Escrituras autobiográficas: ¿Confesión o autoficción?1
Universidad de Costa Rica
Desde la época del modernismo, las literaturas íntimas o personales constituyen una de las formas de escritura preferidas por los autores hispanoamericanos y centroamericanos. La crónica, el relato de viaje, el autorretrato, el diario íntimo, la biografía, la autobiografía y la novela autobiográfica han sido expresiones literarias extensamente practicadas por nuestros escritores desde el fin del siglo XIX. Por ejemplo, Rubén Darío escribió una autobiografía, una novela autobiográfica que nunca pudo terminar, un relato de viaje y una autobiografía intelectual, publicada póstumamente bajo el título de Historia de mis libros. También los escritores guatemaltecos Enrique Gómez Carrillo y Rafael Arévalo Martínez publicaron extensas autobiografías y novelas autobiográficas. Sin olvidar que Gómez Carrillo fue el cronista más reconocido de su época y que también nos legó varios relatos de viaje. Es decir que la literatura centroamericana cuenta ya con más de un siglo de escritura autobiográfica en sus diversas modalidades.
He estructurado este trabajo en tres partes. En la primera presento un esbozo histórico de las literaturas íntimas y en la segunda planteo los principales problemas que ha señalado la teoría contemporánea en torno al “género” autobiográfico. Si bien no es mi intención “resolverlos”, me ha parecido necesario dar cuenta de éstos. He intentado ofrecer una amplia gama de posiciones para información del lector, aunque no necesariamente comparta sus postulados. Evidentemente, debido a la gran bibliografía existente sobre el tema, he tenido que elegir solamente algunos autores representativos para así poder contrastar diversos modos en los que ha sido teorizado el campo de la literatura íntima con el fin de resaltar los principales problemas que han sido propuestos por los teóricos de diversas corrientes.
A partir de esta revisión del campo, propongo investigar la escritura autobiográfica desde una conceptualización que no he encontrado en ninguno de los numerosos textos revisados y que – gracias a algunas sugerencias de Foucault– me ha permitido aislar y situar un campo de problematización.
Mi hipótesis es que la escritura autobiográfica está cruzada por una tensión radical e irresoluble entre la confesión y la invención de sí. La confesión, que para Foucault es una técnica del yo (uno de los mecanismos de control social de la sexualidad más eficaces puesto que obliga a decir “la verdad” sobre el propio sexo) aparece –según mi criterio– representada en la escritura autobiográfica por la culpa, el autorreproche y la autocrítica moral.
“No hablo de la obligación de confesar las infracciones a las leyes del sexo, como lo exigía la penitencia tradicional; sino de la tarea, casi infinita, de decir, de decirse a sí mismo y de decir a algún otro, lo más frecuentemente posible, todo lo que puede concernir al juego de los placeres, sensaciones y pensamientos innumerables que, a través del alma y el cuerpo, tienen alguna afinidad con el sexo. Este proyecto de una “puesta en discurso” del sexo se había formado hace mucho tiempo, en una tradición ascética y monástica. El siglo XVII lo convirtió en una regla para todos.” (Foucault, 1986: 29)
Pero al mismo tiempo, el espacio autobiográfico parece ofrecer la posibilidad de devenir otro, de convertirse en un personaje de ficción que podría atenuar el sentimiento de fracaso ante lo irrealizado, lo que no pudo ser, en la vida del escritor.
En una tercera parte presento algunas ideas acerca de la relación entre duelo y autobiografía y contrasto la postura de Paul de Man con los postulados del psicoanalista Jean Allouch en su texto sobre el duelo. ¿Por qué un duelo es muchas veces el motivo por el cual un ser humano escribe sobre sí mismo? ¿Cómo cernir el trastorno en la posición subjetiva del doliente que lo lleva a escribirse/inventarse? Cabe recordar que Freud escribe uno de los textos fundadores del psicoanálisis a raíz de la muerte de su padre, como el mismo declara. Acaso es posible considerar La interpretación de los sueños como un modelo de autobiografía psicoanalítica, en el cual la propia experiencia, en este caso los sueños de Freud, es el motor de la invención teórica.
Aunque la escritura íntima se remonta a Luciano de Samosata, es con la Modernidad que adquiere su tono desesperado. Ante la muerte de Dios proclamada por Nietzche, el ser humano se vio enfrentado de un modo inédito a su interioridad. Pues, ¿ante quién se confiesa alguien que ha perdido a Dios como referencia y garantía de su discurso? Puede hacerlo ante sus semejantes o, por el contrario, se verá condenado a la soledad de un diálogo consigo mismo, en ese espejo de tinta, para utilizar la expresión de Beaujour (1988) que constituye la literatura íntima.
Es mi criterio que la autobiografía debe ser pensada fuera del universo de la mímesis. La experiencia personal, consciente o inconscientemente vivida, compone la escritura de un texto para dar paso a una ficción que nunca es su copia. A su vez, esa ficción retorna inevitablemente sobre la experiencia y la transmuta.
Por otra parte, ¿hay acaso escritor fuera del texto que lo constituye? ¿cómo se ficcionaliza una vida que no está terminada? ¿la vida, tal y como nos es narrada, existe antes de su escritura? Lejos de una visión dicotómica que opone lo real a lo imaginario, me parece que la categoría de ficción debe ser fundamental para acercarse a este problema.
