras la ruta velasqueña.

Me explico: Guillermo Yuscarán se baña con los símbolos de Velásquez, los busca donde tienen que estar —a veces muy soterrados— y los encuentra, les supone orígenes y acierta, les inventa tramos que la vida y las termes se han comido y son necesarios para que reposen en un orden que comprende por igual génesis y destino, teje con ellos un enfoque para recordar que cuantas cosas se exponen a la luz se deben a una red de circunstancias cogida de la historia. Y al final el lector sale convencido de la más grande de las verdades: así como alguien ve, vive, bebe, come, trabaja, pasea, conversa, ama, cuida de los suyos, se construye su casa, su silla o su mesa, pone una pulpería, se relaciona con los demás, sufre, se asusta, encoleriza o entusiasma, o simplemente se maravilla, así pinta, si es que decidió en firme irse por este último camino. Velásquez: el hombre y su arte es una biografía que con el tratamiento de su objeto se sabe ganar el territorio de cada página. Y esto supone tanto hallar los modos de iluminarlo como saber juntar las voces desde las que puede hablar el sujeto involucrado.

Dicen que José Antonio Velásquez casi no hablaba, que era dificilísimo sacarle palabra. Tenía un problema congénito que le impedía articular bien. La misma biografía que me ocupa lo presenta disfrutando a menudo del silencio. Y sin embargo el lector constata pronto que no cesa su ritmo dicharachero, gracias al murmullo de las voces que Guillermo Yuscarán sabe conducir. Aquí no se teoriza, aunque de cuando en cuando es agregado algún elemento de inteligibilidad, pero sólo si el mismo es imprescindible. Tampoco hay nada de académico en este libro. Todo lo contrario, yo sostendría que es deliberadamente antiacadémico. Lo sorprendente es que las cuestiones de ideas, siempre insoslayables para el que ha de sentar un criterio, son como puntos hacia los que las voces se orientan con toda fluidez, con naturalidad. A ratos es como si estas voces se animaran a pintar aquello que previamente han tocado.

¿Cuáles son esas voces? La lista es larga. En primer lugar, la del propio pintor, que es la que sobresale entre todas y tanto puede acaparar un asunto —¡él, que siempre se mantenía callado!— como alejarse por un buen rato para volver, páginas adelante, a brindarnos claridad sobre cualquier otro aspecto de la evolución de su arte que nos traía confundidos.

Se escucha a don Valentín, el padre, que era músico, a doña Dionisia, la madre, y a los hermanos. Hablan los habitantes de Caridad, municipio del departamento de Valle que está cerca del río Goascorán, aguas en las que tantas veces se sumergiera Velásquez niño y hacen de línea divisoria con El Salvador; también los de Yuscarán, el más representativo —por mítico— de los centros mineros de Honduras y que más tarde será su inspiración; y los de San Antonio de Oriente, pueblo que será su obsesión. Habla don Purificación Euceda, más conocido como el Maestro Puro, hombre ilustrado de la tierra natal a quien oyó por primera vez palabras como “autenticidad” y del que asimiló una temprana e invaluable enseñanza: el hombre puede llegar muy lejos gracias al poder superior de la mano. Habla el herrero Alvarado-Manzaleño, el que prestó las herramientas con que José Antonio se lanzó a la primera y poco afortunada empresa artística de su vida: el busto de Cecilio del Valle esculpido en una piedra que desprendió y bajó con sus hermanos desde el cerro.

Habla un cura de paso como una sombra ensotanada; de él sólo queda un presagio que dio en el blanco: le dijo a la abuela que este niño tenía un don. Igualmente Ernesto, el coterráneo con quien hace el viaje a la costa norte, región cuya exhuberancia le revela otra dimensión de Honduras que rápidamente estimula su sensibilidad en expansión. No se queda callado Sordo Loco, el gringo contador a quien oye fascinantes historias mientras los trabajadores beben después de las agotadoras jornadas en la zona bananera. Ni Gerardo Maldonado, el tío diputado en el gobierno del doctor Mejía Colindres que se lo trae a vivir con él a la capital.

