Frauke Gewecke

 

Tres estudios sobre la narrativa centroamericana
escrita por mujeres

Universidad de Heidelberg, Alemania

Frauke.Gewecke@urz.uni-hd.de

 

Notas


Desde que en 1966 Claribel Alegría publicara Cenizas de Izalco, su primera novela, que fue algo así como el detonante de la “nueva narrativa” centroamericana escrita por mujeres, ha ido apareciendo una pléyade de escritoras que, no obstante, se abrieron paso sólo tardíamente, hecho que se explica principalmente por dos factores: por un lado el escenario político de guerras civiles y movimientos revolucionarios, que captó y encauzó la atención internacional despertando un particular interés por la poesía y el testimonio; por el otro, el boom que experimentó, a partir de los años ochenta, la escritura femenina tal como la representaron ante todo escritoras de México y del Cono Sur, creando en el mercado internacional una demanda a la que las centroamericanas no correspondieron ni en su actitud frente a la sociedad que someten a una crítica radical, ni en sus conceptos espistemológicos y estéticos que se tradujeron en obras sumamente experimentales. Destacar el carácter específico de esta escritura femenina en el contexto de las transformaciones sociales que se han ido operando en Centroamérica desde los años sesenta, es el objetivo tanto de Barbara Dröscher como de Laura Barbas-Rhoden, cuyas obras aun cuando difieran en cuanto a algunos aspectos tratados con mayor o menor énfasis, se complementan en cuanto a su enfoque y procedimiento.


Barbara Dröscher, después de una introducción al movimiento feminista dentro de los procesos de transformación que vivieron las diversas sociedades centroamericanas durante la segunda mitad del siglo xx, presenta por separado a cinco escritoras: la costarricense Carmen Naranjo (*1931), que con más de 25 libros publicados y destacando tanto en el campo de la poesía como en el de la narrativa y del ensayo, es sin duda la de mayor peso entre las retratadas; la guatemalteca Ana María Rodas (*1937), que a partir de los años setenta se distinguió como poetisa; las nicaragüenses Rosario Aguilar (*1938) y Gioconda Belli (*1948), cuya actitud diferente frente al movimiento sandinista no dejó de influir en la recepción de su narrativa, siendo Gioconda Belli la que mejor pudo beneficiarse, con su novela La mujer habitada (1988), de la solidaridad internacional con los sandinistas; y, finalmente, la panameña Gloria Guardia (*1940), la única entre estas escritoras que representa la vertiente de la “nueva narrativa histórica”. En sus retratos, Dröscher, sin descuidar el contexto biográfico y político-social, ofrece esencialmente una minuciosa (re)lectura de los textos, enfocando tanto los personajes y conflictos como las técnicas narrativas empleadas para procurar un panorama sugerente y sugestivo de un conjunto de obras que destellan tanto por su alcance referencial como por su valor estético. Veamos dos ejemplos.

Carmen Naranjo, cuyas novelas presentan una visión despiadada de la nueva clase media urbana, mal adaptada a los procesos de una modernización fragmentada, figura con cinco novelas: Los perros no ladraron (1966), Camino al mediodía (1968) y Memorias de un hombre palabra (1966) —obras que la autora señaló como trilogía habiendo tratado en ellas el mismo fenómeno de la burocracia—; Diario de una multitud (1974), especie de collage en donde se presenta, a través de una profusión de voces, la vida diaria en la ciudad; y Sobrepunto (1985), novela escrita ya a comienzos de los años setenta, la única que tiene como protagonista a una mujer y que Carmen Naranjo calificara de “novela feminista”. A través de su análisis pormenorizado Dröscher demuestra cómo el carácter altamente fragmentado y polifónico de los textos que coincide con múltiples reflexiones metatextuales, corresponde con la heterogeneidad y disgregación de una colectividad, en la cual los individuos, tanto hombres como mujeres, fracasan en el intento de escapar, o bien de la prisión que significan para ellos los roles tradicionales de género y sexo o bien de la incomunicación y del vacío que predominan en su existencia, agarrándose a los ritos de la sociedad burguesa de consumo. La complejidad que resulta del enfoque de la autora se revela particularmente contundente en Diario de una multitud, donde los fragmentos de monólogos y diálogos truncados representan “una multitud de seres particulares con una determinada manera de hablar y un entorno social, histórico y cultural específico”, que “se resiste a una percepción homogeneizadora como masa” y cuya presentación en fragmentos rehuye “los principios de la lógica causal, alterando el pensamiento categorizante según la tradición de la modernidad occidental” (pp. 43 s.).

