Carlos Cañas-Dinarte

 

Salarrué y sus amigos pintan un pequeño país: Las políticas culturales del martinato (1931-1944)

 

Escuela de Comunicación “Mónica Herrera”, Santa Tecla, El Salvador.

ccdinarte@gmail.com

 


Más que un trabajo de investigación, el siguiente texto constituye la síntesis de un proyecto mucho mayor, que en la actualidad se encuentra en fase de desarrollo, por lo que las conclusiones que se deriven del mismo deben ser tenidas como provisionales y sujetas a profundas revisiones, según la investigación emprendida siga su rumbo.

Desde su ascenso al poder ejecutivo nacional mediante el depósito de ley que le hiciera el Directorio Militar que derrocó al presidente Arturo Araujo en diciembre de 1931, el general Maximiliano Hernández Martínez se dedicó, junto con un selecto grupo de asesores, a trazar diversas líneas que, a la larga, llegarían a constituir verdaderas y efectivas políticas culturales dentro de su gobierno, aunque sin llegar a formar una entidad gubernamental o estatal centralizada que se encargara directamente de dichos asuntos.

Para el caso, una de esas políticas culturales se centró en la masificación de espectáculos teatrales, que recorrieron extensas zonas del centro, norte y occidente del país después de la matanza de 1932, con el fin de presentar obras como Pero también los indios tienen corazón o Pájaros sin nido, cuya esencia se centraba en formas dramáticas para explicar los hechos acontecidos y así aplacar los ánimos en contra de los indígenas, a los que la visión mediática del régimen había presentado como insurrectos comunistas e ingenuos manipulados por fuerzas políticas extrañas al territorio salvadoreño.

Ese control del espectáculo público se vio consolidado con la censura de la prensa escrita, actividad panóptica que les fue confiada a intelectuales de renombre, como Arturo Ambrogi o Gilberto González y Contreras. Para ambos, ejercer dichas labores les mereció el cuestionamiento de sus colegas de la palabra y el intelecto, al grado tal que ambos no figuran necesariamente entre los autores más leídos y analizados por el canon literario nacional. Incluso, para asegurarse una verdad única, legal y gubernamental, la dictadura construyó dos grandes aparatos de prensa escrita, centrados en Diario nuevo –cuya fundación y dirección fue confiada desde 1933 al pedagogo y periodista Francisco Espinosa- y La república, un variopinto suplemento del Diario oficial.

Dentro de ese esquema de control de las publicaciones periódicas, resulta curioso que dicha actividad de censura no se centró sobre las publicaciones de corte teosófico, por lo que revistas como Brahma, Cipactly y Proa. Templo del espíritu permanecieron fuera de las tijeras del régimen martinista, aunque sí evidencian autocensura y el uso de las claves literarias para señalar diversos elementos que muchos años más tarde desembocarían en abiertas protestas contra la dictadura. De hecho, sólo así se explica el artículo que Salarrué dedicó en el semanario Vivir al primer aniversario del fusilamiento de Agustín Farabundo Martí, al óleo Escuela bajo el amate (de Luis Alfredo Cáceres Madrid), las pinturas sociales de Pedro Ángel Espinoza o las diversas publicaciones periódicas dedicadas a honrar y homenajear la memoria de Alberto Masferrer, Alfredo Espino, Camilo Campos, Jorge Lardé y Francisco Miranda Ruano.

Resulta sumamente curioso ese homenaje del martinato a la figura de Masferrer, por cuanto al pensador salvadoreño le interesaba “incorporar a todo lo nacional los vastos elementos ahora subordinados malamente; oprimidos y deprimidos”, con lo que  evidenciaba esbozos de lo que ahora se denomina sociedad multicultural, multilingüística y multirreligiosa. De hecho, el sector que mejor recogerá, en el futuro, el legado masferreriano será el de la plástica nacional, cuyos temas permanentes serán  la alfabetización, el medio ambiente rural y un indigenismo de carácter agrario, alentados por los saberes teosóficos y del espiritualismo utópico.

