Alexandra Ortiz Wallner

 

Las batallas de la memoria: La novela centroamericana como lugar de sobrevivencia1

 

Universidad de Potsdam, Alemania

Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas CIICLA,
Universidad de Costa Rica

alexandraortiz@gmx.net

 

Notas*Obras citadas


Memoria y literatura

El lenguaje ha supuesto inequívocamente que la memoria no sea un instrumento para explorar el pasado, sino su escenario. Es el medio de lo vivido, como la tierra es el medio en el que las ciudades muertas yacen sepultadas. Quien se trate de acercar a su propio pasado sepultado, debe comportarse como un hombre que cava. Eso determina el tono, la actitud de los auténticos recuerdos. Éstos no deben tener miedo a volver una y otra vez sobre uno y el mismo estado de cosas; esparcirlos como se esparce la tierra, levantarlos como se levanta la tierra al cavar. Pues los estados de cosas son sólo almacenamiento, capas, que sólo después de la más cuidadosa exploración entregan lo que son los auténticos valores que se esconden en el interior de la tierra: las imágenes que, desprendidas de todo contexto anterior, están situadas como objetos de valor – como escombros o torsos en la galería del coleccionista- en los aposentos de nuestra posterior clarividencia. Y no cabe duda que para emprender excavaciones con éxito se requiere un plan. Pero igual de imprescindible es la prospección cuidadosa de tanteo en la oscura tierra, y aquel que guarde en su escrito únicamente el inventario de los hallazgos sin incluir esta oscura suerte del propio lugar exacto donde los ha encontrado, ése se está privando a sí mismo de lo mejor. La búsqueda desafortunada forma parte de ello tanto como la afortunada, de ahí que el recuerdo no deba avanzar de un modo narrativo, ni menos aún informativo, sino ensayar épica y rapsódicamente, en el sentido estricto de la palabra, su prospección de tanteo en lugares siempre nuevos, indagando en los antiguos mediante capas cada vez más profundas.

Walter Benjamin, "Crónica de Berlín"2

 

"Quien se trate de acercar a su propio pasado sepultado debe comportarse como un hombre que cava" afirma Benjamin al referirse a la trabajosa actividad que representa la exploración del propio pasado. Como lo describe en su crónica berlinesa, cavar, esparcir y levantar la tierra son actos que posibilitan la indagación del pasado. Asimismo, sugiere que la memoria no es un instrumento para escudriñar el pasado, sino el escenario del pasado en nuestros recuerdos. La memoria como escenario de nuestro pasado es concebida tal y como la superficie de la ciudad por la que Benjamin transita y que se convierte en la memoria-escenario de una ciudad sepultada. En este sentido, recorrerla es una forma de cavar en ella. Para Benjamin, recorrer la ciudad es caminar por el escenario de su pasado, transitar por la ciudad es transitar por su memoria, por sus recuerdos. La memoria, como la ciudad, es habitable y como escenario se vuelve espacio de una puesta en escena, por consiguiente, la actuación se da en el escenario. Toda exploración de la memoria es, indirectamente, una exploración de una colectividad que yace enterrada junto con las ciudades sepultadas, los escombros de la ciudad se vuelven una analogía de los escombros de mi memoria; la cuestión es, entonces, ¿qué hacer con, y sobre todo en la memoria?

Benjamin sostiene que el recorrido no consiste en un simple caminar horizontalmente por la ciudad, sino que se debe escarbar la ciudad, tantear "en lugares siempre nuevos", cavar, penetrar cada vez más profundamente, es decir, ser una búsqueda constante a través de los estratos de la ciudad, de las capas de nuestra memoria, y ensayar allí una prospección en lo subterráneo. Tanto en la memoria como en los recuerdos, no se trata de avanzar, esto es, de simplemente narrar en el sentido de informar, sino de sepultarse, de sumergirse en la memoria. De allí que cavar no se trate de progresar sino de confrontarse consigo mismo, de escarbar en los propios escombros: al cavar, desenterramos y recordamos. Quien cava, ensaya en el mismo sentido de aquel que organiza los hechos consumados para que tengan sentido. Se trata de darle sentido a la memoria, lo que significa traerla a actuar al presente, y este es precisamente el papel activo que Benjamin otorga a la memoria.

