Ricardo Roque Baldovinos

 

Japonerías: Gómez Carrillo, Ambrogi y la estética de la mercancía

 

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador

roque@comper.uca.edu.sv

 

Notas* Obras citadas


… o viajero moderno que corre tras los vestigios de una realidad desaparecida.
Claude Lévi-Strauss

 

Dos centroamericanos en París
El encuentro tiene lugar en París, en la rue Castellane, No. 10, domicilio de Enrique Gómez Carrillo (Ambrogi, 1962). Es un reencuentro. El visitante, Arturo Ambrogi, y el dueño de casa se conocen de antes, se profesan aprecio mutuo y respeto. Comparten la pasión por la vida moderna, los viajes y los une de manera singular la afición por el Japón y las japonerías.

Al despedirse Gómez Carrillo entrega un obsequio especial a su amigo:

“–Aquí tienes lo último que he publicado. Rosas de penitencia y El Japón heroico y galante. ¿No los conoces? ¿No? Pues llevátelos. Al del Japón (que no es más que una refundición de mis dos anteriores libros sobre aquel país) le hallarás todo su sabor, puesto que, precisamente vienes de allá. Léelo, y dime con franqueza, cómo encuentras “mi Japón (Todo escritor que va al Japón, y escribe sus impresiones, se cree con el derecho a tener ‘su Japón’).” (Ambrogi, 1962: 68-69)

Estamos en 1913. Ambrogi acaba de concluir su viaje por Oriente y recala en Europa antes de emprender el retorno a su patria centroamericana. Pero esta conversación está cargada de resonancias. Es un intercambio entre dos intelectuales de la periferia de Occidente que reconocen a París (Europa) como su verdadero centro. Pero es su habilidad para reconstituir el objeto estético, “mi Japón”, el extremo Oriente, las antípodas, lo que permite su reconocimiento y su adscripción a una misma subjetividad cosmopolita, posibilitada, al menos en parte, por una emergente mercado global de artículos de consumo suntuario1.

¿Qué significa entonces para dos centroamericanos refinados y audaces el viaje? ¿Y en especial el viaje al Japón? El Japón viene a ser un objeto estético privilegiado de inversión para el escritor modernista, porque, en la crónica de viaje, se pone en escena y realiza la constitución de una subjetividad metropolitana accesible al intelectual de la periferia, a un lugar de privilegio simbólico desde el cual poder definir su propia identidad.

Este ensayo busca restaurar la importancia de un género literario muy cultivado y de gran importancia en la cultura de finales del siglo XIX y principios del XX, pero que ha sido minusvalorado por la historiografía literaria y relegado a un rincón del canon. Las difíciles condiciones para la existencia de un campo literario autónomo en América Latina, y de manera muy especial en Centroamérica, otorgan al periodismo y sus diversos géneros menores, un lugar muy destacado en la consolidación del espacio literario. Esta circunstancia tiende a ser obviada en la historiografía tradicional que privilegia los géneros mayores, principalmente la poesía y la novela, y la circulación de textos en formato del libro.

El distraído viajero

En su célebre estudio sobre el tiempo y la alteridad, Johannes Fabian (1983) alude al carácter filosófico de los primeros viajeros de la modernidad. El viaje es una prueba para la construcción de la subjetividad moderna donde la temporalidad se espacializa. Se habita el tiempo del sentido del progreso, o se habita otros tiempos, rezagados o desacompasados, que en cualquier caso deben rectificarse. El resultado siempre es el mismo: la superioridad racional del occidental, su capacidad de apropiarse del otro como objeto de conocimiento. Algo similar nos ilustra Edward Said en Orientalismo. Europa se modela a partir del Oriente, del cercano oriente, un otro a la medida de la imagen del europeo desea de sí (Said, 2003).