Por otra parte, la actividad censora sí ejerció fuerte presión contra la escasa radiodifusión existente en esos años, en especial contra la Radio Nacional YSS y la emisora semiprivada YSP, cuya actividad era ejercida desde las instalaciones mismas del cuartel central de la Policía Nacional. A ambas radioestaciones les fue prohibida, por decisión del Poder Ejecutivo y bajo las directrices de un Comité de Censura de Espectáculos, la programación de la que fue definida como “música negroide”, en la que se abarcó a los ritmos afrocaribeños de moda (rumba, chachachá, mambo), pero no al jazz, que en suelo salvadoreño era interpretado por orquestas que desde la década de 1920 habían incorporado a la marimba como uno de sus instrumentos principales. En contra de esos tipos de música, importados desde las plantaciones bananeras de la Costa Norte de Honduras, el régimen martinista optó por programar música nacional o extranjera ejecutada por grandes bandas al estilo de Glenn Miller, canciones románticas, valses y otros ritmos que se consideraba eran más apropiados para el gusto del público nacional y sus aparatos radiorreceptores de uso privado o público.

Además, el control de las presentaciones emitidas hacia el público salvadoreño también abarcó las proyecciones cinematográficas, en especial procedentes de los diferentes estudios de Hollywood. Así, el régimen martinista no dudó en aprovechar las enormes ganancias económicas provenientes de las salas de cine, abarrotadas en las noches y los fines de semana, a lo largo y ancho del país, por lo que a partir de 1934 dio paso a la creación legal del Circuito de Teatros Nacionales, cuya existencia perduró hasta inicios de la década de 1990, bajo la regencia del Ministerio del Interior, ahora Ministerio de Gobernación. Según las directrices de control y censura ejercidas por ese organismo, las películas que debían ser proyectadas obedecían a tres líneas claras: a) Filmes románticos; b) Películas de corte bélico y c) Filmes de diversión general, donde curiosamente se abarcó a películas tan diversas como Fantasía de Walt Disney y El gran dictador, la abierta sátira cómica de Charles Chaplin contra Adolf Hitler y su régimen nazi, al que Hernández Martínez y sus militares teósofos eran tan adeptos. De hecho, se buscó que diversos intelectuales y periodistas escribieran comentarios sobre cine en los periódicos y revistas nacionales y centroamericanos de esos años, a la vez que fue creado un Departamento de Cine dentro del Ministerio de Instrucción Pública, para que llevara filmes de corte educativo dentro de las escuelas y cuarteles, a la vez que se le confió el registro de importantes hechos de la vida nacional de ese momento, como los discursos semanales del mandatario, sus tomas de posesión presidencial, el reconocimiento del gobierno japonés de Manchukuo, las incipientes formas del turismo nacional, etc.

Derivada de esa filiación inicial pronazi, que luego sería abandonada a medida que avanzara la Segunda Guerra Mundial, el régimen martinista también controló el ingreso migratorio y las expresiones culturales de grupos étnicos radicados en el territorio nacional. Para el caso, resulta curioso el duro ejercicio gubernamental en contra de las comunidades palestina y china, a las que no sólo se les prohibió la posesión legal de bienes (tiendas, propiedades rurales, etc), sino que incluso se les obligó a abandonar sus antiguos nombres y apellidos, para pasar a utilizar denominaciones más reconocidas (González, Chávez, etc).

Dentro de la misma tónica, no resulta extraño que la dictadura hubiera encargado a sus escribanos y publicistas la difusión masiva, en cuarteles y periódicos, de ediciones completas o fragmentadas de Mein Kampf (Mi lucha), la obra doctrinaria del nazismo, lo cual abrió las puertas a un ambiente de antisemitismo generalizado, del que ningún país de América Latina se encontraba libre en esos años. Lo paradójico de ese tipo de educación se pondría en evidencia durante la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, cuando diplomáticos salvadoreños acreditados en Madrid, Vichy y Ginebra se encontrarían cara a cara con la realidad de los hechos, dejarían de lado las enseñanzas nazistas del régimen martinista y desarrollarían, a espaldas del Poder Ejecutivo salvadoreño, sendas operaciones de rescate de cientos de vidas republicanas y judías.