Hablan las voces que se agitan en los mercados de Tegucigalpa y las que ascienden hasta el parque La Leona, mirador privilegiado en el que José Antonio gusta de instalarse en compañía de Roberto, su amigo nicaragüense que estudia en la Escuela de Litografía (a la que él asiste sólo en calidad de oyente), y se entretienen los dos bebiendo guaro y leyendo poesías de Rubén Darío. Habla Tomás Quiñónez, subdirector de esa misma escuela que un buen día le pilla con el dibujo que ha hecho del expresidente Rafael López Gutiérrez y como “castigo” por estas actividades furtivas y por su talento le consigue que sea recibido con todo y su creación en casa presidencial, donde le entregan —aunque no el presidente— un costalito con monedas de plata, como cuentan las leyendas que se premiaba a los artistas en lejanos reinos de otras edades. Habla Domingo Almendárez, instructor de la Escuela de Telegrafistas en la que finalmente se ha inscrito Velásquez y a quien éste no quiere sustituir cuando muere repentinamente, porque ya lo tentó el deseo de vagar por pueblos y lugares.

Habla Carlos, un leñador paupérrimo y extraño pero lleno de una magia muy particular al que se encuentra durante su primer viaje a San Antonio de Oriente, a donde se dirige con el fin de ocupar temporalmente la plaza de telegrafista, hasta ese momento a cargo de una mujer, Guadalupe Echeverría, que por hoy debe ausentarse de sus funciones (también hablará cinco décadas más tarde, en una alta colina de Santa Lucía, cuando ya Velásquez tenga fama internacional); con curiosas palabras este campesino alegoriza sobre lo que significa ser pobre en Honduras y le augura lo que hallará en San Antonio cuando llegue: mucho de la obra de Dios. Hablan Luciano Maradiaga y María del Carmen Mairena de Maradiaga, esposos; son los padres de Raquel, con la que luego se casará, y de Sofía y Elisa. Habla doña Luz, tía de las tres.

Habla, y mucho, la propia Raquel; también su hermano Víctor Manuel, sacerdote que muere joven y queda vagando, entre meditativo y despistado, en las calles de esas villas empedradas que son tantos cuadros de José Antonio Velásquez. Habla José Manuel Ortega, filósofo nato y buen bebedor que le tiende su amistad desde que pone los pies en San Antonio de Oriente; también Rafael Fortín, en cuya casa de Agua Fría —nombre que revuelve en la memoria relatos de socavones, padecimientos y fortunas amasadas entre barro, sudor y sangre porque es el de una mina— viviera por algunos meses Velásquez; y el comandante de armas que quiso enviarlo preso por haberse atrevido a dibujarlo, esto era recién estrenado el gobierno de Carías, y los muchachos que escuchan este diálogo situado en el límite mientras un alacrán que minutos más tarde morirá de un culatazo recibe una premonitoria descarga de tabaco mascado; y los dos soldados del comandante que vendrán después —ya superado el impasse— a buscar al artista, urgidos porque quieren vivir para siempre dentro de un lienzo, una hoja, unos trazos a lápiz...

Habla Wilson Popenoe, primer director de la Escuela Agrícola Panamericana de El Zamorano, y su esposa Helen Barsaloux, la verdadera descubridora de Velásquez, la primera que usó el término “primitivista” para referirse a su pintura. Habla el pintor guatemalteco Humberto Garavito, que hizo el viaje hasta San Antonio de Oriente para visitar al maestro hondureño y llegó en compañía de su compatriota Amado Pelén, asistente de Popenoe. Habla —y con tono de condescendencia— Max Euceda, también originario de Caridad, viejo pintor, uno de los primeros artistas hondureños con estudios académicos. Habla un periódico que en los 40 se refiere a José Antonio llamándole “el barbero pintor de San Antonio de Oriente”.

Habla Rafael Heliodoro Valle, notable escritor y embajador de Honduras en Washington, que le acompaña a la Unión Panamericana, donde será la exhibición de sus cuadros. Habla Ann Mary Robertson, mejor conocida como Grandma Moses, la anciana pintora primitivista de Estados Unidos. Hablan los hijos y los nietos. Habla el propio biógrafo. Y aquí ya no importa si han sido grabadas en cinta magnetofónica o no; a esta altura del discurso lo que cuenta es que todo se ha convertido en voces o ecos de voces.

Guillermo Yuscarán no sólo recrea las voces y los colores de las cuatro estaciones de una vida, sino que también extiende su acción a la completa atmósfera que siempre la rodea, acompaña y se expande por obra del arte; me refiero a eso que no se puede determinar específicamente y sin embargo existe como dueño de todo. Constantemente se multiplican las voces y también se profundizan.