Para Sébastien Hubier (2003: 37-39), la autobiografía es un género occidental fruto de una lenta evolución. Las escrituras íntimas o personales, en su conjunto, son una función de la concepción que su época se hace de nociones como individuo, personalidad, carácter, conciencia, introspección y del modo en que se plantea la relación entre lo público y lo privado. Las literaturas personales suelen estar narradas en primera persona, aunque ésta no es una condición imprescindible, sobre todo en la literatura contemporánea. Además, uno de los rasgos que posibilita su clasificación es su continuidad o fragmentación. La autobiografía, la novela autobiográfica, las memorias son ejemplos de textos continuos que se proponen como la recapitulación de una existencia. El diario íntimo, los cuadernos, las crónicas forman el cuadro de los textos fragmentarios pues presentan destellos de una vida constituida por instantes singulares, no necesariamente coherentes entre sí.
Según el mencionado autor, la Edad Media cristiana, que desconocía parcialmente la noción de autor, no reunía las condiciones necesarias para el advenimiento de escrituras personales o íntimas, que presuponen la existencia de un espacio realmente privado. Por esta razón la única manisfestación de la escritura en primera persona es el relato de conversión, al estilo de Las Confesiones de San Agustín, que trazan el camino de la desaparición del yo humano en Dios. En la tradición hispánica, cabe mencionar Las moradas o Castillo interior de Santa Teresa de Avila como uno de los textos paradigmáticos del género.
Mijail Bajtin (1982) relacionó el papel del héroe en la novela moderna con el del origen de los géneros autobiográficos. El teórico ruso tiene una forma distinta de encarar el tema. El relato de una vida es posible para Bajtin cuando ciertas preguntas antiguas ceden el lugar a nuevas interrogaciones. Cuando se abandona el estado de la existencia y del ser y se pasa al estado de la inquisición interior. En el primer estado, la conciencia no se pregunta ¿quién soy? o ¿cómo soy? Esta interrogación exige un movimiento de revisión, y toda revisión necesita una distancia. Esta distancia, a su vez, necesita un ritmo para ser recorrida. Allí, por primera vez, la palabra héroe adquiere sentido. Para Bajtin, la primera forma de manifestación del héroe, la primera forma de objetivación verbal de la vida y de la personalidad es la confesión.
Podemos plantear que el momento ideal (inexistente) de la confesión pura es conceptualizado por Bajtin como el grado cero del discurso monológico. La confesión ideal orientada hacia Dios es una suspensión del ritmo que omite las citas, es decir, la intertextualidad. En la historia de los géneros religiosos, este espacio casi indefinible que es el diálogo del alma con Dios –antes del primer atisbo formal– es la letanía.
En el esbozo histórico que traza Bajtin, la imprecación sería una segunda fase. En ésta, la delegación de la voz del yo respecto del otro que habla y de un segundo que escucha es total y completa, de tal modo que el plano de la subjetividad queda enteramente salido de sí mismo, objetivado, vuelto hacia afuera. De este modo queda preparado el terreno para la primera gran confesión religioso-estética: la de San Agustín. Si bien Hubier y el teórico ruso tienen distintas visiones del texto agustiniano, ambos coinciden en señalar la importancia inaugural de éste en la historia de los genéros autobiográficos.
Por otra parte, para Bajtin no existe una diferencia estética relevante entre la escritura en tercera y en primera persona, con lo cual pierde consistencia la distinción biografía/autobiografía. Esta apreciación, que comparte con otros teóricos como Paul de Man, constituye uno de los problemas centrales en la definición genérica, como se verá más adelante.
En contraposición a la Edad Media, el Renacimiento –según Hubier– poco a poco fue reconociendo al individuo como fuente irreductible de valor y propuso a la literatura como un sitio privilegiado para explorar el espacio mental. La vida de Cellini o los ensayos de Montaigne corresponden a un deseo nuevo en los escritores: conocerse y develarse ante sus semejantes.
Esta escritura íntima parece recular en el periodo que los historiadores franceses han denominado como la Edad Clásica –que bajo la égida de la universalidad– buscó ocultar todo aquello que diera cuenta del orden de lo personal, a tal punto que la expresión del yo llegó a ser considerada como un elogio de lo marginal y de la disidencia.
Al filo del siglo XVII, las nuevas formas de espiritualidad (el quietismo y el pietismo) favorecieron la facultad de la introspección y afirmaron las escrituras íntimas o personales. Con el tiempo, éstas se fueron vaciando de su contenido estrictamente edificante y se focalizaron en la búsqueda del conocimiento del ser humano. Para Hubier, esta introspección desacralizada permitió la emergencia de la autobiografía moderna. La noción misma de persona se impuso e indujo a una rehabilitación de las pasiones y de la sensibilidad.
Según Hubier, en el transcurso del siglo XVIII, la expresión de la individualidad invade el espacio literario en forma de novelas escritas en primera persona y centradas en el aprendizaje del narrador. Entre 1700 y 1750, fueron publicadas más de 200 novelas-memorias que imitaban las memorias antiguas pero que introducían un cambio esencial: el yo de ahora en adelante no necesita justificarse en el protagonismo histórico, de tal forma que a la par de los grandes actores de la vida política, cualquier hombre e incluso mujer de pueblo podían devenir los protagonistas del relato.
Como señala Nora Catelli (1991: 9), la autobiografía no fue, de entrada, fácilmente aceptada como forma literaria:
“En 1799, en la revista Athenäum, los hermanos Schlegel consignaron una interesante enumeración de las diversas clases de autobiografías existentes. Escribieron allí que, además de las perpetradas por los prisioneros del yo, neuróticos, obsesivos o mujeres, había una clase especial, que podía figurar aparte de las otras: la de los mentirosos.”
Sin embargo, el Romanticismo terminó de definir las relaciones entre verdad y mentira en una famosa fórmula de Goethe (Catelli, 1991: 11): El arte y la filosofía pueden ser considerados como fragmentos de una enorme confesión.
