Dante Liano
FRANZ GALICH (In memoriam)
Università Cattolica del Sacro Cuore di Milano, Italia
dante.liano@tiscalinet.it
El escritor Franz Galich nació en la ciudad de Amatitlán, a 30 kilómetros de la capital de Guatemala, en 1951. Amatitlán surge a las orillas del lago que le prestó su nombre. Galich amaba ese sitio, con naturalidad. De nombre y apellido eslavo, era hijo de un famoso hombre político, bien recordado como alcalde de la ciudad. Pero lo que más lo conmovía era que su tío, Manuel Galich, hubiera sido uno de los próceres de la Revolución del 44 y uno de los dramaturgos de mayor valía en América Latina. Don Manuel se exilió después de la invasión norteamericana de 1954 y todavía ahora se le recuerda, en Cuba, como uno de los mayores maestros de literatura del continente. Franz siempre había soñado con conocerlo, y, en 1978, hizo un viaje a Tuxtla Gutiérrez, junto con otros artistas y escritores del país, para encontrar a quien probablemente fue el inspirador de su carrera literaria.
Galich asistió a las clases de la escuela obligatoria en el colegio de los salesianos, en la capital. El colegio se llamaba “Don Bosco” y en él se publicaba un periódico estudiantil, dirigido por el poeta y sacerdote Hugo Estrada, quien publicaba, a la sazón, breves cuentos realistas de la escuela de Horacio Quiroga. En ese periódico se inició Franz Galich. En ese colegio consiguió su diploma de Bachiller en Ciencias y Letras, que le permitió inscribirse a la insólita Facultad de Agronomía, cuando el joven escritor no poseía ni la casa en que habitaba. Tardó un par de años en darse cuenta del error y pasó a la Facultad de Humanidades, Departamento de Letras, en donde no había necesidad de cultivar más que sueños y utopías. En eso, Galich era dispendioso.
Hacia 1979 publicó su primer libro, Ficcionario inédito, una colección de cuentos. No era un buen momento para ficciones. Desde 1975, la oposición política se había convertido en oposición armada, pues la dictadura militar mandaba a matar a los que osaban contradecir. La represión era durísima, y la cultura no era una prioridad para el Estado. De ese modo, encontrar una editorial dispuesta a arriesgar en literatura joven era imposible. Un grupo de amigos, provenientes de la Universidad de los jesuitas, la “Rafael Landívar”, decidió hacer una especie de cooperativa de ahorros, y con ese dinero publicó varios libros, bajo el sello de “Rin 78”. El nombre derivaba de una palabra japonesa, “rin”, que significaba “grupo”. Lo había sugerido el encargado de asuntos culturales de la Embajada del Japón, que estudiaba letras en la Landívar. El 78 se refería al año de fundación. Llamar “grupo” a un conjunto tan heterogéneo era una exageración. Sus miembros eran de las ideologías más disparatadas, y su única finalidad era lograr una publicación. Así, Franz Galich se vio publicado en una edición que no pasaba de las cien copias.
A pesar de ello, el Ficcionario inédito causó asombro por la madurez y la profundidad de su prosa. Contenía varios cuentos, la mayor parte ambientados en un territorio a mitad entre lo urbano y lo rural, que era la condición de Amatitlán. Hasta hacía un momento, Amatitlán había sido un lago ameno, sin mayores pretensiones, pero suficiente como para que los capitalinos bajaran a él los fines de semana. Los ricos marcaban las distancias, pues tenían chalets a lo largo de sus orillas. En los muelles privados, se balanceaban los pequeños yates con los que hacían esquí acuático. El pobrerío y la clase media llegaban en autobús, a dar una vuelta en lanchas sobrecargadas, a comer mojarras y a empalagarse con los dulces típicos del lugar. Poco a poco, la ciudad fagocitó a ese paraíso rural. Y lo convirtió en un lugar híbrido, pues no gozaba de ninguna de las características del urbanismo, pero tampoco era la campiña de antes. Galich recoge ese preciso instante. El joven escritor tenía, como muchos guatemaltecos, una gran capacidad verbal. Sus conversaciones podían ser juegos pirotécnicos de retruécanos, calambures, dicharachos. Esa facilidad la vertió en su literatura. Los títulos de sus obras son una especie de juego, un guiño malicioso. Por ejemplo, la paradoja escondida en llamar “Ficcionario inédito” a una obra que deja de serlo en el momento en que es editada. El cuento que más llamó la atención se llamaba “El ratero” y hay aquí un doble sentido, fácil de explicar. Se entiende por “ratero” al ladrón de poca monta. El lector cree que el cuento tratará de un personaje de tal categoría. La primera línea lo sorprende: no se trata de un ladrón, sino de un hombre aficionado a devorar ratas. El signo, truculento, da lugar a un hiperrealismo denso, oscuro, morboso. A la primera atrocidad siguen otras, en un crescendo alucinatorio, propio de la literatura fantástica. Por algún motivo secreto, quien leía ese cuento tenía la sensación de estar leyendo una pieza destinada a ser clásica. Era la realidad traspasada por una mente, unas aventuras y un lenguaje nuevos. Había resonancias antiguas, de novela picaresca, por la crudeza y el desparpajo, y alusiones a la contemporaneidad, a las deformaciones de Francis Bacon, en donde el realismo hunde su cuchillo en la realidad y la traspasa con crudeza. Otra paradoja es que el Ficcionario inédito casi lo era, pues una edición de tan pocos ejemplares se terminó enseguida, y hoy son pocos los que conservan una copia. Que, de todos sus cuentos, El ratero fuera el más significativo lo atestigua la reedición que aparece con el nombre de El ratero y otros relatos (Guatemala, Ministerio de Cultura, 2003).