El libro insiste una y otra vez en ilustrar cómo se perfecciona la visión de Velásquez. La visión como el primero de los sentidos de un pintor, aquel que, enriqueciéndose, enriquece y subordina a los restantes en un juego continuo y progresivo del que todos se benefician. Indica cómo es, en este artista al que ha calificado de “prisionero del esplendor y del afán de la tierra”, la búsqueda de lo permanente

Además de su propia obra pictórica, Guillermo Yuscarán ha desarrollado una trayectoria como escritor de ficciones, materializada en varias colecciones de cuentos. Su talento de biógrafo se ha dado a conocer también en Gringos in Honduras. “The Good, the Bad and the Ugly” (1995), donde reseña las vidas de John Lloyd Stephens, William Walker, O. Henry, Lee Christmas, Wilson Popenoe, Archie Carr y Chet Thomas; pero es en Velásquez: el hombre y su arte, que lo precedió en su edición original en inglés, donde ese proceso de escritura cuyo centro está en el pueblo de Santa Lucía —también de pasado minero— manifiesta una madurez apreciable desde varias perspectivas. Libro clave y central, por tanto, para entender la evolución de su autor. Escribirlo debió suponer una identificación de significado estético con la tierra y los hombres que la trabajan, las historias que cuentan o las que vienen a dar hasta ellos, persiguiéndolos, pegándoseles en el cuerpo y en la memoria, dándoles contorno o difuminándolos; esto quiere decir también redescubrir la luz que los alumbra —aclarado que cada ser requiere de una particular fuente luminosa—, las plantas de que se valen y los animales que les sirven o les alimentan. Como toda buena biografía, la que aquí comento se complace en el gusto por los detalles y su proliferación, cosa que rinde curioso homenaje a la indestructible constancia de José Antonio Velásquez para pintar las tejas de las casas, las ramas y hojas de los árboles, las piedras de calles y muros.

El gusto por los detalles cobra en el biógrafo un sentido que tanto es de deleite como de conocimiento. Cada uno está allí porque se justifica y expone siempre algo más que su sola y desabrida realidad, pues remite a cosas de distintos espesores al dejar que se perciba la sombra que lo cobija y los matices que la llenan: históricos, geográficos, culturales... En su persecución de los detalles Yuscarán recrea hasta el tipo (de las que se doblan) y color (verde) de silla que usaba Velásquez la mañana de su primer encuentro con Wilson Popenoe, mientras alternaba entre cortar cabello y pintar en medio de un gentío alborotado por los alientos de unos músicos venidos del pueblo de Güinope, lanzados ya a tocar con ganas porque ese día se celebraba un cumpleaños.

Con frecuencia la escritura da vuelcos curiosos. Como cuando introduce la revelación de que a los treinta años cumplidos, en 1936, se definió la dirección de Velásquez, que, sabiéndose al margen de los estudios de arte, se sintió en la necesidad de llamarse a sí mismo artista. El biógrafo ha captado la voluntad del pintor de trabajar como lo que quiere ser y ya se siente y no como otra cosa. Y así será, pese a que se verá obligado a compartir la dedicación elegida con otras ocupaciones que le permitirán sobrevivir a él y a su familia; sólo a los cincuenta años materializará su sueño de vivir exclusivamente para pintar.

Diez años atrás (1926), hallándose en el puerto de Tela, capital del enclave bananero en Honduras, el joven José Antonio ganó en un juego de naipes las herramientas que le facilitarían el acceso a una ocupación de mucho menor sacrificio que las rudas tareas a que se veían obligados los campeños que desmontaban o cortaban banano con el machete en la profundidad de las plantaciones. Esas herramientas eran un peine, unas tijeras y una correa de las que sirven para asentar la navaja de afeitar; las tres indispensables en el oficio de barbero, del que confesará mucho después a Guillermo Yuscarán que debería ser tenido a título de algo relacionado con el arte, al menos para las condiciones de aquellos días.

