Héctor M. Leyva

 

El dilema de la identidad cultural en La guerra mortal de los sentidos (2002) de Roberto Castillo1

 

Universidad Nacional Autónoma de Honduras

hleyva90@hotmail.com

Notas


Entre las diferentes lecturas que sin duda admite La guerra mortal de los sentidos (2002)2 de Roberto Castillo, la que tiene que ver con el dilema de la identidad cultural resulta probablemente una de las más importantes. En este trabajo se propone que la novela establece un puente entre el problema de la identidad (entendido éste como la incertidumbre con respecto al propio ser que gravitó en Honduras durante las últimas décadas del siglo XX) y los retos que plantean los nuevos tiempos de acelerada transculturación. La novela parece invitar a salvar este problema asumiéndolo como parte del desconcierto inherente a la experiencia histórica e incluso como un valioso potencial para la reinvención de la historia. En este sentido, la novela incorpora las condiciones de ambigüedad que según se ha dicho caracterizan los tiempos actuales de la postmodernidad pero restableciendo el pacto de la modernidad con el espíritu crítico y el sueño con la libertad y la felicidad humanas.

La guerra mortal de los sentidos es una obra que se sitúa en un tiempo de transición entre épocas. Su autor ficticio, Illán Monteverde como el Cide Hamete del Quijote, manifiesta haberla escrito en el 2099, en un tiempo en que ya no se escribían novelas. Lo cual supone que entonces había caído del todo en desuso ese arte antiguo de interpretar la realidad a través de complejas y abultadas ficciones. Hoy de hecho los grandes relatos y las interpretaciones ambiciosas caen en el descrédito y se atacan como cosas del pasado. Pero a pesar de ello Roberto Castillo ensaya una novela total y recrea, más que una multitud de personajes, las figuraciones de la conciencia de una sociedad. Si en el 2099 este ejercicio podrá pasar por una curiosa afición intelectual, en el presente, sin dejar de ser también un juego, supone una notable apuesta por uno de los antiguos retos de la escritura imaginativa.

Situada entre dos siglos, la novela de Roberto Castillo conecta con los viejos problemas del pensamiento filosófico y del arte literario, y al mismo tiempo explora nuevas propuestas y se inclina por nuevas tendencias. En su novela están implícitas las más viejas preguntas sobre la condición humana y el destino del hombre, sobre la conciencia del ser y el sentido de la historia, que fueron alentadas por la modernidad, lo mismo que el concepto cervantino de la novela como aventura espiritual e interpretación de la realidad. Pero al mismo tiempo la novela conecta con las visiones fragmentarias y antilineales de la postmodernidad, que la novelística del siglo XX fue la primera en explotar, y se inclina por cierta estética lúdica y humorística propia de los tiempos actuales. Hay en efecto una visión total de la historia pero huérfana de la coherencia, de la organicidad o de la finalidad que tuvieron las visiones pasadas de corte cristiano, capitalista o marxista. Y en lugar de cierta severidad o de una concepción atormentada de la escritura, como fue propio del modelo del intelectual moralizador o en crisis de la modernidad, hay un disfrute gozoso del placer del texto y de los hallazgos de la imaginación.

En el prólogo del libro el autor ficticio manifiesta abandonar el viejo propósito de la modernidad de conocer por encontrarlo desmedido para los precarios poderes de la palabra: “evito los peligros que acechan al que ejerce ese olvidado arte de escribir, especialmente el más grande de ellos: traspasar fronteras del conocer armado únicamente con palabras” (2002: 9). Y en su lugar se inclina por la experiencia vivencial que expresa y suscita el texto: “lo que aquí refiero sólo puede ser entendido por los lectores de novelas, especie casi desaparecida ya, pues tienen las claves indispensables para recuperar el aliento de lo que está depositado en este libro” (2002: 10).

Esta actitud, sin embargo, no coincide exactamente con una aceptación de la derrota del pensamiento, sino que es heredera de esa revuelta contra la razón desde la razón misma que se encuentra en el corazón del espíritu crítico moderno. Es expresión del escepticismo con respecto al conocimiento pero al mismo tiempo es reivindicación de la imaginación, como exploración intuitiva y sensible de la realidad.

Quizás pueda decirse que La guerra mortal de los sentidos, siendo la novela de un filósofo, es la de uno que desborda la modernidad permaneciendo enraizado en ella. Deja de lado las herramientas del pensamiento analítico para permitir que la palabra imaginativa instale nuevos signos que interpreten los accidentes de lo concreto, las vivencias de una gente que es la gente de su país tal como estas atraviesan el umbral de su memoria y su fantasía, pero en un proceso que sigue siendo el de la intelección. La imaginación que reivindica la novela es hija purificada de la razón y el humanismo modernos. Cierto que no pretende el conocimiento pero se alimenta de la interrogación y el humor; cierto también que desconfía de la historia pero guarda una esperanza y cierta fe en el hombre. Entiende la novela como un órgano de la imaginación que se alimenta de lo concreto, nostalgia de lo vivido y proyección de los deseos que en última instancia siguen siendo formas de representación de la experiencia.

