María Tenorio

 

Leer libros importados en el San Salvador del siglo XIX:
Un vistazo del consumo cultural a partir de los periódicos

 

El Salvador

mariatenorio@gmail.com

 

Notas*Bibliografía


¿Qué libros se leían en San Salvador durante la primera mitad del siglo XIX? ¿De dónde venían esos libros? ¿Quiénes los leían? ¿Cómo los leían? ¿Cuál era el valor que se daba a los libros en aquel entonces? Estas preguntas servirán de guía para este artículo que se ocupará sobre el consumo cultural de ese tipo particular de impresos que llamamos libros1. Varios periódicos publicados entre 1824 y 1850 en talleres tipográficos salvadoreños serán los encargados de dar respuesta a las interrogantes. En otras palabras, este estudio explora, en la letra de la prensa salvadoreña post-independentista, la recepción y uso de los libros en su materialidad (en tanto objetos) y en su discurso (en lo que dicen).

Procedencia. “Una de las cosas que mas habian pervertido la moral en el pais era la introduccion de toda clase de libros, que aquí venia lo malo y no lo bueno de la Europa”2: el semanario sansalvadoreño El Amigo del Pueblo (1843)3 pone estas palabras en boca de un jesuita belga recién llegado a Guatemala (“Jesuitas en Guatemala” 19, 5 octubre 1843, p. 146). El periódico, de tendencia liberal (López Vallecillos, 1964: 90), critica la posición del clérigo contraria a la libre circulación de libros en la América Central. Pero más que la crítica interesa enfatizar, en la breve cita, la asociación por contigüidad entre libros y Europa.

Los libros vendrían en su mayoría desde Europa. Su factura, tanto de su discurso como de su materialidad, envolvía procesos largos y complejos, que reclamaban tiempo, dedicación, habilidad y cierto grado de especialización no solo de parte de los escritores, sino también de los impresores. Hacer libros era toda una industria, y una industria que se asociaba en línea recta con Europa y con su civilización desde la época colonial. Dice Rosalba Cruz Soto respecto del México del siglo XVIII: “se recibía gran cantidad de artículos europeos, entre los cuales se contaban los libros y los periódicos, lo cual refleja la demanda de mayores lecturas por parte de los habitantes ilustrados de la Nueva España” (2000: 22). Los libros y otros impresos en la América Hispana colonial, añade François-Xavier Guerra, venían en su mayoría de España, pero también de los Países Bajos, Italia, Suiza y Francia (2003: 12). A partir de 1820 en Chile, afirma Rebecca Earle, creció el volumen y la variedad de libros importados; un viajero de aquellos años comentó que grandes cargas de libros franceses llegaban a Santiago (2002: 29).

En El Salvador post-independiente muy pocos libros producían los talleres locales, concentrados en publicaciones de mediana o poca extensión en cuanto a número de páginas4. Pero si la industria de hacer libros estaba en pañales en el estado en la primera mitad del siglo XIX, la circulación y el consumo de estas piezas impresas estaba cimentada desde antes de la entrada de la imprenta en la ciudad de San Salvador en 18245. Hubo libros importados antes que talleres donde hacer impresos. Hubo lectores antes que escritores, redactores y editores. Hubo compradores de libros antes que tipógrafos. En las décadas que siguieron a la independencia había cuanto menos un incipiente mercado librero en las ciudades salvadoreñas. Había discusión, en semanarios y quincenarios, sobre la manipulación y consumo del género material y discursivo de los libros.

Curiosidades o mercancías. “Dos copias hay hasta hoy de la Enciclopedia francesa en Centro-america”, se vanagloriaba una breve nota del periódico oficial — el Correo Semanario del Salvador (1840) — en 1840 en alusión a la libertad ganada, en aquella época, de circular en el istmo escritos y obras que en tiempos coloniales habían estado prohibidos (“Memorandum curioso”, Correo Semanario del Salvador 3, 15 mayo 1840, p. 12). Los libros eran posesiones que, en calidad de curiosidades o de mercancías, podían llegar a ocupar unas líneas en las columnas de los periódicos. Su aura y notoriedad iban en relación inversa con su limitada circulación en las urbes salvadoreñas y centroamericanas. Como explica Iván Molina Jiménez para la cultura impresa centroamericana entre 1821 y 1850: “el libro importado era caro, dado que debía satisfacer las utilidades del impresor y del exportador extranjeros, los costos de transporte y el beneficio del comerciante local” (2004: 33). Para atesorarlos, como valiosas posesiones, o para leerlos, como fuentes de saber, los libros tenían una dignidad superior a la de los demás impresos. Los libros en El Salvador post-independiente seguían siendo, como en tiempos coloniales, productos foráneos, artículos importados, objetos de lujo.

El libro era un producto que debía realizar un largo viaje para llegar a las manos de algún ciudadano letrado o a los estantes de alguna biblioteca particular. De las dos copias de la Enciclopedia francesa dice el mismo “Memorandum curioso” antes citado que “La una está en Guatemala y la compró en Paris el Sr. José Vicente Garcia Granados para obsequiarla al Congreso de la República. La otra está casualmente en San Salvador y la compró en Burdeos el Sr. Francisco Rascon”. El hecho de apuntar en el “Memorandum curioso” los nombres de los sujetos que introdujeron los libros desde las ciudades francesas de París y Burdeos reafirma que la ciudad letrada en Centroamérica se conocía con nombres y apellidos.

El importador de la primera copia podría habría sido el Vicente García Granados que se reunía con otros “patriotas” para preparar “el movimiento emancipador” a partir de 1818 en Guatemala (García Giráldez, 2005: 20), y posiblemente también el mismo o un pariente del “comerciante García Granados, dueño de un almacén en Guatemala”, quien en 1825 ofrecía — en un periódico de aquella ciudad — “oeuvres” de varios autores ilustrados franceses y una amplia serie de libros en francés (Molina Jiménez, 2004: 40).