Desde luego, uno de los puntos principales sobre el que el régimen martinista ejerce especial función y presión es en la creación de soldados, por lo que no duda en establecer un sistema de corte militar dentro del Instituto Nacional de San Salvador –donde hombres y mujeres son educados en artes y letras, pero también en el armado y manejo de los fusiles Mauser-, a la vez que centra su actividad educativa al interior de los cuarteles, donde provee alimentación y educación tanto a los oficiales como a las tropas regulares y de reserva, a la vez que los estimula mediante la gimnasia sueca, el fútbol y el deporte en general como formas modernas de refuerzo de la masculinidad y lo varonil, tal y como ya lo ha estudiado el historiador costarricense Chester Urbina Gaitán, en un libro de próxima publicación.

Dentro del contexto político que enmarcan las sucesivas etapas del régimen martinista, se produce además el diseño y ejecución de cánones nacionales en pintura y literatura, impulsados por el Ministerio de Instrucción Pública como herramientas ideológicas que promuevan e inculquen una idea particular de nación, basada en sentimientos y afectos hacia la patria nacional, en lealtades alrededor de un sentimiento del terruño y de sus posibles defensores, entre los que se encontrarían desde el propio mandatario hasta los artistas plásticos y literarios. Todo ello manifiesto en la apertura de exposiciones y festivales nacionales e internacionales de pintura, al igual que con la publicación de diversas obras literarias de corte regionalista, entre las que sobresalen Jícaras tristes (1936, Alfredo Espino) y Lecturas nacionales de El Salvador (1940, Saúl Flores). Así,  “indigenismo en pintura y regionalismo en literatura constituyen dos pilares sólidos que sostienen la política cultural del martinato”, tal y como lo ha señalado ya el investigador salvadoreño Dr. Rafael Lara Martínez.

En ese sentido, literatura y artes plásticas son aspectos complementarios de una misma ideología, que se centra y concentra en un sentido formativo y pedagógico de corte nacionalista y estatal, del que quedan excluidas la violencia social y las expresiones vagas y torremarfilistas como las de la “poesía  pura”, promulgada en la década de 1920 por el poeta santaneco José Valdés. Así, esa visión presenta “un sistema de imágenes y expresiones que recrean una relación subjetiva entre hombre —ojo, no ser humano ni mujer— y mundo.  Se concibe la geografía no bajo una lente objetiva científica.  Geología, botánica, zoología, en breve, todo conocimiento tecnológico se halla descartado (…), en menosprecio de la ciencia positiva”, como lo ha señalado Lara Martínez. Por ende, en ese binomio letras-artes desde la visión cultural del martinato queda lejos la pretendida objetividad de la ciencia, por lo que no resulta extraño que la Universidad de El Salvador se haya dedicado más al estudio, difusión y homenaje de los grandes clásicos de la filosofía y literatura europeas (Goethe, Descartes), más que a los estudios estadísticos y científicos, otrora impulsados desde centros de investigación como el Observatorio Sismológico, Vulcanológico y Astronómico creado a fines del siglo XIX y sostenido durante el régimen martinista por Antonio Cardona Lazo.

Preso de esa subjetividad provista por ese goce estético, el pueblo salvadoreño entra en visiones falsas y en una abierta mitificación de su ser profundo. En esa identificación perversa de El Salvador como Cuzcatlán y viceversa, el martinato es presentado y visto como un proyecto presidencial, soberano y absoluto, dentro de cuya esfera de acción queda absorbida cualquier expresión cultural, cualquier parte del capital histórico y simbólico del pueblo salvadoreño, incluidos el género y la etnicidad. Así, el poeta y el pintor trazan sus obras desde una visión ladinizada y superior, mientras que a la mujer y al indígena le son reservados los lejanos estadios inferiores, objetuales y en cuya esfera no pueden aspirar a tener una designación propia o un nombre, como lo evidencian las decenas de pinturas de indígenas desnudas plasmadas por José Mejía Vides. De esa forma, la mujer queda reducida a belleza agreste y desnudez, mientras que el sistema le otorga valor al hombre por sus aportes intelectuales, artísticos y políticos, evidenciados en sus aptitudes para el civismo, la guerra y la administración pública. Cuando intenta trascender esos estrechos márgenes, la mujer sólo tiene reservados los campos intelectuales de la pintura paisajista y la poesía sentimental, tal y como lo evidencian los poemas y pinturas de Lastenia de Artiñano, Ana Julia Álvarez, Zelie Lardé y Carmen Brannon (luego conocida como Claudia Lars).

