Edward Waters Hood

 

Entrevista con Roberto Castillo1

 

Northern Arizona University

edward.hood@nau.edu

Notas


Roberto, ¿dónde naciste?; ¿qué formación intelectual recibiste en Honduras?

Yo nací en San Salvador. Mucha gente creía, y todavía cree, que yo soy nacionalizado en Honduras; pero no, mis padres son hondureños, de una familia bastante conocida del lugar de donde vienen (en el departamento de Lempira, antiguo departamento de Gracias). Creo que lo que hay en esa zona tradicionalmente muy aislada, pero con un fuerte componente indígena, conformó bastante mi mundo de sentimientos, y aún de ideas.

Yo hice mi escuela primaria en el lugar de mi familia, que se llama Erandique, famoso por su producción de ópalos. Luego cursé toda la secundaria en San Pedro Sula, una ciudad completamente diferente. En Erandique privaba la presencia de lo arcaico español, mezclado con lo indígena lenca; mientras que San Pedro Sula era una ciudad que había enterrado todo eso y donde lo que se hacía sentir era la influencia norteamericana a través de las grandes corporaciones y compañías, sobre todo la bananera, así como la influencia de los comerciantes hondureños de origen árabe y de gente que iba y venía por todos lados.

En San Pedro Sula transcurrió una parte muy importante de mi vida. Yo estudié con los hermanos de La Salle. Eran todos, con algunas excepciones, curas españoles. Viví en un internado y ahora, al hacer un balance de lo que fue mi vida, me sorprendo cuando mis amigos hablan mal de los internados como lugares de opresión o de infelicidad; para mí esos años fueron enormemente felices. San Pedro Sula tenía un montón de cosas que no existían en mi tierra de origen, y era una ventana mucho más amplia hacia el mundo. En esa ciudad se respiraba una atmósfera de espíritu crítico y de libertad de expresión, de poder decir lo que se quisiera. La atmósfera de mi zona de origen era terriblemente represiva en lo político y en lo mental. Yo creo que no sólo no se podía decir muchas cosas: ni siquiera se podía pensarlas. Todavía es una región fuertemente marcada por la intolerancia política. Entonces, respirar un ambiente de libertad relativa era muy especial para mí.

La otra cosa que creo que se me desarrolló durante esos cinco años fue una fuerte religiosidad. Después me volví indiferente, aunque respetuoso hacia los creyentes. La mía fue una religiosidad fuertemente marcada por el catolicismo; y por el catolicismo hispánico, que así como tiene sus virtudes es autoritario y cerrado. Con los años yo me doy cuenta de que cobré un gran gusto por ciertos escritores anglosajones, especialmente por Melville y Hawthorne, porque contrastaba con ellos lo que me había formado. Es decir, el tradicional espíritu católico confrontado con el protestantismo puritano de Nueva Inglaterra. Para mí era como ver la otra cara de la moneda, y llegué a sentir una gran fascinación por esos autores.

Después de mi secundaria me fui a Costa Rica, donde tuve la suerte de hacer estudios de filosofía. En realidad no sabía exactamente qué era lo que yo quería; sólo intuía que buscaba un horizonte humanístico. Costa Rica tenía una excelente universidad, magnífica organización de estudios y era un buen lugar para ir. Además estaba muy cerca de Honduras y era barato. Allá me relacioné con una amplia variedad de estudiantes de otros países de Centroamérica; algunos tenían no sólo conocimientos, sino verdadera pasión por la literatura. Al mismo tiempo que hacía mis estudios académicos y ganaba mis cursos, se desarrollaba en mí otra motivación no académica, pero sí viva, tal vez podría decir que creadora, y era la de la literatura. La empecé a compartir con gente que estaba, se preocupaba y vivía de eso. Agradezco a muchos amigos de esos años que me abrieron los ojos hacia la literatura.

Costa Rica me dio una confianza muy grande en mí mismo; fue el último año que estuve allá, cuando la universidad abrió por primera vez unos juegos florales en las ramas del cuento, ensayo, teatro y poesía. Yo escribía algunos malos poemas, y tenía un volumen que afortunadamente quemé unos años más tarde. Había mandado esos poemas al concurso. Y mis amigos decían que algún reconocimiento iba a conseguir con ellos. El caso es que los del jurado ni siquiera volvieron a ver los poemas y nadie dijo nada sobre ellos, pero sin decir nada a nadie yo envié un cuento que se llamaba “La casona inexpugnable”; y ese cuento sí que no pasó desapercibido y obtuvo un reconocimiento. Para mí fue una experiencia magnífica, porque me dio la seguridad en mí mismo que tanto necesitaba. Puedo decir que de ahí arranqué, empecé a ser yo mismo y a conformar mi mundo; estamos hablando del año 1974.