En el caso de la segunda copia, la sansalvadoreña, su comprador Francisco Rascón fue un personaje involucrado en luchas políticas: la letra del semanario cojutepecano La Miscelánea (1839) señala al “Sr. Francisco Ignacio Rascon” como invasor del departamento de Sonsonate con apoyo de autoridades guatemaltecas (Alcance al número 3o de la Miscelánea 11 enero 1840, pp. 13-16). Habrían coexistido en el istmo esas dos vías de acceso a libros importados: los objetos traídos por comerciantes y los traídos por particulares en sus viajes al extranjero. En los dos casos señalados, sin embargo, se trata de hombres involucrados en actividades políticas6.

Pero si Guatemala tenía el liderazgo del comercio librero en el istmo, como dice Molina Jiménez (41-42), el estado salvadoreño participaba también de la compra-venta de esos artículos importados. Al igual que otros productos europeos, los libros eran comercializados en el país a través de las ferias y7 desde esos centros temporales de comercio se distribuían para ser vendidos al detalle:

En el año de 1830 vino al Estado el primer ejemplar Lecciones de política de la obra de Don Luis Fernando Vivero, impresa en París en 1827—El año pasado [1839] se introdujeron en la feria de la Paz 700 ejemplares, y de ellos quedó la mitad en el Estado.

(...) Hay ejemplares de venta, en Sonsonate, S. Salvador, San Miguel, y todos debian leerlo (“Lecciones de política de Vivero”, Correo Semanario del Salvador 5, 29 mayo 1840, p. 18).

Este anuncio filtrado como nota en la segunda página del oficial Correo Semanario del Salvador (1840) no indica dónde en la capital, en Sonsonate o en San Miguel se encuentran a la venta aquellos 350 ejemplares parisinos de un autor ecuatoriano8. Es plausible pensar que los lectores de este semanario habrán sabido dónde se vendían libros y artículos importados por tratarse de centros urbanos pequeños9. Seis años después, sin embargo, las Lecciones de política de Vivero seguían a la venta al precio de dos pesos en San Salvador, en la tienda de Ramona López, junto a variedad de títulos, según se lee en el “Aviso” aparecido en El Salvador Rejenerado (10, 31 diciembre 1846, p. 40). El mercado para estos libros debe haber sido reducido en estas poblaciones donde, como comenta Héctor Lindo Fuentes, “eran solamente los pocos miembros de la elite que tenían el gusto por la mercadería europea o la plata con qué comprarla” (2002: 76).

La oferta de libros en los periódicos se incrementa a medida se aproxima el medio siglo. La señora Ramona López, dueña de una tienda en San Salvador, colocó dos ‘avisos’ en los periódicos oficiales de turno en 1846 y 1847, ambos en el mes de diciembre; Marcos Idígoras anunció libros a la venta en su tienda también el órgano oficial en marzo de 1848. En los tres casos son apretados listados de títulos, algunas veces con mención del autor, con el número de volúmenes que los componen y su precio (en pesos y reales), precedidos por el nombre de quien los tiene a la venta. Quienes los vendían eran, respectivamente, una mujer y un español que ocupó varios cargos públicos en San Salvador (Al público 1).

El quehacer comercial no diferenciaba géneros ni clases sociales en aquellos años. Una crónica de viajes publicada en 1869 en Londres, citada por Héctor Lindo Fuentes, dice que “todos, desde el Presidente para abajo, tienen una tienda, y nadie se niega a colocarse atrás del mostrador para venderle a uno un carrete de algodón, sin que las esposas o las hijas se queden atrás en estos menesteres” (2002: 177-78). “La pequeñez de la economía — explica el mismo Lindo Fuentes en otro lugar — conspiraba en contra de la división del trabajo” (1994: 191). Los importadores y comercializadores de libros e impresos habrán repartido su tiempo productivo entre varios quehaceres distintos. La tienda de la señora López no debe haber sido un comercio dedicado exclusivamente a la venta de libros.

Al comparar los dos anuncios que Ramona López colocó en la prensa se nota un aumento en la oferta de libros y un descenso en los precios. Mientras el aviso de El Salvador Rejenerado (1845), de diciembre de 1846, pone a la venta un listado de veintitrés obras, el de la Gaceta del Gobierno Supremo del Estado del Salvador (1847), correspondiente al siguiente diciembre, entrega 30 títulos. Novelas, crónicas de viajes, diccionarios, libros de derecho, de política, de historia, de matemáticas, de química, de religión, entre otros, estaban a la venta “en la tienda de la Señora Ramona Lopez, comercio de esta plaza”. En los dos títulos repetidos en sendos avisos, los precios tienden a la baja: los Viajes del Joven Anacarsis, en cinco volúmenes, costaban 18 pesos en 1846 y 16 en 1847; los dos volúmenes del Derecho Real de España por Juan Sala valían 6 pesos en 1846 y 5, en 1847. Las obras más baratas en 1846 costaban dos pesos, mientras en 1847 las había de un peso y 6 reales. Las más caras alcanzaban los 20 pesos en el primer año y 24 en el segundo. Comparados con el costo de un ejemplar de la prensa, que era de un real o menos, los libros eran mercancías sustancialmente más costosas. Para un profesional con un sueldo mensual de 40 pesos habrán sido accesibles las Lecciones de política de Vivero por dos pesos o El espíritu de Telémaco por un peso y 6 reales. Pero comprar los cuatro volúmenes del Catecismo de Ripalda por catorce pesos o el Diccionario de legislación de Escriche por doce, sí habría significado un gasto de casi la tercera parte de su salario. Para un obrero que ganaba 8 pesos al mes adquirir los libros que vendía Ramona López habrá estado completamente fuera de su presupuesto.

