Roberto Castillo

 

La escritura de lo breve1

 


Arte es eso que se hará mundo, no lo que ya lo es.

Karl Kraus

El aforismo no tiene nada que ver con lo fragmentario. Es un brote que quiere permanecer como tal. Excluye, por tanto. Cualquier asociación con la figura del todo.

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No existe más orden del discurso que aquel que su lector quiera darle.

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De las cosas más simples y de los hechos más triviales se puede extraer sabiduría. El problema es cómo hacerlo.

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Si me preguntan cuál es el tema más apasionante, respondo: la mirada.

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Me apasiona imaginar lo que pensaron y dijeron gentes de las que no se sabe nada.

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Toda forma de opresión me espanta y repugna a la vez.

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Hablando de uno que ha hecho una brillante carrera rocambolesca, mi amigo me dijo: “él no necesita conocer sus limitaciones, pues conoce las de los otros”.

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Siento gran curiosidad por saber cómo serán los ojos que nos verán desde otro tiempo.

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Qué malo es nuestro estado. Los objetos nos confortan hoy como lo hacían los dioses con los hombres de otro tiempo.

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Lo peor de esta era neosupersticiosa es que nos atosiga con dioses baratos y efímeros. Es lo inaudito, pero ya somos incapaces de rebelarnos contra su poder.

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Los dioses no han abandonado la ciudad. Solamente permanecen callados, perplejos y hastiados.

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El culto de ciertos dioses ha sido sustituido por el culto a la información. Hay mucha información que es banal.

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Me asusta la gente que quiere informarse “porque sí”... Es como otra forma de idolatría.

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Cuanto más atrás la sitúo en el tiempo, la visión de la ciudad es más mítica. Cuanto más cerca, más real, más política.

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Las edades míticas no se terminarán nunca.

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La mayoría de la gente se contenta con simplemente estar aquí, allí o donde le toque. Los y las que se resuelven a “cambiar la vida” son una minoría entre otras.

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A la gente le gusta mucho que se toque el tema de la mediocridad. Y es que cada uno lo toma como que los mediocres son los otros.

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Pocas cosas tan gratificantes como retomar con viejas amistades el hilo de una conversación abandonado años atrás.

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La ciudad hace que sientas como tuyas cosas que en realidad no lo son.

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Los hechos obedecen a las palabras. No es al revés.

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Uno debería estar atento a cualquier cosa que salga de boca de los jóvenes, aunque no la comparta.

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¿Hasta dónde la gente es mimética? Difícil saberlo. Es una fuerza clavada en lo más profundo del temperamento. Somos miméticos aun allí donde creemos no serlo.

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La palabra procesión (y también la idea) es muy bonita.

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El punto de vista –cualquiera que sea– de otro tiempo oxigena la conciencia.

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El problema no es hacer que la gente vea el mundo cotidiano como maravilla, sino lograr que no permita su banalización.

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Se suele formular de muchas maneras. Yo lo digo así: si has tenido la capacidad de asombro como fiel compañera de tu vida, haz lo que sea por tal de no perderla nunca.

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Leyendo cualquier cosa del pasado nos topamos con sorprendentes claves de todo tipo. No fue un tiempo plano como lo sentían quienes lo vivieron.

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La cultura del siglo XX suprimió la diferencia entre el día y la noche, tan esencial para la del XIX.

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La idea del fragmento vivo es muy valiosa.

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Lo que más peligro corre hoy día no es el hombre –dicho así, en abstracto, podría plantearlo más de un humanismo de corte trasnochado– sino la mente.

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Nunca como ahora la mente fue tan acosada por todo tipo de tentaciones.

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Las palabras encarnan la mejor resistencia ante todo lo que es dañino para la mente.

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La propaganda comercial tiene por cometido presentar como excepcional lo que es vulgar, corriente y con harta frecuencia plano.

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¡Cómo se ha hecho de baladí la figura de “lo excepcional”!

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El sentido de lo perdurable volverá después de tanta exaltación de lo evanescente. No podemos saber nada en este momento de las formas que asumirá tal regreso, ni de su alcance.

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Hay quienes pueden gastarse toda una mañana –y hasta el día entero– viendo pasar gente; yo soy capaz de hacer lo mismo pero imaginando gente.

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Es mejor leer y comprender a los grandes escritores que deificarlos.

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El periódico es la mejor fuente de continuidad entre varias generaciones, si lo vemos como soporte de una sensibilidad que se gesta por escrito y que tanto bulle en las plazas y en las calles como en el interior de las casas.

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A fuerza de oír hablar de progreso desde poco antes de nuestra independencia patria, el concepto se desacreditó.