La literatura y su capacidad de ser presente, trasciende la división unívoca entre pasado-presente-futuro y muestra su capacidad de hacer la memoria presente a través de sí misma. Es así como cierto tipo de escritura no trata de narrar los hechos reales sino de traerlos al presente, de hacer presentes las ruinas y los escombros de la historia, se trata de su capacidad de ser conocimiento en el tiempo. Siguiendo los postulados del romanista Ottmar Ette (2004, 2005, 2006) y de la filósofa María Teresa López de la Vieja (2003), que abogan por el valor cognitivo de lo literario, "en algunos casos, la literatura presenta de otra manera los acontecimientos del pasado. Un determinado tipo de literatura favorece un planteamiento más reflexivo y más crítico acerca de las formas de vida y sucesos del pasado" (López de la Vieja 2003: 236). López de la Vieja defiende el papel de la literatura en el conocimiento y valoración de las experiencias del daño por medio de tres postulados principales: 1) que los relatos ocupan un lugar singular en el proceso de hacer memoria; 2) que la literatura contribuye al entendimiento de esos sucesos, aportando un conocimiento acerca de las experiencias del daño; 3) que la literatura cuenta lo que nadie contó y, por ende, a veces, sólo se ha hecho justicia en la escritura (2003: 238). Para ella, "lo narrativo amplía la percepción de las conductas, afina el juicio, aproxima a los detalles y dilemas de la moralidad" (2003: 246). En este sentido, la escritura es una forma de hacer memoria y de mostrar visiones más justas, capaces de llenar vacíos en el conocimiento acerca de nuestras sociedades. A través de los textos literarios no sólo existe la posibilidad de leer y comprender versiones del pasado, sino que también constituyen una entrada al presente y una mirada hacia el futuro. Los textos literarios, afirma López de la Vieja, introducen nuevas posibilidades, soluciones imaginarias, ejemplos, esto es, muestran y producen experiencias (2003). Desde los estudios literarios, Ottmar Ette lo propone de la siguiente manera: "Denn Literatur lässt sich begreifen als sich wandelndes interaktives Speichermedium von Lebenswissen, das nicht zuletzt Modelle von Lebensführung simuliert und aneignet, entwirft und verdichtet und dabei auf die unterschiedlichsten Wissenssegmente und wissenschaftlichen Diskurse zurückgreift." (Ette, 2006: 7)3. Con Ette me interesa entonces plantear la función de la literatura como depósito dinámico de conocimiento sobre la vida. Y es en este punto que surge la interrogante: ¿Cómo hablan las novelas centroamericanas recientes de las experiencias del daño? ¿Cómo se expresan las ausencias irreparables, los desaparecidos y los exiliados por el terrorismo de Estado, las guerras civiles y las revoluciones que marcan la historia reciente de la región centroamericana y de toda América Latina?

Inmersas en un paisaje social y cultural dislocado por las guerras y las muertes, las literaturas centroamericanas, y a mi modo de entender de manera paradigmática la narrativa centroamericana contemporánea, participan de forma especialmente activa del esfuerzo de recomponer esa totalidad dispersa por efecto de la persecución, el destierro o la represión (cfr. Moraña 1988: 86), pero no para fijarla, sino para hacerla actuar en el presente.

A inicios de la década de 1990, en plenas batallas discursivas que se gestan en torno a la pregunta de quiénes y cómo se determinarán, desde los más diversos espacios de enunciación -la oficialidad estatal, las comisiones por la verdad histórica y los derechos humanos, los intelectuales y artistas, así como las víctimas- los contenidos de una memoria colectiva que deberá ser guardada y valorada, la figura de la memoria emerge desde la tensión entre recuerdo y olvido, entre palabra y silencio, entre memoria y desmemoria. La figura de la memoria "es principalmente aludida como tensión entre olvidar (sepultar el pasado de los cuerpos sin sepultura: recubrir) y recordar (exhumar lo que tapa –vela- ese pasado: descubrir)" (Richard, 1994: 32), a la vez que emergen las voces que hablan de una "cultura de la sobrevivencia, del presente inmediato" (Castellanos Moya, 1993: 45), es decir, que el acto de traer a actuar a la memoria al presente -como lo dice Benjamin- coexiste con la cuestión de cómo pensar y (sobre)vivir en sociedades en las que en nombre de la democracia conviven víctimas y victimarios. En este sentido, es necesario recuperar una memoria desgarrada y simultáneamente comprender que la memoria es un campo de batalla, un acto político y programático, un derecho que se ejerce, pero que también puede perderse o ser enajenado al identificarle con una memoria oficial. En este punto es pertinente retomar a Ottmar Ette y su concepción de la literatura como depositaria dinámica de conocimiento sobre la vida: el de la memoria y el de las experiencias de vida.