El aprecio por los libros los volvía buenos obsequios en el ámbito de la ciudad letrada (Rama, 1984). Eran objetos que había que tener. Regalarlos era un detalle que se agradecía. El reputado educador Antonio José Coêlho, durante un examen público en 1843, ofreció a sus discípulos “premios mui provechosos, pues consistian en libros de esquisito gusto y calculados a los adelantamientos respectivos de los niños a quienes los distribuyó” (El Amigo del Pueblo 22, 2 noviembre 1843, p. 169). Coêlho buscó libros de factura cuidada, “de esquisito gusto”, en su materialidad y adecuados para niños, “calculados a los adelantamientos respectivos”, en su discurso. Ni cualquier libro ni cualquier edición hacían un buen regalo para un niño. Hubo, en El Salvador, cierta oferta de lecturas infantiles: la tienda de Ramona López, en diciembre de 1847, vendía el título “El amigo de los niños por el abate Sabatier, 1 tomo en 12° con láminas, 1$ 6 reales”; Marcos Idígoras ofrecía, un año después, un libro religioso para niños: la “Guia del Niño Cristiano 1 tomo, 6$”. En el caso de estos dos títulos se trata de lecturas religiosas, las cuales deben haber sido recomendables para niños.

Valor de los libros. Los libros, dentro de la jerarquía de la cultura impresa a que alude Roger Chartier10, ocuparían el lugar más destacado, el superior. Su solidez y contundencia física irían en consonancia con el discurso elaborado y trabajado que corría en sus páginas. El saber que entregaban era un saber decantado. Su elaboración requería de la intervención de maquinaria y la consiguiente técnica. Cita el mismo Chartier a un bibliógrafo norteamericano que dijo que los libros no son hechos por escritores, sino manufacturados por escribas y artesanos, por mecánicos e ingenieros, y por imprentas y otras máquinas (Chartier, 1989: 161). Las palabras del Prospecto de la Gazeta del Supremo Gobierno de Guatemala (1824), donde se compara el libro con el periódico para destacar las bondades de la inmediatez de este último, se pueden leer en sentido inverso para enfatizar la cuidada preparación del libro:  

Un libro escrito sobre sucesos políticos aparece cuando es mudada la faz de ellos. Se reunen datos primero: se medita el plan despues: se dá orden á los hechos y pensamientos: se comienza á escribir: se travaja en la impresion: se corren los dias; y cuando la obra sale a luz, los sucesos que la hicieron escribir han perdido el interes que tenían.

Los periodicos siguen por el contrario la marcha del tiempo: son contemporaneos de los sucesos: discurren sobre ellos en el momento en que interesan mas la atencion (Gazeta del Supremo Gobierno de Guatemala, Prospecto 12 febrero 1824, pág. 1).

Lo dilatado de la escritura y la confección de un libro lo vuelven, según este prospecto, lejano a los hechos que lo motivaron. Pero esta ‘desventaja’ del género es, precisamente, su gran ventaja comparativa: su discurso es fruto de investigación (“se reunen datos”), de reflexión (“se medita el plan”), de organización del material (“se  dá orden a los hechos y pensamientos”), de trabajo escriturario (“se comienza a escribir”); en una segunda etapa, su elaboración como objeto es producto de labor técnica especializada (“se travaja en la impresión”) y, en una tercera, su difusión es otra tarea aparte que lo pone a disponibilidad de futuros consumidores y lectores (“la obra sale a luz”). El proceso de producción de un periódico, si bien puede seguir los pasos anteriores, es hecho al calor del momento y, algo muy importante, su manufactura es técnicamente mucho menos compleja que la de un libro.

Tener libros y leerlos era marca de prestigio social y de distinción que daba ‘clase’ y ‘cultura’. No cualquiera contaba con el espacio doméstico suficiente ni adecuado para acomodar libros, con el tiempo u ocio para leerlos ni tampoco con la tecnología (savoir faire) apropiada para saber qué hacer con ellos. La lectura de buenos libros era vista como una actividad que demandaba tiempo y espacio, curiosidad y cabeza, pero que a cambio entregaba saber y erudición, e incluso respeto y notoriedad. Caso ejemplar y a la vez excepcional es el de la literata costarricense Manuela Escalante y Navas, cuya muerte lamenta el quincenario La Unión (1849) copiando las palabras del número 26 del Costa-ricense. Literato, según la Real Academia en 1843, era “la persona instruida (...) en las letras humanas” y estas, explica el diccionario de aquel año, consistían en “el estudio de los autores clásicos, tanto historiadores como oradores y poetas griegos y latinos, con el cual se adquiere por medio de la imitacion el buen gusto en el arte de hablar y de escribir”. Gente leída o culta, se diría hoy en lenguaje coloquial. Manuela Escalante, en otras palabras, era una intelectual. El lugar que se ganó en las columnas de los dos periódicos se debe, más que otra cosa, a la ilustración debida a su elevado consumo de libros:

Consagrada al estudio despues de la educacion de la puericia, devoró libros y panfletos sin eleccion y sin pausa, y adquirió conocimientos variados y profundos; mas la historia y la literatura fueron en sus últimos tiempos su estudio favorito. En 40 volúmenes de la primera leyó lo que habian narrado en Grecia desde Herodoto hasta Plutarco, lo que narraron en Roma desde Tito Livio á Tácito y lo que han narrado despues los historiadores ulteriores, desde la irrupcion de los bárbaros hasta la época presente (“Rasgos cronologicos”, La Unión 3, 15 julio 1849, p. 11).