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El latinoamericano habla de sus malas experiencias políticas como si éstas no existieran también en otras partes.

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Leer viejos periódicos estimula poderosamente la imaginación. Y no hablo de la imaginación histórica.

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Cuando no están arrobadas por el mito, las gentes tienen una manera sesgada e incómoda de ver al escritor, aun los otros escritores.

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Tanto en el habla cotidiana y popular como en los textos de los más grandes escritores, se suele emplear la palabra “cosa” para referirse a realidades que no son cosas.

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En los países de mentalidad simplista están de fiesta sus exponentes más lúcidos, pues han descubierto que el mundo entero ya se emparejó con su situación, gracias a la técnica.

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Quien escribió una obra original no lo hizo para deslumbrar a nadie, ni para entrar en una moda, iniciarla o recetarse a sí mismo el elíxir de que era capaz de producir algo vedado a los otros, sino porque lo que tenía que comunicar únicamente podía decirse de esa manera.

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La adversidad sólo es un bien si a quien la padece le sirve para crear.

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El escritor siempre ha desafiado al rebaño, sin importar la clase de pelambre de éste. Lo pierde todo si permite que las cosas se planteen en los términos que quiere la majada, y no es asunto fácil eso de producir una perspectiva diferente.

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Lee cuanto puedas. El cine, la radio y la televisión –para hablar solamente de los tres “clásicos”– han desarrollado unas formas de irrespeto hacia la mente que no existieron, no existen ni podrán existir nunca en el libro.

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El ojo del escritor aprovecha como nadie los intersticios de la ciudad.

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La ciudad contiene múltiples recovecos de los que nadie ha observado ni dicho nada.

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Mi ojo recorre ávidamente la ciudad. Se bebe todos los pequeños pozos de luz que hay en esos intersticios.

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La palabra brota de los intersticios. No se trata de que va hacia ellos.

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Pronto nos llenaremos de unas agrupaciones esotéricas de corte extravagante: las sociedades de cultivadores de la mente. Estarán constituidas por vejetes cuyos hábitos serán insoportables para quienes les observen: leer libros todo el tiempo, por ejemplo.

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¡La mente, la mente! ¡Qué difícil es guardarla de modo que nada la enturbie, que nada la perturbe! ¿Es que hay alguien que realmente lo consiguió? ¿Cómo lo hizo?

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Cada día me sorprendo más con los laberintos gozosos de la mente, esos que ella deja ver ante ciertas situaciones: los objetos perdidos, por ejemplo.

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Nadie puede impedir que la palabra vaya por aquí o por allá.

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Yo no sé por qué la gente no usa sus verdaderos títulos. En todos los sectores de la sociedad existen notables deformadores de la opinión pública, y nadie los honra como tales.

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La mayor parte de la gente que actualmente habita el planeta tiene una visión “hollywoodense” de Roma, Grecia, Egipto, el mundo germánico, el mundo islámico, etc., etc.

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Mientras haya ciudad, las ilimitadas posibilidades de crecimiento y enriquecimiento de la novela estarán aseguradas.

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Si la novela se ve bruscamente disminuida es porque la ciudad está en ruinas.

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Se la bombardea diariamente con toda clase de productos literarios puestos a la venta, pero la ciudad sigue muy lejos de estar “literaturizada”.

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Las muertes me abruman tanto que no quisiera asistir a ningún velorio, a ningún entierro.

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Me he levantado pensando en una expresión que había utilizado antes: “remojar la mente en el genuino frescor de mañana”. Y la he disfrutado mucho, pues era muy temprano.

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Tantas actitudes de hoy no hacen sino preparar la venida gloriosa de su gran antípoda: el tabú.

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Está bien ser muy crítico. Pero se da el caso del que envejece ejerciendo solamente el momento negativo de la crítica, aquel que todo lo demuele. Y así se ve un día convertido en el que se la pasó cavando una fosa formidable por su profundidad, de la que lógicamente le será imposible salirse.

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La gente que busca el poder y no lo obtiene nunca es capaz de hacer pasar los actos más absurdos por acciones honestas y admirables.

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El único hedonismo de nuestro tiempo es el del consumo.

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Los que gustan de aparecer en público creen que se promueven a través de la imagen, pero es el poder sin rostro de ésta el que se fortalece utilizando a tanto iluso.

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El exilio le ha servido a mucha gente para salvar el pellejo, pero en el caso de los escritores es valioso también por el distanciamiento que asegura respecto a lo propio y por el tipo de mediación que levanta, gracias a la cual la potencia imaginativa trabaja de otro modo y se libra de los lastres habituales.