Algunas características, como la del placer por la ambigüedad parecen ir a contracorriente del anclaje moderno. Puede tratarse de contradicciones que tampoco interesa resolver. Hay por ejemplo, un descrédito de la escritura de impronta finisecular en la novela cuyo autor ficticio le reconoce muy poca o ninguna utilidad y el haberla compuesto por el simple amor a las personas y a la tierra de que se ocupa. Incluso considera que si la escribió fue por el placer que le deparó a él mismo a sabiendas de que su obra no sería leída. “Pasé por varios modos estéticos, en veloz y desconfiado tránsito hacia mis propias formas; y en ellas mi regocijo adquiere la figura de un solipsismo afortunado y nostálgico, porque de hecho ya nadie lee novelas” (2002: 11).

La nostalgia, como rememoración fantasiosa de unas gentes y unos lugares una vez familiares, es en efecto una de las matrices principales generadoras del texto. La novela, siendo personal es profundamente local en el sentido de que se entrega a la recreación de un mundo inmediato al autor. El Gual, que es el escenario principal de la novela, constituye la reinvención de la región de los lencas de donde el propio Roberto Castillo es originario. La memoria de la infancia fortalecida por la erudición es la fuente que ofrece las claves para la escalada imaginativa de la novela.

Este localismo se haya particularmente manifiesto en la novela por las referencias en ocasiones apenas transfiguradas por la ficción a personas y situaciones reconocibles para los lectores locales. El Buscador del Hablante Lenca, que es uno de los personajes principales, se encuentra inspirado sin duda por un conocido académico y amigo personal del autor radicado por muchos años en Honduras, lo mismo que la situación general de indagación de la identidad nacional que permite articular la trama de la novela constituyó un episodio bien conocido y aún inconcluso en la vida intelectual del país. De modo que en contra de cierta tendencia exógena (común a la literatura latinoamericana del boom ) de escribir con la mirada puesta en improbables lectores internacionales, La guerra mortal de los sentidos se plantea como una escritura endógena que entabla un diálogo sobre asuntos cercanos entre lectores cercanos independientemente de las implicaciones más generales que pueda tener.

El viejo problema de la identidad de pueblos mestizos en el difícil tránsito de reconocerse a sí mismos, común en toda Latinoamérica, se tradujo en Honduras en afanosas investigaciones lingüísticas, antropológicas e históricas sobre el pasado indígena y en interminables discusiones que probablemente alcanzaron su punto más alto en las proximidades de la conmemoración del quinto centenario del descubrimiento de América. Este lance identitario que en cierto modo replanteaba en un país tercermundista el más antiguo problema de la metafísica sobre la conciencia del ser, ofreció el motivo perfecto para la novela de un autor familiarizado con estos temas, quien además conocía de cerca al pueblo lenca sobre el que recayeron buena parte de las investigaciones culturales del momento.

El personaje principal de la novela, es un filólogo español llegado como profesor a la Universidad Nacional que pronto queda cautivado por un pueblo que gozando de una enorme riqueza espiritual vive sumido en la más grande pobreza material. El filólogo advierte que los lencas habiendo ofrecido la base humana sobre la que se edificó el país mestizo, se encuentra al borde de la extinción y permanece desconocido para la mayoría de los hondureños. Empujado por esto y por la noticia de la existencia más o menos legendaria de un último hablante lenca, el filólogo emprende la quijotesca tarea de encontrarlo y recuperar la lengua perdida.

Uno de los trenzados principales de la novela lo ofrecen los múltiples fragmentos textuales que dan cuenta de las peripecias de El Buscador por las tierras de El Gual y de sus inagotables discusiones con amigos y alumnos. Estos fragmentos se desarrollan en contrapunto con los testimonios ofrecidos a El Buscador por distintos informantes que manifiestan haber conocido en algún momento de sus vidas al Último Hablante Lenca, al tiempo que dan fe de las distintas y prodigiosas cualidades que le conocieron. Pero mientras la figura de ese Último Hablante resulta evanescente, El Buscador en su persecución va acumulando un extenso y minucioso conocimiento sobre la lengua, la historia, los modos de vida y la cultura de los lencas.