Como lo señala Lara Martínez, “al profesionalismo masculino se contrapone el aspecto físico deleitable de la mujer y, en seguida, la maternidad.  (…) Se trata de una estética viril que no le concede a la mujer más derecho que el cuidado y reproducción de hombres ilustres”, incluso cuidados en ausencia de la figura masculina, pues pueden haber sido engendrados como parte de la violencia sexual evidenciada en sus cuentos regionalistas por Francisco Herrera Velado y Salarrué, cuyas ficciones les otorgan voz permanente a las ciudadanas que no tienen voz ni voto en aquella sociedad patriarcal salvadoreña establecida bajo el régimen del general Hernández Martínez. Así, no resulta extraño que Salarrué le dedicara su obra Cuentos de barro (San Salvador, ediciones La montaña, marzo de 1934) a su cuñada, la intelectual Alice Lardé de Venturino, por entonces casada con un sociólogo chileno y radicada en San Isidro, provincia argentina de Buenos Aires, desde donde seis años antes le había girado una carta a Salarrué, fechada el 17 de enero de 1928y en la que le expresaba:

“Usted no sabe cuánto amo a mi Patria. Aunque yo de ella sólo puedo esperar la indiferencia, como ya lo he comprobado, todo mi corazón y mi pensamiento está con ellos [sic]. Sí, para arrullar el recuerdo de la patria querida y lejana, estrecha se hace la ancha cuna del corazón.
Amo a mi patria hasta el dolor. Amo a esta patria mía que me niega –por sus leyes arbitrarias y crueles-, a esta patria mía que me ha visto crecer, y que ha presenciado los terribles sacudimientos de amor y dolor con que me abrió los ojos a la Verdad, el Destino, y que, a pesar de todo esto, por sus leyes antipatrióticas, me niega el derecho de llamarme suya, de llamarme salvadoreña, que al casarme, por una cláusula que deben abolir cuanto antes, perdí o quieren que pierda y que yo, a pesar de todo esto, grito con más amor que nunca: ¡Soy salvadoreña!, ¡soy salvadoreña! Que mi grito tremendo llegue hasta el corazón de mi patria y al ser conmovido por él, griten los salvadoreños en mi nombre que reformen la ley, aboliendo esta cláusula que hace perder a la mujer su derecho de nacionalidad patria.
Mientras en todos los pueblos cultos de la América tratan de que todo extranjero que arriba a sus playas se nacionalice, es doloroso que en mi país aún haya leyes que, en vez de afianzar, destruyan las nacionalidades…”.

Tras el etnocidio de enero de 1932, los temas mujer e indígena se volvió más complicado de manejar por parte del régimen martinista. De hecho, sus intelectuales más destacados, varios de ellos afiliados al partido oficial Pro-Patria, se refirieron al tema indígena en voces del pretérito verbal, como formas de poner distancia con respecto a la vivencia presente de las poblaciones indígenas sobrevivientes, pero en elogio de su pasado glorioso y exótico, como lo evidencian las narraciones y tapices de Salarrué o los poemas y obras dramáticas de Francisco Gavidia, visiones que son dignas herederas de observaciones culturales occidentalizadas pero sin carácter antropológico, en las que no es difícil apreciar la fuerte carga mística manifiesta en las atribuciones a lo indígena nacional de planos astrales orientales (el reino de Dathdalía, en la obra salarrueriana O’Yarkandal) o en el cuento El códice maya, de Gavidia, donde el protagonista prefiere quemar él mismo los antiguos lienzos indígenas, en lugar de ponerlos al servicio de las ciencias contemporáneas.

Desde esa perspectiva, resulta interesante examinar la conducta de algunos de esos intelectuales respecto a las políticas culturales ejecutadas por los sucesivos regímenes presidenciales del general Hernández Martínez. Para el caso, Salarrué tomó posición en contra de las diferentes partes involucradas en la matanza de 1932 mediante varios de sus cuentos y en su divulgada epístola Mi respuesta a los patriotas, que fue publicada en la capital costarricense por la revista Repertorio americano. Tres años más tarde,  Salarrué integró la Sociedad de Amigos del Arte (1935-1939) desde la cual y  junto con su colega pintor Carlos Alberto Imery fueron jurados de pintura, arquitectura y arte en general de la Exposición Industrial Salvadoreña (San Salvador, abril de 1935). En este mismo campo, en septiembre de 1935, el gobierno salvadoreño de Hernández Martínez lo nombró su representante oficial en la primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas, que fue inaugurada en la capital costarricense, el 12 de octubre de ese año.

