Martin Künne

 

Los primeros viajeros europeos y las colecciones arqueológicas de Baja América Central

 

Museo Antropológico de Berlín, Alemania

martin_kuenne@web.de

 

Literatura


Baja América Central forma un puente delgado de tierra, que conecta América del Norte con América del Sur. La región se extiende desde los ríos Lempa (El Salvador) y Ullua (Honduras) en el norte hasta el río Atrato (Colombia) en el sur (Haberland, 1959: 53-59; Lange y Stone, 1984). Aunque la zona reune distintas culturas y hallazgos arqueológicos en una pequeña area geográfica, muchas veces toda el territorio está mal entendido como región periférica.

De acuerdo con los documentados contextos arqueológicos los habitantes precolombinos de Baja América Central se concentraban en la costa y en las montañas del Pacífico. Asentaban en las áreas de drenage de los ríos grandes, a lo largo de las costas segmentadas o en las mesetas fértiles de origen volcánico. Al contrario parece que, las extensas llanuras de la Costa Atlántica solamente eran poco habitadas. Sus poblaciones vivían de la agricultura, de la recolección de frutas, de la caza y de la pesca (Fonseca, 1992; Lange et al., 1992; Snarskis et al., 2001; Vázquez et al., 1992-93). Los habitantes indígenas de Baja América central hablaban varias lenguas de los grupos chibcha, mismumalpa, mangue, tlapaneco, nahua o maya (Constenla Umaña, 1991; Lehmann, 1920). Eran organizados en federaciones territoriales o en grupos de parentesco que vivían en pueblos o plazuelas poliétnicos (Werner, 2000). Se integraron por redes de intercambio o alianzas políticas. No obstante, las poblaciones de Baja América Central nunca establecieron organizaciones con caracter estatal. En lugar de centros urbanos con arquitectura monumental predominaban al momento de la conquista europea (1502 d.C. – 1565 d.C.) asentamientos con estructuras dispersas y pueblos empalizados (Ibarra Rojas, 1996, 2001; Incer Barquero, 2002; Newson, 1987; Peralta, 1883). En vez de aplicar escrituras y calendarios codificados se utilizaba detlladas sistemas iconográficos para la conservación y la transmisión de conocimientos. Asimismo otros elementos diagnósticos que caracterizan las culturas de Mesoamérica y del área andino aparecen en Baja América Central en formas modificadas que se relacionan íntimamente con las culturas locales.

Un ejemplo destacado son las zonas arqueológicas de la costa Pacífica (El Salvador, Honduras, Nicaragua, la provincia Guanacaste) y del valle del Río Comayagua (Honduras). Aquí se manifiestan influencias mexicanas (arquitectura monumental, códices, lenguas del grupo nahua, el panteón mesoamericano) más bien que en otros territorios de la región (Fowler, 1989), lo que subyace, sobre todo, la posición intermedia de esta región en particular. Probablemente, muchos de los idiomas, conceptos, técnicas, objetos y poblaciones, que migraron del norte al sur (herramientos de obsidiana, piedras verdes, glifos) o en dirección opuesta (objetos de metal, cerámicas con capa crema) pasaron por esta zona geográfica (Jones, 1998; Jones y Kerr, 1985; Fernández Esquivel, 2005). Aunque Baja América Central solamente cubre una área pequeña, los objetos y humanos trasladados tenían que superar una ancha extensión geográfica (aproximadamente 1600 kilómetros) y una amplia variedad de ecosistemas diferentes. Por el intercambio intensivo, que mantenían los habitantes de América Central con América del Sur y con América del Norte, aprovecharon muchas innovaciones de ambos subcontinentes. De esta manera resultó una integración íntima de tradiciones y civilizaciones diferentes, que se refleja en una cantidad alta de paisajes culturales, grupos étnicos y objetos artesanales (Abel-Vidor et al., 1981; Baudez, 1970).