La ilusión que persigue El Buscador es la de la mayoría de los que como él quisieran encontrar la identidad del pueblo o de la nación en los objetos o en los vestigios del pasado, como podría ser la lengua indígena o cualquier otro elemento de la cultura, ante la sensación de incertidumbre y la pobreza del conocimiento. Pero evidentemente la crisis de la identidad no se resuelve por vía tan fácil y probablemente resulte más provechoso aunque tampoco definitivo el trato con la gente común como resulta ser el caso de El Buscador.

De la escisión entre el ser y la conciencia surge el deseo de integración, la necesidad de ser y saber ser uno mismo en la incertidumbre, en la precariedad, en lo heteróclito y en el vacío. Este sueño de plenitud, es el de El Buscador y es el nudo de la novela.

Mientras El Buscador discute animadamente y recorre las sierras de El Gual y llega a los confines más recónditos con su grabadora siguiendo las pistas más tenues, el Último Hablante Lenca se revela en cada entrevista con una faceta nueva: hombre sencillo, diestro campesino, virtuoso filarmónico, en un tiempo correo de a pie, en otro sacristán, en otro hacedor de nacimientos; habiendo ganado fama de voraz lector llega a tenerla de sabio pensador y también de orador convincente, entre otras muchas cualidades y anécdotas que revelan los informantes. Todo esto sin otro resultado que el cruce de caminos y el desencuentro repetido de ambos personajes.

El hecho de que sea un extranjero en la novela el que vive de forma más intensa el drama de la identidad del pueblo hondureño, pone de manifiesto que se trata de un problema contagioso, que tratando del asunto tan grave del ser atañe en sentido estricto a cualquiera, más allá de los accidentes del origen o la nacionalidad de los hombres. Naturalmente, otros personajes hondureños y extranjeros comparten esta aventura aunque la expresan de diverso modo y en ocasiones con intuiciones más penetrantes que las del propio Buscador.

Entre los personajes que comparten esta pasión, se destaca cierta funcionaria del Ministerio de Cultura que con vehemente celo busca proteger el patrimonio cultural amenazado en todo momento por el tráfico inescrupuloso de objetos.

“El peor día de mi vida fue aquel en que se denunció por la prensa una escandalosa venta de ediciones raras y de piezas de arte colonial. Sentí que un abismo se abría a mis pies y que, en cosa de un santiamén, aquello por lo que había luchado con tanto tesón dejaba de tener sentido” (2002: 303).

Esta funcionaria, cuyo trabajo es recuperar documentos, libros y bibliotecas antiguas diseminadas por el país, siente como cualquier otro conciudadano, que el ser nacional se encuentra en peligro, que debe ser rescatado y que es vulnerado por la expoliación de sus objetos más preciados. Pero no advierte como El Buscador, que el problema es más profundo y que probablemente no tiene remedio.

A diferencia de estas almas gemelas de El Buscador, algunos informantes, le ofrecen pistas sobre la adecuada dirección que debería tomar su búsqueda sin que él consiga comprenderlas del todo. Uno de esos informantes, intenta explicarle que la cosificación de la memoria, manifiesta en el culto a las estatuas y monumentos a que son tan afectos los europeos y los gobiernos del país, es un asunto ajeno y poco importante para los lencas para quienes los seres, hombres y hechos relevantes se guardan en el recuerdo puro o se olvidan simplemente.

“Lo que sostiene nuestro ser –le dice el informante– no puede confiarse a monumentos muertos sino a la memoria viva, de la que tantos miembros se han venido cayendo como aquel [Último Hablante] que constituyó en otro tiempo nuestra lengua” (2002: 451).

Otro informante, un psicólogo marginado por sus colegas por su fama de difícil, le explica a El Buscador que como consecuencia de la distorsión violenta que provocó la historia en el país, se dividió la unidad primigenia del pueblo, la de las gentes entre sí y con respecto a su pasado, trayendo como consecuencia los seres nostálgicos que viven hasta hoy.

“Se trató –dice el personaje– de una violencia mucho más maligna y perversa que aquella otra que consiste en derramar sangre de hermanos. Ella puso la diferencia dentro de una unidad desigualmente armoniosa, de relatividades compactadas… vino a terminar con la inocencia que se vivía en El Gual; y desde entonces todos nos hemos vuelto seres nostálgicos, deseosos de retornar a un pasado perdido que cada vez está más distante, porque cada día que transcurre el pasado se aleja y lo que una vez dejamos en él nos resulta inasible” (2002: 332).

Más que identificar el trauma histórico con la conquista española, como es frecuente en el discurso identitario, este personaje encuentra la causa del ser dividido de la nación, en la división de clases, en el poder que humilla, en la vanidad que segrega y en el dinero que corrompe.