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La tradición latinoamericana del exilio –que no sólo es política, sino también cultural– suele ver y entender los padecimientos del emigrado como una especie de purificación. Y tal vez por la gravedad de esta imagen olvida con harta facilidad que un destierro –como la cárcel, la enfermedad o la ruina– envilece y deja inútiles de por vida a unos cuantos de quienes lo padecen.

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Ni duda me cabe: los códigos más complejos son los que se anudan en torno a las maneras de pedir y de dar.

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De mi época, al final, sólo quedará un sueño poco confiable.

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Pero si, a lo largo de nuestra historia, políticos, militares, sacerdotes, literatos, profesionistas, educadores, etc., se han comportado con mentalidad de etnia, ¿por qué asustarse ahora de que las etnias reclamen que las cosas sean como según ellas deben ser?

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Algunas gentes requieren en mayor medida que otras del reconocimiento público, y las hay que no pueden vivir del todo sin él.

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Hay ciertos días de una quietud tal que parece tragarse el furioso rumor del mundo. Pero son unos pocos y no días propiamente tales, sino instantes.

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Veo el segmento de un noticiario, el dedicado a reseñar la vida “en sociedad”, y sólo pienso en una cosa: la velocidad de vértigo que adquieren los procesos de esperpentización.

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Hoy todo se adocena para ser vendido; la gente también se pone esta camisa de fuerza (uso la expresión en sentido “manicomial”) que únicamente le deja los movimientos que convienen a la actividad de vender. Y el futuro es visto bajo una sola y total empresa: trivializar lo que resta.

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Del palabrerío inútil ya me he burlado en mis Meditaciones, oponiéndole el silencio útil de los campesinos.

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Si quieres vivir en la memoria de los otros, no olvides que desvivirte por ese fin resultará contraproducente.

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Creo que estamos acercándonos a un tiempo en el que ya nadie será capaz de ganarse el favor de las muchedumbres, pues todos los recursos estarán gastados.

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La ciudad que nos resta construir sólo tiene existencia en las palabras.

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Difícil pero a la vez emocionante –y hasta prometedora, si se la ve por la rendija de la literatura que se producirá mañana– esta manera tan local que tenemos hoy de hacer las valoraciones en base a cosas muy corrientes. Hablo de las valoraciones de los seres humanos.

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El escritor, ser solitario, necesita –paradójicamente– tener siempre algo que le acompañe, una fuerza muy poderosa que lo respalde. Sin ella, este anacoreta de las ciudades no irá a ninguna parte. En algunos países, tal potencia suele ser, principalmente, la tradición literaria en el más libresco sentido de la palabra; en otros la forman diversas encarnaciones míticas que brillan a través de los más sorprendentes aspectos de la vida.

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El escritor no debe perder la cabeza por ser reconocido. Y si le entra esta chifladura, es probable que coseche aplausos por un tiempo, pero después, inevitablemente, ocurrirá que lo mismo que lo elevó lo sumergirá en una soledad incómoda. Por eso es mejor la soledad libremente elegida.

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Los únicos capaces de comprender de verdad al escritor son los que también han optado por el modo estético de vida, los mismos que como nadie se complacen en vivirse despedazando entre sí.

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Me hablaron una vez de un hombre –y al decir así me refiero a un grupo: un individuo jamás está solo, sino que siempre le asiste aunque sea un cómplice– con tanto poder que no permitía que ni siquiera un milímetro de lo que caía bajo su mirada escapara a la fuerza de control que partía de su puño. Para mis adentros me dije: “cómo se nota que en este enfoque no se ha considerado la presencia de ningún escritor, de ningún filósofo, de ningún artista”.

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Hasta hoy únicamente lo han intentado los escritores, pero son los filósofos los llamados a liberar América Latina de esa triste condición de cementerio de conceptos.

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Cuando digo filósofos no me refiero a los que están en las facultades y en las academias, que no son sino las criptas, sarcófagos y mausoleos dentro del cementerio.

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¿Ya te diste cuenta, lector, de hacia dónde apunta finalmente tanto gusto latinoamericano por los monumentos funerarios?

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Me encanta la idea de una literatura de la resistencia. Hasta hoy se la ha empleado de manera muy incompleta: como algo que se afirma frente a la opresión política, desafiándola. Creo que en el futuro deberá entenderse como resistencia de lo específicamente literario a todo lo que no lo es y lo amenaza. Por esta vía dará, sin duda alguna, sus mejores resultados.

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¿El tiempo sigue por encima de los que se murieron, como cree la mayoría de la gente? ¿Qué dejan en el tiempo las voces de los que ya no están, y qué dicen? Los más indicados para responder esta última pregunta son los filósofos y los novelistas.

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Falta una novela que hable de esta ciudad con entusiasmo y admiración no apocados sino desbordados, universalizantes.