Hacia finales del siglo XIX, sin embargo, la experiencia del viaje sigue teniendo las mismas repercusiones, pero se ha degradado mucho en cuanto a sus ambiciones filosóficas. Claude Lévi-Strauss se lamentará medio siglo después, en Tristes trópicos, de que el viaje en el mundo contemporáneo es imposible:

“Viajes: cofres mágicos de promesas soñadoras, ya no entregaréis vuestros tesoros intactos. Una civilización proliferante y sobreexcitada trastorna para siempre el silencio de los mares. Los perfumes de los trópicos y la frescura de los seres son viciados por una fermentación de hedores sospechosos que mortifica nuestros deseos y hace que nos consagremos a recoger recuerdos semicorruptos.” (1992: 47-48)

La experiencia del viaje se adocena. El desarrollo de la industria del turismo, entre otros factores, la convierte en mercancía. Y con ello en una instancia de la mercantilización de la experiencia misma. Las incertidumbres del viaje, su apertura hacia la otredad de la muerte y lo incógnito, se domestican a partir de un aparato que garantiza ciertas condiciones de seguridad mínima al viajero, pero se simula con una serie de dispositivos y discursos que circulan al por mayor.

Y el turismo abre la posibilidad de enfrentar tierras lejanas a viajeros centroamericanos desde muy temprano. En 1894 se publicaba en San Salvador Recuerdos de Tierra Santa, de Juan José Bernal, jurista y poeta que se ordenó sacerdote como resultado de una crisis personal en plena adultez (Bernal, 1894). El poemario entrega las impresiones de un viaje que el clérigo efectuara al Levante en 1888. Consta de dieciséis cantos, totalmente dignos del olvido. Sin embargo, en las notas explicativas a estos versos mediocres, su autor pone en evidencia un tejido de información y relatos cuya fuente primaria son las guías turísticas. El padre Bernal cita el Viaje a Tierra Santa del Padre Marie José de Geraub, la Guía del Peregrino en Tierra Santa, del Padre franciscano José María Hermo, y el Viaje a Jerusalén de Posada Arango. Periplo apenas unas décadas antes reservado a los más audaces aventuraros, el viaje a Tierra Santa es ya para entonces una empresa lucrativa y bien establecida con su respectivo aparato de rutas de transporte, hoteles y, por supuesto, conocedores prácticos dispuestos a compartir conocimientos extraídos de fuentes eruditas con el “distraído viajero”, fórmula al uso, empleada tanto por Ambrogi como por Gómez Carrillo.

Algo similar encontraremos en los relatos de viaje al Oriente de Ambrogi y Gómez Carrillo. El andamiaje de la industria turística y la concomitante mercantilización de la experiencia es una presencia incómoda pero ubicua, es algo que debe ser cuidadosamente encubierto, cuando se puede; o denunciado, cuando no queda de otra.

¿Qué queda entonces para el viajero, cuando la aventura es ya imposible?

Antes de responder, habría que considerar de la peculiaridad de la ubicación del viajero latinoamericano y, más concretamente, centroamericano. Sus viajes son, en primera instancia al centro, el consabido peregrinaje a la civilización en busca de su investidura como sujetos modernos y cosmopolitas. Son desplazamientos forzados a los centros distantes de la periferia neocolonial que se define por la carencia, por la lejanía de las coordenadas culturales relevantes para sus élites.

Las crónicas de viaje de Rubén Darío y del mismo Gómez Carrillo documentan ampliamente este movimiento. En este sentido, el afincamiento de Gómez Carrillo en París es significativo. Desplazamiento hacia el centro de su mundo intelectual. Así lo establece en sus reflexiones sobre el viaje.

En su crónica “La psicología del viajero”, Gómez Carrillo expone el sentido del viaje en los albores de la cultura del consumo. Así lo expresa:

“Por mi parte, yo no busco nunca en los libros de viaje el alma de los países que me interesan. Lo que busco es algo más frívolo, más sutil, más positivo: la sensación” (1997: 7).

No es, por tanto, el conocimiento del otro, sino la sensación. La ecuación frívolo=sutil=sensación, es importante. En ella se entreteje una relación entre una estética impresionista y la disposición propia de la subjetividad en la incipiente sociedad de consumo. Una subjetividad conciente de su inestabilidad, de su evanescencia, de su alteridad intrínseca, como atestigua el siguiente pasaje:

“El placer del viaje está en el viaje mismo. ¿No dice un poeta francés que partir c’est mourir un peu? [...] Pues es esta sensación de muerte ligera, esta impresión de abandono pasajero, lo que nos seduce es el viajar. Cuando nos vamos hacia tierras lejanas y transoceánicas, una inconsciente angustia oprime nuestras almas. Sin quererlo, nos interrogamos en secreto sobre aquello que puede cambiar durante nuestra ausencia. ¿Qué encontraremos al volver, de todo lo que dejamos? […] Y nosotros mismo. ¿Volveremos tal cual nos vamos? […] Un filósofo pesimista nos dice: ‘No; no volveréis así. No. El que se va, no vuelve nunca. Quien vuelve es otro, otro que es casi el mismo, pero que no es el mismo’. Y esto que parece una paradoja, no es sino la más melancólica de las verdades.” (Gómez Carrillo: 10-11)

El sentido del viaje ya no es la sutura del sujeto racional, centrado, de los primeros viajeros filosóficos de la modernidad. Por el contrario, el viaje es la ocasión para el decentramiento del sujeto, para vivir su ruptura, en un deslizarse por las superficies de un mundo saturado por la circulación masiva de mercancías.

Según, Gómez Carrillo, el momento culminante del viaje, es el retorno a casa. Evidentemente no a Guatemala, sino a Paris:

“Este es nuestro París, esta es la única ciudad habitable del mundo… No sentimos ni la fatiga del viaje, ni las molestias de los hoteles, ni el mareo de los barcos, ni las tristezas de las interminables tardes solitarias, porque, gracias a todo eso, podemos ahora sentir mejor que hace tres meses. ¡Oh, nuestro París! ¡cuán caro nos eres! La separación ha aumentado en nuestra alma el amor por ti. Encontrándonos de nuevo en tu seno, experimentamos la febril alegría de la mujer enamorada que, después de una ausencia, se halla entre los brazos de su amante. De todo el viaje y de todos los viajes, tú constituyes en verdad nuestro único placer infinito… “ (1997: 18-19)

Es ese momento de afirmación de la cultura cosmopolita, de la superioridad de la experiencia modernista. Porque París, la capital del siglo XIX, sigue siendo la capital espiritual de cierta conciencia, el lugar de cierto modo de reconfigurar la subjetividad, el locus aestheticus por antomasia. Esas tensiones de la subjetividad modernista las comprenderemos mejor, en los discursos donde los modernistas deben enfrentar otros lugares, o como diría Foucault, heterotopías o lugares-otros, lugares que permiten una exterioridad a esa tensión angustiante entre Europa (lugar de la promesa no siempre cumplida ni accesible de plenitud) y Centroamérica (lugar de la carencia). Veamos pues cual es el sentido de ese lugar otro que se llama Japón.

Japonerías

La palabra ha caído en desuso pero en tiempos de Gómez Carrillo y Ambrogi designaba varias cosas. En primer lugar, artefactos procedentes de Japón o sus imitaciones. Pero también, japonerías alude a una moda, a una fascinación por lo éxotico, por cierto lujo delicado. Ambrogi, de hecho, nombra así en más de una ocasión su textos modernistas, preciosistas pero también sin ninguna pretensión de hondura filosófica. En resumen, este Japón viene a ser el emblema de cierto tipo de experiencia estética, la experiencia de contemplación y adquisición de un artefacto de lujo, cuyo sentido por ser completamente ajeno a nuestras referencias, se vuelve irrelevante. La japonería es una fascinación por la superficie de artefactos despojados de su sentido, en pocas palabras, una fascinación por la forma de la mercancía en su estado prístino.

Japón es objeto de amplia atención en el mundo cultural y artístico. Los viajeros al Japón, especialmente Gómez Carrillo, se apoyan en una rica gama de referencias culturales que comprenden la literatura (Pierre Loti, Rudyard Kipling, etc..), el saber orientalista, la música (especialmente la comedia musical El Mikado de Gilbert y Sullivan), la pintura (Hokusai), pero sobre todo una gama minuciosa de saberes divulgados a través de medios impresos populares, especialemente las revistas ilustradas. Porque la popularidad del Japón como objeto de consumo para Occidente va de la mano de la reproducibilidad técnica de la imagen. Al Japón se lo consume a través de imágenes, de grabados, que circulan masivamente por revistas ilustradas y a través de la mundialización del mercado de artículos suntuarios: artículos de porcelana, finos abanicos, biombos enlacados.