Esta aventura identitaria, sin embargo, no lo es todo en la novela, pues aunque la cruza transversalmente y la organiza, las múltiples narraciones que la constituyen cumplen al mismo tiempo el propósito más ambicioso, ligado a la idea de la novela total, de conseguir mediante la escritura revivir la experiencia en su plenitud: “…ser todas las cosas, vivir todas las vidas y expresar todas las voces” (2002: 6).

Junto a las peripecias de El Buscador y de El Último Hablante Lenca la novela va dando cabida a los más variopintos personajes de El Gual cuyas maravillosas historias van mostrando una experiencia humana cada vez más compleja e inagotable. Ancianos que conversan con los ángeles, prostitutas con dones adivinatorios, jovencitas que se extravían por los laberintos fantásticos de su mente, niños en el escabroso y fascinante transito hacia la sexualidad, tropas de brutos soldados que siembran el miedo en la población, sacerdotes fanáticos, maestros obtusos, comerciantes inescrupulosos, un novicio enamorado, un estudiante que desciende a los infiernos existenciales, un comandante militar con un pie de siete dedos, genios locales que hacen los inventos más insólitos como el de una máquina para fotografiar el alma, alquimistas que pueden producir cantidades fabulosas de bebidas embriagantes, monstruos semihumanos de naturaleza perversa, una carreta iluminada proveniente de las regiones de ultratumba, etc.

Es como si cada breve historia revelara elementos y dimensiones de una realidad reacia a las simplificaciones o a las ideas unificadoras que habría deseado el afán identitario. En su lugar la novela se hace eco de las voces y de los propios cuentos que pueblan El Gual recreando una realidad desconcertante.

Los seres humanos no se acomodan a los intentos de identificación clasificatoria ni a los estereotipos. La región siendo de indios no es sólo de indios, ni los indios son indios puros, sino que los mestizajes han creado un nuevo paisaje humano. Así, muchos indios llevan los ojos verdes de uno de sus paternales colonizadores. Hay un comerciante de luenga barba rojiza que es tomado por alemán por los agentes de inteligencia de los EE.UU. durante la Segunda Guerra Mundial y que resulta ser un oriundo de El Gual y muy orgulloso descendiente de los lencas. Esto del mismo modo como muchos extranjeros pasan por lencas genuinos como el mismo Buscador o su antecesor, en los afanes filológicos, el mexicano-austriaco Hans Diéter Sánchez, o la soprano rusa Ekaterina Archipenko quien llega a ser famosa en el lugar por sus aventuras sexuales.

Como en la mejor literatura del realismo mágico tampoco son válidas las fronteras entre la realidad y la ficción. Así, resulta del todo natural que don Juan Diego Eleudómino de la Luz Morales converse en la hora de su muerte con los amables ángeles que vienen por él ante la presencia de reporteros y cámaras de televisión. Don Diego, a quien su avanzada edad lo ha llevado a entregar su alma en una hostil ciudad moderna, reacciona molesto porque aquellos ángeles no hablaban el griego koiné que durante tantos años había estudiado para ese momento y además porque los ve comer tortillas de maíz de las que les ofrecen sus familiares. De forma que ni los ángeles ni el propio anciano caben dentro de las ideas convencionales, pues así como nadie ha oído hablar que aquellos coman tortillas resulta del todo raro que un anciano de religiosidad popular sea al mismo tiempo un conocedor de las lenguas muertas de la vieja Europa.

Don Diego Eleudómino como Payito Ginés, el inventor de la máquina para fotografiar el alma, pertenecen a una especie de sabios populares de inteligencia prodigiosa comunes en El Gual, a pesar de ser una región oficialmente conocida por su analfabetismo. Y entre estos sabios también los hay malos, como el Sisimite de Tecaterique conocedor agudo de las ciencias naturales pero egoísta y sádico, pues practica las más asombrosas disecciones sobre seres vivos por la sola satisfacción de conocer.

Este personaje, pertenece a un género fantástico de seres subhumanos, los sisimites que se distinguen por su monstruosidad moral. En el folklore hondureño y centroamericano, los sisimites son una especie de bestia maligna idéntica en todo a los hombres sólo que cubiertos de pelo y con las plantas de los pies orientadas en sentido contrario, y bien conocidos porque suelen robar a los niños y a las jóvenes púberes. En la novela, estos seres sin dejar de ser muy feos (pues tienen en efecto los pies invertidos que disimulan con zapatos especiales, les crece el cabello hasta las cejas, tienen un prognatismo muy marcado, y además nunca se bañan) representan las deformidades del alma que desvían y degradan la condición humana. Siendo hábiles con los números se destacan en el comercio y en la banca por robar a los clientes; famosos desde siempre por su buen olfato lo usaron en otro tiempo para encontrar el oro bajo la tierra y en la actualidad para descubrir las joyas o dineros ocultos de las personas; fanáticos de temperamento se los encuentra como novicios y sacerdotes en todas las iglesias y religiones donde se distinguen por sus excesos de intolerancia y odio; entre sus ocupaciones preferidas se hayan el asesinato por encargo, las torturas, la extorsión y el espionaje, razón por la cual formaron parte muchas veces de las fuerzas de seguridad y de la policía. Como los sisimites de la tradición popular también los de esta novela gustan de llevarse por la fuerza a niñas y doncellas, pero como viven entre los demás humanos y disimulan su condición, es muy difícil distinguirlos.