Gloria Guardia, de quien se presentan con especial detenimiento las novelas históricas El último juego (1977) y Libertad en llamas (1999), al contrario de Carmen Naranjo, favorece el protagonismo femenino en la lucha por la liberación y la soberanía nacionales, relacionada con el Canal de Panamá y la actitud de los diversos segmentos de la sociedad panameña frente a Estados Unidos (en El último juego) o la resistencia armada de Sandino, en el Nicaragua de los años 1927-1928, contra las tropas de ocupación estadounidenses (en Libertad en llamas). Resulta particularmente interesante cómo Guardia, utilizando los más diversos intertextos históricos y multiplicando las voces narrativas garantes (o no) de la autenticidad de los eventos narrados, llega a una evaluación del pasado (y del presente) que se debate, en El último juego,entre visiones contrapuestas e irreconciliables o que “deconstruye”, en Libertad en llamas, el “mito” del prócer Sandino y con ello de la “nación sandinista” (p. 245), revelándose las dos novelas en su gesto de metaficción historiográfica como anti-foundational fictions (p. 247).

En un capítulo final, Barbara Dröscher destaca la “orfandad”, que comparte la mayoría de las protagonistas en las novelas presentadas, como tópico que sería característico de esa escritura femenina: signo de soledad y desamparo, pero también “metáfora de una ruptura en los modelos tradicionales de feminidad” (p. 262). Pero esa figura literaria no es nada nueva, lo que advierte también la autora; y no es, como ella demuestra justamente a través de sus análisis sumamente acertados, lo que constituye el atractivo particular de esos textos. De mayor interés —y más oportuno para una conclusión— hubiera sido sintetizar en qué sentido las escritoras retratadas se salen del mainstream de una escritura femenina latinoamericana en vogue, cuyo enfoque —como señala Laura Barbas-Rhoden— “is on a personal, intimate, and individual world where the conclusions are romantic rather than socially transformative” (p. 8).

En su libro Writing Women in Central America, Laura Barbas-Rhoden, a su vez, retrata a cuatro escritoras centroamericanas —además de Rosario Aguilar y Gioconda Belli, también presentes en el libro de Barbara Dröscher, la salvadoreña Claribel Alegría (*1924) y la costarricense Tatiana Lobo (*1939)—, indicando como criterio de selección el hecho de que todas ellas ofrecen una versión subversiva de la Historia, la cual favorece a aquellos que como las mujeres y los pueblos indígenas no han tenido voz propia, trayendo a la memoria aquellos “unspoken, unrepresented pasts” (Homi Bhabha) que acosan el presente (p. 2). Veamos también para Barbas-Rhoden dos ejemplos.