En síntesis, me interesa destacar las siguientes tesis: la memoria no es un instrumento para escudriñar el pasado, sino el escenario del pasado en nuestros recuerdos. El recorrido por el escenario de la memoria no consiste en caminarlo horizontalmente sino que se debe escarbar en él, es decir, actuar como una constante búsqueda. Así, darle sentido a la memoria significa traerla a actuar al presente, es otorgarle un papel eminentemente activo a la memoria. La literatura, por su parte, ofrece la posibilidad de ampliar las percepciones de las conductas como lo afirma Ette, de conocer los detalles y dilemas de la moralidad. Podemos decir que la literatura cuenta lo que nadie contó y, por ende, a veces, sólo se hace justicia en la escritura. En tanto la literatura muestre y produzca experiencias como nos lo dice López de la Vieja, conocemos a través de ella formas de vida, experiencias de vida y un conocimiento sobre la vida.

En las próximas páginas presento una muestra de mi argumentación a partir de pasajes ejemplares de dos novelas centroamericanas recientes: El hombre de Montserrat (1994) de Dante Liano y El corazón del silencio (2004) de Tatiana Lobo.

No poder dejar de mirar

Uno de los tres epígrafes con que inicia la novela de Dante Liano es tomado del libro de Primo Levi Los hundidos y los salvados: "Il mare di dolore, passato e presente, ci circondava, ed il suo livello è salito di anno in anno fino quasi a sommergerci. Era inutile chiudere gli occhi o volgergli le spalle, perché era tutto intorno, in ogni direzione fino all’orizzonte. Non ci era possibile, né abbiamo voluto, essere isole."4 Con esta imagen se presenta al lector una clave fundamental de la novela: se anuncia allí lo que el texto literario no puede callar, por lo tanto, lo que la novela relatará: lo que no se puede mirar es visto y contado por la literatura.

"Yo quise recoger en esta obra el recuerdo de lo que vi y tenía la urgencia de contarlo" explica Dante Liano en una entrevista (2005) acerca de su novela El hombre de Montserrat. Como la gran mayoría de los artistas e intelectuales guatemaltecos que abandonaron su país en la década de 1980, Liano se exilia ya en 1980 en Italia, donde escribe y logra que se publique la primera edición de dicha novela -en su traducción italiana L´uomo di Montserrat- en 1990. Es hasta 1994 que una pequeña editorial mexicana publica la primera edición en español de El hombre de Montserrat y será hasta el 2005 en que se realiza la primera publicación guatemalteca de este texto, mismo año en es publicada en Barcelona por Roca Editorial.

Dividida en cinco capítulos y un epílogo, la novela de Liano inicia con el hallazgo que el teniente Carlos García, el protagonista, hace de un cuerpo a orillas de la calle: "No le falló la intuición. El muñecote grande que parecía caído de un cartelón publicitario estaba bien muerto […] Volteó el cadáver, por curiosidad." (2005:15). A partir de este momento, el teniente García se obstina por conocer la identidad del muerto encontrado a orillas de la calle, en un terreno baldío, ya que "le obsesionaba la idea de haber conocido al muerto. ¿Pero, dónde?" (19) situación que lo llevará por una serie de pesquisas que no resultan en revelaciones ni en respuestas a su curiosidad, sino en una espiral de acontecimientos que culminarán en una especie de vuelta al mismo sitio.

Desde las primeras páginas, la novela va a revelar su carácter ambivalente y transgresor: el punto de vista desde el cual se relatan los acontecimientos es la perspectiva de un verdugo: el teniente Carlos García es un militar especializado en la lucha contrainsurgente. Por otro lado, en un primer momento, la novela se estructura en función del enigma que representa la identidad del muerto, no la del asesino (ver Barrientos Tecún, 2005: 169), para luego ir revelando que "la estructura modélica de la novela negra norteamericana sólo está presente como estructura superficial" (Toledo, 2002: 91). El hombre de Montserrat no es en sentido estricto una novela policial sino la transgresión paródica de su fórmula: la novela policial se vuelve un pre-texto en donde situaciones tan clásicas como el hallazgo de un cadáver y las correspondientes investigaciones policiales coexisten con elementos que desfamiliarizan dicho contexto. De manera paradigmática, la novela de Liano muestra esta desfamiliarización a través de la figura del teniente García y las vivencias que se desatan a partir del hallazgo del cuerpo.