Su especto abarca representaciones rupestres (a partir de 2000 a.C.), monumentales esculturas de piedra (800 d.C. – 1520 d.C.), cerámicas policromas con capa crema (200 d.C. – 1550 d.C.), collares de piedra verde (500 a.C. – 900 d.C.), decoradas mesas de moler (1 d.C. – 1350 d.C.), lajas con ornamentos plásticos (700 d.C. – 1550 d.C.), objetos tallados de madera o de hueso (a partir de 960 d.C.) y aleaciones filigranas de metal (200 d.C. – 1600 d.C.). Aunque los entendemos como rarezas u objetos de arte en el presente, proceden originalmente de otros contextos funcionales y simbólicos (Bonilla et al., 1987; Künne y Strecker, 2003; Lothrop, 1926; Fernández Esquivel y Alvarado, 2006; Navarro, 2006; McEwan, 2000). La mayoría de los objetos decorados se depositó como ofrendas en sepulturas primarios o secundarios, los cuales contienen enterramientos de esqueletos o de cenizas. El cronista Oviedo y Valdés (1851-55) reporta, que los Nicarao de la Región Gran Nicoya (Departamentos Chinandega y Rivas, la Provincia Guanacaste de Costa Rica) honraban en particular personajes de posiciones sociales altas e individuos sin descendientes con depósitos funerarios muy ricos. Excepto de tumbas individuales se conocía también entierros de grupos. La tumba 11 del sitio Conte (Panamá, Región Gran Coclé) contenía 23 esqueletos humanos que estaban asociados con 3.5 kilogramos de oro puro (Hearne y Sharer, 1992; Hoopes, 2001). Los objetos depositados reflejaron los rangos y estados sociales diferentes de las personas sepultadas. A menudo sus decoraciones se relacionaron también con el panteón religioso de los pobladores autóctonos. En la región Gran Nicoya las secuencias iconográficas del grupo Pataky Policromo, variedad leyenda (1200 d.C. – 1350 d.C.) muestran escenas complejas (Stevenson-Day 1988, 1994), que proceden posiblemente de los códices perdidos de los Chorotega y Nicarao. En comparación con la región Pacífica las culturas arqueológicas de las llanuras del Atlántico casi están desconocidas hasta el presente. La falta de documentaciones sistemáticas es más lamentable si se considera, que las cerámicas más antiguas (2800 a.C.) y los primeros objetos de metal (200 d.C.) estaban intercambiados a lo largo de la costa del golfo de Urabá desde Venezuela y Colombia hasta América Central (Bray, 1984; Haberland, 1991).

La naturaleza y las culturas indígenas de América Central ya impresionaban a los viajeros y coleccionistas europeos y norteamericanos, quienes pasaban por la región después de su independencia de España (1821) y de México (1823). Entre ellos figuraron muchos nobles (de Bourbourgh, von Frantzius, von Friedrichsthal, Maler, de Périgny, von Nordenskiöld), cafetaleros (Dieselsdorff, Sapper, von Schröder, Wiss), empresarios (Keith, Meyer), eclesiásticos (Storck, Thiel), diplomáticos (von Scherzer, Squier), y periodistas (Wagner). A mediados del siglo XIX había una cantidad considerable de viajeros que tenía una formación botánica (Bovallius) o geológica (Froebel, von Seebach). En comparación, del último tercio del mismo siglo se conoce, sobre todo, geógrafos (Sapper, Pittier), médicos (Bastian, Bransford, Lehmann), filólogos (Gatschet, de Saussure, Seler, Stoll) y artesanos (Vollmberg), quienes atravezaron la región. El cambio de su trasfondo profesional indica, entre otro, un entendimiento diferente de las culturas arqueológicas y etnográficas de América Central. Porque se las percebía como parte del medio ambiente (Andree, 1889; Ratzel, 1878) al comienzo del siglo XIX, se estudiaba fenómenos culturales inicialmente por los métodos taxonómicos de las ciencias naturales. En cambio, a fines del siglo XIX el tema se desplazó de la ciencia natural, vía la medicina, a las ciencias culturales por la investigación de las supuestas causas físicas (Virchow, 1888), psíquicas (Wundt, 1912) e intelectuales (Bastian, 1895) de comportamientos sociales. En efecto, con la etnografía se formaba una ciencia aplicada que revitalizó los ideales emanzipatorios de la Aclaración (Herder), del Humanismo (Humboldt) y de la Romántica (Grimm).

A menudo (Beaudry-Corbett, 2000; Quesada Pacheco, 2001; Zeledón Cartín, 2003) los viajeros y coleccionistas del siglo XIX y del principio del siglo XX fueron descritos como aventureros (von Seebach), sábios (Lehmann) o fundadores de nuevos métodos científicos (Hartmann, Pittier). Mientras los primeros viajeros realizaron expediciones extensas (Sapper), los investigadores posteriores concentraron sus documentaciones en zonas geográficas limitadas. Al analizar los fines y resultados de sus proyectos específicos, parece que intereses imperiales (Keith) y el afán a prestigio social (Charnay) desempeñaban la misma importancia como la inquietud productiva (Sapper) y la curiosidad científica (Biolley). Durante muchos viajes (Scherzer, Gabb, Bransford) predominaron la exploración de los recursos naturales (oro, carbón, maderas finas, henequenes, cacao, caucho, etc.) y de la navegabilidad de las vías acuáticas (constucción de un canal transístmico, establecimiento de bases navales) de América Central. También por la instalación de plantaciones (cacao, índigo, café, bananas), de granjas (Guanacaste) y de vías de ferrocarriles (Escuintla en Guatemala, Línea Vieja en Costa Rica) se encontraron muchos cementerios y asentamientos precolombinos. Los objetos excavados se consideró generalmente como yacimientos naturales. A base de esta interpretación de hallazgos arqueológicos se formó un mercado internacional de objetos de arte alrededor del año 1850. Su apareción causó una división laboral entre búsqueda, rescate, transporte y venta de los objetos encontrados (Hartman, 1901, 1907). Los numerosos compendios arqueológicos resultantes, derivaron tanto de la iniciativa de coleccionistas de origen europeo (von Schröder, Wiss, de Zeltner) y norteamericano (Brandsford, Keith, Mc Neil) como del interés de los aficionados arqueológicos de América Central (Matarrita, de Obaldía, Troyo, Velasco).

