Tradición y ruptura en la lengua amorosa de Ana Istarú
(“la misma hambre rosada”)
Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, España
Una característica de la lírica centroamericana de este reciente, incógnito siglo XX es la proliferación de poesía escrita por mujeres tratando de escapar de su propio lenguaje y a su propia vivencia, queriendo a toda costa (y a toda costa es un precio muy alto) eludir los tópicos de una débil tradición expresiva femenil pero sabiendo que la mirada masculina, en cuyas lecturas sin embargo se han formado, les resulta insuficiente y además las excluye como sujetos autorizados. Ante la frustración de aparecer como segundo sexo escritor, o de travestirse en lenguajes ajenos, desescribir se convierte en una opción válida pero que no convence a todas: hay quien sabe releer, completar, inmiscuirse en la tradición como caballo en Troya.
En la obra poética de Ana Istarú encontramos el empleo constante de imágenes heredadas tanto en la representación telúrica y las habituales funciones agrícolas del vientre femenino como en alusiones que remiten al universo religioso o bélico de lo amoroso que funciona desde antiguo en la tradición hispánica, íntimamente vinculado este último en su origen al esquema en el que el varón asedia y la mujer resiste1. Sin embargo, vemos también cómo decide Istarú que el imaginario sea compartido con el varón, que la dama asuma con naturalidad funciones que antaño el caballero desempañaba de forma exclusiva y que el cuerpo del hombre participe de la misma simbología que el de la mujer. Sin ánimo de ser exhaustivos, nos gustaría proponer ejemplos de estas variantes del modelo.
Expondremos también algunas apreciaciones sobre el empleo de imágenes animales y vegetales para diferir y estilizar el relato erótico.
1. Sobre modelos narrativos para la experiencia amorosa
1.1. La épica del amor según Istarú
De La Estación de Fiebre (1983)2 nos hemos fijado en dos poemas donde aparece un tratamiento levemente transgresor del tema de la batalla erótica. En IV tenemos estos versos: “ahora que la carne se anuda / y se desnuda / anda y revolotea / sobre la carne buena / sin dejar perfumes, semilla, / batallas victoriosas, / y recogiendo en cambio / redondas cosechas; […] ahora que la piel / de las paredes se palpan / varón y mujer / sin alcanzar el mirto, / la brasa estremecida, / ardo sencillamente, / encinta y embriagada”. Hay una ambigüedad irresoluble en la nostalgia con que se evocan y descalifican a un tiempo las “batallas victoriosas” del pasado, aludiendo a los lances del amor erótico, en los que se derramaran perfumes y semen (semilla) como si sangre heroica. El balance hermoso y estéril de entonces aparece contrapuesto al actual modo de amar, al resultado fecundo (para los dos miembros de la pareja, “se palpan” expresa una simetría total) que es la inseminación lograda (“redondas cosechas”). El lugar común de la guerra amorosa se supera aquí diplomáticamente, no ya desde la descalificación de la imagen de la batalla y su victoria, sino mediante la ampliación de su significado último hacia un trabajo pacífico en común, agricultor, del que resulta la gestación, el mejor triunfo posible, por pertenecer a ambos amantes.
El poema XIII del mismo libro contempla una caracterización para la enamorada simultáneamente espacial (“la angosta escala de las costillas” conduce hasta sus senos) y guerrera: “donde dos caracoles / el corazón me escudan, rescato la ternura / que rueda por mi traje”. La forma espiral de los caracoles y su función de escudo evocan la coraza que protege al valiente (el corazón de esta mujer); la mención al rescate confirma y corona la imagen bélica, aquí en obvia misión amorosa. Un verso posterior de la misma descripción retoma otro motivo de inspiración caballeresca, el estandarte, para aludir al pezón: “Y eres tibio, estelar, / del amor estandarte / lozano como el día.”
Apreciamos en estos ejemplos una sutil reformulación de un tema tradicional en un código donde los roles ya no están distribuidos de forma excluyente, sino que aparecen compartidos por ambos géneros, un código polivalente, donde todos podamos hacer todo, ser todo, dar y recibir todo. Si no así la historia, al menos la poesía: presente absoluto, generosidad.