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La religión es una de las más altas manifestaciones de la experiencia humana. Las otras dos acaso serían la poesía y la música. Esto suena un poco hegeliano, pero no lo es. Con-fundida con la filosofía, la política y la moral, la religión hace un triste papel en los días actuales, propio de comunidades que tienen que valerse de ella para contener la animalidad de sus gentes.

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Sospecha de los que te dicen que todo anda bien y admira a quienes se esfuerzan porque esto que luce tan mal llegue a estar bien algún día.

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Si vives en país pequeño y sin desarrollar, notarás que existen en bruto y reunidas cosas que en otros lugares se han diferenciado ya. Por eso mismo el choque de intereses, cuando se produce, es necesariamente violento.

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Contemplar el cosmos nos devuelve la sensación de soledad elemental, inseparable de lo que somos nosotros, los humanos, y perdida desde que nos dio por convertirnos en rebaño.

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Aquella manera de hablar de sistemas sociales o económicos más “humanos” que otros parece haber perdido toda credibilidad en los días actuales, pero volverá a tener sentido en el futuro.

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¿Que no hay tiempo? ¡Nunca lo hubo!

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Curiosa la educación que han tenido muchos latinoamericanos en materia de delito. Siempre culmina en la constatación de esta realidad: el Estado delinque.

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El tiempo actual, el de este mundo del Internet y de las clonaciones, no es creativo, sino repetitivo.

 

Si te pones en plan de fidelidad ciega a lo real, nunca harás literatura de la buena.

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Esto no es contra el así llamado séptimo arte, pero hay que decirlo. La cultura de la imagen –con el cine y la televisión a la cabeza– ha hecho de la visión del matar a sangre fría un acto tan normal y cotidiano como el de tomarse un vaso de agua.

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Alguien podría replicarme: “Pero estas cosas ya las representaba el teatro en toda su crudeza; el de Shakespeare, por ejemplo”. Y yo le especificaría: “Sí, y en toda su grandeza”.

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Pero el problema no está en lo cruda que pueda ser la representación de algo, ni en los medios empleados para conseguirla, sino en que el espectador tenga una sensibilidad y una educación que le permitan diferenciar el arte de lo que no lo es.

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¿Quién puede, con propiedad, sentirse testigo del hundimiento de una época o del nacimiento de otra? No es fácil contestar la pregunta, pues abundan los falsos testigos. Hoy proliferan los que montan el “experimento” completo.

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Los radicales tienen toda la razón cuando acusan a los godos de gobernar solamente para beneficio de una minoría, constituida por ellos mismos.

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La máxima generosidad de los godos consiste en cierto esfuerzo por convencer a los demás, es decir a las mayorías, de que la mejor opción que tienen es aceptar las pautas que ellos les vienen trazando desde arriba, porque así, al menos, no se volverán más infelices de lo que ya son.

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Impresiona la claridad de los godos sobre la naturaleza de la cosa pública y sobre los medios para tenerla a su servicio. Bajo esta luz se puede decir que no se equivocan nunca.

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Impresiona de los radicales su capacidad de levantar ilusiones, lo humanas que éstas pueden llegar a ser.

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Nadie como los godos para eso de conocer y señalar los límites de los demás.

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Los radicales no pueden vivir de señalar sus límites a nadie, pues lo que buscan es solidaridad.

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Ninguna forma de gobierno constituye problema para los godos si tienen claro lo que van a hacer y conseguir a través de ella.

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Uso las palabras “radical” y “godo” con toda la libertad –pero con toda la efectividad– que permiten las metáforas.

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Hay un punto en el cual los radicales tienen toda la ventaja sobre esos godos que, como se dice en Honduras, suelen “comerles el mandado” en casi todos los negocios de la vida. Está en que el verdadero radical no desea nada para sí como posesión. Y este curioso desentenderse de los objetos le hace invencible en ciertas batallas, pues al no tener que cargar con ningún lastre puede combatir con sus mejores y más frescas energías.

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Supe de un godo que había llegado a dominar este principio. Mientras los restantes miembros de su manada se hacían flojos por el disfrute de lo que poseían, él se fortalecía gracias a no tener nada. Y cuando necesitaba algo, lo que fuera, simplemente se valía de las mañas de su especie, que siempre le orientaban hacia el talón de Aquiles de los otros. El no tener nada era, pues, la condición que le permitía obtener lo que le diera la gana. Ni falta que hace decirlo: era un godo impresionante, original.

