Ricardo Roque-Baldovinos

 

Prohibido decir “yo”: Los días de la selva y la voz de la vanguardia revolucionaria

 

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA-El Salvador)

roque@comper.uca.edu.sv

Notas*Bibliografía


Los estudios literarios han construido extensamente la literatura testimonial, desde la década de 1980, como la fundación dentro del espacio de la literatura de una nueva autoridad cultural que emerge de un nuevo sujeto social: los sectores subalternos que emergen a la vida pública en alianza con intelectuales letrados comprometidos en los procesos revolucionarios del último tercio del siglo XX (Beverley, 1989).1 Esta tesis ha venido a identificar al testimonio como “la voz del otro”, cuyo paradigma sería el célebre líbro de Rigoberta Menchú (1985).

Menos atención se ha prestado en la construcción del canon “testimonial”, a la voz de los intelectuales revolucionarios, aunque esta ocupa un buena proporción del corpus de textos que se suele incluir bajo esta categoría. El estatuto testimonial de estos escritos es, en cierto sentido problemático, pues no se trata de una voz silenciada, sino de una voz plenamente autorizada, investida de un poder político y cultural: el poder que la vanguardia revolucionaria se asigna en el proceso de construcción de una nueva hegemonía.2 Desde las teorías de la vanguardia política dentro de la tradición del marxismo revolucionario, el intelectual “consecuente” se opone al intelectual letrado tradicional, en virtud de una posición de clara superioridad epistemológica (está asistido por la verdadera ciencia de la historia, el materialismo-histórico-dialéctico) y ética (está a la cabeza de las fuerzas progresivas de la historia en un claro momento de aceleración del telos histórico de la revolución).

Como representante de esta voz contrahegemónica, hemos elegido Los días de la selva, el texto de memorias de Mario Payeras, publicado en 1979, y que recibiría al año siguiente el Premio Casa de las Américas en la categoría testimonio. Este libro es de un notable poder literario, producto de un intelectual con una formación teórica sofisticada, en pleno control del dispositivo ideológico-discursivo y con un talento privilegiado para la observación y la sutileza descriptiva. Se trata, pues, de un relato narrado desde la experiencia de un dirigente, que ha asumido plenamente la autoridad que conlleva pertenecer a la vanguardia revolucionaria, y desde esta posición vigila y disciplina al nuevo sujeto que se forja en el proceso de lucha armada. En el presente ensayo, nos proponemos explorar algunos dispositivos retóricos y poéticos de los que se vale el texto, para constituir un sujeto revolucionario, que no es, como hemos dicho, un sujeto popular-nacional, sino algo muy distinto, y menos notado por la teoría testimonial, una modalidad de superyo que se manifiesta en un punto cero: la mirada que encarna una disciplina férrea que habrá de construir la revolución y, solo posteriormente, articular el sujeto popular-nacional.3

 

Borrando el “yo”
Incluir el testimonio de Payeras, en el presente dossier sobre las narrativas del “yo” en América Central, no deja de ser a primera vista paradójico. La primera dificultad del sujeto revolucionario que se despliega en este relato de la vanguardia guerrillera es su rechazo nombrarse por medio del pronombre singular en primera persona, el “yo”. A la manera de la mejor tradición estoica, el sujeto revolucionario se encarga de destruir el “yo”, de relativizarlo, de reducirlo al absurdo de su mera calidad “epifenoménica”. El texto de Payeras lleva esta convicción a sus extremos: nos propone una situación discursiva muy peculiar, porque es un texto que se quiere de “memorias”, pero que se autocensura de manera sistemática y obsesiva. Es decir, estamos ante un texto cuya materia prima son los recuerdos personales del narrador, pero sobre los que éste no puede reclamar posesión directa. Evidentemente este recurso no deja de transparentar en la textura misma del relato la imposibilidad de este gesto de auto-violencia. La perspectiva es siempre la del narrador, pero el narrador se impone una máscara que lo lleva a enunciar “nosotros” allí donde el lenguaje común –expresión de la mistificación ideológica burguesa– diría “yo”.