1.2. La religión del amor
Otro de los mecanismos más comunes de nuestra representación amorosa pertenece al ámbito de lo sagrado. El lenguaje de la mística nos provee de todo un haz de correspondencias válidas: el fervor religioso y la fiebre amorosa, el deseo erótico y la necesidad divina, un mismo recorrido ascensional hasta llegar a la unión con el amado… un mismo pasmo inefable que queda balbuciendo ante el gozo máximo de fundirse con el otro.
En Istarú el relato del peregrinaje hacia el amado es también santa lucha, “cruzada”, en la que aparecen armas que se desplazan empuñadas, armas de adoración. El espíritu caballeresco se adueña de la poeta, que reclama su Grial desde un léxico tan bélico como religioso: “Cuánta extensa devoción / que he esgrimido. / Cuánta cruzada fervorosa. […]”. No se trata aquí de una vía ascética ortodoxa: “la desnudez de labios que atravesó mi historia” es más bien una adaptación de la búsqueda por parte del príncipe de la Cenicienta, pues aquí el sujeto --femenino-- ensaya a través de una larga experiencia de fracasos: “Los nombres de varón que bebo y que desviven / como efímeros derrumbes”. Se habla de ternura que escala cuerpos y de cuerpos que no escalaron ternura, de profesiones religiosas, poéticas, al fin y al cabo: “Cuánto ejercer la entrega, / mi ocupación de amante, / para llegar a vos, César Maurel”. La aparición del nombre propio culmina la búsqueda, revela la unión efectiva gracias a la palabra intransferible: César Maurel es “cierre de rutas”, “arribar” a él es para la poeta --en virtud de una transparente estructura paralelística-- escribir al fin su “esperadísimo y final / primer poema de amor” (EF, VI).
No obstante esta apropiación de una función épica tradicionalmente masculina, la voz lírica no niega a su amado, en otro poema, la posibilidad de encarnar él también a un fiel monje-soldado de la causa amorosa, dejando para sí misma el lugar heredado del espacio de reposo que lo acoge: “mansedumbre / donde colmar tanto fervor / en ristre. / Un nido, / una copa de vino / culminando mis muslos / para calmar tu ayuno, / país de regocijo” (EF, IX).
En esta apertura simbólica radica la importancia de Istarú, que redefine sin violencia (sin ese resentimiento que diría Harold Bloom) la sintaxis de la relación amorosa, negociando continuamente los valores atribuidos a cada género y confundiéndolos sin escándalo, intercambiándolos más bien con total alegría y un algo de barroquismo (generalmente conceptista), con delicadeza.
2. Gramáticas simbólicas
2.1. Bestiario
El bestiario de Istarú remite a varios conjuntos simbólicos, alguno relacionado con campos ya mencionados (el entorno cortesano y caballeresco); la heráldica es uno de ellos. Los “leones” (EF, XIV, rimando con su referente los pezones, recordemos, “estandartes del amor”) o cierta “garza despierta / garza dormida” (en EF, XXVIII el órgano masculino, también “cigüeña”) pertenecen --junto con la rosa y el lis, que anotamos entre las flores-- a un código señorial y cortesano difuminado, al que se incorporan en EF, XIX la “más morena liebre” y el “corcel, sol naciente”, que se dora tanto en los muslos de la mujer como en los del varón, estableciendo de este modo un principio de simetría para la contemplación de la escena de amor. Tiene el amado “lomo terso de venado” (XXIII), sosteniéndose el territorio semántico de la cacería galante. Todos estos elementos aparecen desplazados de su significación más extendida y combinan una semántica establecida con acepciones novedosas: la cigüeña, por ejemplo, es un animal maternal, portador de recién nacidos, sentido que incluye la versión fálica de Istarú (“desmesurados niños atesora encierro tibio / cuna de la semilla”: “Tú muerte viva de la muerte”, XXVIII).