 

¿Podrías dar un resumen de tu actividad docente durante los últimos años y cómo ésta se ha relacionado con tu actividad literaria?

Yo he sido docente de materias de filosofía, estudios que son recientes entre nosotros en forma sistemática; nuestra carrera arranca del año 1979. Al principio me ocupaba sólo de cursos generales, pero después entré a impartir asignaturas especializadas. También me he interesado –y eso sí me hace vincularme de múltiples maneras con el trabajo de creación literaria– en un curso de pensamiento hondureño. Tal vez yo diría que lo más importante que he hecho como profesor es volcarme hacia este curso y hacia algunas investigaciones en ese terreno; mi actitud va contra cierta manera de decir que en Honduras (y en América Latina) no ha habido pensamiento porque no hay un Hegel, un Kant o un Descartes. Yo pienso que sí hay formas que se dan de manera desarticulada, que andan dispersas, que a veces quedan confundidas con la literatura o con otras expresiones, y que sería una labor justa y deseable recogerlas, porque esas formas constituyen mucho del ser nacional y de nuestra cultura. Yo creo que hay mucho de valioso en recuperarlas.

Como decía antes, combino mi trabajo de dar clases de filosofía con mi trabajo de creación. La Universidad Nacional Autónoma de Honduras ha sido muy generosa, aunque yo no confundo nunca mi mundo como profesor de filosofía con mi mundo de narrador; creo que son dos ámbitos, y yo voy de uno a otro constantemente. Mi primer libro de relatos salió publicado por esta institución.

Creo que mi proceso de narrador tiene exactamente veinte años. No es mucho, pero es algo; son veinte años de ejercicio continuo. Organizo el tiempo como yo quiero organizarlo; pero mi preocupación y mi actividad son constantes, nunca se interrumpen.

 

Ha habido varias ediciones de El corneta desde su publicación en 1981. ¿Tiene un público lector fuera de las escuelas que lo tienen como libro de texto?

El corneta ha sido un libro muy vendido y de una gran aceptación. Por supuesto que lo usan en las escuelas, pero el público se identifica espontáneamente con él. Por un lado, porque es una especie de viaje simbólico por Honduras; se recorre, en una rápida visión, una serie de elementos que son muy de este país. Por otro lado, su lenguaje es bastante directo; es también muy representativo del habla hondureña sin que por eso, creo yo, sea un lenguaje provincialista. Estudiantes norteamericanos que vienen a Honduras, por ejemplo, los miembros del Cuerpo de la Paz, han estado usando El corneta como una introducción a Honduras y a su español específico. Creo que es un libro que identifica fácilmente a cualquier lector, independientemente del nivel cultural que tenga, con lo narrado en él.

 

¿Qué fue lo que te motivó a crear un personaje marginado como Tivo, el protagonista de El corneta?

Esa es una buena pregunta y tiene que ver con mi procedencia. Yo te contaba que Lempira es una zona que combina cosas muy contradictorias. Por un lado hay un gran aprecio por los bienes culturales, y yo creo que en ninguna parte de Honduras son tan generalmente estimados como allá. Pero, por otro lado, es una zona que ha vivido en la intolerancia, en la represión, en la no expresión; el fenómeno del militarismo abunda en exhibir las formas más groseras. Yo crecí viendo como a los indígenas los reclutaban a la fuerza y los humillaban, se los llevaban a servir en el ejército. Era una especie de secuestro ejercido contra los más pobres. Pero también eso, que me parecía injusto, tenía otras dimensiones. Resulta que el ejército les daba botas a los reclutas que nunca se habían puesto zapatos; les proporcionaba ropa limpia; casi todos aprendían a leer en los cuarteles; muchos regresaban con aspecto saludable, porque, aunque dicen que es mala la comida de la tropa, siempre es mejor conseguir algo que no tener nada. Y algunos hasta ascendieron a posiciones sobresalientes en la sociedad. Hubo una persona que fue reclutada en su juventud de esa manera violenta y llegó a ser Jefe de Estado de Honduras. Posiblemente si no lo hubiesen reclutado a la fuerza nunca habría subido tan alto.