Estos ejemplos sirven para mostrar la escalada de la novela por la imaginación popular que lleva a descubrir mundos ricos en figuraciones de la conciencia, lo que contrasta con los pobres resultados de la aventura identitaria centrada en la búsqueda de evidencias concretas y que conduce a El Buscador al callejón sin salida tras los restos de la lengua perdida.

Así, la novela en cierto modo ofrece el relato del fracaso de una aventura de conocimiento ajustada a un plan racional, frente a las amplias posibilidades de una empresa guiada libremente por la imaginación. De hecho, puede apreciarse en el corazón de la novela una clara oposición entre la voluntad humana de reconocer o imponer un orden en el mundo y la realidad siempre inaprensible, contradictoria y caótica.

Uno de los motivos que atraviesa toda la narración tiene que ver con este reto del hombre frente al mundo. Se trata de la rebelión de los objetos, un extraordinario fenómeno que ocurre en repetidos momentos del pasado y del presente, en el que las fuerzas y los objetos se vuelven locos, y contra toda lógica subvierten el orden natural y humano, su papel y los usos para los que habían sido destinados. En esos momentos las cosas atacan a sus dueños y las fuerzas de la naturaleza a los hombres en general. Es la renovación del caos de que ya daba cuenta el Popol Vuh, que aunque siembra la destrucción trae como consecuencia una renovación de la vida humana. En la novela no se sabe a ciencia cierta qué es lo que desencadena este fenómeno aunque se teme que se deba a los excesos y pecados de los hombres. En todo caso estas fisuras en la realidad que trastocan el mundo ponen en evidencia el triunfo del ser sobre los pobres intentos del hombre de someterlo.

En contra de los principios “racionales” del orden y de las reglas, en que se funda la sociedad y que detentan los gobernantes, los militares, los maestros y los curas, la novela reivindica los momentos luminosos de la libertad y del caos (la imaginación, el amor, el sexo, la embriaguez y la fiesta). Así, los héroes de la novela son los niños, las prostitutas, los borrachos y todos aquellos personajes que son movidos espontáneamente por sus deseos y sus sueños, aunque sufran la tragedia de ver chocar sus vidas contra la realidad.

Una serie numerosa de fragmentos de la novela muestra en un pasado no muy lejano un grupo de niños, entre ellos algunos muy pobres y hambrientos y otros más sanos y acomodados, que crecen en pleno corazón de El Gual. Entre juegos infantiles y correrías su aventura es la de descubrirse a sí mismos y el mundo de los adultos. Mientras ellos escriben cartas de amor a sus compañeras de escuela o espían a las mujeres desnudas o leen y escriben comics o paquines, sus maestros se empeñan en enseñarles asuntos sin sentido y en castigarlos por absurdos motivos. Otra serie de fragmentos cuenta la historia de Silverio, el fabricante de cantidades fabulosas de molonca, la bebida local, que es aclamado en las ferias y fiestas populares pero que es perseguido incansablemente por una tropa de soldados encargados de castigar la producción de esa bebida clandestina. Igualmente, otra serie de fragmentos celebra las historias de las prostitutas de El Gual, todas mujeres felices y de proezas legendarias, aunque una de ellas enloquece cuando descubre el whisky y otra pierde la cabeza de amor por un pícaro tunante salvadoreño.

Entre los villanos de la novela quizás los peores son los que presentan la estampa del todo inversa de El Buscador. Estos personajes, oriundos de la tierra o extranjeros son nítidamente racistas. Enfrentados a la misma precariedad (pobreza, debilidad e indefinición) del ser nacional que percibe El Buscador y que suscita el drama identitario, estos villanos optan por corregirla con mano dura mediante el procedimiento de purificar la sangre y de emular los modelos europeos. Profesa un racismo invertido, contra su propio pueblo, Rudolph Pacard (un salvadoreño mejor conocido en el país por Pacas Chicas) quien abraza el propósito de convertir Centroamérica en la capital del IV Reich y emprende para ello las más ignominiosas empresas. Como él, también el argentino Roberto Giácomo Barbanelli cree que la salvación de los pueblos latinoamericanos se haya en convertirse en europeos, de ahí que hubiera estado del lado de Gran Bretaña en el conflicto por Las Malvinas y que haya tenido relativo éxito en Belice, donde hizo que ciertos guardias de apariencia africana vistieran los atuendos de los centinelas del palacio de Bukingham bajo el abrumador calor tropical.