La señorita Escalante, extraña cosa para su género en aquellos años cuando la lectura seria “se solía vincular con los hombres” (Molina Jiménez, 2004: 54), era una lectora empedernida que “dedicaba cinco horas del día á la lectura de Tácito y dos ó tres de la noche á su curso de literatura”. Su existencia habrá transcurrido en medio de una biblioteca europea11. Una forma de vida ciertamente extraordinaria para una mujer que fallece a los treinta años “señorita” y sin haber formado familia. La excepcionalidad de esta costarricense, que confirma la regla de la lectura seria como patrimonio masculino12, mereció la publicación de su necrología en un periódico salvadoreño al haber habido “varios sugetos en esta Capital que tuvieron la dicha de conocerla”. Otra afirmación del carácter regional, centroamericano, de la cultura impresa de la época.

Crear lectores. Ampliar el mercado de libros en el estado y crear públicos consumidores más numerosos era deseo patente en los periódicos de aquellos años. Cómo debía hacerse para conseguir que más gente leyese libros llevaba a discusiones comparables con la de la anterioridad del huevo o de la gallina. ¿Poner más libros a disposición era suficiente para crear lectores? o ¿era necesario contar con educación formal para leer libros? El quid del asunto estaba en que más personas supiesen qué hacer con los libros, supiesen leerlos. Los editores del dominical El Iris Salvadoreño (1836), publicado en San Vicente por el gobierno del estado, sentaron su posición en una polémica sobre la ampliación de la cobertura educativa, desatada por varios remitidos, al inclinarse por

que haya bibliotecas publicas y privadas, surtidas de obras selectas, para que la instruccion sea general á hombres y mugeres, chicos y grandes, donde sin papeles ó titulos sean Vachilleres, Doctores, Agrimensores, Nauticos, Matematicos, Ingenieros, Letrados, Escribanos y Medicos perfectos y no contrahechos con una licencia ó título, como son muchos que en fuerza de ellos son antepuestos, á los que acaso podian ser sus maestros, y no figuran en las facultades por que carecen de privilegios ó signos aristocraticos (El Iris Salvadoreño 12, 11 diciembre 1836, p. 46).

Incrementar el acceso a libros selectos — más adelante dirá la nota editorial “libros de ciencias y artes” — en espacios creados para conservarlos y para leerlos es la solución que propone El Iris no exactamente para la ampliación del mercado de impresos, sino para la formación no aristocratizante de ciudadanos capaces para ejercer los “empleos necesarios”. Esos empleos requieren del dominio de la tecnología de la letra y de la participación de la cultura impresa. Para los editores del semanario oficial, la oferta librera generaría su propia demanda o, en otras palabras, la disponibilidad de libros en espacios ad hoc13 atraería a distintos fragmentos de la población — “hombres y mugeres, chicos y grandes” — democratizando la lectura y con ella la instrucción necesaria para convertirse en ciudadanos económicamente activos.

Posición contraria a El Iris se sigue en un ejemplar del también oficial Correo Semanario del Salvador (1840), impreso en San Salvador. No es suficiente tener acceso a libros para saber qué hacer con ellos, dicen los editores al defender la inversión en infraestructura en el colegio de Santo Domingo:

Se dice que la suma que se emplea en [el colegio de] Santo Domingo, sería mejor destinarla a comprar libros, máquinas &c. ¡o que buenos son los libros! Pero sino hai quien los lea y los entienda, y quien conozca los demas objetos de instruccion ¿para que se quieren? Formemos hombres dandoles educacion, moral y aplicacion al estudio, lo cual no se consigue sin colejios y estatutos literarios, que despues vendrán las obras y cuanto se desée (“Mejora”, Correo Semanario del Salvador 2-106, 7 junio 1843, p. 24).

Justifica este texto la inversión de catorce mil pesos en trabajos de reparación del local que albergaba el colegio Santo Domingo, en la capital salvadoreña. El propósito: recibir más alumnos, ya que al momento solo había cupo para cuarenta alumnos “sin poder admitir los muchos mas que solicitan su ingreso”. La participación en la cultura impresa pasaría necesariamente, según la posición del Correo Semanario, por la educación formal. Los “colejios” serían los lugares indicados — no las bibliotecas — para familiarizarse con los libros y “demas objetos de instruccion”, con toda una cultura material que habría de transformar los hábitos de consumo y de vida de los individuos. Los libros, “¡o que buenos son los libros!”, pero para saber qué hacer con ellos y hacerlos parte de la vida cotidiana de las personas, hay que vincularse con todo un mundo material, con toda una serie de tecnologías, cuya apropiación requeriría años. “[L]os libros no son medios mas apropósito para comenzar la instruccion de los niños”, dirá El Crepúsculo (1847) unos años después (El Crepúsculo 4, 2 setiembre 1847, p. 14). En un artículo titulado “Educacion de los niños” considera contraproducente poner libros en manos de los pequeños por conducir solo a “que los miren con tedio y les cobren para en lo sucesivo suma aversion”. Una vez más, el entrenamiento previo es necesario para saber manipular estas piezas impresas tan apreciadas en la sociedad urbana y letrada decimonónica.