Son los años de formación política. Uno de los tantos méritos de la Universidad Nacional de San Carlos era la de impartir no sólo una formación académica, sino también una lección de política viva. Galich no necesitaba adquirir una conciencia social: por sensibilidad, por lecturas y por experiencia propia, esa conciencia ya la poseía. En cambio, recibió en la San Carlos las ideas para entender dicha conciencia y compartirlas con su comunidad. Sobre todo porque la Universidad nacional era una palestra democrática en medio de una férrea dictadura. En su formación política e intelectual influyó decisivamente la amistad con Rolando Medina, de quien reconocía las enseñanzas y la solidez intelectual. (Medina habría de morir, pocos años después, luego de haber sido secuestrado y torturado por sicarios de la dictadura). El joven intelectual poseía una sólida formación en el materialismo histórico, así como una vasta información sobre el estructuralismo. La amistad casi simbiótica entre ambos dio frutos, muchos años después, cuando Franz Galich enfrentó la enseñanza universitaria.
Como la mayor parte de estudiantes de la San Carlos, el escritor trabajaba durante el día y asistía a clases por la noche. Era un notable sacrificio, sobre todo si se toma en cuenta que vivía fuera de la capital. Su vida mezclaba, en esa época, trabajo, estudio, militancia política contra la dictadura y algunos amores no muy afortunados. Un día de 1980, llegó tarde a su trabajo. Esa falta administrativa le salvó la vida. Puntuales como la parca, unos esbirros se habían presentado a buscarlo, desde temprano, con excusas banales. Los compañeros de trabajo los identificaron como miembros de los escuadrones de la muerte. En efecto, los sicarios se quedaron apostados en una esquina, esperando a su presa. Por suerte, no se dieron cuenta de la entrada de Galich al trabajo. Enterado de lo que pasaba, se escondió y pidió auxilio. Unos valerosos reporteros de los principales medios de información respondieron al llamado. Se presentaron en el lugar, con sus fotógrafos y sus cuadernos de apuntes. Con tanta ostentación de publicidad, sabían que frustraban el secuestro de Galich. En efecto, disgustados por la aparición de la prensa, los matones se retiraron. Franz buscó refugio en la Embajada de México. El embajador le negó el asilo (era un militar) y lo mandó a la calle. Lo salvó, de nuevo, un comando de las fuerzas revolucionarias, que lo escondieron en una casa de seguridad y al día siguiente lo acompañaron a asilarse en la Embajada de Costa Rica.
De Costa Rica, Galich viajó a México, en donde el ambiente del exilio terminó de defraudarlo. El triunfo de la Revolución sandinista encendió sus ensueños revolucionarios, y viajó a Managua para incorporarse al experimento nicaragüense. Con otras palabras, Jacinta Escudos fotografía bien la situación: Franz le sentaba bien a Nicaragua y Nicaragua le sentaba bien a él. Galich se sumergió en la naciente revolución y se fundió con (pero no se confundió) con la gente del país. Que Galich tuviera conciencia política y que desbordara talento literario no significa que tuviera astucia ni política ni literaria. Su lado poético estaba en esa capacidad de abrazar una causa sin malicias y sin cálculos. Y así le fue. No alcanzó nunca cargos en las filas de la revolución y mucho menos obtuvo renombre literario. Se quedó en la llanura, lejos de la aristocracia literaria. Tuvo que trabajar duro para ganarse el pan, y siguió en la obstinada tarea de crear literatura, según la propuesta de Arlt. Tuvieron que pasar diez años para que pudiera publicar su siguiente libro: La princesa de ónix y otros relatos (Guatemala, Editorial Impacto, 1989), en donde explora algunas nuevas formas del relato pero también confirma el hiperrealismo de su primera etapa. Resulta obvio que la tardía publicación fue un resultado de las vicisitudes del exilio, y las dificultades debieron de ser grandes si Galich no pudo publicar en Nicaragua, sino en su país natal. Por esos años, su identificación con los ideales revolucionarios (no necesariamente con las organizaciones revolucionarias) lo lleva a elaborar un cambio en su estilo y en sus contenidos. Estuvo trabajando largamente en un proyecto de novela de denuncia del genocidio en Guatemala, y al final publicó Huracán, corazón del cielo (Managua, Signo Editores, 1995).