Este nosotros, a lo largo del texto, es ambivalente. En primera instancia, el narrador ocupa el “nosotros”, para referirse en primer lugar al pequeño núcleo germinal de guerrilleros, al núcleo compacto de esa primera vanguardia. Pero, en segunda instancia –y esto es visible casi de inmediato– también es el marcador por medio del cual el narrador se refiere a sí mismo. El “nosotros” que habla es siempre desde la perspectiva vigilante, angustiosamente autoconsciente, de la posición de ese saber mayestático que emana del punto cero de la autoridad revolucionaria. Es la autoridad capaz de traducir en lección las experiencia cotidianas de los combatientes, aun las más íntimas:

“Los víveres obtenidos mejoraron por unos días nuestra penuria habitual, aunque el estómago no dejó de cobrarnos en diarreas el efímero cambio de régimen alimenticio. Nuestro aparato digestivo pasaba con facilidad de un extremo a otro. Unos días antes, cuando llegamos a las primeras casas, algunos habían tenido que ayudarse con la mano para expulsar la deyección, pues la falta de grasa y la continua deshidratación nos había resecado los intestinos. Lo que depositábamos con tanto trabajo era una materia dura y áspera que producía desangramiento. En tiempos de diarrea, en cambio, parecíamos tener simplemente un conducto directo entre la boca y el ano. No habíamos terminado de apurar el vaso de bebida y ya corríamos al monte, bañados en sudor helado y con la tripa a punto de reventar, o ya lamentablemente aliviada.” (Payeras, 1998: 44-45)

En este pasaje, sorprende el detalle con el que se describen las penurias de la vida en la selva desde una perspectiva que no podría ser sino la más íntima, la de las funciones naturales de la digestión. Sin embargo, el relato de Payeras lo vierte en una extraña combinación de lenguaje médico objetivador y lo transforma en experiencia del colectivo como tal, que aprende a sobrevivir en el infierno de la selva privado de las comodidades más elementales y de todo lugar para la intimidad.

Se trata de una una suerte de “nosotros” mayestático, que remite a un yo, que pasa de un un yo de experiencia, sino un nosotros de “saber”. Esta posición en extremo auto-vigilante, en el que el narrador, se constituye en una especie de super-yo, lo obliga en varias ocasiones a referirse a su mismo “sí mismo”, como sujeto de experiencia, en tercera persona, por medio de circunloquios como “el autor de estas memorias”, “quien esto escribe”, etc. … En varios pasajes, claramente se refiere a experiencias y perspectivas personales. Incluso hay momentos de intenso lirismo en la descripción de la naturaleza o de patetismo en las relaciones humanas, pero la apuesta discursiva que hace el narrador desde el comienzo le inhibe el recurso al yo. A reclamar propiedad sobre estos momentos.

¿Cuál es el sentido de este juego, que el narrador debe mantener con tanta obsesión a lo largo del texto? Se me ocurren dos. En primer lugar, es una máscara tras la que se oculta el propio narrador, el autor implícito del texto, y que le permite observar su entorno y dotar a sus conclusiones peso de objetividad. Esto lo vemos a la hora de referirse al colectivo guerrillero, donde las descripciones sobre sus compañeros son abundantes y detalladas, sobre sus orígenes sociales, carácter, convicción revolucionario. Pero el narrador no nos habla de sí. Calla sobre su propia biografía. No nos revela la coordenadas sociales de su propia historia personal. Su mirada es el grado cero desde donde el mundo vertiginoso de la revolución en marcha puede contemplarse con bastante fiabilidad. En segundo lugar, como hemos visto antes, la realización de la gesta revolucionaria reclama un epos, que exige el sacrificio del individuo y de las inclinaciones personales, por el futuro del colectivo. La vanguardia que camina hacia el pueblo, hacia las masas populares, reclama una serie de sacrificios y el primero de ellos es algo especialmente querido para la sociedad burguesa: el propio yo.