Pienso que este modo de “resolver” la ambigüedad inherente a las escrituras autobiográficas propuesto por el Romanticismo es incorrecto ya que los términos en que se plantea el problema son inadecuados. Si se parte de la tensión entre confesión e invención de sí, constituyente de la autobiografía, la dicotomía verdad/mentira aparece como un falso problema. Por otra parte, nada nos asegura que una confesión sea más “verdadera” que una invención o transformación de sí.
Al igual que otros teóricos de la autobiografía, Hubier considera Las Confesiones ( 1782-1788) de J.J. Rousseau como el primer ejemplo moderno del género, ya que en este texto se establece la importancia de la infancia para comprender la vida adulta, se reivindican los derechos del individuo y los temas y motivos de la autobiografía religiosa son investidos de significaciones nuevas.
Como señala Vernon Rosario (2000: 44), aunque Rousseau llama confesión a su autobiografía, ésta difiere esencialmente del modelo de sus predecesores católicos –que eran monólogos piadosos dirigidos a Dios. Rousseau es un hombre que se dirige a otros hombres y no lo hace en un discurso solipsista. En el texto, ocupa un lugar central la relación entre el sujeto moderno y su situación civil, pero esto no es lo único. En Rousseau aparece con nitidez el imperativo de conocer la verdad de un individuo a partir de un trabajo sobre la interioridad. De ahí la crítica roussoniana a los textos que lo antecedieron, que narraban únicamente acciones exteriores y estaban destinados a glorificar a su autor, en lugar de revelar “la verdad”.
En Las Confesiones emerge un nuevo elemento: la narración de escenas eróticas que tienden a ser explicadas por su propio autor como, por ejemplo, la famosa escena de la masturbación y la consiguiente explicación de la asociación del placer sensual con el castigo.
Las confesiones sería pues un hito en el proceso de convertir al hombre occidental en lo que Foucault ha llamado animal de confesión. Pero Foucault (1986: 75) va más allá al señalar que se trata de:
“ [...] una metamorfosis literaria: del placer de contar y oir, centrado en el relato heroico o maravilloso de las pruebas de valentía o santidad, se pasó a una literatura dirigida a la infinita tarea de sacar del fondo de uno mismo, entre las palabras, una verdad que la forma misma de la confesión hace espejear como lo inaccesible.”
El teórico francés señala además que desde la penitencia cristiana hasta hoy el sexo fue tema privilegiado de la confesión. (1986: 77)
Para Hubier, la autobiografía deviene rápidamente una moda, aún antes de que aparezca el término en el Reino Unido, en el año 1800. Desde ese periodo las literaturas íntimas entran en una edad de oro, de la cual no han salido aún. A partir de 1850, la autobiografía invade todo el espacio literario. Se publican los escritos personales de los grandes escritores románticos y la presencia del diario íntimo es cada vez mayor. Un ejemplo notable es la novela De sobremesa (1896) del escritor colombiano José Asunción Silva, que parodia la escritura del diario íntimo.
Según Hubier, la importancia de estos escritos centrados en la figura del autor, y que por lo tanto facilitan una lectura autobiográfica, se explica por la curiosidad creciente del público en la vida de los intelectuales y artistas célebres. Este hecho induce y crea hábitos de lectura autobiográfica que poco a poco se hacen también válidos para la novela. Las escrituras íntimas o personales, al inventar nuevas matrices diegéticas, han permitido la renovación de otros géneros, y la novela en particular les debe bastante.
A finales del siglo XX la literatura impulsa un nuevo acercamiento a las escrituras personales y propone una categoría inédita: la de autoficción. Fue Serge Doubrovsky (1977) quién la habría utilizado por primera vez en la portada de Fils para aclarar el género al cual pertenece ese libro autobiográfico. Como señala Vincent Colonna (2004: 196-197) el término autoficción vino a colmar un verdadero vacío, pues al renombrar la novela personal o autobiográfica, posibilitó el retorno de una noción caída en desgracia hacía tres generaciones. La virtud de este neologismo fue que permitió (al desplazar la atención sobre el componente ficcional) volver a hablar de ciertas novelas sin negar su carácter personal.
Colonna considera el concepto como una palabra-valija: por una parte significa ficción de sí, invención de sí, travestismo imaginario de sí; por otra, ha venido a sustituir la categoría de novela autobiográfica. Para este autor, la ficcionalización de sí es un fenómeno universal (que se encuentra, por ejemplo, en Luciano de Samosata) y el neologismo ganaría precisión si fuese restringido a aquellos autores que se inventan una personalidad y una existencia literarias. La autoficción aparece así como una forma compleja, un enigma literario, quizás el más oscuro de este siglo que comienza, debido al gran número de autores imantados por ésta, a su acción misteriosa y a su antigüedad.
¿Es posible (no) escribir una autobiografía?
A partir de la revisión bibliográfica del tema de las escrituras íntimas he detectado tres grandes ejes de problematización que comento a continuación. Un primer problema concierne a la definición genérica de la escritura autobiográfica. Se encuentra desde la posición de Philippe Lejeune, que sustenta su definición en la noción de pacto, hasta la postura de Paul de Man que niega radicalmente la posibilidad de considerar la autobiografía desde una perspectiva genérica. En el medio de estas dos posiciones se han venido proponiendo posturas intermedias, fundamentalmente desde la corriente de la narratología.
Un segundo problema que aparece estrechamente vinculado al tema es el de la relación (o, más precisamente, de las posibles formas de pensar la relación) entre la realidad y la ficción. Las escrituras autobiográficas vuelven ineludible este problema ya que se enfrentan directamente con el pasaje de “lo vivido” a lo escrito y viceversa.