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Un radical, luchador de toda la vida, entró, por fin, al palacio que era la sede de ese poder que tanto ambicionaba para los otros. Allí descubrió una variedad tan densa como matizada. De inmediato se dio cuenta de dos cosas: 1) sin contar con ella era imposible dar órdenes a nadie, conditio sine qua non para mantener funcionando el mecanismo; 2) sustituirla significaba emprender una lucha infinitamente más dura y larga que todas las que había sostenido hasta el presente.

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¡Qué conscientes son los godos de la idea expuesta en el parágrafo anterior!

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Dale bastante fortuna a un radical y, si te la acepta, tú mismo lo verás metamorfosearse en godo.

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Los godos siempre han señalado este hecho como el talón de Aquiles de los radicales.

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Los radicales no encuentran uno sino muchos talones de Aquiles en su enemigo principal. En el fondo la expresión es inapropiada, pues lo que ven en el de los godos es un mundo descompuesto que no tiene por qué sostenerse. Y, sin embargo, esa “realidad” se mantiene en pie, se reproduce y proyecta visiones de futuro. Claro que algunas veces ha caído estrepitosamente.

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La mejor y más elegante salida para un radical sería la que va por la vía estética. Un godo no tiene salida y ni siquiera se plantea este problema.

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Los radicales y los godos, vuelvo a decirlo, qué convenientes y flexibles metáforas.

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Es torpe acusar a la filosofía de ser un amasijo de citas procedentes de diversos autores. Pero, en honor a la verdad, uno se encuentra con mucha gente que así la entiende y practica.

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Pocas cosas como la nostalgia pueden avivar tan intensamente el poder de la imaginación.

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Yo no pretendo ser un escritor de la memoria, sino un fundador de significaciones.

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En la sociedad actual no cuesta nada producir buen humor. Habría que decir que muchas condiciones lo fomentan espontáneamente. Lo verdaderamente difícil –y acaso imposible– es conseguir que no se banalice.

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La banalización del humor en el tiempo presente no viene de la forma, sino de otras cosas. Un tipo de existencia que lastra la sensibilidad, por ejemplo.

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En países donde no hay apoyo para la creación, los creadores suelen dedicarse a enseñar como medio de subsistencia. Esto no es justo para la creación, ni para la enseñanza.

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Lo anterior es un despropósito, pues en ninguna parte hay sustento para la creación. Ésta siempre se alimenta de sí misma. Por eso los creadores, que realmente son muy pocos, tienen el inconfundible aire del sobreviviente.

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Contra lo que creían novelistas de otro tiempo, como John Dos Passos, la ciudad ya no se vive. Es vivida por otros.

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El siglo XX ha creado algunas figuras que serán ilustrativas para los que piensen el Estado en el futuro: el Estado tahúr, el Estado desván, el Estado caja fuerte, el Estado alcahuete, el Estado testaferro, el Estado terrorista, el Estado enconoso, el Estado proxeneta, el Estado calamitoso, el Estado mendigo, el Estado parásito, el Estado depredador, el Estado virtual, el Estado deportivo, el Estado armamentista…; expresiones que un día serán tan raras como hoy lo son el “Estado esclavista”, el Estado corsario, el Estado filibustero, el “Estado católico”, el “Estado hereje”, el “Estado piadoso”, el Estado cafetalero, el Estado bananero, etc., y que sin duda ayudarán mucho a comprender mejor esta realidad de la que nadie puede escapar.

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Nuestra época vive tan confundida que suele entender los males del Estado como prolongación o magnificación de los vicios de los individuos. ¡Cómo es posible que ya casi nadie sepa que es al revés!

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Los espacios reales de la ciudad compiten con los imaginarios en eso de fundar significaciones.

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Lo más interesante de un mito no es tanto el proceso de su producción como la metamorfosis que sufre al circular de boca en boca, en el tiempo.

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En un ámbito deslucido y famélico, indigente espiritual y de poca auto-estima, el camino de la gloria es como el del infierno: bien empedrado y sin obstáculos.

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Es costumbre saludar en la calle llamando “joven” a la otra persona. Y nadie se percata de la rapidez con que envejece esta expresión.

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Pensar hoy día como nuevos ciertos problemas que ya fueron agotados en otras sociedades, en otro momento, no es estéril si el movimiento conceptual brota de lo que uno está viviendo. Todo lo contrario; existe la posibilidad de decir algo importante e inexpresado.

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Acercarse a la filosofía como a una voz libre que deambula por el ágora.

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Sugerencia para iniciar una nueva manera de filosofar. Si no te topas con la filosofía en tus recorridos cotidianos, imagínala en las más diversas personificaciones y dialoga con ellas. Y si tu ciudad ya destruyó su ágora, invéntale una.

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Terrible cuando uno observa en sus amigos que aquello que tanto les admira se mantiene y persiste al tiempo que otras cosas se deterioran en ellos sin que haya modo de evitarlo.