El teniente Carlos García es un oficial del ejército guatemalteco que trabaja en una de las oficinas de inteligencia militar. Su participación en el conflicto armado se limita a una oficina, una computadora y un escritorio, lugares desde donde se da a la tarea de investigar por su propia cuenta sobre la identidad del hombre aparecido en las cercanías de la colonia Montserrat. Sin embargo, todas sus pesquisas fracasan y acentúan el absurdo y la pérdida del estatus de superioridad que supone pertenecer al ejército por medio de una situación irónica: a pesar de trabajar en el departamento de inteligencia militar, nunca da con la identidad del fallecido, mientras que los demás -incluyendo al mismo ejército, la policía judicial y su propia familia-, saben más que él e incluso se lo ocultan. Junto a este lugar marginal en que queda situado García, su posición con respecto a la guerra de la cual es testigo, provocan en él una contradicción, una inestabilidad: su postura oscila entre los efectos psicológicos e incluso traumáticos que implica ver el horror, "García pensó que le iban a hacer falta muchas borracheras para borrarse de la memoria lo que estaba viendo" (64) y el sentido de pertenencia que le otorga el ejército, es decir, formarparte del horror: "No sabemos lo que es un ideal. Pero no vamos a perder la guerra, Tono. Ninguna guerrilla le puede al Ejército Nacional: porque estamos dispuestos a todo. […] Esa es nuestra ventaja: que no tenemos ideales. Para nosotros solo existe la guerra." (115) Este dilema y sus efectos son anunciados en diversos momentos de la novela a través de las incursiones del narrador omnisciente en el transcurrir de la vida personal cotidiana del teniente García: "El golpe de agua fría en la cabeza lo despertó. El teniente García se dio cuenta de que era miércoles, de que faltaban tres días para el fin de semana, de que estaba cansado y de que no iba a hacer gran cosa en la vida." (95) A lo largo de la novela, tanto las rutinas cotidianas como la presencia de los sueños de García van a ir dibujando aspectos de su mundo subjetivo.

Los episodios en que se cuentan partes de sus sueños resultan particularmente ejemplares para comprender el papel que juegan los lazos familiares. Luego de verse forzado a llevar a su cuñado Tono a la frontera con México para salvarle la vida y de no haber sentido tristeza alguna durante la corta despedida, el capítulo cierra con una prolepsis:

La imagen de Tono que entraba a oscuras en el autobús de los "Cristóbal Colón", lo iba a perseguir durante muchos años. Soñaba, a veces, que Tono bajaba y le decía: "Ya no me voy, todo se aclaró, era una equivocación" y los dos regresaban alegres al carro. Otras veces soñaba que era él, el Teniente García, el que se iba, y Tono se quedaba en su lugar, y él protestaba, diciendo que se estaban cambiando los papeles pero de nada servía el terror, pues el autobús partía y Guatemala se quedaba atrás. Algunas veces soñó, también, que a Tono lo esperaba un comando de los Escuadrones de la Muerte en el interior del autobús, y que tiraban el cadáver por la ventana.

Entonces, cuando despertaba, sentía la tristeza que no había podido sentir esa noche de la despedida, y veía, a su lado, a su mujer que dormía con el rostro tranquilo. Luego se volvía a dormir y soñaba otras cosas, como por ejemplo, que un avión caía sobre la ciudad y estallaba en llamas. (116)

Su frustración, sin embargo, culminará con el traslado del teniente García a pelear al "Area", es decir, a la selva, como castigo por su intromisión en las investigaciones acerca del hombre de Montserrat y por el hecho de que uno de sus familiares, su cuñado Tono, fuera señalado como el asesino. La experiencia de García en el "Area" trasforma su estatus como militar y como ciudadano, pues no solamente está siendo castigado por querer saber más acerca de un crimen, sino que la poca satisfacción que su acomodada vida de clase media le ofrece -dormir y comer bien- se ven igualmente fracturados:

En la selva ya no dormía como si fuera de palo. En la ciudad, sí. En la ciudad soñaba mucho y no había poder de Dios que lo despertara. […] En la selva, no. En la selva dormía como los locos, que basta un suspiro para que se alebresten. Al mínimo ruidito desacostumbrado ya estaba sentado, con la metralleta en la mano. […] Como locos dormían en la selva. […] Ahora, en la selva, de esa vigilia desesperada dependía su vida. (119)

Fracasado y sintiendo un profundo odio y lástima de sí mismo, el teniente García toma una decisión que lo transformará. Durante su estadía en el "Area" García se convierte en asesino: "García le tenía pavor al regreso. Nada iba a ser igual. Por eso se levantó de mal humor. Cuando el Sargento le preguntó: -¿Y hoy qué hacemos, mi Teniente? –Vamos a quebrarle el culo a cuanto pisado se nos ponga enfrente –le contestó." (128) García y su tropa se dan a la tarea de aplicar los métodos de "tierra arrasada", comunes durante esos años de genocidio, y que consistía en incendiar las aldeas indígenas que el ejército fuera encontrando a su paso. Poco tiempo después de estos hechos, García es regresado a la ciudad.

A través de los acontecimientos que marcan a García, la novela muestra la figura de un militar que es sacado de su ámbito de poder para ser expuesto tanto en su fracaso como en su criminalidad, se trata de un personaje a través del cual se transparentan las pugnas éticas y morales y las complejidades de su entorno social.  En el Epílogo de la novela, una vez que García está de vuelta en la capital, logra finalmente armar el rompecabezas del hombre de Montserrat, a pesar de que en ese momento "ya no le importaba un carajo" (146) y con la única certeza de que "…le habían dicho tantas mentiras que la nueva versión podía ser una más. De toda esa historia lo único cierto eran la muerte, el exilio y la selva." (147) De allí que el descubrimiento de la identidad del fallecido y su asesino no signifiquen reivindicación alguna, sino más bien una constatación: "Sintió que había fracasado en la vida. La radio transmitía boleros y durante el camino hacia su casa, no pudo quitarse de encima ese pensamiento. Todo lo que había hecho estaba equivocado. Y la equivocación le iba a durar toda la vida." (149) Es en este punto en donde la novela enfatiza que lo que importa no es el resultado de las pesquisas sino el desarrollo y las implicaciones que el proceso de las indagaciones tendrá, pues no es el crimen individual el que se resuelve, sino que en ella es el crimen colectivo el que es sacado a luz, el que es desenterrado como ha sido observado por Barrientos Tecún (2005: 183). El muerto tirado a orillas de la calle se convierte en esta novela en una metáfora que marca un punto de partida hacia la producción de sentidos posibles: la pregunta por el destino de los desaparecidos y los ausentes, que a su vez refiere a una experiencia del mirar, del verse afectados y del deber actuar como lo anuncia el epígrafe de Primo Levi al inicio de la novela.

Volver es mirar hacia atrás

El hombre no podía ver a la mujer sentada a sus espaldas. No es posible mirar hacia atrás cuando se conduce una máquina. Las ruedas, como todo el mundo sabe, giran sobre el asfalto en un movimiento continuo, pero sin puntos de referencia la recta interminable de la autopista produce una inquietante sensación de inmovilidad. […] Deslizó el dedo sobre el vidrio y escribió algo que no la dejó muy satisfecha porque agregó, con una enérgica presión del dedo índice, tres puntos suspensivos. Insatisfecha con la sugerencia maliciosa e imprecisa de los puntos, pensó en los signos de interrogación. Jugó con ellos de manera que ahora lo escrito en el vaho de la ventana se podía leer, con un poco de imaginación, de tres maneras diferentes: "¿Volver?, es morir un poco"; "Volver, ¿es morir un poco?"; "Volver es morir, ¿un poco?"