Que leer libros educa, a pesar de posiciones encontradas como las de El Iris y el Correo, era una verdad aceptada en la época. O, con mayor precisión, ciertos libros instruyen. La lectura tenía la reputación de influir sobre el ánimo (o el ánima) de las personas, hasta el punto de modelarlas, formarlas, llegarlas a definir. Los intelectuales latinoamericanos de aquella época, afirma Fernando Unzueta, “tuvieron una fe enorme en el poder de la palabra escrita (...) creían de hecho que la literatura influye en el modo en que el lector actúa y se ve a sí mismo en su mundo” (2005). El bimensual La Unión (1849), preocupado como sus antecesores por el tema de la educación, dice que ha presenciado exámenes realizados a “nuestra juventud literaria” y ha encontrado que: “Cuando la pregunta tenía conexion con nociones de geografia, historia y cronolojia, los estudiantes, se veian bastante embarazados. Esto es natural. Sobre no haber clases (...), los libros elementales son bastante escasos, y el [estudiante] aplicado pocos libros tiene con que cebar su curiosidad en aprender” (“Literatura” La Unión 11, 15 noviembre 1849, p. 46). La formación de estos jóvenes pasaría por el consumo de libros. La demanda de volúmenes para estudiar quedaría insatisfecha por la escasa oferta de estos impresos, particularmente en áreas del saber que el artículo periodístico considera pertinentes para la formación de profesionales “que desarrollen la riqueza del país”.

Si lo que plantea el texto de La Unión es que haya mejores profesionales — más leídos, más instruidos, mejor preparados — para desarrollar el Estado, desde la noción de cultura impresa es posible también decir que la ampliación del mercado librero — más oferta de libros — implica una inserción material y cultural del estado en el mundo al que estaba buscando pertenecer, el mundo civilizado. Como explica Jesús Martín Barbero: “La posibilidad de ‘hacerse naciones’ en el sentido moderno pasará por el establecimiento de mercados nacionales, y ellos a su vez serán posibles en función de su ajuste a las necesidades y exigencias del mercado internacional” (1987: 164; énfasis en el original). Los libros, como dignos exponentes de la cultura de los impresos, serían uno de los objetos que conectan el incipiente mercado local de aquellos tiempos con el mercado internacional. Expandir las prácticas de lectura de libros, en este sentido, contribuye desde su misma materialidad al desarrollo — quizás mejor, a la dependencia — de un país que quiere consumir lo mismo que otros países del mundo, los que llevan la batuta de la civilización. Comenta Héctor Lindo Fuentes, respecto del comercio internacional, que en El Salvador decimonónico “es difícil encontrar dentro de los productos que se importaban algo que haya contribuido al desarrollo del país en el largo plazo” (2002: 186), ya que gran parte de las importaciones eran textiles y “bienes suntuarios, (...) bienes de consumo no esenciales”. Los libros caerían dentro de esta categoría. 14

Lecturas no recomendables. Los libros, esos seres superiores de la cultura impresa, cuando eran buenos y adecuados contribuirían a la formación de criterio o “disernimiento”, como dijo La Unión en 1849, a la educación de profesionales “de provecho” (“Literatura”, La Unión 11, 15 noviembre 1849, p. 46). Pero no toda lectura ni cualquier libro era bien visto por la prensa. Habría libros que, en vez de formar, deforman; en vez de educar, maleducan; en vez de instruir, destruyen. La lectura no es buena per se. Llegado un momento, los libros debían ponerse a un lado. Su utilidad y servicio tienen un límite. Cuando se trata de la reorganización nacional — de la nación centroamericana, recién disuelta en 1839 — no se les puede confiar a los libros la última palabra, quizás ni la primera letra. Los libros foráneos no contenían todas las respuestas. El Correo Semanario del Salvador (1840), con el nombre de “Reformas”, dijo: “La materia no es de aquellas que deben consultarse, en libros ni en formularios de constituciones de otros paises. Tal camino, ya andado con notable estravio y daños incalculables, ha dejado entre nosotros de ser una teoria; los hechos y las posibilidades son las que deben consultarse” (Correo Semanario del Salvador 5, 29 mayo 1840, p. 18). Una de las limitaciones de los libros importados era que su discurso no daba soluciones adecuadas “á las urgencias y necesidades positivas de los pueblos”, dice el extenso artículo tomado por los editores de una de sus fuentes más frecuentadas, el periódico guatemalteco El Tiempo (1839). Se habla aquí, tal como lo hará José Martí en “Nuestra América” hacia fin del XIX, de la necesidad de producir saberes locales porque “[n]i el libro europeo, ni el libro yankee, daban la clave del enigma hispanoamericano” (1966: 229). El rechazo del discurso extranjero y del libro importado clamaría por la producción de un discurso más autónomo, no dependiente de la cultura impresa de otros países. Hay que decir, sin embargo, que el tema de la “nacionalidad” o reorganización de la nación centroamericana es uno de los que más tinta gastó en las imprentas salvadoreñas no sólo en periódicos15 sino también en hojas sueltas y folletos.

Las novelas, género material y literario que cae en la categoría de libros importados y artículos de lujo, podían ser vistas como el tipo de lectura que entretenía, que hacía pasar el tiempo sin mayor provecho ni producto. El desprecio por estos libros de ficción se lee claro en el periódico La Unión (1849), en el mismo artículo arriba citado, donde se pide extender en un año la educación en “bellas letras” para que sus estudiantes salgan al mundo mejor preparados:

El pobre hallará en las bellas letras el modo de subsistir y de la estimacion, enseñando si quiere, con provecho del Estado, y el rico si sale, tendrá otro disernimiento en lo que ha de buscar para perfeccionarse, y no volverá a su pais cargado de novelas y majaderias, que hagan conocer su cabeza hueca y poco fondo (“Literatura”, La Unión 11, 15 noviembre 1849, p. 46; énfasis añadido al original).