Aunque la comparación resulte odiosa no puede dejar de apreciarse el elemento común que comparten estos villanos de corte fascista con El Buscador. Si bien la indagación de la identidad de este último puede verse asociada con los movimientos de descolonización de los países del tercer mundo y el de los villanos más bien con los movimientos contrarios de subordinación imperial, en ambos casos se trata de un cierto modelo o proyecto de identidad que se intenta sobreponer sobre el ser nacional. El Buscador cree que la identidad genuina se encuentra en las raíces primigenias del ser enterradas en el pasado y cuya piedra angular es la lengua perdida, mientras los villanos creen que la identidad que se necesita es una extraña, la de los pueblos triunfadores de Europa. Pero aunque en el primero hay solidaridad y empatía para los habitantes de El Gual y en los segundos no más que desprecio, en ambos casos se ignora el presente, el ser transculturado actual, impuro por los cambios históricos pero maravilloso por sus realizaciones.

De este modo, la novela en lugar de la aspiración de sujetar el ser nacional a una idea o un proyecto preconcebido, se inclina por celebrar la espontaneidad del ser, por celebrar su carácter contradictorio, inclasificable y heteróclito. Desde este punto de vista lo importante no es el triunfo de determinado proyecto nacional, más o menos artificial, sino el de la conquista de la libertad. Libertad como la plena realización de las potencialidades humanas despojadas de sujeciones represivas o traumáticas. En este sentido es que la novela reactualiza el pacto de la modernidad, en cuanto que vuelve a poner la mirada en la búsqueda de la felicidad humana.

Tres grandes fiestas que se suceden a lo largo de la novela y que constituyen sus puntos de clímax, pueden interpretarse como celebraciones del ser caótico nacional. Primero se dan los pomposos actos de inauguración de una remota escuela primaria patrocinada por el gobierno de los EE.UU. a los que acude el embajador de ese país y su comitiva. En esta ocasión las autoridades locales y los ya mencionados maestros escolásticos obligan a los niños y a los pobladores a representar toda clase de actos culturales, entre ellos la ejecución de marimbas y bailes folclóricos, para agasajar a los invitados. Este punto de vista extranjero sirve para mostrar la sencillez, el candor y el deslucimiento de aquellas representaciones oficiales consideradas típicas (o distintivas de la cultura), las cuales, sin embargo, desconciertan unas y horrorizan otras a los invitados. En uno de los números los diplomáticos se sorprenden con la recitación en impecable inglés del poema “Oh Captain my Captain!” de Whitman hecha por un niño “grindio”, mitad norteamericano mitad indio que habita justo ahí en el solitario corazón de las montañas hondureñas; mientras en otro de los actos se asiste a una sangrienta Carrera de Patos en la que hombres a caballo arrancan las cabezas de esas aves que cuelgan de un lazo, a la manera de las conocidas carreras de cintas, y las exhiben chorreantes como trofeos.

La segunda celebración es un exacerbado partido de fútbol entre los pobladores de El Gual y los del vecino pueblo de Cologüire que ocurre bajo tormentas y crecidas de ríos como si en esa ocasión los elementos se hubieran confabulado con las pasiones desatadas por el encuentro. El episodio permite apreciar a dos pueblos exaltados por su propio ser, aunque vecinos y emparentados por lazos familiares, y dispuestos a todo con tal de prevalecer. Así, el encuentro deportivo cobra la forma de sucia contienda y animalizada batalla. Los de El Gual se empeñan toda la noche en no dejar dormir a los de Cologüire, quienes, sin embargo, se presentan a la hora fijada con caites que llevan clavos y garfios. Hay golpes y embestidas en el partido, y la sangre corre. Los de Cologüire parecen más decididos, pero terminan por vencer los de El Gual gracias a la intervención de un joven sacerdote de grandes habilidades futbolísticas que entra a la cancha al ver a su pueblo padecer.

La tercer celebración y la más fastuosa consiste en la representación por parte del pueblo de El Gual de la muerte del cacique Lempira, el héroe de la resistencia indígena contra los españoles y símbolo por excelencia de la identidad hondureña. Más que un acto cívico, sin embargo, esta espontánea representación llega a convertirse en una cataclismática fiesta popular que no sólo expresa la bárbara y heteróclita cultura de sus gentes sino que reactualiza el caos como en una auténtica y revivificadora rebelión de los objetos.