 

El lento árbol de la felicidad
La selva es el otro gran personaje de este escalofriante relato y es con diferencia el mejor caracterizado. La selva es el espacio de prueba donde el colectivo revolucionario se constituye como tal. La selva sería, en vocabulario foucauldiano, un heterotopo, el lugar donde se escapa al panóptico del poder establecido, pero también es un lugar donde se va a comenzar a instituir otro poder no menos disciplinario (Foucault, 1999). Del vacío absoluto, de pérdida de la identidad, de lugar de disolución de todas las referencias de identificación y de la socialidad dominante, se construye a base de sufrir duras pruebas una nueva identidad: el colectivo revolucionario. Las pruebas que pasa este colectivo recuerdan de manera muy vívida la asecesis de los místicos, la soledad que permite la comunión con Dios. Solo que en este caso, la soledad se vive paradójicamente de manera colectiva y la trascendencia es la revolución.

En esto, el relato de Payeras se diferencia de otros testimonios de la experiencia revolucionaria, donde el insertarse en comunidades tradicionales, que recuerdan vagamente el comunismo primitivo del marxismo ortodoxo, es el catalizador de la reconstitución de una nueva identidad. Payeras se cuida mucho de esta tentación carismática. Su comunidad revolucionaria está en las antípodas de la comunidad carismática, es una comunidad racional, que tiene su principio en este vaciamiento de toda vinculación sentimental o afectiva.4

La selva significa ante todo una lección en la vivencia del tiempo. La fantasía de la identidad individual se disuelve en la medida en que se pasa al tiempo exasperante de la selva, donde se pierde contacto con el mundo, con todos los lugares de referencia que formaban el antiguo yo. En la selva se aprende a esperar, a vivir en consonacia con otros ritmos, pero, paradójicamente es este asfixiante letargo, este deseperante compás de espera lo que habrá de permitir el desencadenamiento de ese gran vértigo de tiempo que es la revolución. Hay varios pasajes hermosos donde esto queda evidenciado:
“Pero con motivo del tabaco la vida nos dio una buena lección de paciencia revolucionaria. Por aquellos días, en alguna vivienda que visitamos entonces, alguien que había tenido que conformarse con fumar hoja de guarumo durante semanas, pensando que el arribo a la civilización significaba finalmente el término de la larga abstinencia, le preguntó al dueño de la casa si había con él de la aromática hoja. Como éste asintiera, el guerrillero, que tanta y tan oportuna iniciativa demostraba nos lanzó al resto de fumadores una mirada que lo decía todo. Cada quien imaginaba inmediatamente un grueso de hojas rubias y suaves. Cual no sería nuestra sorpresa cuando el complaciente campesino nos invitó a salir a la huerta del patio y nos mostró orgulloso, en un almácigo, una diminuta planta de tabaco. Estamos seguros que con los soles de marzo aquella planta creció espléndida y que más temprano que tarde dio las hojas que habrían de satisfacer la necesidad terrestre de aquel labriego habituado a medir el tiempo en estaciones. Con mayor razón debíamos aprender a esperar nosotros, sembradores del lento árbol de la felicidad.” (Payeras, 1998: 45-46)

El narrador aprende que la revolución es ante todo la suprema maestría del tiempo y esta sólo se adquiere a través de un lento y paciente aprendizaje en la selva. Es un vértigo que, de pasa, se impone como primera tarea arrancar del “pasado” a los indígenas selváticos y arrancar el control del tiempo social a un estado dominado por señores feudales.

Desatando el vendaval de la historia
El inicio de la inflexión del tiempo se marca con un giro en el ritmo del relato cuando el colectivo de vanguardia emerge de la selva al altiplano. Porque el relato nos enseña que al aprendizaje en la selva tiene un momento subsecuente en este plan que es el ascenso al altiplano, el gran re-encuentro de las masas populares, con el futuro sujeto nacional, es decir, de los indígenas.