La ensoñación marina, por otra parte, proyecta un “viaje de gaviotas” en el insomnio amoroso (EF, XV) y “cardúmenes” en las aguas sexuales (“maremotos”) de las “rosadas aberturas” (EF, XXVI); en las masculinas y en las femeninas por igual olemos la saliva y el sudor (como el salitre). Acuáticas son también la “anguila escarcha” (XXVIII) y esas “huellas de caracol” que “humedecen la cima rosada / de mis dos pantorrillas” (EF, XX). Un magma oceánico poblado de animales acoge a las parejas de Istarú, sirve a los amantes de argamasa en su reunión, asumiendo esta poeta las calidades viscosas de régimen nocturno, matriciales, que señalara Gilbert Durand3 para las aguas, pero minimizando los valores de disgregación de sus criaturas internas: los peces de los cardúmenes, por ejemplo, de signo masculino y escurridizo. El destino amoroso para Istarú ha de ser igual para mujer y varón, armónico, absolutamente recíproco, eso debe reflejarse en su expresión.
Orígenes clásicos y referentes bucólicos y epigramáticos para las abejas (“César viene / y se anuncia / en los tímidos orgasmos de los abejones”, EF, VIII; “fiebre de abejas traigo”, “rayo y abejas”, IX; la boca del amado está “tocada por la abeja” en XXIII) se prolongan en mieles (IV, V, XIII) y panales (“colmenar” es la forma femenina en XIII; “panal el pene” en XXVIII). Mensajeras del Edén, completan el mensaje de estos dulces insectos los aromas especiados (“clavos de olor”, “rosada canela” de la piel bajo la blusa de la joven en “Rosada canela”, Poemas de un día cualquiera, 1977; “raíz de violeta con naranjas” en “País azul” del mismo libro) y los perfumes del cuerpo enamorado, de reminiscencia oriental (EF, IV; “resinas agridulces” y “almizcle” en EF, V; “ámbar” en VIII; “azafrán y otros humores perfectos” en IX; olor de “vendimia” en XIII; “sándalo” en los pezones de XIV) .
Para el “marido paloma” evocamos, además de las églogas, una valiente relectura de los líricos de tradición árabe, para quienes la paloma como la gacela han sido ineludiblemente amadas femeninas. Las “enfebrecidas salamandras” (EF, XI) nos traen reminiscencias alquímicas y un deseo de inmortalidad. En cambio resultan totalmente contemporáneos en su empleo, y por lo tanto novedades simbólicas, los inesperados “leopardos” (quizá dientes, tal vez manchas de la piel, pecas, en X) o los incómodos “erizos” (los zapatos que ya estorban a una amante dispuesta al vuelo, en XV). Pero, significativamente, estas presencias no designan a los participantes ni describen su actividad amatoria, sino que parecen quedar al margen de la representación erótica, conscientes de su inexperiencia en estos asuntos. En cambio otras fieras más literarias, “dos tigres de bengala dos / desquiciados pelícanos en llamas / hasta tu boca norte” (II), son imágenes visionarias de los senos, de filiación surrealista.
2.2. El reino vegetal
Los referentes vegetales son quizá los más refinados de cuantos intervienen en la recreación de los amores humanos. Especialmente las flores, desde su calidad sexual, proporcionan formas y fragancias variadas y precisas, por su distancia genética de nosotros representan la brevedad de la carne sin ofender, y constituyen una gramática simbólica tan antigua como elaborada. El aparato reproductor de las plantas es un recurso fácil y agradecido: no excesivamente sofisticado, mantiene sin embargo cierta elegancia, lo vemos en el polen (VII, XIII), en los estambres (XXVI), y cuando la amante dice: “la dicha del pistilo me reservo” (IX). Los pechos de la mujer aparecen como “pequeños monasterios / donde la leche helada / que los astros olvidan / se hace savia de besos, / plateada y bendecida” (XIII). La sacralización amorosa de los residuos lácteos viene dada, precisamente, por su sublimación en savia enamorada, en vegetal.