¿Es posible la escritura autobiográfica? ¿Es posible trasladar la experiencia a la escritura? ¿Qué ocurre con “lo vivido” cuando es sometido a las reglas de la creación estética? ¿De qué manera se traslada la experiencia vital de un sujeto al proceso de escritura autobiográfica? ¿Puede un sujeto dar cuenta de su “propia” historia? Todas estas preguntas se enmarcan en un problema de carácter epistemológico y lógico más amplio, a saber: la profunda heterogeneidad que separa la vida (bio) y la escritura (grafía), y que la palabra biografía esconde y vuelve natural.
Si bien es válido preguntarse si es posible que un sujeto haga la narración de su vida, también una pregunta en sentido inverso se revela como necesaria: ¿puede un sujeto escribir sobre otra cosa que no sea su propia historia? Estas preguntas, cuyo carácter es eminentemente retórico, no serán necesariamente respondidas sino que constituyen el punto de partida de mi reflexión.
Finalmente me interesa trabajar el tema de la articulación de la escritura autobiográfica y el duelo. He encontrado reiteradamente (aún en las posturas más disímiles que intentan estudiar las literaturas personales) el señalamiento de la nostalgia y la muerte como figuras recurrentes del discurso autobiográfico. Desde el punto de vista de la filosofía cabe mencionar el ensayo de Mauricio Ferraris (2000) Luto y autobiografía, que sin embargo no voy a comentar, pues me alejaría demasiado de mi objetivo. Mi propósito es establecer un diálogo entre los aportes novedosos que ha hecho Jean Allouch, desde el psicoanálisis, al estudio del duelo y algunas de las teorías literarias sobre la escritura autobiográfica.
Comienzo pues con el primer eje. Paul De Man (1984: 67-68) señala una serie de problemas que enfrenta la teorización de la autobiografía. El primero se deriva de la definición y el tratamiento de ésta como si fuera un género literario, lo cual conduce a la formulación de preguntas estériles que muchas veces encubren otras más pertinentes. Tanto desde el punto de vista práctico como teórico, la autobiografía no se deja definir genéricamente, pues cada caso parece ser una excepción a la regla y suele desplazarse a géneros contiguos e incluso antagónicos. Por estas y otras razones, de Man se aleja de la definición de la autobiografía como género, lo que le permite plantear una pregunta fundamental. ¿Puede una autobiografía estar escrita en verso? Coincide con Bajtin al responder afirmativamente a esta pregunta.
Si se parte de la concepción normativa propuesta por Lejeune (2003: 10) que define la autobiografía como: narración retrospectiva en prosa que alguien hace de su propia existencia, cuando pone el acento sobre su vida individual, en particular sobre la historia de su personalidad, evidentemente, esto sería imposible. La posición demaniana tiene la virtud de ampliar el espectro de la escritura autobiográfica y, por lo tanto, de poner en crisis el modelo sustentado en la definición genérica. Por otra parte, posibilita el estudio del carácter autobiográfico de la poesía.
Por otra parte cabe mencionar que Lejeune (2003: 17) ya había caído en la cuenta del problema de situar la autobiografía como género:
“¿Cómo distinguir la autobiografía de la novela autobiográfica? Es necesario confesarlo, si nos quedamos en el plano del análisis interno del texto, no existe ninguna diferencia. Todos los procedimientos que la autobiografía utiliza para convencernos de la autenticidad de la narración, la novela puede imitarlos y, por cierto, así lo ha hecho.”
Lejeune se ve entonces obligado a sustentar su definición de la autobiografía en unos cuantos elementos de carácter paratextual, entre los cuales sobresale la noción de pacto de lectura. Como señala Nora Catelli (1991: 58), el pacto necesita de un elemento externo, un elemento de referencialidad pura, la firma o el nombre propio, visualizado como clave del género autobiográfico. Lo anterior lleva a Lejeune a postular una identidad real entre el autor, el narrador y el personaje y a proponer la categoría de “autor real” lo que constituye un acto contra natura al interior de la crítica contemporánea.
De Man critica explícitamente la postura de Lejeune, quién fundamenta la identidad de la autobiografía en un supuesto carácter contractual, con base en actos de habla y no en su retórica, es decir, en los tropos. Incapaz de mantenerse en el sistema tropológico del nombre propio, Lejeune es impulsado a moverse de la identidad ontológica al contrato, que adquiere así la forma de una promesa. En ese proceso, el lector es transformado en juez, en la instancia de poder encargada de verificar la autenticidad de la firma en relación con la vida narrada. Aparece así en la propuesta de Lejeune, sutilmente pero en todo su esplendor, la concepción Roussoniana de la autobiografía como texto verdadero. Para de Man (1984: 72):
“Lejeune’s way of reading, as well as his theoretical elaborations, shows that the reader’s attitude toward this contractual “subject” (which is in fact no longer subject at all) is again one of transcendental authority that allows him to pass judgment. The specular structure has been displaced but not overcome, and we reenter a system of tropes at the very moment we claim to escape from it. The study of autobiography is caught in this double motion, the necessity to escape from the tropology of the subject and the equally inevitable reinscription of this necessity within a specular model of cognition.”
Por su parte, Hubier (2003: 82) plantea en relación con la postura de Lejeune que fundar los análisis de la autobiografía sobre un supuesto proyecto del autor está lejos de no plantear problemas. Un primer problema es que las intenciones autobiográficas de un autor no son siempre explícitas. Pero además, como ha mostrado la metapsicología freudiana, no existe en el inconsciente ningún índicio de realidad, por lo que es siempre problemático distinguir la verdad de la ficción, la “realidad objetiva” y la fantasía.