Desde el principio del siglo XX se formaron colecciones cada vez más ordenadas (Fest, 1993). En muchos casos debrían reflejar toda la cultura arqueológica y etnográfica de una región determinada. Mientras los coleccionistas del siglo XIX mandaban, sobre todo, objetos rituales para Europa, posteriormente se coleccionó también artefactos de la cultura cotidiana (Eisleb, 2001; Hermannstädter, 2002; Kraus, 2002). Por lo general los museos europeos y norteamericanos reivindicaron de los coleccionistas, que la forma, decoración, función y procedencia de los objetos enviados por ellos estaban registrados en un inventario (Penny, 2002; Zimmerman, 2001). Por la definición de áreas de divulgación, de series tipológicos y de modificaciones estilísticas se trató de encontrar el origen y la difusión de culturas antiguas (Lehmann, 1907). Muchos científicos (Bastian, Koch-Grünberg, Seler) interpretaron las decoraciones de objetos arqueológicos como sistemas de información que reflejan las ideas auténticas de las poblaciones prehistóricas. Su estructura a les asemejó a textos escritos, de los cuales se quiso descifrar tanto la prehistoria americana como la evolución de la humanidad. Numerosos viajeros entendieron los grupos étnicos visitados como descendientes directos de las culturas arqueológicas de la misma zona (Lehmann, 1913; Squier, 1860). Parecía, que representaban un modo de vida, que se conservaba desde las épocas más antiguas de la humanidad. Por eso una cantidad alta de coleccionistas creyó, que se miró por los tradicionales objetos decoraciones desde la modernidad directamente a la historia primitiva de Europa.

A pesar del establecimiento de colecciones numerosas, parecía que los últimos testimonios de la prehistoria humana estuviessen amenazados por la “reproducibilidad mecánica” (Benjamin, 1977: 136-69) de objetos “de arte” y por la penetración de la vida moderna a todos los sectores culturales. Se pensaba, que la reducción y substitución de los objetos “originales” eleminaron también las tradiciones intelectuales asociadas, los cuales fueron entendidos como expresión “natural” de las normas elementares de toda la humanidad (Spengler, 1981). De esta manera parecía, que también la historia cultural de Europa estaba amenazada por los cambios profundos de una modernidad, iniciada del mismo continente antiguo (Bastian, 1885: 38-42; 1887: 8). Al contrario, el establecimiento de sistemáticas colecciones arqueológicas sirvía a la conservación de una memoria universal, que se pensaba codificada en una “biblioteca” de objetos. Por su análisis se quería guardar los origenes de la historia humana para el futuro (Bastian, 1899: 19-23). Sin embargo, se negó completamente que tanto las culturas europeas del siglo XIX como los investigados grupos étnicos se habían formados por intensos intercambios culturales durante los 400 años pasados.