La idea de esta representación fue de la maestra Yolanda, aficionada a este tipo de celebraciones folclóricas en la escuela, quien, sin embargo, no pudo prever su desenlace una vez involucrado todo el pueblo. Puesto que ella quería que la representación fuera lo más realista y lo más completa posible (tratándose como se trataba de una obra total como la propia novela) los preparativos duran muchos meses y demandan del mayor ingenio para solventar los distintos problemas que planteaba. Dispuestos a que se realizaran efectivamente las batallas entre indios y españoles, fue necesario encontrar las personas más idóneas para representarlos (especialmente para encontrar aquellos con rasgos europeos en una región indígena y mestiza); debieron fabricarse los atavíos y las armas y entrenar en sus evoluciones a los cuerpos de actores. A Lempira se le hizo acompañar de veinte esposas y de una nutrida comitiva de sacerdotes que ponían de manifiesto su poder y su señorío; a la reina Isabel a la que no se le encontraba una capa a la medida de su dignidad, hubo que ponerle un viejo abrigo olvidado por un viajero extranjero desde el siglo pasado; se representaron a todos los conquistadores de América y algunos otros personajes de otras épocas aunque no vinieran a cuento como a Joseph Smith el fundador de los mormones.

En fin, cuando todo estuvo listo, el día señalado, dio inicio la representación teniendo como escenario el poblado entero. Al comienzo los actos siguieron el paso solemne que se había previsto y se recitaron con formalidad los primeros parlamentos, pero en un momento, por una causa caprichosa comenzaron las burlas, las protestas y los chiflidos para después degenerar todo en una bestial trifulca y terminar las luchas entre españoles e indios en un indiscriminado cruce de trompadas, patadas y mordidas, de pedradas y carreras despavoridas con el saldo de muchos heridos y algún muerto.

Estas escenas con toda su estrambótica parafernalia y su violencia descontrolada devuelven como en un espejo una realidad que nos resulta más familiar a los lectores locales, que los escenarios de un pasado idealizado de la historia oficial que quizás tenía en mente la profesora Yolanda. Pero tal vez el mayor acierto de estas escenas sea el conseguir mostrar por un momento la liberación de la vibrante fuerza escondida del ser de los habitantes de El Gual.

Frente al patetismo o a las visiones disminuidas del propio ser a que pudo resultar afecta la profesora Yolanda, El Buscador y la aventura identitaria en general, la novela muestra en su bizarro esplendor esa potencia más bien volcánica y peligrosa que reside en la población, y con la que, para ser justos lidia la policía, la escuela, y todos, cotidianamente. De modo que haciendo a un lado las formas de la autocompasión a que conduce la incertidumbre identitaria, la novela parece invitar a exorcizar esos traumas, a reconocer las propias fuerzas latentes y a situar a los hondureños frente a un renovado horizonte histórico.

Un último y primordial problema, sin embargo, se desprende de esto, y tiene que ver con el sentido mismo de la historia. La aventura identitaria estuvo asociada a una forma de resistencia frente al devenir histórico, en cuanto que suponía resguardar la identidad propia frente a las tendencias homogenizantes del capitalismo que han conducido a la globalización actual. Esta resistencia albergaba al mismo tiempo la esperanza de poder cambiar el rumbo de esa historia mediante alguna acción política o revolucionaria que permitiera orientarla hacia la construcción de una nueva sociedad. Era una concepción lineal del tiempo heredera de la visión judeocristiana aunque revestida de marxismo que vinculaba un pasado adánico con un futuro celestial.

La novela de Roberto Castillo, reacia a las simplificaciones, carnavaliza esta concepción de la historia en el sentido de que invita a pensar nuevos sentidos y nuevas posibilidades para ella. Haciéndose eco de las concepciones mágicas del mundo, que constituyen el sustrato de la narración, la novela parece incluso llegar a sugerir que la historia no existe, al menos como generalmente se entiende. Si en la concepción lineal de la historia los tiempos resultan clausurados, en el sentido que un acontecimiento del pasado se da por concluido, y el futuro es algo aún no vivido, en la visión mágica los tiempos se comunican, se repiten en ciclos como los de los astros y todo se resuelve en un eterno presente.

En la novela tal concepción queda de manifiesto cuando se considera la sucesión de las aventuras de los personajes, que lejos de ser netamente singulares son en cierto modo recurrentes a lo largo del tiempo. Así, Illán Monteverde el autor ficticio de la narración vuelve a vivir en el 2099 las experiencias de su bisabuelo, El Buscador, al escribirlas bajo la forma de la novela. A su vez, la experiencia de El Buscador fue vivida antes por el mexicano austriaco Hans Dieter Sánchez quien en la década de 1930 había emprendido con igual entrega y fascinación la tarea de rescatar la lengua indígena lenca. Pero aún la experiencia de estos personajes fue vivida primero por Chema Bambita, extranjero como ellos pero español y colonizador que vivió a finales siglo XVIII y principios del XIX.