Para las novelas de Claribel Alegría se destacan dos preocupaciones: por un lado la recuperación de la memoria a través de protagonistas femeninos, empeñados en librarse de la opresión de la cual son víctimas por su condición de mujer, para constituirse en sujeto y dueño de su propio destino, subvirtiendo al mismo tiempo aquellas representaciones de la Nación que cimentan la injusticia y marginación de los oprimidos; por el otro la operación misma de hacer memoria, que los personajes realizan leyendo o escribiendo y que la voz narrativa indaga a nivel metatextual, constituyéndose el universo ficcional de modo altamente fragmentario y polifónico. Ese fue el procedimiento de Claribel Alegría en su novela Cenizas de Izalco (1966), que escribió junto con su marido Darwin Flakoll y que le valió el reconocimiento internacional: indaga las circunstancias del levantamiento popular de 1932 en El Salvador y la subsiguiente matanza de miles de campesinos a través del proceso de concienciación de una mujer, que en su afán de reconstruir el pasado se apoya en los recuerdos mediatizados de su madre, de modo que “reading, interpreting and responding to texts” (p. 25) llega a recuperar la memoria tanto familiar como nacional, revelando al mismo tiempo “the multiplication of interpretive possibilities and the constructed nature of history” (p. 27). Esa “competición discursiva” (Ibíd.) se manifiesta de modo aún más radical en No me agarran viva: la mujer salvadoreña en lucha (1988), una novela testimonio también escrita en colaboración con Darwin Flakoll, donde se recupera el legado de una guerrillera muerta en la lucha por la liberación nacional, a comienzos de los años ochenta: texto híbrido que comparte con el género del testimonio o de la novela testimonio la intención “etnográfica”, pero que no da voz propia al personaje ni cuenta su historia de modo cronológico sino reúne múltiples testimonios ajenos, que de modo dialógico se organizan en la reconfiguración de una vida no real sino posible.

La misma intención de “historical metafiction” caracteriza la narrativa de Tatiana Lobo que, sin embargo, centra su atención en memorias “subalternas” —en el contexto costarricense representadas ante todo por el/la indígena y los/las descendientes de inmigrantes negros jamaiquinos— y las “zonas de contacto”, concretamente la Costa Atlántica que desde la Colonia está ubicada en la periferia de la Nación, configurando un territorio culturalmente diferente. Para la novela Asalto al paraíso (1992), que se centra en los conflictos entre Cartago, centro del colonizador, y Talamanca, espacio vital de los indígenas, Laura Barbas-Rhoden destaca, en su análisis convincente, que la autora, sin darle voz propia a la mujer indígena “subalterna” le da el poder de actuar: “she can act, and her being and doing transform the social order” (p. 137). Tatiana Lobo no cae en la tentación de dotar a su personaje “subalterno” de medios para expresarse, ya que los archivos de la Colonia, de hecho, no han registrado su voz; pero dándole a la mujer indígena, en el proceso de transculturación, una presencia creadora y recreadora “is a strike against the foundations of both a cherished national myth and idendity” (p. 134). Y ese mito de una nación costarricense “blanca” es subvertido de modo aún más patente en la novela Calypso (1996), que narra los “cien años” de un pueblo en la Costa Atlántica, víctima durante el siglo xx de colonización interna, donde la presencia de la población negra de descendencia jamaiquina “reclaims heterogeneity and contradictions in Costa Rican society, showing the ‘sedimentation, juxtaposition, and interweaving’ [García Canclini] of multiple traditions and temporalities” (p. 157). (Hubiera sido de gran interés seguir en esa línea de subversión del concepto identitario nacional decretado, tan candente en el contexto costarricense, e incluir a Anacristina Rossi (*1952), que con su novela Limón Blues (2002) presentó una crónica novelada de la provincia Limón y de la presencia afroantillana en la Costa Atlántica, que va de los años ochenta del siglo xix hasta los años treinta del siglo xx: “un mundo que, por la barrera del idioma y la incomprensión y el racismo de los costarricenses, quedó fuera del acervo cultural del país”. 1

Mientras que la virtud del libro de Barbara Dröscher es la de presentar, esencialmente mediante un close reading, análisis contundentes de las novelas respectivas —análisis que despiertan en el lector o la lectora el deseo y la ambición de adentrarse por su propia iniciativa en ese universo fascinante y multifacético—, el de Laura Barbas-Rhoden se señala por la más explícita atención a posiciones teóricas, principalmente de los postcolonial studies. Sin embargo, ante esa preocupación de la autora sorprende la irreflexión —o ingenuidad— cuando trata del supuesto carácter “histórico” de las novelas que presenta, designándolas de “narratives of historical fiction” (p. 14), de “texts that have an overtly historical intent” (p. 18) o de “historical novels” tout court (p. 18). Ya que Barbas-Rhoden inserta a esas “novelas históricas” en la corriente de la “nueva novela histórica” del post-boom —lo que se justifica para algunas; empero, no para todas— hubiera sido indicado darle a la “fictionalization of History” propuesta en el subtítulo, una convincente base teórica.