Si el estudiante rico no tendrá necesidad de trabajar como el pobre, al menos que no malgaste su tiempo en leer obras que vacían su seso, llenándose muy probablemente de deseos, imágenes e ideas ajenos a su realidad, contrarios a la moral imperante. En la América Latina del siglo XIX las novelas tenían la reputación de ser lecturas que permeaban pensamientos, sentimientos y la misma vida de quienes las consumían, semejante a como se concibe hoy la influencia de la televisión, explica Fernando Unzueta (2005). En El Salvador de mitad de siglo, las novelas eran única y exclusivamente artículos importados, ya que no había producción novelística propia, ni local ni regional, que emplease el género y su materialidad para promover y expandir la formación de una conciencia nacional, como acontecía en otras naciones latinoamericanas durante esos años16. La posesión y consumo de novelas en el estado se asociaba a lectores con recursos económicos suficientes para viajar y con ocio o tiempo libre para dedicarlo a libros de “poco fondo”. Los libros eran, entre otros objetos (y majaderias), artículos que adquirían en el extranjero quienes tenían posibilidades económicas de salir del país. Los buenos libros — de la formación en “bellas letras” — ofrecerían criterios atinados al profesional rico para sus lecturas posteriores, para no caer en las que nada más entretienen. No se puede pasar por alto que el artículo que descalifica las novelas al considerarlas “majaderias” comparte las columnas del quincenario con el folletín “Murat. Ó Joaquin 1.o Rey de Napoles”, con la firma de Alejandro Dumas. ¡Vaya coincidencia!

En cuanto a ciertos libros de ciencias, su consumo tampoco era del todo recomendable, por poner en duda las verdades de la fe católica que mantenían contenido y resguardado el edificio social17. En la ya citada necrología de la señorita Manuela Escalante, al alabar sus extensas lecturas en historia, literatura, lógica moderna, francés, metafísica y geología, se destaca el hecho de que supo poner límites (otra vez el criterio y el discernimiento) al enfrentarse con discursos peligrosos:

La geolojía, especialmente, la estimulaba á raciocinar, y á veces con enfado. Esta ciencia nueva decia ella, destruye todas las creencias; mas yo tengo para mí, que no es dado al hombre esceder los límites de su inteligencia, pues parece que la Providencia ha querido cubrir sus obras con un velo impenetrable. Todas son teorías, mas ó menos ingeniosas, las cuales se suceden unas á otras como las olas de la mar. Así, pasemos á otros estudios que me instruyen y me deleitan, y dejemos los que me enseñan á dudar y me hastían (“Rasgos cronologicos”, La Unión 3, 15 julio 1849, p. 11).

Pudo esta mujer letrada hacer lo que se le habría de pedir al estudiante rico: que aprendiera de los buenos libros y su lectura a discriminar aquellos que contrariasen la moral o la fe. La laudable — y poco peligrosa — influencia que tuvo en ella la lectura le vino no de devorar libros sin ton ni son, sino de saber elegir las lecturas adecuadas y rechazar aquellas que pusiesen en riesgo “las creencias”. Su consumo librero, guiado por ese criterio conservador, no habrá desencadendo en discursos ni saberes amenazantes o críticos: su partida dejó “un vacio bien dificil de llenar, tanto en su distinguida familia, como en la sociedad de que era uno de los mas preciosos ornatos” (“Un eco de dolor”, La Unión 3, 15 julio 1849, p. 11; énfasis añadido al original). La pluma del redactor que firma F. Valencia califica a la Escalante como “ornato”, adorno que desde su inmovilidad habrá embellecido la sociedad costarricense. Esta notable participante de la cultura impresa centroamericana supo hacer uso y aprecio de los libros que, importados desde Europa y quien sabe qué otras latitudes, entraron al mercado de impresos en la primera mitad del siglo XIX en estas tierras.

Autores franceses en la prensa salvadoreña. Entre libros, periódicos, escritos y autores, Francia recorrió la prensa salvadoreña como si se hubiese tratado de su misma casa. Nombres de escritores franceses, casi siempre por su apellido, se volvieron familiares a fuerza de repetición en epígrafes, en fragmentos, en artículos completos o en referencias y alusiones. Libros y otras piezas impresas de origen francés, por su autoría o por su confección, hicieron parte de las lecturas de aquellos hombres que colaboraban o que escribían periódicos en el estado de El Salvador. Francia decía cultura, cultura impresa por excelencia18. Los autores franceses eran citables. Los objetos impresos procedentes de Francia tenían buena circulación en este lado del Atlántico. Habrán hecho la travesía interoceánica en barco, ya como el equipaje de algún pasajero o en paquetes embalados por algún comerciante. En aquellos tiempos de un mundo que se recorría por la superficie, los discursos surcaban el Atlántico en barco y en papel. La lúcida explicación de Roberto Schwarz para las letras brasileñas decimonónicas es aplicable a la cultura impresa de toda América: “las ideas viajaban en barco [en el siglo XIX]. Llegaban desde Europa cada quincena, en barcos de vapor, en forma de libros, revistas y periódicos, y todos iban al puerto a esperarlas” (Schwarz, 1992: 34). Desde los puertos, ‘las ideas’ eran transportadas a las ferias donde los comerciantes e importadores las ofrecían para ser distribuidas en tiendas y almacenes generales en distintas ciudades de los estados centroamericanos19. Entraban en el mercado en calidad de mercancías en ferias o en tiendas. Hasta que encontraban a alguien que, por unos pesos y algunos reales, los poseyera, tocara, leyera y citara. Francia, en sus escritos y en sus productos, hizo parte de la cultura impresa de estas tierras. Muchos habitantes de la ciudad letrada habrán leído en francés. Lecciones de este idioma se anunciaron en ejemplares de la prensa salvadoreña anterior a la mitad de siglo. Pero la industria editorial francesa no solo imprimía escritos en francés. Textos de autores americanos, como el de Luis Fernando Vivero en 1827, fueron impresos en París. Francia, tuvieron presencia nada despreciable en El Salvador durante tiempos de la federación y en la primera década de vida republicana.