La abundancia de cereales en esta poética connota el ritmo de lo cotidiano, del hogar próspero, que en Istarú es un espacio de igualdad y comunidad utópicas, así tenemos que el amor sube “un camino de espigas” al atento cuerpo de su amada (V), y que la amada a su vez desnuda las espigas del amado (XVIII). La avena es generosa (IV), la clara esencia del trigo (VII) es reiterada (X), los cereales son diurnos, beneficiosos y reconcilian a los amantes con la naturaleza y con las tareas, con el trabajo, con un tiempo mítico que es cíclico pero también presente, realidad sublimada (“Tengo la misma / hambre / de trigales / y vientos”, en “Soy igual”). La presencia del pan (EF, XXIII), en forma de tostadas (“País azul”) o de harina (EF,XIII), se enriquece y erotiza en XXVII: “[la luna] vino a robar tu pan, tu sexo de oro fresco / saliendo de mi horno / mejor”.
En la obra de Istarú el color de la esperanza queda en el “tallo verde” (“¿Dónde estarás?”), en el “musgo” humilde (“En el fondo”), en la hierbabuena (EF, XXII), en el “casto trébol” (EF, VII), en el “brote” del interior del vientre cuando se renueva (“Cada luna mi vientre”, EF, VII). De las hierbas sólo el cardo connota cierta maldad y ni siquiera, porque sirve de ejemplo de milagros bondadosos: la flora en Istarú conforma una unidad de sentido cósmico, es rica, bella y buena. Sobre todo hay una promesa de felicidad en la arboleda alegórica (“mi arboleda”, en “¿Dónde estarás?”), bosque espacio epitalámico, que retorna en la invocación del amante (“Vos, árbol”, en “Limpieza”). Se recuperan así recursos de la lírica arcaica, como el Cantar de los Cantares, donde el amado era como el cedro, símbolo de fortaleza –cedro empleado por cierto, en Istarú, para representarse a sí misma en brazos del amante (EF, VII) .
Las frutas plantean un particular objeto de deseo por su constancia entre los placeres del paraíso, cuya representación siempre ha estado vinculada al huerto o jardín delicioso. Istarú (que en esto hace imitatio de Giuseppe Arcimboldo) parece seleccionar las de sus poemas por su carnosidad y color, mostrando preferencia por las pulpas rojas: “granada irreprochable”(EF,II) es la boca del amado, y la encía “enervada frambuesa”, “encarnadísima frambuesa” (II), que en el acertadísimo adjetivo reúne dos significaciones complementarias: una cromática y otra vital que nos avisa de que la esencia de esta baya se ha hecho carne, ha encarnado en el cuerpo deseado, un cuerpo masculino, al que la tradición sigue negando tácitamente el reflejo en las especies afresadas.
La misma familia botánica encontramos en el “puño de moras recién cortadas” (“Y colgaríamos naranjas en cada nube”) que sirve a la poeta de imagen plural de sí misma para introducirse en el amado-bolsillo de su propia ropa. La dispersión de los amantes en la naturaleza y el entorno sugiere una metamorfosis continua, un perseguirse deseante que recuerda los escarceos clásicos de dioses con mortales. Que se escojan referentes frutales acentúa el erotismo, se proponen “zumos delicados” (EF, XI) y “olor a vendimia” (XIII), y reconocemos las uvas en los vinos; bastante más explícitas resultan la “alterada cidra” (XVIII) y “el perfil de pera / entre las piernas”, que aluden al sexo (IX). Aún intervienen en los versos de Istarú otras variedades cultivadas: “duraznos” menstruales (“Cada luna mi vientre”), una “ciruela rotunda” o ese horizonte “de guayaba y de curva” (EF, XIX). El “fruto” (XXVIII) que no se especifica contiene los valores más concretos sin embargo: boca o pene, asume la capacidad de aplacar la sed amorosa (recíprocamente en “bebe tu fruto mi cóncava textura”; a posteriori en “tu fruto que decrece”, XVIII).