Desde esta perspectiva Hubier se pregunta si resulta operatorio oponer los paradigmas de la novela y de la autobiografía. Esta interrogación lo lleva a revisar el segundo problema que nos he planteado, a saber, el de la relación entre ficción y realidad, al cual dará una respuesta que no puedo dejar de contemplar y que inaugura el segundo problema teórico en torno a las escrituras autobiográficas.
La hipótesis de Hubier (2003: 84) es que la escritura en primera persona construye una especie de espacio transicional entre la realidad y la ficción donde todo lo que ocurre es siempre y paradójicamente imaginario y verdadero. Esta “solución” en cierta medida se emparenta con el criterio demaniano que considera la distinción entre ficción y autobiografía (pensada esta última como escritura referencial) como perteneciente al orden de lo indecidible.
Cercano a la postura de Hubier, Gasparini (2004: 14) propone pensar la novela autobiográfica como el espacio de una ambivalencia fundamental que se articula generalmente alrededor de la figura del protagonista. Por está razón, la novela autobiográfica requiere una doble lectura simultánea, a la vez novelesca y autobiográfica. La estrategia de la novela autobiográfica consiste en prescribir formas de lectura contradictorias que Gasparini denomina figuras de la ambigüedad. Me parece que estas figuras pueden ser interpretadas como el recurso retórico capaz de vehiculizar esa tensión que recorre el discurso autobiográfico, entre la intención confesional y la pulsión creadora, es decir, la ficcionalización de sí.
Por su parte, de Man invalida además el modo en que ha sido confrontada la autobiografía con la ficción, ya que la primera ha sido percibida y pensada como dependiente de hechos potencialmente verificables de una manera menos ambivalente que la segunda. En la autobiografía se presupone una relación menos complicada con el referente, la representación y la diégesis, ya que, a pesar de los fantasmas y sueños que la habitan, estas desviaciones estarían siempre enraizadas en un solo sujeto, cuya identidad sería definida por el nombre propio. Según de Man (1984: 69):
“We assume that life produces the autobiography as an act produces its consequences, but can we not suggest, with equal justice, that the autobiographical project may itself produce and determine the life and that whatever the writer does is in fact governed by the technical demands of self-portraiture and thus determined, in all aspects, by the resources of his medium?”
Para de Man, la operación de mímesis que presupone esta posición no es más que un modo de figuración entre otros, lo que lo conduce a plantear el problema desde otra perspectiva: no es el referente lo que determina la figura sino que, más bien, es la ilusión de la referencialidad una correlación de la estructura de la figura. Resulta entonces que la distinción entre ficción y autobiografía es indecidible. Seguidamente, de Man (1984: 70) propone que la autobiografía es una figura de lectura o de entendimiento que ocurre, en cierto grado, en todos los textos.
“The autobiographical moment happens as an alignment between two subjects involved in the process of reading in which they determine each other by mutual reflexive substitution. The structure implies differentiation as well as similarity, since both depend on a substitutive exchange that constitutes the subject. […] Which amounts to saying that any book with a readable title page is, to some extent, autobiographical.”
Pero este momento especular no durará en la propuesta demaniana, ya que si se propone que todos los textos son –en alguna medida– autobiográficos, debería decirse que ninguno lo es o puede serlo. Las dificultades para definir genéricamente a la autobiografía repiten una inestabilidad inherente que mina el modelo en el mismo momento en que es establecido. El momento especular, que de Man piensa como parte de toda comprensión, revela la estructura tropológica que subyace detrás de todo conocimiento, incluyendo el conocimiento de sí mismo. Además, según su criterio, el interés en la autobiografía no es que revele una forma fiable de auto-conocimiento (self-knowledge) –ya que no lo hace– sino en que demuestra, de una manera sorprendente, la imposibilidad de cierre y de totalización de todos los sistemas textuales constituidos por substituciones tropológicas.
Si bien comparto, de modo general, la propuesta demaniana, me parece que existe un problema en su concepción derivado del modelo ontológico subyacente. Aunque no de manera explícita, de Man no ha abandonado totalmente una postura cartesiana del ser, y por eso su definición gira en torno del tema de la comprensión, del conocimiento y de la autorreflexión; pues para Descartes la existencia depende del pensamiento. ¿Cuál es el problema fundamental de esta concepción? Al situar el eje de la definición en el ámbito del pensamiento, queda por fuera un aspecto determinante: el de la carne. Como ha señalado acertadamente Marion (2005: 3-13):
“La filosofía occidental –tras haber rebajado el ente al rango del objeto y haber olvidado el ser en plena retirada, abriendo así el camino de la ciencia– ha censurado sobre todo su propio origen erótico. El hombre, en cuanto ego cogito, piensa pero no ama, al menos originalmente.”
Tras proponer la necesidad de sustituir las meditaciones metafísicas por unas meditaciones eróticas, Marion (2005: 22) se pregunta:
“¿Cómo soy en efecto? Soy según mi carne. Al contrario que la abstracción formal que constituye los objetos, mi carne se deja afectar incensantemente por las cosas del mundo.”
La reflexión demaniana de la autobiografía tiene aún un pie en la concepción cartesiana del ser y en una expulsión de la carne. Pues acaso detrás de toda figura retórica no es posible intuir una energía erótica. Si bien uno puede escribir una autobiografía para tratar de comprender(se), aunque no lo logre, no se puede descartar que se trate fundamentalmente de una escritura erótica. Escribo para que me deseen. Me amo (o lo que es lo mismo, me odio) en lo que escribo. Si existe la escritura autobiográfica, ésta es radicalmente una escritura erótica, que no puede prescindir de la carne. Carne del autor, carne del texto.