Traducciones y traslaciones. El primer autor francés que apareció en la prensa salvadoreña fue el abate M. de Pradt20 (1759-1837). Con el capítulo 24 de su obra La Europa y la Ameryca21 “impresa en Burdeos por Juan Pinard” cerraron los redactores del Semanario Político Mercantil de San Salvador (1824) sus ediciones 11 y 13. Titulado “Corte de Roma”, el capítulo hablaba a los lectores del primer periódico salvadoreño sobre las maniobras políticas del Papa en 1821 así como su alianza con el rey de Prusia, quien acaba de inaugurar una estatua a Martín Lutero en Wittemberg. Europa desglosada en sus monarcas y sus ciudades. El tema local de debate era la lucha por establecer un arzobispado en el estado salvadoreño, separado del de Guatemala. El arzobispado, en última instancia, no conseguía la autorización del máximo poder de la iglesia, el Papa. Un libro hecho en Burdeos por un artesano francés, escrito por un prelado francés y ya traducido al castellano viaja en alguna embarcación, llega a algún puerto y sigue alguna trayectoria hasta las manos de alguien que, sin ninguna inocencia, lo copia en un periódico para hablar mal de aquel señor que desde Roma descuida a sus ovejas salvadoreñas mientras se alía con un monarca protestante: “Siempre conviene unirnos al que nos sirve de preservativo”, dice el semanario que dice M. de Pradt (“Continua el cap. 24 de M. de Pradt”, Semanario Político Mercantil de San Salvador 13, 23 octubre 1824, p. 53). Y si el pontífice romano podría leer a Pradt para darse cuenta de las críticas a sus jugadas políticas, difícil sería que leyera el semanario salvadoreño.

Otro autor francés encontrado múltiples veces en la prensa salvadoreña ha sido el identificado apenas por las cinco letras de su apellido: “Segur” y ocasionalmente por un libro suyo titulado Galería moral y política22. Su primera aparición la hicieron escritor y obra en el epígrafe de El Imparcial (1829) en versión bilingüe: “On ne detruit les partis qu en agissant Comme S’il n’ y avait plus. No se destruyen los partidos, si no es obrando como si no los hubiese —Segur Galeria moral y política” (4, 30 noviembre 1829, p. 13). Once años después el Correo Semanario del Salvador (1840) cita textualmente un fragmento del libro de Ségur y lo encabeza con el titular “Espíritu de partido”, otra vez para hablar mal sobre los partidos políticos. La nota concluye con la identificación de su fuente y una breve conclusión de los editores: “Segur Galeria Moral y política tom 1.o pág. 347. Edicion de París Año de 182523. Por esta pintura verán los pueblos si los partidos que nos han dominado han sido lo mismo entre nosotros, y es digna de tenerla presente para no caer en los mismos defectos” (“Espíritu de partido”, Correo Semanario del Salvador 3, 15 mayo 1840, p. 12). A tres años de esta aparición de Ségur, el liberal El Amigo del Pueblo (1843) adoptaría una frase suya como epígrafe fijo de todas sus ediciones: “La opinion pública es la sola base de la libertad, la sola fuerza de las instituciones y la sola guia de los gobiernos. SEGUR” y explican los editores que escriben:

para que los gobiernos vean como se piensa fuera de su círculo, cuales son las opiniones mas adoptables para nuestra rejeneracion, cuales los recursos con que contamos y que nuestros representantes en el Supremo Gobierno Confederal, puedan calcular la opinion pública que debe servirles de pauta en sus delicadas operaciones  (El Amigo del Pueblo 2, 4 mayo 1843, p. 3).

El Amigo del Pueblo (1843), pues, se considera expresión o forja de la opinión pública y entiende por esta lo que “se piensa fuera de su círculo [del gobierno]”. Un tercer epígrafe, el del oficial El Salvador Rejenerado (1846), convierte al autor francés en el más citado en epígrafes de los periódicos revisados en este estudio: “El Poder de un Gobierno se centuplica, cuando se apoya en la voluntad jeneral. SEGUR” (I 2, 14 febrero 1845, p. 9).

Las múltiples apariciones de Ségur en los semanarios y quincenarios salvadoreños — hay que tener en cuenta el poder multiplicador de los epígrafes fijos — ponen al autor francés en medio de textos donde sus palabras dicen cosas distintas a lo que decían en el libro de donde se tomaron. Es una de las propiedades de la lectura y también del mecanismo de la cita o “citación” (Reyes, 1984: 58). Una de esas nuevas significaciones, en mi propia lectura, es que las palabras de Ségur se tiñen de ‘universalidad’ al salir de un objeto discursivo francés y trasladarse a uno salvadoreño: si aquello les acontece a los partidos en Francia, puede acontecerles lo mismo a los de aquí o a los de acullá; si la opinión pública es la guía de los gobiernos allá, entonces también lo debe ser aquí. Pero esta ‘universalidad’ no es intrínseca al discurso de Ségur — o quiero pensar que no lo es — sino más bien a su amplia circulación y a su consumo, a su capacidad de atravesar el océano Atlántico en alguna corbeta o fragata o barca francesa, a la ‘naturalidad’ de formar parte de la biblioteca de algún letrado centroamericano, al prestigio de poseer y leer un discurso envuelto en un libro impreso en París u otra ciudad francesa. El poder de desplazarse y de insertarse en mercados distantes a su lugar de producción ‘universaliza’ a Ségur en su discurso, el cual sería en principio tan local como las mismas reflexiones de los editores de los semanarios y quincenarios salvadoreños. Pero leído en estas latitudes, citado en posiciones de autoridad en los periódicos, Ségur ganaba nombre y fama. ¿Conocían los lectores a Ségur antes de leer El Imparcial (1829), El Correo Semanario (1840), El Amigo del Pueblo (1843) o El Salvador Rejenerado (1846)? Lo habrán conocido después de leerlos, eso es lo que importa.

