La tinta del olvido de Roberto Castillo:
la palabra y la búsqueda de los orígenes
Universidad Nacional, Costa Rica
Fue Werner Mackenbach, mediante un mensaje electrónico, en algún momento del 2006, quien me alertó del deseo de Roberto Castillo por publicar en Costa Rica el conjunto de relatos La tinta del olvido. De inmediato me puse en contacto con Roberto para que me enviara el manuscrito: lo hizo prontamente, lo leí y lo recomendé a la Editorial Costa Rica, aprovechando el interés actual de esta Editorial por llegar a convertirse en centro de edición de los principales autores centroamericanos, sea en ediciones propias o en coediciones. El esfuerzo apenas empieza pero la intención es firme.
Correspondió a Roberto Castillo inaugurar esa voluntad con un libro que, en mucho, resume algunos de los temas que han marcado su literatura y que lo llegaron a convertir en uno de los principales narradores contemporáneos de la región, con una escritura que se sirve enriquecedora y creativamente de una de sus principales fuentes estilísticas: Jorge Luis Borges. Y ello por la elaboración de mundos posibles y extraños, entre un tono estrictamente literario y el ensayo, lo que le permite narrar historias imaginadas, mundos habitados y realidades que funcionan como espejos, laberintos transhistóricos a través de los que dialogan generaciones de nietos y abuelos preguntándose por su presente, su futuro y su pasado, pero cuyas certidumbres siempre parecen escapárseles. Todo ocurre como en un cuarto de espejos que se reflejan unos a otros. En ese juego de imágenes, ninguna de éstas parece remitir a alguna que pueda ser considerada como la realidad originaria.
Vista de una manera general, la narrativa de Castillo gira, desde sus orígenes, alrededor de la búsqueda imaginaria de los orígenes, lo que se evidencia de manera precisa en el cuento que inaugura el volumen, “La casona inexpugnable”, del que ya había publicado una primera versión en 1974 y que ahora, 30 años después, retoma en una versión “revisitada”. Este relato tiene un carácter fundador, en la medida en que su estilo y procedimientos de escritura son los que luego retomará en La guerra mortal de los sentidos, su ópera magna. Como dato personal vale anotar, porque luego esa experiencia se verterá en su literatura, que Castillo hizo su escuela primaria en el pueblo campesino de Erandique, de donde es oriunda su familia, dato importante porque durante esos años solía recorrer los lugares que fueron el teatro de operaciones donde, en el siglo XVI, se efectuó el enfrentamiento del cacique lenca Lempira con los conquistadores. Esas tempranas vivencias, sumadas a la evolución de su experiencia literaria, arrojarían a la postre dos novelas: El corneta, que trata con humor el arraigo del militarismo entre la población campesina, y la ya mencionada La guerra mortal de los sentidos, extensa elaboración sobre la conflictiva identidad hondureña con la cultura lenca como centro. Esta última novela, que ostenta implicaciones utópicas y una visión totalizadora de la realidad, trabaja en profundidad la problemática de la identidad nacional, al mismo tiempo que defiende también planteamientos pacifistas.
La reinterpretación e imaginación históricas ocupan, por lo tanto, un lugar central, tanto en la vertiente prehispánica como colonial. Paralelamente, Castillo muestra un gusto por los mundos marcados por acontecimientos extraños que remiten a mitos ancestrales pero que los personajes viven con naturalidad. Percibo en los relatos de Castillo atisbos claros de una manera de narrar que, aparte de las dos presencias mencionadas antes, utiliza procedimientos de la narrativa oral de las culturas indígenas precolombinas. En la trabazón de esos elementos está la materia y el encanto de su obra y que, estilísticamente, le otorgan su singularidad dentro de las letras centroamericanas.
En La tinta del olvido, Roberto Castillo se muestra como una voz crítica propiciatoria de espacios alternativos de reflexión que, en vez de conducir al lector a través de intenciones explícitas para llegar a moralejas, exige de éste que extraiga sus propias consideraciones, sobre todo por el alto grado de metaforización y porque los mundos que construye a partir del mito, de la ciencia ficción, de lo extraño y de lo que podríamos llamar el relato apocalíptico, de los cuales un ejemplo notable es “La máquina de soñar”, están muy alejados de cualquier estética realista. Esta es una de las grandes contribuciones de Roberto Castillo a la renovación de la narrativa centroamericana.
