Héctor M. Leyva

 

Adiós a Roberto Castillo

 

Universidad Nacional Autónoma de Honduras

hleyva90@hotmail.com

 


Con Roberto Castillo ha muerto una de las mentes más brillantes que se hayan dado en estas tierras y una de las personas más alegres, nobles y generosas que haya conocido. No pude despedirme, ni siquiera cruzar unas palabras antes con él, tan fulminante fue el mal que lo atacó. No habrá modo de volver a verlo ni un lugar donde fingir que se lo visita. No quiso mausoleo con ciprés de aire helénico ni cosa parecida. Sólo queda el rastro enérgico de sus escritos y las partículas de su vida en nuestra memoria. Me queda la fuerza y la serenidad de su rostro destellando en la mente como esas imágenes que nos ha traído la tecnología, tan luminosas como débiles, siempre a punto de desaparecer cuando les falte el impulso eléctrico como la vida misma. La edad y el hábito de pensar le dieron esa expresión penetrante que tenía y esa entereza con la que parecía dirigirse a una nueva aventura del espíritu. Pero esa imagen es sólo la última y no la definitiva. En realidad tendré que hacer un esfuerzo para reconciliar ese rostro con otros suyos del pasado que recuerdo. Lo veo reírse y conversar divertido, o en su clase entregado a explicar la dialéctica de Hegel o un pasaje sustancioso de algún otro autor. Las canosas y angulosas cejas, lo mismo que la poblada barba propias del filósofo que era, le vinieron con los años, pero más joven su rostro esplendía la alegría que llevaba dentro.

Lo conocí fumador, bebedor y apasionado trasnochador. Eran los años de agitación universitaria, había estado entre los creadores de ese osado experimento de pedagogía del futuro que fueron El Hombre y la ciencia y El Hombre y su universo; eran también los años de Alcaraván, quizás la revista más inteligente y polémica que haya tenido Honduras en los últimos tiempos, y que publicaba junto a sus entrañables amigos Rigoberto Paredes, Antonio Bermúdez y Eduardo Bähr; y eran también los años en que con estos mismos amigos había fundado la Editorial Guaymuras que a pesar de los avatares del destino sigue siendo una de las pocas iniciativas independientes que promueven el pensamiento sobre Honduras. Entonces me parece verlo discutiendo la última noticia de la caldeada situación política del país o de la región, o verlo venir con una rareza bibliográfica o con la más curiosa ilustración.

Entonces atravesaba también su momento de más activa creación artística, acababa de publicar Subida al cielo y otros cuentos y estaba por publicar El Corneta, quizás la obra literaria más acabada y afortunada que haya escrito y la que por mucho tiempo probablemente seguirán leyendo los hondureños. Sin duda Roberto creyó entonces que los destellos de la inteligencia y la imaginación podrían romper el cielo cerrado del país o enriquecer al menos la conciencia de sí mismos de sus habitantes. Pero como estaba escrito, los entusiasmos y las luces (Roberto habría rechazado con suspicacia estas imágenes iluministas) chocaron contra los pesados muros de ignorancia y de mezquinos intereses que rodean esta ciudad que habitamos, y poco a poco nuestro amigo comenzó el camino del autoexilio. Como los hombres de antiguo que dejaban las armas para dedicarse a las letras, Roberto debió darse cuenta que los años de la batalla habían terminado y que venían ahora los de la meditación y el reposo. Aunque nunca cesó de escribir ni de ocuparse de Honduras, dejó la Universidad, comenzó a publicar más en otros países y a ocuparse más de la familia que ya avanzada su vida formó.

Entonces ya lo vi poco, pero puedo imaginármelo retirado a leer con todo placer la muy nutrida biblioteca que había ido haciendo. Roberto tenía los libros que había que tener y sobre todo los que uno no había imaginado que existían. Los cargaba de anotaciones en los márgenes y más que leerlos parecía que los fagocitaba con golosa delectación. Uno tenía la impresión de que no se ilustraba sino que alimentaba su espíritu en un verdadero banquete, buscando las amistades que lo acompañaban por todas las latitudes (últimamente viajaba discreto por América y Europa, además de ser un exquisito internauta). Pero aunque leer fuera tan importante para él, lo suyo propiamente fue la creación. Sus empeños más esforzados los dedicó a escribir obras literarias que fueran alegres y frescas. La simple erudición debió parecerle algo estéril y opaco, y en cambio le atrajo siempre el acto creador como gesto de libertad y autorrealización.