A pesar de este señalamiento, la posición demaniana sigue siendo una de las más impactantes y originales en el campo de la teoría literaria. Sobre todo me interesa el hecho de que ilustra su propuesta con la lectura de Essays upon Epitaphs, del poeta William Wordsworth. Según su criterio, la elección de ese texto –que se mueve compulsivamente de un ensayo sobre los epitafios hasta transformarse, él mismo, en un epitafio, es decir, en la autobiografía del autor– no necesita ser extensamente argumentada.
La elección de este texto, por parte de de Man, tiene para los fines de este escrito una importancia capital, ya que establece un lazo entre la autobiografía y la muerte, hecho que lo acerca a la temática del duelo, concretamente a su conceptualización del “trozo de sí” que el psicoanalista Jean Allouch (1995: 408-409) define como
“ese trozo de sí que es un trozo de quién está de duelo pero, si eso es posible, también un trozo del muerto y por tanto de la muerte. Se trata no de un trozo cualquiera sino de un trozo que le importa, un trozo libidinalizado, un trozo en que el deseo está comprometido.”
En esta lógica es posible preguntarse sobre el estatuto de un epitafio pues, ¿a quién pertenece? ¿al muerto? ¿a los que están de duelo? ¿a ambos?
De Man (1984: 76) analiza detalladamente un fragmento del texto de Wordsworth que le permite aislar y reconocer una figura retórica: la prosopopeya, que será definida como:
“The fiction of an apostrophe to an absent, deceased, or voiceless entity, which posits the possibility of the latter’s reply and confers upon it the power of speech. Voice assumes mouth, eye, and finally face, a chain that is manifest in the etymology of the trope’s name prosopon poien, to confer a mask or a face. Prosopopeia is the trope of autobiography, by which one’s name is made intelligible and memorable as a face.”
La figura dominante del discurso autobiográfico es, según de Man (1984: 77), la prosopopeya que consiste en la ficción de una voz de ultratumba. Pero hacer hablar a los muertos, por la propia estructura simétrica del tropo, implica también dejar a los vivos congelados en su propia muerte. Esta observación es de gran relevancia para nuestro trabajo, pues da cuenta de lo que sucede del lado del vivo (nótese el carácter fálico de ese congelamiento mortuorio). La prosopopeya sería pues un tropo que, al establecer un pasaje entre los muertos y los vivos, no puede no transformar a ambos.
Preciso. Ya sea que se consideren las escrituras íntimas como ese espacio que Hubier califica de paradójico, en el cual todo es a su vez imaginario y verdadero; o que se parta de la posición demaniana que considera indecidible la determinación de la escritura como autobiográfica, pienso que es imprescindible recurrir a la categoría de ficción. La ficción no se opone a la verdad sino que la constituye. La vida copia al arte, como decía Wilde.
Barthes (1986: 101-102) al referirse a la posibilidad de establecer una teoría materialista del sujeto decía:
“Entonces tal vez el sujeto reaparece pero no ya como una ilusión sino como ficción. Es posible obtener un cierto placer de una manera de imaginarse como individuo, de inventar una de las más raras y últimas ficciones: lo ficticio de la identidad.”
Esta distinción entre ilusión y ficción es definitoria, ya que desarticula la creencia de que la ficción es falsa y “la realidad” es lo verdadero. En este sentido, cuando se hace uso de la denominación de novela autobiográfica, la referencia debe ser a un código estético, a una escritura literaria que propone una ficcionalización de la identidad, cuyo modelo puede ser la literatura pero también algo que traspasa los límites de lo posible, de lo imaginable. Lo todavía inexistente es un camino más que un molde. Como decía Foucault (Rajchman, 1994: 14), no valdría la pena escribir libros si no condujeran a lugares imprevistos, si no introdujeran en una relación extraña y nueva consigo mismo.
En las escrituras autobiográficas es precisamente la ficción el elemento que permite escapar de la agobiante tarea de la confesión.
Quiero finalizar esta sección con una metáfora del texto que propone Barthes (1986: 104):
“Texto quiere decir tejido, pero si hasta aquí se ha tomado este tejido como un producto, un velo detrás del cual se encuentra oculto el sentido (la verdad), nosotros acentuamos ahora la idea generativa de que el texto se hace, se trabaja a través de un entrelazado perpetuo; perdido en ese tejido –esa textura– el sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las segregaciones constructivas de su tela. Si amásemos los neologismos podríamos definir la teoría del texto como una hifología (hifos: es el tejido y la tela de la araña).”
Me interesa destacar el modo como Barthes introduce el cuerpo del sujeto/araña en el proceso de escritura. Es a partir de una pérdida (del fluido corporal) que se construye la tela o se escribe el texto. El sujeto debe sacrificar algo para escribir(se). Pero en esta pérdida deviene otro, se modifica. Son los límites de la individulidad los que se vuelven porosos. Hay un pasaje posible entre el sujeto y el texto, entre el vivo y el muerto y es el trabajo de escritura, o según de Man, la figura retórica de la prosopopeya, lo que permite transitarlo. Esta metáfora nos acerca nuevamente a la problemática del “trozo de sí” en el duelo planteada por Allouch que trataré a continuación.
La escritura autobiográfica como duelo
Es el momento de exponer los principales lineamientos de la propuesta teórica de Jean Allouch sobre el duelo. Evidentemente no desplegaré su argumentación en todas sus facetas, pues me alejaría del propósito de este trabajo, sino que propongo una lectura al sesgo, interesada en la relación duelo/autobiografía.