Como parte de los Amigos del Arte, Salarrué fue organizador y expositor a lo largo de las cinco ediciones de las Exposiciones Nacionales de Artes Plásticas (1935-1940), que llegaron a su fin cuando esa agrupación se opuso a que dentro de esas muestras anuales fuera presentado un busto en mármol del presidente Hernández Martínez, tallado por un desconocido artista itinerante, supuestamente originario del territorio balcánico de Montenegro.

Además, Salarrué fue miembro de la Comisión de Cooperación Intelectual de El Salvador (junio de 1937), una dependencia nacional adscrita a la Sociedad de Naciones, con sede en la localidad suiza de Ginebra. Desde estos servicios gubernamentales, sus cuadros fueron expuestos en el pabellón industrial salvadoreño en la Feria Novembrina de la ciudad de Guatemala (1937), en la exposición internacional del Golden Gate (San Francisco, California, 1939) y en sendas exposiciones pictóricas en Washington D. C., New Orleans y Toronto.

En agosto de 1938, fue designado por el gobierno salvadoreño como miembro de la comisión bibliográfica encargada de revisar los libros que serían publicados con fondos estatales. En ese grupo también se encontraban el ingeniero Carlos Mejía Osorio, la escritora y docente María Escobar G., el pedagogo y escritor Salvador Calderón Ramírez, el profesor Saúl Flores, el militar y promotor cultural Nicolás J. Bran, el educador panameño Óscar Lindo y el periodista José Lino Molina. Dos meses más tarde, a partir de las 10:00 horas del domingo 9 de octubre de 1938, Salarrué ocupó la tribuna del local de la Legión de Honor Martinista, situado en el número 34 de la cuarta avenida sur, frente al otrora lugar de la Alcaldía de San Salvador, con el fin de disertarle a los acólitos de ese grupo de apoyo directo al presidente y general Maximiliano Hernández Martínez acerca de sus Divagaciones en la penumbra, una variación del tema abordado cuatro años antes y que estaba recogido en un folleto titulado Conjeturas en la penumbra. Decadencia de la santidad (San Salvador, 1934; reeditado en 1939, 1969 y 1995).

Como otra de sus colaboraciones con los sectores culturales del régimen martinista, un acuerdo del poder ejecutivo nacional, fechado el 22 de mayo de 1939, designó a Salarrué, Tomás Fidias Jiménez, Ceferino E. Lobo, Manuel Álvarez Magaña y Rafael Sol para que, de forma honoraria y en calidad de comisión especial, examinaran los expedientes de profesores salvadoreños fallecidos 25 años atrás o más, para considerar sus nombres y bautizar así a diversos centros escolares oficiales de todo el país. Al mes siguiente, se convirtió en fundador y director de la revista capitalina Amatl, creada por la Secretaría de Instrucción Pública como un correo educativo para el magisterio nacional. Sin embargo, ese nombramiento no fue efectivo sino hasta mayo de 1940, cuando ya se encontraba en prensa el sexto número de esa publicación periódica.

En mayo de 1940, un acuerdo del poder ejecutivo nacional, emitido mediante la cartera de Instrucción Pública, los designó a él, a Miguel Ángel Espino y a Arturo Romero Castro como miembros propietarios del jurado honorario que debía calificar los trabajos presentados al concurso para un Himno a la paz de América. Como jurados suplentes fueron nombrados María Loucel, Alberto Guerra Trigueros y Alfonso Espino. Al mes siguiente, en junio de 1940, el gobierno salvadoreño, mediante el Ministerio de Instrucción Pública, nombró a Salarrué colaborador del profesor de Declamación encargado del Teatro Escolar nacional.