Un valioso complemento a los libros reseñados es el publicado por Antonio Velásquez, quien se dedica exclusivamente a la narrativa de Claribel Alegría: a la novela Cenizas de Izalco y a las novelas cortas El detén (1977), Álbum familiar (1982), Pueblo de Dios y de Mandinga (1985), y Despierta, mi bien, despierta (1986). En su introducción va dibujando el marco dentro del cual situará su investigación, afirmando: “Además de servir como baluarte en contra del olvido voluntario o forzado, la obra literaria funciona como arma de combate y resistencia” (p. 1); aseveración apodíctica seguida por otra que tampoco permite réplica ninguna, declarando Velásquez su intención de “generar interés en el genio de [Caribel] como artista de la palabra” y “en [su] genial manera de evocar perspectivas históricas distintas a las que oficialmente se conocen” (p. 2). La admiración inmensurable que el autor profesa por su objeto de estudio, por cierto simpática, le lleva, sin embargo, a valoraciones que a veces lindan con lo cursi; por ejemplo, cuando califica la narrativa alegriana de “vivo testimonio de una gran escritora, con orgullo latina de y para América” (p. 107) o cuando afirma que su literatura es “una de combate [...] debido a la enorme cantidad de latigazos verbales y de luchas martiriales de los que sus personajes son autores” (pp. 170 s.). Empero, si se hace abstracción de esos disparates (que se repiten a través del libro), Velásquez da una visión abarcadora y perspicaz tanto de los temas y motivos recurrentes como de las técnicas narrativas empleadas en la obra de Claribel Alegría, con un amplio conocimiento de los presupuestos teóricos que vienen al caso, recurriendo, para Cenizas de Izalco, ante todo a Bajtín y para las novelas cortas “fantásticas” a todo el repertorio francés.

De particular utilidad es la “Bibliografía selecta” de la autora (pp. 179-188), que no es tan “selecta”, ya que abarca textos publicados hasta en los más recónditos lugares. Y de gran provecho —para el que no conozca la historia de El Salvador ni su literatura— es también el primer capítulo (pp. 7-56), donde Velásquez introduce al contexto histórico, político-social y cultural del país; exposición que según mi modesto criterio —que, desde luego, comparte en lo esencial la posición crítica adoptada por el autor— peca a veces de perogrullesco siempre y cuando Velásquez abunda en lo “políticamente correcto”.

 

Barbara Dröscher: Mujeres letradas. Fünf zentralamerikanische Autorinnen und ihr Beitrag zur modernen Literatur: Carmen Naranjo, Ana María Rodas, Gioconda Belli, Rosario Aguilar und Gloria Guardia. Berlin: edition tranvía/Walter Frey (Tranvía Sur) 2004. 298 páginas.

Laura Barbas-Rhoden: Writing Women in Central America. Gender and the Fictionalization of History. Athens, Ohio: Ohio University Press (Ohio University Research in International Studies; Latin America Series, 41) 2003. IX, 201 páginas.

Antonio Velásquez: Las novelas de Claribel Alegría. Historia, sociedad, y (re)visión de la estética literaria centroamericana. New York, etc.: Lang (Latin America Interdisciplinary Studies, 4) 2002. 207 páginas.

(Esta reseña fue publicada en: Iberoamericana. América Latina — España — Portugal, Año V, no. 18 (2005), en la sección Notas. Reseñas iberoamericanas, pp. 231-235.)

© Frauke Gewecke


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vuelve 1. Anacristina Rossi: Limón Blues. San José: Alfaguara 2002, p. 398..


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