Según la leyenda que recoge la novela, Chema Bambita fue un sabio y buen señor que traicionó los intereses de su clase para favorecer a los indios. Siendo de aguda inventiva llegó a descubrir un pasto que hacía engordar formidablemente a las vacas y producir cantidades fabulosas de leche cuyos productos repartía entre los indios, quienes a cambio le revelaron los lugares escondidos de ricos yacimientos de ópalos. Como los que después lo seguirían, también Chema Bambita aprendió la lengua lenca, en la que pronunció sus últimas palabras antes de morir, pero sus mayores empeños estuvieron más bien dirigidos a descubrir el secreto de la rebelión de los objetos en la que creyó encontrar la clave de la liberación del pueblo. Según la novela, una vez en posesión de este secreto el buen señor intentó comunicárselo a Bolívar y a los demás próceres de la Independencia en la confianza de que contribuiría a la causa de la libertad. Pero por indeseadas casualidades sus cartas se extraviaron o fueron interceptadas por las autoridades reales sin que pudieran cumplir su cometido.

Una vez muerto Chema Bambita, sus centenares de hijos son los indios de ojos verdes que se encuentran regados por El Gual mientras los buscadores de tesoros se afanan por encontrar los enterramientos de sus riquezas que nadie, sólo los indios a quienes los heredó, saben donde quedaron.

Como el caso de Chema Bambita cuya experiencia prefiguró la de sus posteriores emuladores, también las experiencias de otros personajes se reenvían reflejos a través del tiempo. Así, El Último Hablante Lenca que persigue El Buscador pertenece en realidad a una clase de héroes culturales que atraviesan las épocas y entre los que se cuenta en tiempos coloniales el indio Policarpo a quien se le aparece la virgen de Guadalupe en sueños para orientarlo como líder de su gente; más tarde es también un héroe cultural Silverio, el fabricante de las fabulosas cantidades de la embriagante molonca, y aun después el mismo don Eleudómino de la Luz Morales el sabio anciano que conversa con los ángeles.

Incluso entre personajes comunes ocurre esto, como es el caso de las prostitutas en que unas suceden a otras. La Perena después de caer en desgracia al fallar un vaticinio de la lotería por haberse entregado sin medida al whisky, es desplazada por La Múrmura quien la superará en fama y fortuna por las extrañas cualidades erógenas de su camastrón y por sus mayores habilidades administrativas. La Múrmura a su vez caerá en desgracia al enloquecer de amor por Canducho, el pícaro salvadoreño que, sin embargo, demostrará poco juicio pues derrochara la fortuna en descabellados negocios con los árabes de Tegucigalpa. Pero incluso antes que todas ellas la deslumbrante Suyapita había caminado por los mismos pasos, de lo cual sólo queda la memoria de sus apoteósicos encuentros amorosos en el río con el propio Hans Dieter Sánchez.

De modo que en la novela lo esencial en la experiencia de los personajes no acaba con ellos sino que de un tiempo a otro reaparece con otros personajes bajo otras circunstancias, con lo cual el tiempo mismo se anula: es la misma historia vuelta a vivir por otras gentes. Todo ocurre y vuelve a ocurrir como en un eterno retorno en el que los hombres representan los mismos papeles que sus antecesores.

Independientemente de las implicaciones que la fabulación de la novela pueda tener para la teoría de la historia, en momentos como este en que desde las coordenadas de la post modernidad se repiensa su sentido, puede decirse al menos que apunta a reconsiderar la densidad del presente histórico. A diferencia de las visiones lineales del tiempo en las que el presente es un punto fugaz, a penas existente de su recorrido, en esta visión cíclica el momento actual contiene lo pasado y lo futuro, el presente es el tiempo absoluto en el que todo ha ocurrido, ocurre y habrá de ocurrir. Esta visión de la historia generalmente descalificada por la ciencia por negar el cambio y la renovación, podría tener a su favor el no rendirse como las visiones lineales ni a la nostalgia de un tiempo perdido ni a la promesa de un tiempo por venir sino reivindicar el aquí y el ahora como el escenario primordial de la experiencia humana.

En efecto, la novela parece plantear que los dilemas humanos, materiales y espirituales no han cambiado substancialmente con el paso del tiempo, y que mal haríamos en creer que son nuevos o en postergarlos nuevamente.

© Héctor M. Leyva


Notas

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vuelve 1. Conferencia leída en las Jornadas de la Lengua Española celebradas por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y la Universidad Pedagógica Nacional en Tegucigalpa el 24 de abril de 2003.

vuelve 2. Castillo, Roberto, 2002: La guerra mortal de los sentidos. Tegucigalpa: Editorial Subirana.


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