Multiplicidad de voces delirantes interactúan a lo largo de los cuentos que componen La tinta del olvido, dando lugar a densas atmósferas en medio de ciudades centroamericanas, reconocibles siempre por algunos breves trazos, y sus habitantes; formas imaginativas que se extienden entre sueño y verdad, relatos que se despliegan en los márgenes entre la razón y la locura, la muerte y la vida, realidad y ficción, pasado y presente, todo lo cual contribuye al dramatismo y complejidad de los personajes. Las narraciones se distinguen, además, por una presencia constante de subjetividades que se insertan unas en otras, se entremezclan, confunden y absorben entre sí. Historias urbanas unas, transhistóricas otras, donde sus habitantes cargan por momentos una identidad humana y, por otros, una naturaleza artificiosa, lo que da cuenta de su dicotomía existencial.
El primero de los relatos, “La casona inexpugnable”, es quizá uno de los mejores ejemplos de la dualidad de atmósferas en las que el autor nos sumerge. Sus personajes toman vida en el paisaje interior de una casa sombría, silenciosa y húmeda como una bóveda, donde se conserva la memoria de un pasado familiar que es a la vez la preservación de la memoria social histórica, amenazada por una ciudad cargada de luz, ruido y movimiento, y que engendra toda clase de descomposición social y enajenación. El emporio urbano convoca a la muerte, al olvido, a la desmemoria, mientras que la casona que se aferra a la vida:
“Flota la casona acosada por todas partes: por lo que ya sabemos y por lo que vendrá, hoy desconocido. Flota en medio de todo, sin que la vean, sostenida por la magia de los recuerdos que tú, abuela, me transmitiste sin que te lo pidiera. Y aunque las lenguas inmensas y rugientes de tornillos y engranajes, concreto y fibra sintética, auténticas diosas tutelares que se visten con los materiales del futuro, lamieron ya todo lo que antes nos rodeaba, no podrán con ella.” (22)
Si antes eran las paredes de la casona las que guardaban las palabras, son ahora las palabras las que deben conservar las paredes de la casona y evitar que esta se desmorone por el asedio de la modernidad, con sus tornillos, engranajes, concreto y fibra sintética. Imposible no ver en la casona una metáfora de la identidad –hondureña, centroamericana– asediada, de la historia que se desdibuja, pero que es a la vez memoria en la que –aún– resuenan los pasos de los antepasados, de los orígenes que se resisten a caer en el olvido a través del relato, de la reconstrucción oral que hace el nieto a una fantasmagórica abuela. Precisamente en los rasgos de oralidad que caracterizan el relato reside su alto carácter performativo, como prueba y promesa de que la casona resistirá, a través de la palabra de la que él se torna guardián. El valor mítico del texto –por lo demás, impronta estructural de toda la narrativa de Castillo– se vuelve así evidente.
Probablemente, “La máquina de soñar”, uno de los textos semióticamente más ricos de todo el volumen, sea el cuento en que encontramos un mayor grado de intertextualidad, de diálogo irónico teñido de humor sobre algunos motivos desarrollados por autores ya clásicos de la literatura mundial, así como un desarrollo, llevado al extremo, de uno de los temas preferidos de Castillo: la superposición entre ficción y realidad, para escenificar la eterna lucha y encuentro del bien y el mal, de la libertad y la esclavitud. Imposible, asimismo, dejar de ver en Scatolari, la máquina de soñar –especie de computadora con seres ficcionales que la habitan–, la metáfora misma de la literatura, y en el nombre de su dueño y creador, el paranoico Filiberto Callizo, un travieso guiño con el nombre mismo del autor.