Tres oficios aprendió Velásquez a lo largo de su vida. El primero fue de agricultor, durante su infancia en Caridad, cuando trabajaba con el padre y los hermanos la heredad familiar. El segundo fue de barbero y el tercero de telegrafista (gran satisfacción le produjo descubrir un día de 1929 que el inventor del telégrafo, Samuel B. Morse, había sido retratista y paisajista). Durante buena parte de sus setenta y siete años combinó las tres ocupaciones. Y fue haciendo trabajos para el Telégrafo Nacional que desde 1930 empezó a desplazarse por pueblos que adquirirían más tarde hondo significado para su pintura: La Brea, Soledad, Güinope, Santa Lucía, Valle de Ángeles y Liure.

Mérito nada pequeño de Yuscarán es el de haber sabido trasladar a su libro, de una manera que es tan convincente como personal, las confidencias que arrancó a este hombre de vida sencilla pero constituida por sucesivas y herméticas capas de densidad interior cuya primera percepción ya es posible desde los lienzos, si se sabe buscar. Cada capítulo concluye dejando en el lector una sensación como de si se hubiera llenado la más reciente etapa de una composición velasqueña en proceso.

Yuscarán ha redescubierto el color como si fuera Velásquez y se dispusiera a pintar. Se complace en describir cómo, recién llegado a San Antonio de Oriente, el futuro maestro primitivista observa desde su puesto de operador telegráfico el follaje de los árboles que sobresalen tras los techos de las casas: copas de guanacastes, gravileas, guanijiquiles, matasanos e izotes. Y mucho más allá, cubriendo la montaña, los pinos y los robles.

Es diestro en plasmar narrativamente personajes que recorren la biografía, como José Manuel Ortega, el primer amigo que Velásquez tuvo en San Antonio de Oriente. Lo describe como un hombre alto y de fuerte constitución cuya manera de caminar sugería ebriedad. Pero no sólo capta lo exterior, ese aspecto algo fiero, sino también lo interior que sale en la dulzura de la voz y la delicadeza al tratar a los niños, cualidades que más adelante llevaron a que Raquel le buscara para padrino del mayor de los hijos del matrimonio. Los dos amigos beben desde finos licores hasta la ilegal cususa, cuya persecución se metamorfosea como por arte de magia en una de las principales fuentes de ingreso que tienen las arcas del Estado, que ejerce la potestad de fabricar un guaro o aguardiente que se envasa en frascos que pueden ser de un litro, medio, un cuarto o un octavo y en cuyo dorso está grabado en relieve el escudo nacional. La recreación de este personaje es de mucha importancia como viaje en las aguas de la memoria, pues José Manuel fue un genuino confidente; así, su sola aparición en escena garantiza que el flujo biográfico creciente adquiera el aliento más propicio, ese por el que las voces confían, se confían.

Ambos coincidían en las ideas políticas, que en aquellos tiempos igual que ahora se manifestaban más como creencias. (Otro de los aciertos de Yuscarán está en que sabe mostrar cómo la política tocó de alguna manera a Velásquez, dato que resulta indispensable para la cabal comprensión de vida y obra.) También era José Manuel un gran contador de historias que dio a conocer al recién llegado bastantes relatos del mundo de la minería, como el de Nicolás Durón (alias el Pintor), que practicaba la brujería y por eso lo hizo colgar Ventura Castro, hombre cuyo espíritu estaba poseído por un mal “que entró a su casa por medio de un grifo agujereado”.

No sólo capta Yuscarán, sino que también se complace en los olores de una cocina hondureña tradicional, donde se oye el slap, slap de las manos de doña Luz, tía de la futura esposa de Velásquez, palmeando las tortillas; se “ve” el piso de tierra y los plátanos maduros, así como ollas y sartenes, colgando de las paredes; se “huele” esa intimidad como de cava, olor mayor en el que se confunden los de la mantequilla, las especies, el queso y el sudor humano; y habría que agregar —aunque en el libro no se lo menciona— el aroma de la resina que despiden maderas como el roble, el encino o el nance, que al ser convertidas en leña excretan —quizá en señal de protesta— un humor que si se aplica al instante en el ombligo de los cipotes cura o previene males terribles: que durante la noche se orinen en la cama, por ejemplo. Con qué frecuencia se recalca que aquello que las personas usan para cocinar, comer o beber está hecho de tierra.