La posibilidad de que al volver, como en el caso de las margaritas deshojadas, se muere mucho, poquito o nada, le pareció de un optimismo exagerado, por experiencia sabía que la muerte es definitiva. Así que borró mentalmente los signos de interrogación y antepuso, con la punta del mismo dedo que estaba usando a manera de lápiz, un condicional a la caligrafía. Su obra quedó terminada. Leyó, "si volver es morir…", le hizo gracia y agregó, en voz baja, "entonces mejor me devuelvo". Pero como no podía desandar lo andado hasta el día siguiente, en un arrebato de mal humor –quizá por el cansancio, quizá porque estaba haciendo lo que no quería- pasó toda la mano sobre la leyenda. Las invisibles partículas de polvo acumulado le dejaron la palma húmeda y desagradablemente pegajosa. El conductor apagó la luz y la noche invasora penetró por el cristal. (2004:7-9)

Estas primeras páginas de la novela El corazón del silencio de la escritora chileno-costarricense Tatiana Lobo sirven como una doble introducción: por un lado, conocemos a una de sus protagonistas, Yolanda, quien luego de largos años de ausencia, regresa por unos pocos días a su país –sumergido en el ocaso de una dictadura militar- para reencontrarse con su prima Aurelia, e intentar recuperar los lazos familiares que le unen a ella desde su infancia, y, con el fin de averiguar los pormenores que rodean la misteriosa desaparición de su primo Marcelo. Las razones de su viaje están por descubrirse: "Una deuda de gratitud era la primera razón. La segunda, tendría que descubrirlo."(13)

Por otro lado, presentan la decisión que ha tomado Yolanda de volver y mirar hacia atrás, aunque sus reflexiones, mientras se acerca al destino de su viaje, oscilen entre el suspenso, la interrogación, la imaginación e incluso, la borradura/el silencio/la muerte, como se muestra en el juego de palabras que Yolanda va (des)escribiendo en la ventana del autobús. "[…] un breve pálpito del corazón le avisó que estaba comportándose como el que regresa a un territorio salvaje donde todavía queda un área oscura por explorar." (13) Yolanda decide explorarla, cavar en ella.

Pronto la novela nos revela que el reencuentro de estas dos mujeres está signado por dos misterios: la desaparición de Marcelo y el autismo de Melania, novia de juventud de Marcelo y vecina de la casa familiar, hoy cuidada y habitada por Aurelia. Desde su llegada, Yolanda se da a la tarea de recorrer la ciudad, indagar en los lugares de su pasado: la casa familiar, la iglesia, el barrio, el centro de la ciudad. Asimismo decide indagar, con lo cual se adscribe a una estrategia voluntaria, la de "mirar hacia atrás", es decir, traer el pasado al presente, escarbar en el pasado. Algo muy distinto sucede en el caso de Aurelia, quien ha elegido vivir sin mirar atrás ni querer comprender las aberraciones de la dictadura, de allí que la carta que Yolanda le enviara después del pronunciamiento militar fuera el origen del distanciamiento entre ambas: "Las cosas que decía esa carta no eran para recordar y la quemó junto con la leña, en la estufa, para no volver a leerla nunca jamás. Pero Aurelia no pudo quemar su cabeza y ahí quedaron impresas, letra por letra, todas las atrocidades que Yolanda escribió sobre el General." (22) Así, recordar en Aurelia es más bien un acto involuntario pero inevitable, pues por más que desarrolle estrategias y mecanismos para borrar acontecimientos de su pasado, ella "no pudo quemar su cabeza" y los fantasmas del pasado son más fuertes y no la dejan tranquila (ver Grinberg Pla, 2004: 90). De allí que parte de los preparativos de la visita de Yolanda alarmen a Aurelia quien "Se apresuró a tomar la imagen de un militar con anteojos negros y la escondió en el cajón de las servilletas, debajo de estas." (23).

En este sentido, la novela de Lobo confronta dos memorias, situadas en dos lugares diferentes: la memoria de Yolanda, quien vive en un exilio voluntario, y la memoria de Aurelia, quien nunca se fue. El corazón del silencio entonces puede ser vista –en un primer momento- como una estructura compuesta por binomios: afuera/adentro, pasado/presente, conocimiento/silencio, Yolanda/Aurelia. Sin embargo, el reencuentro entre las dos mujeres abre una nueva dimensión en la novela, simbolizada y condensada en sus conversaciones en la cocina.