Sus narraciones se hallan tensadas por la vibración vital y el humor, así fuera que se ocupara de los temas de mayor interés de su sociedad. Su prosa diáfana y vigorosa nos parece que juega con las imágenes, al mismo tiempo que va haciendo mover en el subsuelo las asociaciones más inquietantes. En Tivo, su personaje más memorable, palpita la nobleza de corazón del hondureño humilde, lo que se convierte en el resorte de las situaciones festivas. Se trata del personaje de una novela que en la práctica está dándole la vuelta al modelo de la picaresca hispánica y planteando difíciles preguntas a la hondureñidad. En lugar de celebrar la inmoralidad oportunista, se preocupa por el futuro de los bienes morales heredados por el hondureño de su pasado tradicional y agrario en las nuevas coordenadas de rápido cambio y degradación que ha traído la modernidad. Nada más filosófico que preguntarse por la identidad, que es la forma que cobra la conciencia del ser.

De ahí que éste fuera su tema recurrente, al que dedicaría su novela de más largo aliento La guerra mortal de los sentidos, y distintos de los ensayos reunidos en Del siglo que se fue. En éste último libro, apenas conocido en Honduras a pesar de ser el más sesudo que publicara, hay algunas anécdotas vividas por el propio Roberto en Tegucigalpa, las que narró con su proverbial sentido del humor y con metáforas que operan como proteicos órganos de intelección. Estas piezas vienen a ofrecer registros rápidos de una conciencia lúcida que se paseara por las calles, recovecos y baldíos de la ciudad. En una de esas anécdotas está Roberto con Auguste haciendo fotografías de los destrozos que dejara el paso del huracán Mitch. Es la mañana de un desolado uno de enero y los escombros y polvasales ofrecen un espectáculo de patética comicidad. De pronto, de los restos que quedaban del antiguo edificio de la Empresa de Energía Eléctrica, la figura demencial de un adicto al pegamento, les llama la atención para que entren a ver una pintura en uno de los muros interiores. Era el mural dedicado a la energía de López Rodezno que conservaba sus colores y, sorprendentemente, sin manchas ni grafitis que lo infamaran. Roberto no puede menos que complacerse al ver que los vagabundos, resistoleros y pandilleros que se albergaban ahí se habían convertido en los guardianes y depositarios de aquella obra de arte.

La anécdota habla por sí misma del destino humano y de sus obras, y del sabor de vivirlo en estos rincones del planeta, pero nos deja otra de esas imágenes con las que habremos de recordar a Roberto: plantado en el medio de su ciudad derruida. Estas imágenes son las que quiero recordar porque me parece cierto que lo que una persona es o ha sido para nosotros se encuentra en esos fragmentos de vida con los que nuestra mente intenta recomponer una unidad. Le recuerdo mostrándome unas fresas de rutilante color que había cultivado él mismo en su huerto de El Hatillo, o mostrándome unos girasoles gigantes de semejante condición fantástica que también él había plantado. Me doy cuenta que cuando llevaba a la práctica el consejo de Voltaire de que cada quien cultive su propio huerto, Roberto lo hacía cultivando no solo sus virtudes sino sobre todo su capacidad para el asombro.

La última imagen que quiero dejar aquí procede de una fotografía suya de aura surrealista (aparecida en la revista virtual Carátula de Sergio Ramírez) en la que se le ve a punto de trinchar un suculento plato. Su sonrisa desmiente las apariencias: tiene una servilleta de tela a cuadros calada bajo la barbilla y empuña un tenedor y un cuchillo, pero evidentemente lo que se dispone a atacar no es un simple plato de comida si no la vida misma y no tan solo con los humildes órganos del tracto digestivo sino con el alma. Me parece que Roberto entendió la actividad intelectual como una forma de integrar el espectáculo del mundo a las vibraciones más personales de sí mismo: curiosidad que era apetito de empatía y de conocimiento. Si popularmente se dice que a la gente nadie le quita lo bailado, con Roberto podría decirse que nadie le quita lo mucho y hondo que disfrutó pensando su país y su mundo. Sé que Roberto merece unas palabras más dulces y hermosas que las mías, pero también sé que habría aceptado con aprecio un apretón de manos y un abrazo (de esos de todos los días venidos de un amigo) como se acepta la cordialidad y el afecto sinceros. Adiós Roberto.

© Héctor M. Leyva


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