Igual que la literatura –los libros de caballería– acabó por adueñarse del principio de realidad de Don Quijote de la Mancha, los seres de ficción que la Scatolari produce, angelicales y diabólicos, terminan sojuzgando y esclavizando a los seres reales, como una especie de droga alcohólica (el cuento tiene precisamente como ambiente una cantina) que aviva la imaginación, alusión al principio romántico arquetípico de la creación literaria. La máquina debe ser desarmada, como la única manera que ven los parroquianos de la cantina de eliminar su peligrosidad: el personaje Juan Soñado ha comenzado a apoderarse del mismo autor e incluso se relaja en el interior de la máquina con la primera copa que Callizo bebe. Al final, nada de eso dará resultado: los personajes, salidos de la máquina, primero crean una “realidad ficcional” paralela a la “realidad real” y luego aquella termina imponiéndose a ésta. La evocación pirandelliana (Seis personajes en busca de autor) resulta inequívoca. Los personajes de ficción cobran vida y se mueven a pesar del autor y de sus intenciones de desactivar la misma máquina que él ha creado. La máquina literaria, como caja de Pandora, una vez abierta deja salir a todos sus demonios y no hay manera de volver a encerrarlos.
Con “La máquina de soñar” Castillo performatiza, en primer lugar, su concepción del papel que juega la inventio literaria y la relación de ésta con el mundo. Al mismo tiempo le permite abordar, como ya se anotó, los temas del bien y del mal, de la libertad y esclavitud, mediante un tono paródico de francas connotaciones orwellianas. El nuevo orden instaura una dictadura aún más cruel y controladora de los seres de ficción sobre los humanos, que terminan como fuerza de trabajo esclava, al mismo tiempo que se desata una lucha por el poder entre los mismos seres de ficción: Miguel Soñado termina destronando a Juan Soñado y se erige como dictador, en una especie de reedición de los acontecimientos de Animal Farm, de G. Orwell, y desde la pantalla de la máquina, como ojo de un nuevo Gran Hermano, vigila y ordena el mundo, estableciendo lo permitido y lo prohibido. El libro del Apocalipsis se convierte en el texto clave, primero controlado, luego prohibido y luego de nuevo restaurado como texto único, que celebra y sostiene “la llegada de un orden nuevo y estable”. Se inicia, festivamente, la destrucción de todo lo existente en una hecatombe universal, máximo gesto de culto con que el poder, presa ya de la locura, se solaza.
Cabe mencionar, de acuerdo con la última línea de sentido desarrollada, la posibilidad que el texto ofrece de ser leído, también, como una parodia de la que habría sido, mítica y arquetípicamente, la primera lucha por el poder, mediante una reescritura, con final cambiado, del relato originario que refiere la rebelión de Luzbel:
“No tardó mucho [Miguel soñador] en reunir, entre ángeles de ascendencia luzbélica y descontentos seres de ficción de vastos dominios federales, un hatajo agresivo de partidarios que lo acuerpó para deponer a Juan Soñado. Este no salía de su sorpresa y fue tan cándido que, interpretándolo todo como un malentendido, leyó repetidas veces un manuscrito lleno de cursis metáforas que buscaba complacer al malvado Miguel Soñador. Dos esclavos lo tenían sujeto y otros tres estaban preparando el soplete de acetileno con que lo borrarían para siempre del mundo de la ficción, y todavía gritaba las que creía sus palabras más sublimes, en un último y desesperado intento por ganarse la buena voluntad de unos ángeles que nunca quisieron saber nada de él”. (28)
Dentro de este libre juego de interreferencias e intertextualidades al que se libra el texto, imposible dejar de ver en él, en el tránsito que plantea entre realidad e ilusión, los ecos de Lewis Carroll. Ya no es Alicia que toma una pastilla para pasar a través del espejo, sino los parroquianos que en la cantina El Aguacate, una vez llenos de alcohol, se lanzan a modificar la máquina de soñar, con lo que liberan los seres de ficción que ésta encierra y que terminan apoderándose del “mundo real”, hasta que la ilusión se acaba con el cierre del texto mismo:
“Esta sospecha fue saboreada por los clientes de El Aguacate pero de manera fugaz, y solo mientras los primeros alcoholes trepaban hasta el cerebro, porque la vista de la Scatolari portátil, pisoteada y destruida en el suelo tras la fuga del doctor Callizo por una puerta trasera, les dejó entrever otros mundos y otras vidas que hubieran podido ser en las apenas doce horas transcurridas desde que cerraron las puertas del bar, la noche anterior”. (32)
Las referencias al mundo de los sueños, a la coexistencia de seres ficcionales con ángeles y demonios, el control de la materia como representación del mal, las técnicas de manipulación y la hecatombe nuclear que finalmente tiene lugar recuerdan la frase ya consagrada de Jean Baudrillard, “bienvenidos al mundo de lo real”; el tratamiento literario y las obsesiones que anudan el relato, emparientan “La máquina de soñar” con algunos de los temas que trata la película Matrix, de manera particular el carácter predominante que ocupa la realidad virtual, controlando y desplazando el mundo de lo real, movimiento apocalíptico de una época en la que el simulacro, la pantalla han terminado por difuminar las certidumbres entre ficción y realidad.