Repara también en el clima y las estaciones y lo que ocurre en ellas con el reino vegetal, lo verde que luce todo en el campo desde mayo hasta enero, el régimen de las lluvias y la vitalidad de la hierba entre los bosques de pino. Lo frío que puede ser noviembre, mes en el que también hay derroche de sol y flores de toda clase: la del coyol es de un amarillo tenue, la del napoleón púrpura profundo, la amarela rojo sangre. El recorrido de Yuscarán por la ruta de Velásquez ha sido un aprendizaje del acto artístico de ver con ayuda de los lugares, un convocar los fantasmas que se esconden en ellos y una recuperación con palabras del delirio del color, que brota principalmente de las plantas.

Algunas cosas anecdóticas cobran encanto particular. En 1948, Humberto Garavito, pintor guatemalteco famoso como paisajista y retratista, vino a la Escuela Agrícola Panamericana de El Zamorano por invitación de su amigo Popenoe, el director, que le sugirió pintar San Antonio de Oriente y lo envió allá para que conociera a su barbero-artista. Puesto a la tarea en la entrada del pueblo, tenía tales problemas con el esbozo que mandó un emisario a pedir ayuda a Velásquez. Éste se presentó y solucionó la dificultad, gracias a su conocimiento de los detalles: miles de veces su mano se había ocupado sobre el caballete de tejas, hojas, pinos y piedras. Más tarde, mientras almuerza y saborea un poco de guaro con su invitado, éste le dice: “¡Ah, maestro, usted tiene un excelente toque!” Adelantándose a responder, Raquel, la esposa, proclama: “No es eso, don Humberto. La verdad es que San Antonio permanece fiel sólo a Toño”.

El año decisivo es situado en 1947, pues a partir de él Velásquez habría refinado su técnica a la vez que se habría consolidado la empatía entre el artista y el sujeto. Sus pinturas fueron adquiriendo progresivamente fuerza, fenómeno que en la apreciación de Yuscarán resulta tan inexplicable como el de la naturaleza del arte.

Nunca han faltado los que superficialmente toman a Velásquez por un simple pintor que trabaja lienzos en los que se presenta el espíritu de pueblos donde no hay tiempo, seña de inconsciencia porque simultáneamente el mundo se desangra por obra de conflictos mayores. Pero Guillermo Yuscarán demuestra que las cosas no son tan fáciles. El Velásquez que trae la biografía es dueño de una capacidad sorprendente para meter el dolor y el sufrimiento dentro de sí, como los campesinos de Honduras, eternos humillados y ofendidos —para decirlo a la manera de Dostoievski— a los que nunca les da por quejarse ante nadie. Bebe pero no deja de pintar. Y es Tulio Enrique, uno de los hijos, quien da en el punto justo al contar al autor que su padre sufrió muchas veces pero nunca pintó su dolor. Este libro también traza la desconocida ruta del dolor velasqueño.

Hay muchas cosas que no son dichas tan explícitamente. Pero la narración hace que el lector recorra eso que necesariamente estaba allí o junto a. Y por lo mismo tuvieron que pesar bastante, ser decisivas en la formación de una sensibilidad, la del futuro pintor, y llenar su temprana experiencia. A medida que la lectura avanza, tan desenvuelta como insinuada puede aparecer la reflexión, y recae por igual sobre lo pictórico como sobre sus trasfondos o sus consecuencias.

En algún momento Yuscarán se refiere a lo que representó la Escuela Nacional de Bellas Artes entre los pintores de Honduras, especialmente por el acercamiento que fomentó entre ellos pues todos gravitaban en torno a la institución, ya como alumnos, ya como profesores. En su afán de glosar no deja nada sin recoger, y se refiere a los hechos históricos con objetividad no exenta de sentido crítico. Y aunque en la pintura de Velásquez aparentemente no pasa nada —el lienzo sigue conteniendo la misma quietud que un crítico panameño designara con una sola palabra: “paz”—, el modo que tiene Guillermo Yuscarán de ir tejiendo el universo biográfico que rendirá homenaje al pictórico nos dice que sí ocurren muchas cosas alrededor, algunas bastante graves, y también que lo que resultó posible en un tiempo ya no lo será en otro.

Quizá en futuras ediciones convenga hacer algunas escasas rectificaciones de fechas y de nombres que tienen que ver con la historia de Honduras, o redefinir algún concepto sobre el rol de ciertas personalidades. Pero esto no es asunto que empañe ni mucho menos demerite la magnífica totalidad que es la obra. Y con totalidad quiero significar un conjunto viviente en y por sí mismo, el único capaz de ser receptáculo adecuado de esas líneas de fuerza que van del hombre a su arte, y de éste al primero, haciéndose una sola cosa fácil de estropear si no se la considera con el pulso requerido, con los idóneos instrumentos mentales y de lenguaje y, sobre todo, con una inevitable regeneración de la sensibilidad. Tal es, pues, lo que yo entiendo por una totalidad biográfica. La biografía es un género literario en el que documentación, reconstrucción e invención exhiben las más convincentes y estimulantes formas de colaborar.