El problema es que desde la perspectiva autorial de Los días de la selva, se repite el característico gesto colonial con respecto a los pueblos indígenas: ubicarlos fuera del tiempo, en el pasado feudal o en el comunismo primitivo de la vida salvaje. Los indígenas viven arrinconados por la historia, sumidos en un primitivismo que les hace imposible superar su doble condición (como dice el propio texto) de oprimidos y disicriminados. Pero el colectivo revolucionario es el portador de la buena nueva que hace posible la reparación histórica de la conquista. Así lo viven los jornaleros indígenos cuando atestiguan la ejecución del tigre del Ixcán, un terrateniente sanguinario ajusticiado por los guerrilleros:

“Al llegar a los vivas, un clamor ancestral, salido de las gargantas habituadas a callar y a gemir desde la llegada de los castellanos, coreó la voluntad proclamada a gritos de que vivieran los pobres y murieran los ricos.” (Payeras, 1998: 131)

En este pasaje los vítores de los campesinos indígenas proclaman la reparación de la falla histórica que la revolución realiza en un doble sentido: en el sentido de saldar agravios e injusticias desde tiempos de los conquistadores, pero sobre todo, en el sentido de traer a los indígenas a la historia, al presente redimido por el vendaval de la lucha armada que está por desatarse. El narrador de Los días de la selva es plenamente consciente que su relato no es el relato de los indígenas, pero se arroga, como colectivo utópico revolucionario, un poder sobre estos.

 

Epos revolucionario y sacrificio
Hemos visto que la constitución del nuevo sujeto revolucionario entraña el sacrificio de la propia individualidad. Y este sacrificio no es sólo ritual o alegórico. El relato asume de frente y con pocas ambigüedades la justicia de la violencia revolucionaria. No es casualidad, que momentos fundamentales en el proceso de constitución del epos revolucionario estén marcados por ejecuciones y, al menos, dos de estas implican el ajusticiamente de dos militantes.

La primera es uno de los momentos más desconcertantes del relato: la ejecución preventiva del traidor inminente. Luego de una difícil deliberación el colectivo decide ejecutar a Efraín, un militante que “recelaba […] de todo aquello que implicaba su individualidad frente al deber colectivo” (Payeras, 1998: 69). El narrador como juez de ese “deber colectivo” y gracias a la maestría del tiempo adquirida en la selva, sabe que el compañero habrá de cometer traición y que, por lo tanto, es culpable y merece la muerte. Luego de realizado el ajusticiamiento la reacción del colectivo a su muerte puede parecer escandalosa pero es plenamene consecuente con la lógica en que se sitúa la voz autorial:

“Al volver a nuestros puestos, un silencio significativo se hizo en el campamento. La guerrilla había alcanzado su madurez. Probablemente, a partir de entonces, todos fuimos mejores.” (Payeras, 1998: 71)

La ejecución del compañero que flaquea solidifica al grupo, marca la “madurez” y los hace “mejores”. Se ha convertido en un cuerpo capaz de sobrepasar los “cuerpos” de los combatientes, y que de hecho los pone a su servicio. Los combatientes ya saben que sus cuerpos no les pertenecen, si no le pertenecen al fin supremo revolucionario. Pero también, administrar la muerte es la máxima expresión de que constituyen en germen el futuro estado revolucionario. Recordemos que todo estado, en tanto que monopolio de la fuerza, implica precisamente este monopolio sobre la muerte, de la que los estados que se legitiman en la doctrina de la seguridad nacional hacen gala ostentosa en los años de represión de los movimientos populares.
La otra ejecución es la de otro traidor: Fonseca, un joven indígena que es de los primeros reclutas que se suman a la lucha armada al entrar el núcleo guerrillero al altiplano. El narrador exalta las cualidades de este joven indígena, su inteligencia que “se enriqueció con rapidez al familiarizarse con el lenguaje de la producción capitalista” (Payeras, 1998: 151) y su voracidad por aprender especialmente, “la más útil de las ciencias: aquella que le enseña a los hombres a transformar el mundo de manera revolucionaria” (151). Pero Fonseca carga una debilidad fatal, el alcoholismo, “un vicio de origen colonial”. Es decir, Fonseca, en tanto indígena no acaba de liberarse del “pasado”. Ello enflaquece su temple revolucionario y lo termina por volcar a la traición.