Las colecciones de Carl Vilhelm Hartman (aproximadamente 17,400 números) y Minor Cooper Keith (aproximadamente 16,300 números) figuran entre los compendios más numerosos que llegaron de Baja América Central para Europa y América del Norte (Carnegie Museum of Natural History, 2002; Mason, 1945; Utter [Ethnografiska Museet Stockholm], 2005, com. pers.). También Walter Lehmann (aproximadamente 5,600 números), Felix Wiss (aproximadamente 1,800 números), Guido von Schröter (aproximadamente 1,200 números), John F. Bransford (aproximadamente 800 números de la isla Ometepe) o Johann Friedrich Lahmann establecieron inventarios multifacéticos (Bransford, 1881; Künne, 2003, 2006). En Baja América Central sus colecciones fueron completadas por los compendios de Juan José Matarrita, Bernardo Augusto Thiel, José Ramón Rojas Troyo o José María Velasco (Peralta y Alfaro, 1893). A menudo, ya no se puede reconstruir la cantidad exacta de los objetos adquiridos en el presente porque los coleccionistas intercambiaron semejantes artefactos que proceden de las mismas regiones. Por esta práctica Felix Wiss y Walter Lehmann completaron sus compendios ya al establecer sus colecciones (Künne, 2006). Además, otros inventarios fueron reducidos o reordenados por ventas y donaciones posteriores. El sacerdote presbiteriano José Maria Velasco (Museo Nacional de Costa Rica, 1907-11) vendió sus colecciones a Carl Hartman (Carnegie Museum of Natural History Pittsburgh, Ethnografiska Museet Stockholm), a Anastasio Alfaro (Museo Nacional de Costa Rica) y a Walter Lehmann (Ethnologisches Museum Berlin). Felix Wiss (Haberland, 1995) envió sus compendios a la Asociación de Historia Natural de Nuremburgo (Naturhistorische Gesellschaft Nürnberg) y al Museo Estatal de Antropología de Munich (Staatliches Museum für Völkerkunde München). La colección de Minor Cooper Keith fue repartido entre el American Museum of Natural History, el Museum of the American Indian (Heye Foundation), el National Museum Washington y el Brooklyn Museum de 1914 a 1929 (Mason, 1945; Saville, 1929; Steward, 1964). Los compendios de Thiel, Matarrita, Velasco y Troyo representan componentes integrantes de las colecciones arqueológicas del Museo Nacional de Costa Rica en el presente. Excepto de inventarios arqueológicos se formaron también documentaciones geológicas (von Seebach), botánicas (Pittier, Polakowsky), etnográficas (Elmenhorst, Gabb, Lehmann, Rolle), lingüísticas (Conzemius, Gatschet, Lehmann, Schultze-Jena, Stoll), bibliográficas (Valentini, Behrendt) y fotográficas (de Périgny).

Sin embargo, el crecimiento de conocimientos científicos no cumplió exclusivamente fines académicos (Sandner, 1996; Smolka, 1994). El exporte de objetos arqueológicos extraordinarios sirvió, sobre todo, a los inmigrados plantadores europeos para la multiplicación de su prestigio social y para el financiamiento de costosos viajes transoceánicos. No obstante, el salvamento de objetos arqueológicos fue sustentado también por los presidentes liberales de Costa Rica (Gonzáles Víquez) y de Nicaragua (Zelaya). Al fin del siglo XIX promovieron, en competencia con la iglesia católica, la formación y la ampliación de una educación secular, que se orientó a modelos europeos (Gonzáles 1976). Entre las establecidas instituciones nuevas figuraron también los museos nacionales de Costa Rica (1887), de El Salvador (1883) y de Nicaragua (1897). Por cumplir su tarea educativa necesitaban, sobre todo, colecciones arqueológicas (Kandler, 1987; Chaves, 1994). La coincidencia de los intereses de todos los actores políticos y la consonancia de las aspiraciones emancipatorias de Centroamérica con el ideal humanista de Europa explica, porque se permitió la exportación de objetos arqueológicos por decretos presidenciales y ministeriales. A veces las decisiones de los órganos executivos se encontraban en contradicción directa a las legislaciones nacionales por los cuales se prohibió el exporte de cualquier componente del Patrimonio Nacional (Costa Rica y Nicaragua).

De una perspectiva contemporánea la colección y el intercambio de objetos prehistóricos del siglo XIX dejaron una situación ambivalente. Por un lado, la política imperial (Keith), la acumulación de prestigio social (de Loubat) y el afán a conocimientos científicos (Hartman) provocaron la formación de las ciencias modernas de las culturas antiguas de América (filología, arqueológica clásica, prehistoria). Por otro lado, se estableció inventarios numerosos que fueron alejados de sus contextos sociales y simbólicos sin documentaciones sistemáticas. No obstante, en el presente se puede reconstruir una parte de los entornos perdidos en base de datos evaluables y criticables, que salieron de excavaciones estratigráficas, de investigaciones arqueométricas y de análisis iconográficos. La inclusión de hallazgos en paisajes antiguas, la reconstrucción de los modos de su producción y la adhesión de fuentes (etno)históricos nos devuelven una parte del potencial informativo, que tenían los objetos coleccionados para diferentes poblaciones del pasado. Por la comparación de los artefactos arqueológicos de Centroamérica con hallazgos parecidos de otras regiones del mundo se puede visualizar la gran variedad de ideas y comportamientos, que fueron inventados por diferentes sociedades humanas en reacción a semejantes condiciones de vida. Al mismo tiempo el encanto continuo, que deriva de los objetos arqueológicos de Baja América Central hasta el presente, da testimonio de las capacidades extraordinarias de los alfareros, picapedreros y forjadores precolombinos de la región.

© Martin Künne


Literatura

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