Las élites culturales centroamericanas ávidas de participar en la comunidad cosmopolita del consumo comparten la fascinación por el Japón. En El Salvador, las referencias a Japón aparecen ya en la revista El fígaro de 1894, editada por Ambrogi, donde Gómez Carrillo llegará a colaborar en más de una ocasión. Allí encontramos reportes de un viajeros latinoamericanos por tierras niponas y entusiastas descripciones de objetos de arte japonés por Ambrogi2. Algunas de las primeras ficciones que publica Ambrogi tienen tema japonés o aparecen objetos japoneses. En la revista ilustrada La quincena, que edita su primo Vicente Acosta, también escritor modernista, entre 1903 y 1908, también hay continuas alusiones al Japón (Barón, 1904; Ormuz, 1906). Al describir la residencia recién construida por el magnate cafetalero Rafael Guirola D. en Santa Tecla, el redactor anónimo (probablemente el mismo Acosta) menciona que tiene una salita japonesa, signo máximo de lujo y refinamiento:

“Airosa, villa San Rafael surge entre opulentos y fragantes jardines, donde hay aclimatadas plantas raras traídas de climas remotos … Una de las notas más llamativasde la casa es un lindo saloncita japonés, que resulta una verdadera monada, y donde pueden admirarse gran variedad de pinturas valiosas y objetos de arte exquisito.” (Anónimo, 1906: 31)3

Japón en las primeras décadas del siglo XX era también el único país no occidental que se estaba industrializando y modernizando exitosamente. Se podría pensar la ruta autoritaria hacia la modernidad podría ser otra razón de la fascinación nipona. Sin embargo, tanto el relato de Gómez Carrillo como el de Ambrogi, eluden conscientemente esta dimensión. La modernidad del Japón es una realidad que, a toda costa, debe borrarse de sus sensaciones.

El arte de la galantería

En 1912, Gómez Carrillo publica un libro de unas doscientas páginas sobre sus sensaciones del Japón. Tal vez decir esto es inexacto. Porque contradiciendo sus ideas sobre el género de relato de viajes, El Japón heroico y galante no es principalmente un texto elaborado a partir de las sensaciones de su autor. Estas ocupan un lugar minoritario en la textura de la obra, especialmente al comienzo. Recordemos que Gómez Carrillo es un escritor de éxito que sufre grandes presiones para colocar sus obras en el mercado editorial. Quizá por esa razón su libro es ante todo una serie abultada de referencias literarias. El viaje se vuelve ocasión para desplegar una serie de referencias eruditas donde se reafirma el mito del Japón, aun cuando ello tenga que ir en contra del Japón que se revela ante la mirada del escritor.

Esa tensión entre experiencia y expectativas se manifiesta desde el comienzo:

“¡Tokío, Tokío! [...] Es la realización de un ensueño muy antiguo y que todos hemos hecho leyendo descripciones pintorescas […] Sin duda, todo es tal cual yo me lo había figurado, pero con algo menos de vida, o mejor dicho, con algo menos de poesía, de color, de capricho de rareza. ¡Singular y lamentable alma del viajero! En vez de alimentarse de realidades lógicas vive de fantasmagóricas esperanzas y sufre de inevitables desilusiones.” (Gómez Carrillo 1935: 7)

A medida que vamos entrando en el texto de las crónicas de nos revela mejor cuál es la “fantasmagórica esperanza” de Gómez Carrillo. En el capítulo dedicado “Al alma heroica” del país oriental, el autor exalta el sentido de abnegación y sacrificio a la patria del pueblo nipón, pero este espíritu de sacrificio se valora en un sentido muy peculiar:

“Esta es la gran preocupación: morir en belleza. Los ancianos, los niños, las mujeres, todos quieren caer como los samurayes de las estampas. En las peleas más encarnizadas, el odio no hace olvidar un solo minuto el sentido artístico.” (1935: 46-47)

La gran virtud, pues, que exalta es la capacidad de organizar todos los aspectos de la vida en torno a un sentido de lo artístico. Lo artístico que se traduce un ethos, que tiene su expresión suprema en la capacidad de embellecer la muerte, en el Hara-kiri o suicidio ritual. Esto lleva al autor a elevar al Hara-kiri a la esencia de lo japonés capaz de resistir la vulgaridad de la occidentalización:

“¡Hablaremos luego de europeización! Lo exterior en ciertas cosas, en muy poc as, puede ser occidental. Lo del fondo sigue siendo de este Oriente tan refinado y tan especial, tan altivo y galante, tan generoso y tan enigmático. ‘Mientras el harakiri viva –dice un poeta– el antiguo Japón vivirá’. Yel harakiri vive.” (Gómez Carrillo 1935: 124-125)

Otra expresión por excelencia del espíritu artístico espontáneo del Japón que Gómez Carrillo encuentra es la musmé, la mujer japonesa. Es precisamente la visión de una de estas musmés, la que puede restaurar el aura del exotismo oriental que amenzaba disiparse al primer encuentro con el Tokio europeizado de los ferrocarriles:

“Al apearme del tren … Mi ensueño se realiza. De pie en la puerta de la estación una musmé me sonríe, o mejor dicho, se sonríe a sí misma. Es delgada, pálida, de un color ámbar claro y transparente, con las venas finísimas marcadas en el cuello desnudo. El óvalo de su rostro es perfecto. Sus ojos no grandes, pero largos, muy estrechos y muy largos, tienen una dulzura voluptuosa que explica el entusiasmo de aquellos antiguos poetas nipones que compusieron las tankas en que pupilas femeninas son comparadas con filtros de encantamiento.” (Gómez Carillo 1935: 9)

Pero la experiencia estética ante el cuerpo femenino no está completamente sublimizada. De hecho, una de las bondades del Japón que exalta Gómez Carrillo es su desenfado ante la sexualidad y la prostitución. El sentido artístico de ritualizar todos los aspectos de la vida, relativiza los escrúpulos éticos, y permite al alma del viajante disolverse despreocupada en el placer: “El amor aquí no tiene prisas ni impaciencias. Es un rito” (1935: 22).

Veamos algunas de sus sensaciones del Yosiwara, el distrito del placer de Tokio:

“Nada, en el espectáculo que contemplo, de la tristeza que temía. Las cortesanas no aparecen resignadas, sino contentas de exponerse así, envueltas en magníficas sedas a las miradas del público. En sus ojos negros, tan expresivos y tan ardientes, refléjase el orgullo de sus almas, Sus frentes, lejos de inclinarse como las de sus hermanas de Occidente, álzanse serenamente altaneras. Sus divinidades populares, menudas diosas vivas, ídolos tangibles. Y ellas, que lo saben gozan de su prestigio y se complacen en su poder.” (1935: 19).

La prostitución, la mercantilización del cuerpo femenino, se transforma también en una experiencia estetizada:

“Los japoneses respetan, y hasta podría decirse que veneran, a las vendedoras de sonrisas.” (1935: 23)

Las mismas mujeres prostituidas hacen del arte su actividad cotidiana:

“La poesía es, entre las hetairas japonesas, un pasatiempo corriento. Cuando no saben en qué emplear sus horas de descanso, cogen el pincel y dibujan tankas eróticas o sentimentales, imitando el estilo clásico de Takao.” (1935: 29).

En suma, la promesa que Japón cumple, es la autoindulgencia, la infinita posibilidad de complacer los sentidos que libera al sujeto de responder ante imperativos morales. En suma, la experiencia estética que Japón realiza es la promesa de plenitud narcisista de la naciente sociedad de consumo.

Estampas del Japón

Por su parte, Arturo Ambrogi escribe para un mercado editorial mucho más reducido y provinciano. Puede entonces darse el lujo de ser mucho más fiel a los preceptos sobre la crónica de viaje de Gómez Carrillo. En las suyas se decanta una gran precisión en la evocación de las impresiones.

Desde los comienzos de su carrera literaria, Ambrogi es un declarado fanático del Japón. Una crónica fechada en abril de 1907, tiene por título “Dos estampas japonesas” (Ambrogi 1974a), en ella se declara “fervientísimo apasionado” de estas manifestaciones artísticas. Y añade que si “fuera lo suficientemente rico para procurarme ese lujo, formaría de ellas la colección más completa y nutrida de cuantos ojos humanos hayan podido contemplar” (1974a: 203).