La traición de Fonseca le cuesta caro a la guerilla y, por lo tanto, debe ser castigado ejemplarmente. Sin embargo, su muerte se da también en circunstancias insólitas. El propio Fonseca luego de ser liberado por el enemigo busca a sus antiguos compañeros, a sabiendas de que su reencuentro significa su propia muerte. El la acepta con gusto: “si había de morir, sería a manos de sus compañeros, y estaba bien si así era, pues sabía que sus errores le habían costado un daño grande a la organización” (Payeras, 1998: 168). En el momento se ejecución, el propio Fonseca pide a una compañera conmovida que no llore “porque su muerte iba a servir para que otros no cometieran los mismos errores” (168). Otra muerte aleccionadora, asumida con genuino arrepentimiento por el pecador y capaz de aleccionar y fortalecer al colectivo:

“Escuchando a Fonseca pensamos en lo que es la militancia revolucionaria. Recordamos un puente remoto, allá en la sierra, a donde algunos fuimos a traer carga. Era un tronco inmensamente largo y muy delgado, tendido sobre un torrente vertiginoso. La lluvia perenne y la turbulencia de la corriente salpicaban el tronco y éste se mantenía liso y resbaloso. Para recoger la carga había que cruzarlo y regresar después, con un quintal a la espalda. A mitad del obstáculo, avanzando despacio, tratando de afirmar el pie a cada paso que se daba, el fluir incesante del agua bajo los pies provocaba vértigo. Quien a mitad del puente vacilaba, permanecía inmóvil, incapaz de volver sobre sus pasos ni avanzar hacia la orilla opuesta. El gran secreto era cruzar despacio, pero sin detenerse. Eran trances que ni siquiera imaginábamos la noche lejana, cinco años atrás, cuando navegábamos por la corriente mansa del Lacantún, bajo las estrellas de enero, la fecha que iniciamos los días de la selva.” (Payeras, 1998: 168-169)

La ejecución de Fonseca, el traidor arrepentido, cierra el relato de manera redonda, y para subrayar la importancia del momento, el texto se construye con la evocación de una especie de símil épico: como el árbol que sirve de puente en la turbulenta corriente, así es la militancia revolucionaria… No sólo es una muerte aleccionadora, sino una muerte que da pie al vocabulario épico, a que la gesta revolucionaria puede narrarse en su propio lenguaje.
El colectivo revolucionario avanza y lo hace destruyendo la individualidad de los militantes. Si Efraín era el combatiente que recae en la mezquindad individualista, Fonseca es el indígena que no puede deshacerse del lastre de la historia de opresión. El avance del tiempo histórico de la revolución requiere una voluntad férrea, disciplinada, purgada de todos estos elementos disolventes, de esto se encarga de dar cuenta el narrador que se esconde tras la máscara del “nosotros”.

Debería hacerse un estudio del tópico del traidor que acepta su propia muerte, que al parecer es caro a los imaginarios totalitarios y recuerda a los autos de fe de la inquisición en el que el triunfo de mal se lograba sobre la confesión del pecado del hereje y en la aceptación de su justo castigo. Que el sujeto revolucionario se constituya en estos relatos de manera homóloga a los modelos del estoicismo cristiano, no debe de ser casualidad. Hay un núcleo que se comparte en estas tecnologías del yo: la hipóstasis de una autoridad trascendente que constituye el punto donde la verdad se establece de manera absoluta. Trasladada esta dinámica al contexto poscolonial de las movimientos de liberación, las consecuencias no dejan de ser desconcertantes. El asentimiento de Fonseca ante su propia muerte se convierte en cierto sentido en una confirmación de la lucha armada, es el indígena que acepta morir, pero no sin antes reconocer su verdadera lealtad, su verdadera filiación, en otras palabras, de señalar a los suyos de qué lado yace la verdad. Es el gesto último por el cual se despoja de su propia identidad indígena, muriendo, pero señalando a otros el verdadero camino a seguir, invitándolos a dejar de ser indígenas y a transformarse en revolucionarios.