Dichas conversaciones muestran cómo los hechos históricos inciden en la privacidad de los individuos, con lo cual la división entre espacio público y espacio privado es borrada. La historia es también un asunto privado y en la novela de Lobo, la historia se hace omnipresente en el espacio de la cocina: a lo largo de la narración, la presencia del General no abandona este lugar sino que permanece oculto, así no solamente existe una omnipresencia masculina en un espacio tradicionalmente restringido a las mujeres de la familia, sino que el autoritarismo y el terror también se hacen presentes en la intimidad del hogar, especialmente entre las dos mujeres.

Las conversaciones entre Yolanda y Aurelia son también espacios de constantes desencuentros en los cuales la incomunicación remite a un ocultamiento. Desde su mera condición material, las conversaciones entre las dos mujeres se expresan en una compleja estructura que se compone de intervenciones que se van entrelazando, logrando el efecto de unirlas en un aparente diálogo e incluso en una especie de única voz. Sin embargo,  sus secretos y silencios continúan presentes y esta condición es mostrada en la forma en que aparecen los textos de sus voces externas e internas. Al unir a las voces que hablan en voz alta, las voces silenciosas de estas mujeres, es decir, sus pensamientos, el espacio textual es conformado de la siguiente forma:

-Las fotos de tu papá y tu mamá te las di todas, supongo que todavía las guardas,

-por supuesto,

-se murió, no hace mucho se murió,

 -quién,

-el del camión, murió de viejo, qué injusticia, dijeron que la culpa fue de tu papá, que iba manejando con tragos,

-pudo ser verdad,

-cómo se iba a saber eso, digo yo, si en ese tiempo no había sistema para medir el alcohol,

-el forense, supongo, por la autopsia.

Aurelia no dijo, cómo harían la autopsia si quedaron hechos puré bajo las ruedas del camión cargado de vacas. Yolanda tapó la caja, afuera salió el sol,

-necesito dormir un poco. El viaje fue agotador,

-ay mujer, qué tonta soy. Voy a llevar la maleta arriba,

La muy desconsiderada, pensó Yolanda, me manda para arriba cuando podría dormir abajo, con ella.

Aurelia la miraba con expresión astuta. No le gusta que la mande arriba, pero no puedo traerla a mi dormitorio, no tiene por qué saber que la tía sigue durmiendo en su cama. (53)

Así, las conversaciones a lo largo de la novela ocultan más de lo que dicen. En esta historia hay un silencio que se yergue sobre la casa familiar: la imposibilidad de que Yolanda obtenga los detalles sobre la desaparición de Marcelo. En este punto resulta paradigmático el hallazgo que realiza Yolanda durante uno de sus recorridos por la ciudad y gracias a un encuentro con Miguel Cárcamo:

[…] sin entrar en detalles contó que una noche fue detenido y trasladado, junto con otros, a lo que hoy era el tugurio y en ese tiempo un bosque muy denso. Contó que cuando llegaron ya habían cavado una zanja, estaban apurados. Los pusieron en una fila al borde mismo y a las luces del vehículo que alumbraba la escena reconoció a uno de los asesinos, pero desconocía completamente a los demás. Alguien intentó escapar, hubo un segundo de distracción que Cárcamo aprovechó para dejarse caer en la zanja. Sintió una pala apresurada que echaba un poco de tierra encima y cuando el vehículo se alejó, salió como pudo. Eran nueve, en la zanja quedaron ocho.

[…] -No se trata de eso, sé muy bien donde hay que…Yo ya…en fin, lo que quería decirle es que en esa zanja donde estuve, en ese cementerio, ya no hay nadie. Poco después volvieron, sacaron a los muertos y los arrojaron al lago. Por qué se fueron y volvieron, supongo que para cambiar de vehículo. Deben haber pensado que era más fácil transportar los cadáveres. (173)

La zanja vacía se convierte en lugar de la memoria de los cuerpos que son lanzados al lago, una zanja vacía que es una fosa común cuyas víctimas desaparecen doblemente (cfr. Mackenbach 2004: 94 y 95). Simultáneamente, ese lugar pasa a ser un espacio en donde surge la posibilidad para que la población pobre que construyó allí sus tugurios con la venia del dueño subsista. Un trato que para el dueño de esas tierras, uno de los miembros del pelotón de fusilamiento (175), significa enterrar sus actos, cubrirlos. Ya que trasladarán a los pobladores a un barrio con mejores condiciones, el propietario incluso está de acuerdo en que excaven, ya que una zanja vacía no le inculpará en crimen alguno, "Si no hay víctimas, no hay victimarios" (175) le explica Cárcamo a Yolanda.