Pero siempre lo japonés tiene el hechizo de transformar lo etéreo de la experiencia estética más elevada en lo tangible cotidiano. En la crónica Ambrogi, ha acudido a casa de un acomodado amigo a contemplar dos estampas japonesas de reciente adquisición. Luego de concluir el entusiasta examen de los objetos de arte adquiridos, llega el momento del té:

“la sirvienta penetraba en la estancia, llevando una bandeja de laka rojiza rameada de oro, de forma ovoidal, sobre la que, al lado de unas cuantas mantillas de batistas, dobladas en triángulo y a un platillo de cristal en que se apilaban unos cuantos canutos de barquillo, confeccionados según fórmula de una de las casas de té de Nagasaki, se aparejaban dos tacitas, no más grandes que huevos de gallina, y cuya sutil porcelana era de un matiz de marfil viejo. La tetera era todo un consumado trabajo de orfebrería. Era diminuta, de metal fantásticamente historiado, sobre la que el tiempo había dejado ya la huella de su pátina. El asa representaba un dragón, con las alas abiertas, que se agarraba tenazmente a la panza del artefacto. La sirvienta dejó la bandeja frente a nosotros, y en el mismo silencio que llegó se fue.” (Ambrogi 1974a: 208)

Estampas que son seguramente reproducciones litográficas, teteras, barquillos fabricados a la manera de Nagasaki, ritual del té, delicadeza de Oriente llegada por vía de Inglaterra. Lo japonés es la medida de la estetización de lo cotidiano que está generando la mundialización del mercado suntuario y la naciente sociedad de consumo.

Así lo confiesa el autor en un artículo de comienzos de su carrera artística:

“El arte japonés! ¡Oh, qué cosa más curiosa! Yo confieso abiertamente que soy un profano en tal cosa, por lo poco que he visto y estudiado. Pero gozo, simiéndome por entero, en la contemplación de algún paisaje de Körin, lleno de tonos suaves, crepusculares ante un curioso Kakémono, delineado con bizarría sobre un trozo de laca. Vehemente admiración, casi adoración, tengo por Hokosaï, de quien no conozco ni un solo original, sólo uno que otro trasunto de sus cuadros, al fotograbado, en alguna revista de arte.” (Ambrogi, 1894b: 76)

Ambrogi deliberadamente, tratará de animar esas estampas que tanto llegó a admirar en la reconstrucción de sus impresiones japonesas que aparece en la primera parte de Sensaciones del Japón y de la China. En Japón lo moderno se desdobla entre la intolerable industrialización y la modernidad del espíritu que anima el goce de las estampas y de los objetos de contemplación estética. La escritura se compromete es hacer palpable y definitiva esta división. Sin lograrlo, por supuesto.

La sensación, el ensueño es activar a partir de una prosa de sonoridades que imitan la delicadeza de las superficies de las japonerías:

“Regresando del Yoshiwara, feérico e inolvidable, con la visión de sus esplendores todavía en la retina, y con las sutiles emanaciones de sus iris, sus glycinas y sus azaleas todavía flotando en mi cerebro. El “kuruma” trota bizarramente, por las ruidosas vecindades de Asakusa Kwannon, entre la doble hilera de tiendas iluminadas, para luego tomando alugna calleja lóbrega y accidentada, de pavimento desigual, enfilar la orilla del Sumida-gawa. Al paso, en la oscuridad, las piedras de algún “tori”, toman proporciones fantásticas. La techumbre de un templo, sombrío y misterioso entre el macizo de fúnebre cedros, recorta sus curvas y sus ángulos, con cierta borrosidad en los trazos, sobre el fondo de cielo en que las estrellas, más pequeñas que en parte alguna, aparecen apenas como un colosal desparramiento de arenillas luminosas. Negra, negra e intensa la noche, tal en el fondo de alguna estampa de Kiyomine o de Toyokuni.” (1974b: 15)

El autor intenta reproducir el efecto de las estampas japonesas con el colorido de su prosa. “El Japón pintoresco” de Ambrogi es una colección de estampas, donde lo principal no es la información, ni las referencias eruditas a historias, sino la fidelidad a la impresión, pero no a una sensación pasiva sino interesada y selectiva. Interesada en encontrar el Japón de las estampas en el Japón de carne y hueso. Es un esfuerzo que requiere gran concentración en la lectura. Porque esa fantasía amenaza disolverse en cualquier momento, como cuando el autor regresa al Hotel Imperial luego de su viaje por los distritos de placer de Tokio:

“Mi ensueño japonés se borra; la visión de los colores y de luces se extingue, la música de canciones y risas se apaga. En el “hall” espacioso, ante la mirada impasible del Mutsu-Hito de bronce que adorna la chimena, están los ingleses, los yanquis, están los alemanes; la raza de antipáticos turistas que lo infestan todo, que ponen su mancha en el esplendor de todo paisaje. Voy a ellos. No hay remedio. Y sentado cerca de uno de los veladores de mimbre (¡importados de europa!) tomo una de las tantas ilustraciones extranjeras que por ahí ruedan, y me pongo a hojearla, distraídamente, melancólicamente" (Ambrogi 1974b: 20-21).

Ambrogi escenifica de manera elocuente el sentido ideológico del ensueño japonés, el sentido su función como lugar otro: ser asidero de la posibilidad, aunque sea ilusoria y pasajera, de la intolerable realidad de ser parte de la maquinaria mercantil del capitalismo. El dandy cosmopolita y el modernista intentan inventarse un espacio externo a esta maquinaria homogenizadora y degradante. Pero este lugar será siempre inestable, evanescente, como esa inalcanzable lejanía que se llama Japón.

© Ricardo Roque Baldovinos


Obras citadas

Arriba

Ambrogi, Arturo, 1894a: “El arte japonés”, en: El fígaro, 2 de diciembre de 1894, pp. 76-77, San Salvador.

Ambrogi, Arturo, 1894b: “Kakimono”, en: El fígaro, 20 de enero de 1894, p. 131.

Ambrogi, Arturo, 1962: “En casa de Gómez Carrillo”, en: Ambrogi, Arturo en: Crónicas Marchitas, San Salvador: Dirección General de Publicaciones del Ministerio de Educación, 61-72.

Ambrogi, Arturo, 1974a: Sensaciones del Japón y de la China (1915), San Salvador: Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación, 1974.

Ambrogi, Arturo, 1974b: “Dos estampas japonesas”, en Marginales de la vida (1912), San Salvador, Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación, 203-209.

Anónimo, 1906: “Villa San Rafael en la ciudad de Santa Tecla, propiedad de don Rafael Guirola D.”, La quincena, 15 de octubre de 1906, 31, San Salvador.

Barón, Gustavo, 1904: “Recuerdos del Japón”, La quincena, No. 40, 15 de noviembre de 1904, 102-104, San Salvador.

Bernal, Juan José, 1894: Recuerdos de Tierra Santa, Santa Tecla, El Salvador: Tipografía La Luz.

Cisneros, Francisco María, 1894: “En Kioto”, El fígaro, 4 de noviembre de 1894, 29-30, San Salvador.

Fabian, Johannes, 1983: Time and the Other. How anthropology makes its object. Nueva York: Columbia University Press.

Gómez Carrillo, Enrique, 1935: El Japón heroico y galante (1912), Buenos Aires, Biblioteca Crisantema, 1935.

Gómez Carrillo, Enrique, 1997: “La psicología del viajero”, en: Gómez Carrillo, Enrique, Crónicas e impresiones de viaje, Guatemala, Editorial Edinter-Artemis, 3-19.

Lévi-Strauss, Claude, 1992: Tristes Trópicos. Barcelona: Paidós, 41-48.

Ormuz, 1906: “El arte japonés decorativo”, La quincena, 15 de enero de 1906, 226-228, San Salvador.

Said, Edward, 2003: Orientalismo, Barcelona: Editorial Crítica.

Notas

Arriba

vuelve 1. Los libros de crónicas de viaje sobre el Japón a loz que nos referimos son El Japón heroico y galante, de Enrique Gómez Carrillo (Gómez Carrillo 1935) y Sensaciones del Japón y de la China de Arturo Ambrogi (Ambrogi 1974b).

vuelve 2. Vid. Cisneros, 1894; Ambrogi, 1894a; Ambrogi, 1894b. Cisneros es un escritor cubano modernista con quien Ambrogi entabla relación de correspondencia.

vuelve 3. El texto es una explicación de un fotograbado de la mansión incluido en ese número, de una de las primeras revistas ilustradas publicadas en El Salvador.


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