 

Conclusión
Los días de la selva es un relato que pone en evidencia los lados más oscuros en la dinámica de subjetivación revolucionaria del marxismo-leninismo. La constitución de este colectivo utópico de vanguardias se hace a través de una ascesis brutal, donde no sólo se pone a prueba la voluntad de los integrantes, sino que se elimina de una forma u otra a quienes no están a la altura del desafío. Desde esta perspectiva, la revolución se convierte en una maquinaria que asume y ejecuta la violencia legítima: en otras palabras la administración justa de la muerte, a enemigos y a compañeros.

Desde esta visión tremendamente ascética y purista, el compromiso revolucionario se vive como una renuncia de la propia individualidad, irremisiblemente ligada a la debilidad humana, a todo aquello que distrae de la misión revolucionaria. Esto implica dosis enormes de violencia que el sujeto debe ejercer sobre sí mismo y que luego lo autorizan a emplearla como legítima arma revolucionaria. En este texto se trasluce, con asombrosa franqueza, su carácter violento y, en última instancia, mistificado. En su lucha contra la alienación y en su búsqueda del “para-sí”, el militante revolucionario acaba sucumbiendo a nuevos ídolos que reclaman la renuncia al propio yo, sino el sacrificio de su propia carne y la de otros.

El relato de Payeras, sin duda, exalta e idealiza el papel de la vanguardia revolucionaria y, en especial, del foco guerrillero en los tumultuosos y complejos procesos de guerras de liberación que se vivieron en América Central en las últimas décadas del siglo XX. No es difícil demostrar que detrás de los procesos revolucionarios más exitosos y con mayor capacidad de movilizar grandes masas de desposeídos hubo otras estrategias políticas, y sobre todo, una propuesta cultural mucho más capaz de conectar con los sueños y experiencias de los pobres. Tal vez la perspectiva histórica que hemos ganado luego de dos décadas de acuerdos de paz nos permita relativizar el peso de las “vanguardias políticas” y evitar ignorar que estas mismas también participaron de la hybris del punto cero del proyecto moderno (Castro Gómez, 2005).

 

© Ricardo Roque-Baldovinos


Bibliografía

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Beverley, John, 1989: “’The Margin at the Center: on Testimonio”, en Modern Fiction Studies 35, 1, Spring: 11-28.

Castro Gómez, Santiago, 2005: La hybris del punto cero, ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816), Bogotá, Editorial Javeriana.

Foucault, Michel, 1999: “Espacios diferentes”, en: Estética, ética y hermenéutica, Barcelona Paidós, 431-441.

Kokotovich, Misha, 1999: “Theory at the margins. Latin American Testimonio and Intellectual Authority in North American Academy”, en: Socialist Review, vol 27, 3-4: 29-63.

Menchú, Rigoberta, 1985: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, Ed. Elisabeth Burgos-Debray, México: Siglo XXI Editores.

Payeras, Mario, 1998: Los días de la selva, Guatemala: Editorial Piedra Santa.

Roque Baldovinos, Ricardo, 2006: “La ‘novela épica’. Nacionalismo carismático y vanguardia en América Latina”, en: Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, Enero-Febrero, 107: 117-143.

 


Notas

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vuelve 1. Para una discusión de la compleja relación entre la literatura testimonial y la academia norteamericano remito al ensayo de Kokotovich (1999).

vuelve 2. En todo caso, estas voces habrán sido acalladas por la censura y la represión de las dictaduras dentro de los espacios nacionales en conflicto, pero fueron ampliamente difundidas en la escena literaria internacional.

vuelve 3. Para una reflexión sobre la importancia de este punto cero como manifestación de la autoridad moderna y colonial remito a Castro Gómez (2005).

vuelve 4. Para una discusión sobre el sentido de la comunidad carismática en la literatura latinoamericana remito a mi propio ensayo: “La ‘novela épica’. Nacionalismo carismático y vanguardia en América Latina” (Roque, 2006).

 


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