“La máquina de soñar” nos muestra, así, a un escritor anclado de lleno, probablemente por su vasta y seria formación filosófica, en los grandes temas y obsesiones de la sociedad moderna y posmoderna, cuyos relatos están habitados por personajes de complejas emociones que giran en extremos que van desde la absoluta candidez hasta la más calculada crueldad, como es también el caso de “C”, especie de relato mítico que con el trasfondo de la historia de Caín y Abel narra los orígenes turbulentos de la cultura humana; o “La ataraxia del sisimite”, con una atmósfera dominada por la presencia de lo extraño, lo inaudito en donde lo humano y “lo otro” interactúan en mundos paralelos que coexisten. De la misma forma, y con una profusa utilización de imágenes que exaltan los sentidos, “Iracema” y “Holocausto sin tiempo en un pueblo lleno de luz” muestran la coexistencia de dos mundos, uno interno y otro externo, donde uno será inevitablemente consumido por el otro, sin salida por la imposibilidad de acoplarse a un sentido de lo que pueda considerarse como normal.
Como síntesis y valoración final, llamamos la atención sobre la utilización constante que hace Castillo, a lo largo de toda su obra, de dimensiones, planos y términos que se mezclan y entrecruzan, como una manera de remarcar los múltiples mundos y realidades en que viven los seres humanos. El procedimiento es palpable desde el título mismo del libro que nos ocupa: La tinta del olvido, punto en que se unen y armonizan dos expresiones percibidas como francamente discrepantes. La tinta refiere a la idea de perpetuidad, de permanencia, materia y condición de la escritura que mantiene viva una idea, una imagen, una historia, una época, un autor. En oposición a ella, el término olvido nos remite de inmediato a la noción de ausencia, desmemoria, pérdida, muerte, o quizás mejor decir, al carácter efímero de lo que aparenta ser permanente. Es la manera metafórica en que Castillo se refiere al sentido de la época que nos ha tocado vivir y en la que la pantalla (la imagen) ha terminado por sustituir la realidad: el desplazamiento constante como práctica del olvido, en este espacio de la modernidad en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, para utilizar la premonitoria frase de Karl Marx. O como lo expresa Castillo de una manera que, desde nuestro punto de vista, sintetiza el sentido general que atraviesa todos los relatos del volumen, y que remite no solo al espíritu de los tiempos actuales sino también, sin duda, al papel que Castillo le asigna a la literatura misma:
“Todo lo demás se consumió con la sustancia perdida; así es como la ignorancia que se cierne sobre tan alta figura de la lírica es muy grande, y a nadie le importa, porque el principal signo de nuestro tiempo es la total pérdida del modo poético de entender y decir las cosas […] en esta era de la desolación espiritual absoluta”. (96)
Tinta y olvido: mezcla de sonoridades que aluden a una intangible latencia de vida, pero también de muerte, en un conjunto de textos que demarcan territorios en los que todo cabe. En fin, oxímoron que se constituye en una obra literaria de gran calidad, culta, sugerente y provocadora, que por ello mismo sobrepasa toda posibilidad de olvido, y un autor a quien la renovación de las letras centroamericanas deben tanto. Es lo que hemos intentado mostrar aquí.
Castillo, Roberto, 2007: La tinta del olvido. San José: Editorial Costa Rica.
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