Otras imágenes felices tenemos en la decoración alegre del cielo con naranjas, o en el tacto del cuerpo del varón: “carne de membrillos” (XV), “piel de albaricoque” (XXIII); en sus nalgas según “la curvatura del melón” y en sus “higos apretados” (XXIII). Todo el amado es frutal, su presencia entera trae efluvios edénicos y todavía otro rasgo lo aleja de arquetipos duros y descariñados: se trata de un “hombre pequeñito” (XV), en proyección reservada a las mujeres, de las que la estética rococó hizo pequeñas joyas eróticas o animalitos entrañables. Aquí el varón amado admite todas las variaciones del amor, incluidos el capricho, la ternura y la dulzura.
Para concluir recolectamos las flores, que aparecen constantemente de forma genérica pero también con nombres y matices particulares: el clavel es el alma que explota, la sensualidad y la alegría, transmite vitalidad (“Rosada canela”) y se suaviza en la clavellina, más liviana y aérea (EF, XXIV). El perfume amoroso en sentido más amplio lo transportan el “derrame de nenúfares” (XV), “la flor de la lavanda” (XV), el apolíneo “mirto” (IV), despertando el “hambre de heliotropos en la carne” (“Mi nombre de persona”). Se reservan amapolas y una “marea incesante de geranios”4 para ilustrar la menstruación.
Se respeta la fuerza de la tradición en el empleo femenino de la rosa, “recia del viento / seda encarnada en mi ovario” (EF, XII), en los puños de jazmín de los pechos (XIII), en el “pezón de lis” (V) y también en los “lirios mal heridos” (XXII) de los escasos versos de disgusto amoroso; nardos y azaleas son lunares en EF, XXVIII. Hasta aquí se trata de un jardín convencional. Merece atención el tratamiento floral del sexo masculino en todos sus estados posibles, puede el amado estar “desnudo sin siquiera una gardenia” (XV) o ser la “envidia del anturio” (XXVIII) para retornar en su reposo a asemejarse a una “margarita azul” (XXXII). Dispondrá la amante de mecanismos para ennoblecer el órgano del amado: “una orquídea de oro / te he de poner por sexo” (I), y este papel activo junto a la intermitencia masculina legitima que aparezca ella misma como un “girasol”, un rayo (I), o un “pétalo de lava” (XI). Son estas simbologías, con el narciso (X), tradicionalmente diurnas, solares y por tanto masculinas, pero aquí la pasión de la mujer las adopta y comparte sin complejos.
De cuanto hemos expuesto es fácil concluir que Ana Istarú no está dispuesta a renunciar a la tradición poética en la que se ha formado. Su educación no le pesa, su amante no es su enemigo, la búsqueda del poema se realiza mediante un sistema verbal recíproco, atendiendo a un imaginario acogedor.
vuelve 1. Nos referimos al relato de la gesta medieval adaptado al cortejo (cerco al castillo y posterior conquista) que se estilizaría hacia el Renacimiento dando lugar a un complejo sistema de representaciones y transferencias simbólicas. También la poética del cuerpo femenino, que adquiría el protagonismo, se refinaba, la dama se elevaba, como su rango social, sobre el suelo al que había estado sometido en tanto que dominio del señor, feudo, y se adornaba de equivalencias preciosas, obligando el acceso a sus favores a través un ceremonial ascendente que difería continuamente el momento del encuentro, convocando al erotismo. Probablemente pocas cosas habrán tenido tan larga vigencia en la historia de la literatura hispánica como este modelo que perpetúa el ritual de conquista de la dama, así como los esquemas de comportamiento femenino ante el requerimiento del varón.
vuelve 2. Citaremos en adelante este poemario como EF, correspondiendo los números romanos a los poemas que incluye.
vuelve 3. Las estructuras antropológicas del imaginario, México, FCE, 2004.
vuelve 4. El poeta guatemalteco Otto Raúl González había hecho del geranio un emblema democrático cenroamericano con Voz y voto del geranio (1943); Istarú lo feminiza.
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