Para mí fue un contraste tremendo entre la injusticia, la brutalidad, la opresión y, por otro lado, cierta admiración que generaba ese mundo. Yo encontré que esos dos sentimientos encontrados sólo podían tener una solución en el humor. Hay una burla de todo ese mundo militarista a la hondureña en El corneta.

 

¿Qué representa la aparición del hijo de Tivo al final de la novela?

Significa el cierre de un mundo y la posibilidad de apertura de otro. Eso yo lo hice en varios relatos. Mi cuento “Anita la cazadora de insectos”, por ejemplo, es la historia trágica de una niña de la ciudad. Ella es destruida psíquicamente y también aniquilada físicamente, pero cuando termina su historia se abre la del hermano, que está entrando a la academia militar; posiblemente va a producir otro ciclo: igual, parecido, mejor o peor, pero otro ciclo. En un tiempo yo estaba muy inclinado hacia las visiones cíclicas. Admiraba demasiado la figura del círculo. Creo que hoy he salido un poco de la geometría.

 

Me gusta tu cuentito “El ángel”, de Subida al cielo (1980). Son tres niños que llegan a la iglesia para ver el ángel, que es para ellos un ángel de verdad. Me hace recordar los cuentos con el tema del ángel caído de Joaquín Pasos, Amado Nervo y Gabriel García Márquez.

Es interesante que lo notaras. Yo he vuelto al tema de los ángeles, y lo he enriquecido mucho. Este libro inédito que se publicará en Costa Rica –se llama precisamente Traficante de ángeles–combina la historia de un hombre de origen norteamericano, es mormón de Utah, que viene a dar a Centroamérica. Y lo que él hace para sobrevivir y amasar una cierta fortuna es traficar con estatuas coloniales de ángeles. Algunos de mis amigos que han leído el libro han creído que yo me refiero alegóricamente al tráfico de niños, pero no, no tiene nada que ver con eso. Ese tema de los ángeles me apasiona y lo he tratado en varios lugares. Con él rescato y me inserto en una veta cultural muy rica de esa cultura de Gracias, de la cual yo me siento muy orgulloso. Así como allí hay una gran riqueza de manifestaciones indígenas lencas, existe otra de expresión española, y especialmente plasmada en formas artísticas barrocas. Es sorprendente la cantidad de iglesias que hay en esa zona, con sus magníficos trabajos en pintura, en estatuas, en ornamentos. Hoy día es una zona olvidada, aislada, marginada. Y uno crece con esa conciencia, y esa conciencia se alimenta de las formas culturales y específicamente artísticas que esa cultura dejó. Hoy es una cosa lamentable y bastante dolorosa por el saqueo de tesoros artísticos. Una de las tres iglesias de Erandique, por ejemplo, tenía una pintura colonial muy hermosa, muy descuidada; estaba llena de polvo. Y un día llegaron unos especialistas de muy alto nivel e hicieron una reproducción. La colocaron en el lugar y se llevaron el original.

Uno de chico iba a meterse en las iglesias; había cosas que eran muy interesantes y muy asombrosas. Por ejemplo, para la semana santa en Erandique, había un cristo cuyos brazos eran plegables. Toda la comunidad participaba en el rito de clavarlo en la cruz, y después en el de hacerlo descender. Al mismo tiempo que yo de pequeño vivía la crucifixión y descendimiento de Cristo, y veía cómo sus brazos se replegaban, había un ángel impresionante cerca del lugar donde quedaba guardada la estatua de Cristo. Ese es el ángel del cuento. Tres o cuatro meses después me tocaba vivir otra pasión, no cristiana sino pagana y patriótica, que era la muerte de Lempira,2 el cacique lenca que se enfrentó a los españoles. Resulta que todo el pueblo participaba en revivir la muerte de Lempira, en levantar un extraño y sorprendente ritual. Yo me sentía entre una celebración cristiana y otra pagana. ¡Y las dos estaban vivas! Aunque se supone que el mestizaje busca la integración completa, eso es mentira en una sociedad mestiza. Sobre todo en el mundo hispanoamericano; el color de la piel sigue contando mucho en los prejuicios y las formas de ver a la gente.