En la tercera parte de su libro sobre el duelo, Jean Allouch realiza un acercamiento minucioso a una nouvelle de Kenzaburo Oé traducida como Ajó el monstruo de las nubes. Un primer detalle llama la atención. En una nota al pie de página, Allouch (1996: 356) se refiere a una diferencia entre la tradición literaria de Occidente y la japonesa: al parecer esta última no distingue entre novela y autobiografía. Más adelante, y siempre en los márgenes de su texto, el psicoanalista vuelve sobre el tema de la relación entre vida y escritura. Al parecer, en una entrevista, Oé menciona que ha recibido una gran cantidad de correspondencia, sobre todo de madres que dicen sentirse alentadas por sus obras. El escritor a su vez dice sentirse alentado por esta retroalimentación a cambio de sus novelas. Es, según Oé, la mejor relación que se puede tener con el mundo exterior. Al final de la nota, Allouch señala que por esta vinculación tan particular con su público, Oé participa de un género siempre vivo en Japón: el shisosetsu y nos ofrece como referencia bibliográfica un texto que lleva el sugerente nombre de La inspiración autobiográfica escrito por Irmela Hijiya-Kirschnereit.
Con base en la tradición literaria japonesa antes mencionada, Allouch se permite trabajar “libremente” el paso desde el texto a la vida y viceversa, como si esos dos espacios no fueran profundamente heterogéneos o su pasaje no fuera altamente problemático. Expongo a continuación tan solo dos ejemplos para fundamentar lo anterior: Hay una apuesta real de la escritura: la escritura, aquí, forma parte del duelo. (1996: 358) O cuando plantea en el capítulo conclusivo: [...] la misma vida de Kensaburo Oé parece en verdad mostrar que Ajó no es sólo un personaje de Oé (si es que alguna vez un personaje lo sea). (1996: 417)
Nótese el salto del analísis específico del caso de Oé a una afirmación de carácter general. Ante estas afirmaciones, uno no puede evitar preguntarse ¿Cómo, de qué manera la escritura de un texto puede formar parte de un duelo? ¿A partir de qué concepción teórica de la vida, ésta podría mostrar que Ajó no es solamente un personaje? ¿Estaríamos de nuevo regresando a la ilusión de la vida (¿real?) como referente imaginario del discurso autobiográfico o novelístico?
Es necesario precisar que Allouch ubica su estudio sobre el duelo en el contexto que denomina de la muerte seca. Con base en el texto de Philippe Aries El hombre ante la muerte, Allouch propone una mutación fundamental en la experiencia de la muerte, pues ésta ha dejado de ser un hecho social. Este “asalvajamiento” de la muerte, este tener que cargar en privado con sus muertos es uno de los rasgos distintivos de la muerte seca. Por otra parte, Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca es un libro –como el mismo Allouch indic – motivado por la muerte de su hija en un accidente automovilístico. ¿Se trata acaso de un ensayo autobiográfico?
La versión freudiana del duelo, que según Allouch es romántica, surge en el momento en que ya no hay muerte en el nivel del grupo, razón por la cual el duelo es despojado de su carácter público. En este sentido la versión del duelo de Oé es ejemplar pues señala la necesidad del pasaje a lo público para poder efectuar un duelo. En Ajó, el monstruo de las nubes esta función la cumple la publicación del texto; es más, la publicación del texto forma parte del texto mismo:
“El narrador se vuelve Oé, Oé el narrador, en el acto de publicación por el cual se hace incompleta una mirada. El muerto incita a quién está de duelo a sacrificarle gratuitamente un pequeño trozo de sí; así el duelo lo vuelve deseante.” (Allouch, 1996: 386)
Para los que hemos seguido de cerca las problematizaciones de la teoría literaria en torno a la relación autor-narrador-personaje-texto, estas afirmaciones de Allouch tienen un tono eminentemente provocador. En Francia, país de pertenencia del autor, la teoría literaria ha manifestado una verdadera obsesión por el tema de la autobiografía y las literaturas personales. Esta avalancha bibliográfica ha estado marcada por la corriente narratológica y por el (post)estructuralismo que han hecho esfuerzos notables por deslindar el narrador (que es una función textual) del autor.
También su proposición de que en tiempos de la muerte salvaje, sin Dios y sin colectividad, la publicación (más que la escritura) de un texto puede constituir un tercero necesario para el cierre (¿siempre provisional?) del sacrificio del duelo no deja de producir asombro. Es imposible no preguntarse: ¿por qué Allouch ubica el pasaje a lo público, literalmente, en la publicación del texto? ¿Es que acaso no hay despojo, pérdida, en el proceso de escritura? ¿Qué ocurre cuando un texto inédito es leído a los amigos? ¿Hay en este caso exposición, o es solamente la institucionalidad de la publicación, con sus filtros editoriales y mercados, la que posibilitaría efectuar la pérdida y, por ende, el cierre provisional del sacrificio de duelo?:
“ [...] Se expone, sí, en el sentido de requerir un público. En cuanto sacrificio, no puede sino ser un acto público, y esa exposición libera ya al duelo del impás de una operación de sí mismo a sí mismo en la que lo había fijado la psicología freudiana [...] La exposición aparece así como el rasgo distintivo cuya presencia o ausencia determina que haya o no cierre del gratuito sacrificio de duelo.” (Allouch, 1995: 420)
A primera vista el carácter indecidible de la relación vida-obra sostenido por de Man aparece como una posición más radical en cuanto a la imposibilidad de cierre fundamentada en la retórica de toda escritura. Si bién la importancia dada por Allouch al acto de publicación podría recordar vagamente la idea de pacto de Lejeune, el elemento del sacrificio convierte el cierre del duelo en una operación incompleta, en la cual es necesario perder algo. Pues acceder a una posición deseante es transformarse en un ser incompleto.