Tras el incidente del busto en mármol de su colega teósofo, decayó el ánimo de Salarrué para participar en los diseños y planes culturales del régimen de turno, encabezado por uno de sus compañeros en los estudios teosóficos, con quien recibió enseñanzas de dos maestros radicados en suelo salvadoreño, el irlandés-estadounidense Patrick Brannon y el bávaro Hugo Rinker. En la primera semana de mayo de 1942, un acuerdo ejecutivo, manifiesto por medio de la Secretaría de Instrucción Pública, designó a Salarrué como secretario del renovado Comité de Investigaciones del Folklore Nacional y de Arte Típico. En dicha entidad gubernamental, Salarrué devengaría la cantidad de cien colones mensuales, mientras que el resto de sus integrantes cumplirían sus labores de forma honoraria. Sin embargo, el intelectual rechazó el nombramiento, mediante una visita que hizo a las instalaciones del capitalino y pro-oficialista Diario nuevo, en la tarde del viernes 8 de ese mes y año. Tal y como apareció en la portada de la edición del día siguiente, Salarrué fundamentó su negativa a participar porque no creía que ese comité pudiera hacer algo efectivo en la materia que motivó su creación, lo cual escondía una crítica al falso indigenismo del férreo régimen martinista, inspirado en sus afanes por las políticas indigenistas impulsadas por el gobierno mexicano.

Pese a esa crítica al régimen, el lunes 17 de agosto de 1942, Salarrué concluyó una pintura mural –la primera que hubo en el país- en el interior de la Escuela Municipal “Eduardo Martínez Monteagudo”, centro escolar edificado a un costo de 13675 colones en la colonia América (San Salvador, zona residencial inaugurada el 12 de octubre de 1931), en un terreno donado por el presidente Maximiliano Hernández Martínez para que se construyera ese plantel como homenaje a su joven hijo fallecido por peritonitis, el cual fue inaugurado el viernes 15 de septiembre de 1939. Dicha alegoría salarruereana representaba a la vieja y nueva pedagogías mediante un espantapájaros y un animal cornúpeta que se lanzaba al ataque. Por desgracia, el tiempo y la desidia dieron cuenta de esa pionera muestra mural, de la que sólo quedó una anónima fotografía en blanco y negro, publicada en la Revista del Ministerio de Instrucción Pública (San Salvador, julio-diciembre de 1942).

Junto con las Lecturas nacionales propuestas por el profesor Saúl Flores, ese mural de Salarrué evidencian silencios sociales del momento martinista e invitan a sus observadores/lectores a sumirse en una nueva religión ciudadana, donde los conceptos de nación y república reemplazan a los símbolos indígenas y cristianos, para dar paso a un paradigma nuevo y diferente, fundamentado en la devoción de los símbolos evidenciada en las flores, árboles y pájaros nacionales. En medio de ese panteísmo moderno, la melancolía y la nostalgia se articulan y apoderan de las artes y de las letras salvadoreñas, desde las que se canta a los grupos indígenas esfumados en la historia, se elogia a las mujeres silenciadas y se añora la naturaleza cada vez más dañada por el voraz empuje de una naciente industrialización, que culminará su despegue en la década de 1950.

En ese sentido, las políticas culturales del martinato se centraron en borrar y reescribir la realidad salvadoreña, en especial todo aquello que recordara al asesinato adánico que, mediante un etnocidio, cimentó su presencia en la vida pública nacional. De esta manera, olvidar y reconstruir de manera desquiciada y esquizofrénica la memoria colectiva fue una tarea fundamental emprendida por los grupos intelectuales al servicio del régimen, dentro del cual hasta las fuerzas de oposición trabajaron en consonancia con sus designios, los que finalmente no pudieron eliminar de las neuronas sociales el afán por la libertad, impulsada desde las entrañas mismas de la presidencia martinista con la divulgación, en la prensa escrita, de la Carta del Atlántico y de otros escritos aliados, que oxigenaron al intelecto nacional y lo enrumbaron hacia las jornadas cívico-militares de abril y mayo de 1944. En la culminación de esas jornadas, triunfó una pasividad radical de corte gandhiano, en el que una propuesta pacífica derrotó a las instancias militares, aunque por desgracia no llegó a constituirse en un régimen democrático pleno y duradero.

© Carlos Cañas-Dinarte


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