Lempira es el primer héroe de Honduras, y en la escuela nos decían que había que exaltar al héroe nacional, y muchos niños y gente mayor salían vestidos de indígenas, pero algo nos decía secretamente que era mejor ser español. Si eras español en la misma representación, ya estabas en una posición de privilegio. Yo mismo lo viví de una manera divertida. Mi padre se dedicaba a la ganadería, y por eso tenía caballos. Sabía mucho de armas de fuego, y me preparaba un arcabuz de mentira que echaba humo al dispararse. Con él había que matar a Lempira, y me tocó hacer este “trabajo” varias veces. Ya tenía ganado mi prestigio como matador oficial. Pero una vez hice algo malo en la escuela y me castigaron. Me obligaron a salir como indio y tuve que echarme pintura negra sobre la piel, para oscurecerla, andar corriendo a pie y no a caballo; fue una cosa muy divertida. Yo siempre viví ese contraste de mundos; mundos que poseían cada uno de ellos una gran identidad, variedad y riqueza. Y creo que ése ha sido el filón que ha salido en todas mis narraciones.

 

En los Estados Unidos y Europa se da el caso de escritores un tanto distantes de su medio y momento históricos; no parece ser ése el caso en Centroamérica. ¿Te sientes un poco cronista o historiador al escribir ficción? ¿Te interesa la relación entre el arte y este momento que viven Honduras y el resto de Centroamérica?

Yo no me siento cronista; no me gusta esa palabra. En el libro Subida al cielo, el último cuento se llama precisamente “Crónica”, pero la palabra está usada con ironía. Yo nunca he sido cronista sino hacedor. Porque la generación nuestra –yo nací en 1950– siempre vivió con la idea de que tenemos un compromiso con la vida, con la sociedad y con nuestro tiempo. Claro, ahora uno ha llegado a los años noventa, donde muchos mitos han caído o muchos esquemas han cambiado; y como todo lo humano, las situaciones de toda la sociedad son como la misma vida individual de uno. Hay cosas que dejan de tener sentido, pero esto no quiere decir que dar respuesta a las situaciones y pensar sus problemas sea una labor inútil. Creo que en el pasado gastamos bastantes de nuestras energías en una serie de pleitos que sólo terminaron agotando a los propios creadores. Si uno piensa en todo lo que se podría hacer con tantas energías, se da cuenta de que se ha perdido mucho tiempo. Pero también creo que lo que hemos sentido como un compromiso con el mundo, con la sociedad, con la vida y con nuestro tiempo obedecía a una exigencia real, y si volviera a nacer, no dudo que volvería a pasar por las mismas o parecidas etapas.

 

Muchos escritores toman una actitud crítica ante la forma de vida de su sociedad, y a veces la sociedad censura a los escritores. Para tu generación, ¿ha sido difícil escribir en Honduras en el sentido de intimidación o represión política?

En un tiempo vivimos la represión. Fue a comienzos de la década de los ochenta. Yo empecé a escribir en la década de los setenta. Como grupo de escritores éramos muy desafiantes, y el curso de los acontecimientos parecía darnos la razón. Nosotros desafiábamos y veíamos que ese desafío podía ir cada vez más lejos; y aquello contra lo cual estábamos, cedía. En la década de los ochenta la situación cambió totalmente. La atmósfera se volvió muy represiva. ¿Qué puede hacer el escritor en estas situaciones? Hay distintas opciones: unos emigran, otros simplemente se llaman a prudente silencio. Yo creo que cada discurso tiene sentido cuando hay un espacio adecuado para él. Respeto las diferentes opciones que la gente toma, para mí no hay una sola opción en la vida: hay varias. La mía consistió en replegarme a esperar tiempos mejores, seguir creciendo, seguir madurando literariamente sin renunciar a aquello por lo cual se vive. Pues si renuncias a aquello para lo cual te has hecho escritor, entones sí es el colapso.

 

© Edward Waters Hood


Notas

arriba

vuelve 1. Esta entrevista fue publicada originalmente con el título “Roberto Castillo” en Hispamérica [XXVI/76-77 (1997): 125-131].

vuelve 2. Según el relato del historiador español Antonio de Herrera (Historia general de los hechos de los castellanos [1601]), Lempira fue muerto a traición. Un jinete español se acercó al peñol que servía de fortaleza al cacique con el pretexto de transmitirle un mensaje. Mientras dialogaban, un arcabucero que iba oculto sobre la grupa del caballo disparó su arma y acertó el tiro en la cabeza de Lempira. Al ver muerto a su jefe, los indios se confundieron y fueron fácil presa de los conquistadores (nota de Roberto Castillo).


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