Toda esa etapa, de dura experiencia vital y de incontables proyectos literarios (hay incluso una revista, que posee de la agudeza de Galich para los títulos: “El ángel pobre”), deja traslucir una suerte de incertidumbre sobre el camino a tomar, en la creación. Galich encuentra trabajo como profesor universitario, y comienza a incursionar también en la crítica. De su magisterio hay testimonios recientes, emocionados. Tanta búsqueda hace que sea La princesa de ónix como Huracán, corazón del cielo sean una especie de pasaje en búsqueda de una voz propia y definitiva, que marque una madurez artística que equilibre la madurez personal que va alcanzando. Pareciera como si La princesa cerrara el ciclo del cuentista y Huracán... fuera el primer paso hacia el novelista.
(Para esa época, Franz Galich se ha convertido en un perfecto nicaragüense de Amatitlán. Suceden estas cosas. Una persona puede ingresar, con fortuna, en una cultura, y al mismo tiempo, no deja de ser lo que sus orígenes le marcan. Habla como nicaragüense y bien se sabe la importancia de la lengua en la identidad de una persona. Aún más, se identifica con Nicaragua. Vive intensamente lo cotidiano del país. Los nicaragüenses lo reconocen como uno de los suyos. Fue profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, en la Universidad Centroamericana, en la Universidad Politécnica de Nicaragua y en la Escuela Nacional de Bellas Artes.)
Hombre de muchos amigos, Galich carecía, en modo absoluto, de maldad. Podía ser rudo, desbordante, fisiológico, como si su abundante fisionomía lo arrastrara en las formas de relación. Mas no se le conoció acto malo. Como todos los escritores, tenía vanidad y se preocupaba de la resonancia de su obra. Pero había, en sus modos, una magnanimidad exuberante.
La madurez literaria (y el prestigio internacional) llegan en el 2000, con el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán, de Panamá. La novela es un ejercicio de estilo desde el título: Managua, Salsa City (¡Devórame otra vez!) (Panamá, Editora Géminis, Universidad Tecnológica de Panamá, 2000). El título es una obra maestra de burla, de parodia, del juego de palabras al que tanto era aficionado Galich. El subtítulo, todavía más, porque alude a una famosa pieza de salsa de Juan Luis Guerra, de moda hace algunos años. El inesperado reconocimiento panameño le dio a Franz la confirmación tardía de su talento. Más todavía, el entusiasta reconocimiento crítico.
La novela relata una noche brava de un grupo de marginados, en la Managua de los años 90. En la historia personal de la literatura de Galich, señala el desembarazarse de dos importantes características de su estilo, hasta ese momento: el compromiso social que se hace realismo social y el realismo grotesco y deformante de sus primeros cuentos. Aquí el lenguaje se hace protagonista mientras ingresa el hedonismo, lo carnal en su forma más placentera, la alucinación por la borrachera o por las drogas. No se necesita mucho para entender que la degradación de los protagonistas y de su historia deben ser leídas a contraluz, como metáfora de la degradación de la sociedad. Pero no es la principal característica. Lo principal es que Galich suelta riendas a su decir, sin preocupaciones éticas o estetizantes, y se vuelve un lenguaje (parodia a su vez del lenguaje de Managua) que es el contenido de la obra. El desmadre o el destrabe lingüístico son el desmadre o el destrabe de sus personajes. Vuelve la picaresca a hacerse presente, mas aquí no hay salvación ni integración final al proyecto burgués. Al contrario, todo se disuelve en esa noche disgregante de borrachos, proxenetas, ladrones y putas. En todo caso, la conciencia ética del narrador está en contarnos esas aventuras, para que, recordando a Brecht, el lector diga: “Esto no puede ser, esto no debe ser así”. La novela es breve, palpitante, rítmica, como la salsa evocada en el título. También es cruda, blasfema, desbocada y malhablada, pues el habla popular de Managua no es el de una villa y corte. Se nota la concepción y el desarrollo de la novela como una idea completa, sin hilos sueltos, con inspiración y rigor a la vez. Al comienzo, memorable: “A las seis en punto de la tarde, Dios le quita el fuego a Managua y le deja la mano libre al Diablo.”, se contrapone el inocente final: “Eran las seis en punto de la mañana. Dios volvía a ponerle la llama a Managua y le amarraba nuevamente las manos al diablo.” La idea del tiempo circular, las invocaciones a Dios y el Diablo, el relato como descenso a los infiernos dan cuenta de una cultura literaria, de una resonancia involuntaria de su formación.