Las originales conversaciones con Velásquez han sido hábilmente tratadas por Yuscarán. Al encontrarse con el resultado de esta labor distribuido en 37 capítulos, el lector no puede quedarse indiferente. No conozco ningún otro caso de estudioso, ensayista, investigador o biógrafo que haya conseguido hacer revelar a alguno de nuestros pintores de Honduras tantas cosas importantes y valiosas sobre su vida y su arte. Y esto tan extraordinario pasa mientras todo sigue su marcha rutinaria. Es como si ocurriera un milagro, palabra que la humanidad no escuchaba con sentido denotativo desde hace mucho, mucho tiempo. Pero el milagro, que en los días actuales sólo tiene acogida en el mundo del arte, no viene “porque sí”, sino porque se ha de trabajar dura e imaginativamente para lograrlo.

Exahustivo, el libro aborda temas que las voces de la ciudad han zangoloteado hasta la saciedad, como el de las reproducciones de los cuadros de Velásquez. Nadie lanza la mirada como Yuscarán, que penetra en los interiores de la casa del barrio El Guanacaste donde cuatro hombres del mismo apellido se afanan con los pinceles: el abuelo, dos de sus hijos y un nieto.

Entre los méritos del autor en esta obra está el de buscar a José Antonio Velásquez con el lenguaje que ha creado para ello, para esta empresa. Primero ha ensayado las formas y después las ha madurado hasta emerger en un solo movimiento con el pintor y sus productos.

Este libro es un esfuerzo por completar los planos de esa construcción siempre en proceso donde se juntan la vida y el arte. También es un enfoque indirecto sobre la cultura popular, que tanto es pensada como observada en él. Yuscarán se permite especular con y a partir de ella, abonando así buena materia a la cimentación de su objeto biográfico. Se vale de las expresiones descriptivas más adecuadas, que sólo puede obtener con esa colaboración de Velásquez ganada paciente, detalladamente.

Las conversaciones no sólo descubren al pintor, también hacen que éste se descubra. Los senderos que le llevaron de la artesanía al arte se despejan por primera vez y su contemplación mejora la comprensión del público. No sólo ha sido reconstruida la pasión artística velasqueña, su origen y manifestación, sino que también ha sido caminada esta ruta de manera completa.

Más que tejido de conversaciones con el gran pintor primitivista, esta biografía es un texto que se nutre de confesiones en torno al arte de pintar, hábilmente traídas por Guillermo Yuscarán desde la voz de José Antonio Velásquez y de otras a lo largo de los años que duró una relación de amistad, gracias a la que fue posible una serie de grabaciones magnetofónicas entre 1978 y 1982. Yo he vertido algunos juicios sobre esta obra bajo su aspecto principal, el de la condición de biografía. Pero hay otros susceptibles de ser desarrollados.

Tras la lectura de Velásquez: el hombre y su arte, recorrido que es también exploración y gozo por la evolución de una mirada que se llenó de un mundo para devolverlo convertido en objetos artísticos, el lector no puede menos que reconocer la brillantez con que ha sido expuesta la capacidad de aprender de sí mismo y de potenciar aquello a lo que culturalmente se pertenece, cosa en la que el agricultor-barbero-telegrafista-pintor-alcalde de San Antonio de Oriente sigue siendo maestro insuperable.

© Roberto Castillo


Notas

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vuelve 1. José Antonio Velásquez, uno de los grandes maestros de la pintura primitivista, nació en Caridad, pueblo del sur de Honduras, el año 1906. Falleció en Tegucigalpa, el 14 de febrero de 1983.

vuelve 2. Guillermo Yuscarán, Velásquez: el hombre y su arte. Traducción de Martha Lilia Colindres Ugarte. Tegucigalpa, Nuevo Sol, 2003, 349 pp.

vuelve 3. Velásquez: The Man and his Art. Tegucigalpa, Nuevo Sol, 1994, 302 pp.


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