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La manía de “lo políticamente correcto” nos está matando. Por todas partes la gente averigua “cómo dicen que deben hacerse las cosas” para luego asegurarse con presteza los beneficios que pueda rendir el proceder contrario.

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A ratos, pero cada vez con más frecuencia, el tiempo se me aparece en mis visiones como una hierba verde, de esa que ya escasea en el planeta, que en su contingencia y fragilidad invita al descanso y al deleite.

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Nuestro tiempo, obsesionado en exhibir de manera tan torpe los detalles más íntimos de las personas, pasará. Seguramente llegaremos a una edad donde la intimidad será un bien superior que mucha gente se esforzará por obtener y cuidar a cualquier precio.

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Tanto la carencia como la abundancia vuelven despiadados a ciertos seres.

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Siempre somos muy niños ante la muerte. Nos imaginamos que ella compete a los demás –trago amargo en el que les acompañamos arrugando la cara por ellos– pero no a nosotros.

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Y es que pensar en la muerte nos quita la condición de niños, que tanto nos gusta disfrutar, y nos vuelve viejos amargados en cosa de un instante.

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La mejor actitud que se puede tener ante la muerte es la de un amigo mío. Jamás asiste a un velorio y mucho menos a un entierro; habla de ella en sus propios términos, nunca en los que otros le propongan, y la conjura elegantemente en unos cuantos de sus textos. Pero se necesita estar hecho de una madera muy, muy especial para poder comportarse así.

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Hoy día se habla tanto del abuso sexual –tema que para muchos es moda y también modus vivendi y modus operandi que se termina disfrazando la verdadera naturaleza de esta triste realidad, tan presente en un porcentaje muy alto de nuestra población como puerta de entrada a la sexualidad.

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El comportamiento “políticamente correcto” no es más que una nueva manera de nombrar lo que siempre ha existido: la hipocresía institucional.

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La tierra natal es algo que cuesta mucho nombrar con sentimiento profundo y exento de sensiblería. También es aquello a lo que es difícil llegar mentalmente. Es el lugar de la inocencia.

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¿Cómo retornar a la tierra natal? Hay maneras y maneras. Yo lo estoy haciendo a través de la literatura. ¡Y qué largo, interminable, es el camino!

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Hoy existen unas cuantas gentes –y su número va en rápido aumento, prodigalidad que brota del seno de una democracia– que día y noche perfeccionan las mañas que les llevarán cerca del poder o a su misma esfera. Pero por el arte de gobernar no se preocupa nadie.

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El gobernar entendido como un arte es un concepto que ha sido puesto fuera de circulación. Y es que, en este mundo integrado y globalizado del presente, la inmensa mayoría de las gentes acepta como un hecho dado que somos gobernados por una máquina en la que una cantidad respetable de mujeres y de hombres ha logrado la perfección a título de piezas eficientes.

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La cultura política en boga ha conformado las mentes de tal manera que no tiene importancia cuestionar la naturaleza de esta máquina, ni su génesis o su sentido. Se trata sólo de estar bien con ella.

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La deshumanización del presente viene de esa voz sin rostro que constantemente dice que siempre habrá un mecanismo más eficiente que el creador de todo mecanismo, de toda eficiencia: el hombre. Y no sólo afirma, sino que aporta curiosas pruebas.

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Esto no es ningún símil. El aire es, año con año, más irrespirable. No me atrevo a suponer cómo será dentro de dos o tres décadas.

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No contaminamos sólo con químicos, desperdicios orgánicos o toda clase de chatarra. También con pensamientos, actitudes y palabras.

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Acabo de ver un hombre que contaminaba con toda su “aura”, que era de irradiación siniestra. Ubicado ante los efectos, busqué la causa. Y la hallé pronto. Residía en el obsceno instrumento de matar prendido con orgullo a la cintura, apenas disimulado entre las ropas.

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¿Cómo hacer para que la ciudad se mantenga limpia de estos emisarios-símbolo de la barbarie rural?

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Execrable lugar aquel donde el prestigio de un hombre se mide no por lo que ha pensado sino por los que ha matado.

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Sólo las dictaduras aseguran planes a largo plazo que se cumplen indefectiblemente. De ahí que la monumentalidad sea inseparable de ellas. Consiguen levantar empresas de las que se dice que dejan boquiabiertos a los siglos, pero al precio de destruir al hombre. Muchas obras perennes –vuelve a ver hacia los museos, por favor– son, pues, claramente inhumanas.

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La democracia es muy hermosa como ideal y también para los que se benefician de ella, que no constituyen necesariamente la mayoría pero son bastantes.