Dentro de lo que cabe, la novela fue muy bien recibida en Centroamérica. Gustaron el lenguaje, el tema, la modernidad (o, si se quiere, la postmodernidad). De esa cuenta, Galich decidió emprender un proyecto ambicioso: completar un “cuarteto centroamericano”, con Managua Salsa City como inicio, y tres novelas más. En 2006 publicó Y te diré quién eres (Mariposa traicionera), novela que calca el título de la anterior. Aquí el juego de palabras es más evidente: la segunda frase de un refrán más el título de una canción de moda. Según el modo de un “sequel” cinematográfico, Franz literalmente resucita al protagonista de la primera novela de la serie, Pancho Rana, y lo manda a caminar por Centro América. La visión de la degradación es todavía más oblicua, más morbosa y más pesimista. Y la búsqueda del virtuosismo lingüístico todavía más, al parodiar no sólo el habla de los nicaragüenses sino también la de los guatemaltecos. Eran sus dos orillas al borde de la tierra de nadie de la literatura. La segunda novela de la ambiciosa tetralogía muestra una mano más segura y una intención más definida, la de asumir, como lenguaje propio de la literatura, el habla popular centroamericana. Además, la apuesta difícil de narrar la contemporaneidad, casi simultáneamente a lo que acontece, pero desde un nivel en el que la corrupción de la sociedad no deja escapatorias. Gángsters, prostitutas, ex militantes convertidos en delincuentes, marginados y lumpen son los protagonistas verdaderos de la vida centroamericana, los antihéroes de un apocalipsis que sobreviene al fracaso de los intentos revolucionarios. En lugar de una vuelta al orden, parece decir Galich, es el hundimiento en el desorden.
También en 2006, y fuera de su proyecto de novelar a Centroamérica, Galich publicó otra novela: En este mundo matraca (Guatemala, ADESCA, 2006), que tiene todo otro signo. Trabajaba en el proyecto desde hacía años, y es evidente que su trayectoria es paralela y diferente a las novelas “centroamericanas”. Aquí la raíz es Amatitlán y el signo dominante es el juego literario llevado a sus extremos máximos, ya sin trabas ni fronteras del “buen decir”. Bastan los títulos de los capítulos: “Aquí principian las ascéticas, asépticas y escépticas memorias de Charpadeoro famoso por vivir lejos y por ello ser la envidia de todos los hombres y la secreta ambición de muchas mujeres”; “De cómo, cuándo y dónde Charpadeoro raptó en barrilete a doña Pechoelora”; “De cuando las hormigas se comieron el tecomate de Sietementiras”; “Donde se prosiguen los recuerdos de Mentirafresca y se habla de sus años de patojainfancia”. Rienda suelta a la alucinación fantástica y a la alucinación lingüística. ¿Hay que decir la alusión a la literatura del siglo de Oro? ¿Al Miguel Ángel Asturias de Mulata de tal? Lo más noble de la tradición literaria hispanoamericana y lo más fresco de la imaginación desbordante y de la lengua desaforada de Franz Galich, en este mundo matraca. Una fertilidad creativa asombrosa, desenfrenada, vital.
A todo esto puso punto la muerte. A mediados de 2006, Franz Galich cayó gravemente enfermo. Durante su padecimiento, recibió emotivas demostraciones de afecto y solidaridad. El 3 de febrero de 2007 falleció en el Hospital Militar de Nicaragua. En toda Centroamérica se escribieron artículos llenos de pesar.
Franz Galich fue un escritor ejemplar. En él, vida y literatura no se pueden separar. Soñador irredento, creyó en las utopías, en la posibilidad de una situación mejor para los más humildes y los desposeídos. Pasó por el mundo con la cabeza en las nubes, pero no desdeñó hundir sus manos en el barro para construir relatos que fueran una exaltación de la vida, de la lengua como posibilidad de transformar nuestra percepción, del juego, la chanza, la deformación de la palabra como salvación risueña y hedonista de la existencia.
Descanse en paz.
© Dante Liano
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