No solamente la zanja y el lago se vuelven lugares que condensan en esta novela la metáfora de los desaparecidos, torturados y asesinados por las dictaduras militares, el pantano, ubicado detrás de la casa familiar de las primas, es el lugar en el que Aurelia –cómplice silenciosa de otro de los crímenes del horror de la dictadura- deposita el cuerpo de Marcelo, quien fue torturado hasta la muerte por equivocación. En El corazón del silencio es la zanja vacía, ese lugar donde la memoria ha sido enterrada y luego desenterrada con el fin de ocultarla para siempre, el lugar donde permanecen las huellas de cuerpos y vidas que ya no es posible recuperar, pero que siguen interpelando al presente y es a través del personaje de Yolanda, quien decide regresar y "mirar atrás", que la cadena de interferencias que no permite romper el círculo de una complicidad silenciosa, sea interrumpida y permita así contar esta historia.

El pasado que las novelas El hombre de Montserrat de Dante Liano y El corazón del silencio de Tatiana Lobo traen a actuar al presente, al escenario de la memoria, no solamente pueden ser prueba de la persistencia de las injusticias y de las experiencias del daño en nuestras sociedades, sino que sobre todo muestran el proceso activo y dinámico que le es inherente a la literatura como depositaria de conocimiento sobre la vida, en su capacidad de ofrecer un conocimiento sobre determinadas formas de vida y de conducta, en ambas novelas se encuentra la posibilidad de reclamar y hacer justicia a través de la escritura.

 

© Alexandra Ortiz Wallner


Bibliografía

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Fuentes primarias

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Lobo, Tatiana. El corazón del silencio. San José: Norma, 2004.

Fuentes secundarias

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Mackenbach, Werner, "La zanja vacía o la memoria ahogada", en: Comunicación, Agosto-Diciembre (2004), año 13, núm.2, 92-96.

Mejía, José, "Narrativa contemporánea: Dante Liano", en: Página de literatura guatemalteca <http://www.literaturaguatemalteca.org/mejia2.htm>.

Moraña, Mabel. Memorias de la generación fantasma. Montevideo: Editorial Monte Sexto, 1988.

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Toledo, Aída. Vocación de herejes. Reflexiones sobre literatura guatemalteca contemporánea. Guatemala: Editorial Academia/ Ministerio de Cultura y Deportes, Editorial Cultura, 2002.


Notas

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vuelve 1. Este texto forma parte de una investigación mayor en curso sobre la novela centroamericana contemporánea que realizo con el apoyo de una beca de investigación doctoral del Servicio Alemán de Intercambio Académico DAAD en la Universidad de Potsdam, Alemania. Presento en este avance de investigación, a manera de work in progress, algunas líneas argumentativas a partir de las lecturas –parciales- que aquí presento de las novelas El hombre de Montserrat de Dante Liano y El corazón del silencio de Tatiana Lobo. Agradezco a Patricia Fumero su interés y valiosas sugerencias. Mis agradecimientos son también para Bernal Herrera, Francisco Rodríguez, Gastón Gaínza, Patricia Alvarenga y Werner Mackenbach quienes discutieron productivamente mi trabajo durante una estadía corta de investigación en el CIICLA, Universidad de Costa Rica en febrero de 2007.

vuelve 2. A falta de una mejor traducción al español tomo la que aparece en: Escritos autobiográficos. Madrid: Alianza, 1996. Para el texto original en alemán ver: "Berliner Chronik", Gesammelte Schriften VI. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1991, 486-487.

vuelve 3. "La literatura es comprendida como un depósito, interactivo y en constante cambio, de conocimiento sobre la vida, el cual simula, se apropia, diseña y condensa modelos de conducta de vida y con ello recurre a los más diversos segmentos del conocimiento así como a los más diversos discursos científicos" (Si no se indica lo contrario, todas las traducciones que aparecen en este trabajo son mías).

vuelve 4. "El mar de dolor, pasado y presente, nos circundaba y el nivel iba subiendo año con año, subía hasta casi ahogarnos. Era inútil cerrar los ojos o volverle la espalda porque estaba todo alrededor, en todas direcciones hasta el horizonte. No era posible, ni aun que quisiéramos, estar solos.


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