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La dictadura no se puede proponer como ideal porque no hay nada que suene tan espantoso aun cuando se la tape con capas y más capas de eufemismos. Históricamente ha sacado del atolladero a muchos pueblos que después quedaron maldiciéndola. ¿Qué mejor prueba de que es impopular?

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¿No será que el XX fue un siglo en el cual la mentalidad consumista levantó un paradigma por el que la gente ha de ir vestida –y preparada– para vender, para venderse? ¿Nos hemos dado cuenta de esta realidad, que está muy, muy lejos de terminarse?

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El periodismo presenta como cosa de rápida y fácil asimilación aquello cuya producción es resultado de un largo proceso y cuya justa apreciación, en consecuencia, si ha de ser a profundidad, requiere de un esfuerzo proporcional.

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Las apariencias siempre son engañosas. El periodismo no sirve para profundizar en los procesos sino sólo para contemplar los resultados. Día tras día –y qué raro que casi nadie lo perciba– mata los primeros en nombre de los segundos.

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El problema no es el periodismo, sin el que la civilización actual sería imposible, sino el de una conciencia que se pretenda crítica y no sea capaz de cruzar esa frontera donde “el medio es el mensaje” (Marshall McLuhan)

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Lo bueno del buen gusto es que quien lo tiene, lo tiene, pero no puede pregonarlo. ¿Habrá torpeza mayor que decir “miren cómo resplandece el buen gusto en mí”.

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Una transformación radical de las instituciones supone que también serán barridos los que soñaron ese cambio.

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No reclames nada al perezoso. Simplemente dile que siga entregado al disfrute de su flojera. No te imaginas lo que le costará asimilar este mensaje.

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Los primeros cristianos y los constructores de utopías de los siglos XIX y XX tienen por lo menos un elemento en común: ambos se sacrificaban a la inmediatez de su causa. Unos y otros murieron convencidos de que se acercaba el fin de los tiempos y que sus hijos, nietos o bisnietos vivirían en una era que ellos contribuían a fundar desde sus esforzadas acciones.

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La memoria no puede funcionar ante el recuerdo de ciertas mujeres si no las eleva a la condición de diosas.

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El cine no inventó nada de esto. Solamente actualizó muy, muy a su manera un antiquísimo principio.

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Cómo hemos olvidado que detrás de cada individuo que muere hay (y no, hubo) una historia, y así convertimos a los humanos en fotos o en nombres impresos que desaparecen para siempre cuando damos vuelta a la página del periódico donde venía ese triste anuncio.

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En ciertos países ha habido tanta represión política que hablar del fenómeno en el simple sentido de la psicología clínica suena a cosa ridícula.

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Cioran Valdivia, mi personaje-filósofo, no es tanto un nihilista como uno que circula perplejo entre la espesa selva que el nihilismo de hoy ha levantado.

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Nunca me aprendo los nombres de las medicinas que debo tomar. Retener nombres científicos está bien, pero me parece que una de las peores ofensas que se le pueden hacer a la mente es llenarla con nombres comerciales.

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Diariamente, el olvido le gana la batalla a la memoria en un juego que se parece bastante al del gato y el ratón.

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El ruido de los motores deja la impresión de constituir toda una experiencia espiritual para ciertas gentes.

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Qué oportuna ayuda ha significado la llegada de la era light para innumerables perezosos de la mente metidos a intelectuales.

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De nuestra era. Más impresionante aun que su despliegue tecnológico es el de su ingenuidad, sobre todo por la variedad de formas que emplea para pulular.

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La historia le importa un pito al ciudadano promedio. La prueba de ello está en que los periódicos suelen decir espantosas barbaridades en materia de fechas, nombres, lugares, situaciones, causas o efectos, sin que nadie se mosquee.

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Pocas expresiones son tan falaces como ésta: “opinión pública”. Ciertamente, sólo un individuo bien calificado como tal puede tener opinión.

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La dieciochesca idea del progreso sigue viviendo en mucha gente del planeta. Y la tecnología fomenta la ilusión de que todo se optimiza vertiginosamente, de un hipotético perfeccionamiento generado por el simple hecho de “estar allí”.

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El humanismo tendrá que volver. No sé bajo qué figura, pero se precisa su retorno. Sí tengo claro desde dónde habremos de llamarlo: desde la necesidad de mejorarnos en vez de simplemente perfeccionar los instrumentos.

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Humanismo no quiere decir negación de la técnica, solamente inversión de nuestra relación con ella. Una cuestión de prioridades.

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La mente y la sensibilidad de todos los ciudadanos volverán a solazarse con la poesía. Una simple expresión poética les dejará más que varias horas de huero charloteo, como en los mejores tiempos de la vida del hombre.