Curiosamente, lo que inicialmente se dibujaba como una diferencia de Man/Allouch, termina siendo una convergencia. Pues acaso ese volver incompleta una mirada recuerda de alguna manera la ficción de esa voz de ultratumba que de Man aisla como la figura del discurso autobiográfico. Es el carácter fálico de la mirada y la voz –lo que Assoun (1995: 110-112) llama las versiones escópica y vocal del objeto a– lo que las vuelve equivalentes, es decir, destinadas al sacrificio, pues se trata de objetos erotizados.
Lo que está problematizado en la postura de Allouch es el concepto de intersubjetividad pensado desde el campo de la psicología de la conciencia. En este sentido el duelo, que implica una nueva figura de la relación con el objeto, debido al trastorno que implica, se muestra como un terreno paradigmático para cuestionar el vínculo del sujeto con el mundo, y por tanto también consigo mismo.
En el duelo, la realidad como tal se encuentra puesta a prueba. El duelo es una de las experiencias posibles de pérdida de realidad. Un ejemplo notable es la figura del “aparecido” que pone en evidencia que un muerto puede no ser un muerto, que el vínculo con el otro no acaba con su muerte y que, por el contrario, éste puede retornar de diversas maneras. La alucinación del objeto perdido es una de las experiencias más comunes del doliente, sin que éste sea necesariamente considerado un loco.
La experiencia del duelo pone en evidencia la insuficiencia del yo de la conciencia para explicar la subjetividad humana y muestra como la intersubjetividad está siempre mediatizada por lo inconsciente, lo cual constituye una forma de darle cabida a lo social y al lenguaje que es su máxima expresión. El sujeto solo puede incrustarse en lo social, solo logra tener acceso al lenguaje a costa de un sacrificio. Pero lo más radical de esta concepción de la subjetividad es que imposibilita sostener la idea de una “comunicación transparente” del yo consigo mismo. Tal relación es siempre un espejismo.
Este punto redimensiona el problema romántico de la veracidad o falsedad del discurso autobiográfico y torna insostenible la idea de que la vida real es su referente. Sencillamente un sujeto no puede decir la verdad sobre su vida, pues su sentido no le pertenece, se le escapa continuamente. Su vida le es en cierta medida opaca. Lo cual no significa para nada que la escritura autobiográfica sea una mentira.
En otro texto, Allouch (2004: 25) hace una precisión importante sobre el tema que nos ocupa. Su reflexión está motivada nuevamente por un cuento japonés titulado El anular de Yoko Ogawa. Su lectura al pie de la letra le permite asociar su concepto de “trozo de sí” con el proceso de naturalización en torno del cual gira el relato. Los clientes llegan a un extraño lugar para naturalizar objetos de lo más bizarros, en los cuales es posible leer la lógica del sacrificio. Cuando el objeto es una cicatriz o un anular perdido en un accidente (lo que da nombre al texto) el sujeto debe morir, acompañar a ese trozo de sí para poder naturalizarlo, devolverlo a la naturaleza, en otras palabras, designificarlo o tomarlo, en sentido marxista, por su valor de uso y no por su valor de cambio. Por el contrario, en el caso de la literatura, las obras que se vuelven inmortales serían las que escapan a ese proceso de naturalización y logran penetrar el espacio del intercambio simbólico. Y es precisamente su lectura, la que hacemos nosotros, la que devuelve esos objetos sacrificados al campo de la significación.
Tal parece que Allouch posibilita alejarse bastante del problema de la verdad o falsedad del discurso autobiográfico, alejamiento que podría iluminar uno de los problemas y temas centrales del pensamiento latinoamericano y centroamericano, aquel que pretende responder a la pregunta por nuestra identidad cultural.
Por otra parte, mi recorrido por el campo de las escrituras autobiográficas posibilita establecer una relación entre el cuestionamiento en torno a la identidad cultural y la búsqueda del ser individual. En definitiva se trata de la misma pregunta, quién o quiénes somos. Y precisamente lo que muestra la problematización del discurso autobiográfico y su tensión intrínseca entre la confesión y la invención es que, quizá sea necesario reformular o incluso abandonar esta pregunta. Pues no es lo mismo pensar la identidad (cultural o individual) como algo perdido que hay que recobrar, o como una verdad oculta por descubrir, que abrir el campo hacia el futuro, la creación y la invención.
Quisiera finalizar con una última y esclarecedora cita de Foucault (1990: 24):
“Sin duda, el objetivo principal hoy no es descubrir, sino rechazar lo que somos. Nos es preciso imaginar y construir lo que podríamos ser para desembarazarnos de esa especie de doble coerción política que es la individuación y la totalización de las estructuras del poder moderno.”
Allouch, Jean, 1996: Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca. Córdoba: Edelp.
Traducción de Silvio Mattoni.
Allouch, Jean, 2004: “Actualidad en el 2001 de Erótica del duelo”, en: Litoral, 34, México: Epeele, 13-26. Traducción de Silvio Mattoni.
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vuelve 1. Este artículo forma parte de una investigación más amplia en la cual se ponen a prueba los conceptos teóricos en dos novelas autobiográficas del periodo modernista: De sobremesa de José Asunción Silva y El oro de Mallorca de Rubén Darío. Ver: Poe, Karen. 2007. “Eros pervertido. Erotismo, cuerpo y autobiografía en la novela decadente hispanoamericana”. Tesis de Doctorado en Estudios de la Sociedad y la Cultura, Universidad de Costa Rica. Las traducciones de los textos (en inglés y francés) que aparecen citados en su idioma original en la bibliografía son mías.
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