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Es preciso que cada quien, el así llamado hombre común, la mujer común, redescubra que en cada recoveco de la ciudad vive –vibra– la palabra poética. Y después ha de tocar a alguien más con lo que extraiga de tal revelación.

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La ciudad –y no la naturaleza– es poesía pura, poesía no suficientemente descubierta.

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En el XX, la ciudad rebasó todas las previsiones. Pero la historia no ha terminado, ni mucho menos. Al siglo XXI le toca reordenar la ciudad heredada del anterior, y si esta empresa ha de ser seria tendrá que ser presidida por una visión estética.

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Una visión estética no significa menosprecio de lo práctico. Al contrario, las cosas prácticas funcionan mejor cuando encuentran su estética.

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La ciudad es el espacio humano por excelencia.

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La ciudad es la utopía que no cesa de inventarse y potenciarse como tal.

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Ciertamente que en el ágora todo se revuelve con todo, las aguas limpias con las aguas sucias, en la edificación del imaginario.

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Las pantallas ya son las dueñas. La limpia y curiosa mirada que se dirige hacia todos lados es cosa en proceso de extinción. El ojo ya no descubre, sólo se mantiene atento a los vertiginosos senderos que lo llevan por el ciberespacio.

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El mundo globalizado suele universalizar al escritor aldeano y “municipalizar” al creador universal.

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El concepto de ruinas ilustres sólo es aplicable a edades y períodos lejanos de la historia. La civilización actual se vive en el delirio de producir y producir para que todo sea ruina pronto, pero cubierto con una máscara colosal y dinámica en la que nada cesa de hacerse, sugerirse o mostrarse; en la que el menoscabo es obra y la obra menoscabo.

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No hay un solo ser humano que pueda dormir tranquilo si piensa en lo que será el mundo brutal del mañana. Formar –y no simplemente alarmar– ante su vista anticipada debería ser la preocupación prioritaria de la sociedad democrática.

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No hay suficiente conciencia del futuro porque la que existe del presente no es todo lo crítica que debería ser.

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La utopía tiene que renacer precisamente porque sólo estamos produciendo montones de escombros. Sobre éstos debemos sentarnos un día, a pensar e imaginar.

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¿No has visto la increíble belleza de las plantas cultivadas entre desechos?

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Difícil decir que hay espacios no contaminados en mi ciudad.

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No se ha de escuchar cantos de sirena jamás. Pero lo más grave es prestar atención exclusiva, entre estas mujeres, a las que se bañan en las quebradas y estanques del propio municipio.

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En realidad nada de lo humanamente producido desaparece, sólo queda dando vueltas al azar en los oscuros oleajes de la memoria.

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El acervo es lo que no se destruye.

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La nueva época no acaba con nada; sólo oculta, ensombrece o relega.

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Si no tienes acceso a una ciudad vieja, corre a inventarla. Y tal vez no sea necesario tanto, pues podría ser que ya viva en la tuya y no te hayas dado cuenta.

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Hay en la ciudad ciertas gentes que se tienen a sí mismas por pensantes y se autoproponen como guía para el entender o el actuar de los otros, pero jamás leen un libro de esos que fortalecen el genuino pensar.

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Ninguna sensación tan incómoda como la de ver entrar triunfante, bajo los arcos que la ciudad le ha erigido para la ocasión, eso que tú te dedicaste a combatir toda tu vida y ya creías erradicado.

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La ciudad tonta ya olvidó que fue destruida hace cuatro años y medio.

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¿Qué sería de nuestras sociedades si nunca hubiera existido el fútbol?

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Enorme peligro para la ciudad es que gentes que le son hostiles empiecen a imponerle desde el interior sus puntos de vista o, peor aun, a hablar en nombre de ella.

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Entre los miembros de una comunidad es el político el que mejor expresa la realidad de ella, siempre de manera parcial.

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El político vive feliz en su realidad. Es un pez que nada contento en todos los niveles de las aguas, conoce las distintas corrientes que las cruzan y nunca se queda sin encontrar pececillos que engullir. El escritor sufre con la sola mención de la realidad, le atormenta cada acto por el que la reconoce.

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El político no se equivoca nunca. Esto no lo he descubierto yo, ni mucho menos; es una idea muy vieja: ya Maquiavelo la escribió. Y viven de este su no extraviarse jamás, pieza central en el mecanismo de su “arte”. El escritor es el que se equivoca siempre; pero de estos actos se benefician todos los demás, por lo general de manera tardía.

 


Notas

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vuelve 1. Publicado en Paraninfo. Revista del Instituto de Ciencias del Hombre Rafael Heliodoro Valle. Tegucigalpa. Año 12, número 23, julio 2003. Páginas 199-228.


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