Al discurso de un tercer escritor francés, “M. de Lamartine” o “Alfonso de Lamartine”, tuvo acceso la prensa salvadoreña cercana a la mitad del siglo. El primer folletín — como se ve en el cuadro 1 — estaba firmado por este autor y fue publicado en cinco entregas por la oficial Gaceta del Gobierno Supremo del Estado del Salvador (1847), entre el 7 de julio y el 4 de agosto de 1848: “Folletin. Visita á Ladi Ester Stanhope, sobre el Libano, en 1832, por Mr. Alfonso de Lamartine”. En el primero de esos ejemplares la referida gaceta insertó también unas “Macsimas. Lamartine” (67, 7 julio 1848, p. 269). Tan solo un año después, “M. de Lamartine” volvió a prestar sus palabras a un salvadoreño. El quincenario La Unión (1849) publicó un artículo titulado “M. de Lamartine” firmado por Adolfo Marie seguido por otro texto, este sí del francés Lamartine, titulado “Tribuna politica. Discursos y polémica de Lamartine” que habría de concluir en tres entregas (La Unión 9, 15 octubre 1849, p. 36; 10, 1 noviembre 1849, pp. 39-40; 11, 15 noviembre 1849, pp. 46-47). Advirtieron los editores a sus lectores que tomaban ese paquete completo “Del Costarricense”. Más que las palabras del literato, orador y hombre de estado que fuera Alphonse de Lamartine (1790-1869), según dice el Catalogue Bn-opale Plus de la Biblioteque Nationale de France, interesa aquí el largo artículo que introduce el texto del francés. Fechado en “San José [Costa Rica] 31 de agosto” con la firma “Adolfo Marie”, este discurso construye la ‘universalidad’ de Lamartine en medio de decenas de palabras y frases elogiosas hasta aterrizar en lo que sigue:

En el dia, ¿en qué lugar del mundo no se conoce a Lamartine? Lamartine está en todas las memorias, en todos los corazones, en toda la humanidad. Se dirije á todas las simpatías, á todos los felices instintos, á todas las nobles ambiciones. (...)

¿Que madre no lloró con el poeta sobre su Julia, arrebatada de repente, en el umbral de la vida, al amor y á las caricias de su padre, tierna flor que crecia á la sombra del laurel y que el laurel no pudo preservar del rayo? Que virjen no a sentido latir su pecho á los dulces acentos del cantor de la misteriosa Elvira? Que joven, ardiendo en entusiamo, y con el corazon de Temístocles desvelado por los laudes de Milciades, no sueña con una, una sola de las glorias de Lamartine? ¿Quien, entre los hombres de estado, no envidia esa voz enérjica y dulce que calma las olas y apacigua las tempestades?... ?Quien [sic] en una palabra, no bendice el piadoso rasgo de pluma que, al dia que siguió una revolucion, amnistió para siempre los errores políticos y suprimió el cadalso? (“M. de Lamartine”, La Unión 9, 15 octubre 1849, p. 36).

Una palabra me sugiere la extensa cita anterior: lectura. Esta lleva a otras: libros, impresores, mercados, barcos. ¿En qué lugar del mundo no se conoce a Lamartine? Donde no llegan sus escritos, podría respondérsele a Adolfo Marie. Donde no hay textos de Lamartine en libros de factura francesa ni en periódicos ‘desconocidos’ que los difundan, como El Costaricense (1846), La Unión (1849) y la Gaceta del Gobierno Supremo del Estado del Salvador (1847). Ahí donde la cultura impresa aun no ha hecho su casa es más que posible que el nombre de Lamartine no diga nada ni esté en las memorias ni en los corazones. ¿Eso significaría que ahí, en ese inhóspito lugar para las piezas impresas, no hay “humanidad”? Conclusión perversamente lógica. Parecería de no humanos perderse las lecturas de este autor que tiene algo que decir a las madres, a las vírgenes, a los jóvenes y a los hombres de estado. La pluma de Lamartine sería ‘universal’ porque es para todos, pero lo es mucho más porque está por todos lados. La ‘universalidad’ de Lamartine, lo mismo que el de Ségur, no sería propiedad de su discurso, sino de la difusión y del consumo de las piezas escritas donde se vuelve materia. La ‘universalidad’, pues, pende de esa poderosa capacidad de los impresos de desplazarse e instalarse, al ser leídos, “en todas las memorias, en todos los corazones, en toda la humanidad”.

© Beatriz Rivera-Barnes


Bibliografía

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Notas

arriba

vuelve 1. Esta investigación se limita a la consideración de libros y favorece los importados desde el otro lado del Atlántico. Deja fuera, por razones metodológicas, otros tipos de impresos producidos en imprentas del estado o de la región: folletos políticos o religiosos, hojas sueltas de muy variados usos en aquellos años, textos escolares producidos y consumidos en el área centroamericana, impresos pedagógicos (agrícolas o de salud pública), entre otross.

vuelve 2. En las citas textuales se conserva la grafía original.

vuelve 3. Los títulos de periódicos se acompañan de un paréntesis con la fecha de inicio de su publicación. 

vuelve 4. Cifras publicadas por Iván Molina Jiménez muestran que entre 1880 y 1899 el 50% de la producción tipográfica de libros y folletos en El Salvador se concentró en volúmenes de 10 a 24 páginas de extensión, mientras apenas el 15% de los impresos tenían más de 100 páginas (2004: 99).

vuelve 5. Para la circulación de libros en Centroamérica en el período de 1821 a 1850 ver el capítulo I de Iván Molina Jiménez, 2000: 23-60.

vuelve 6. No será casualidad que “los dos primeros ejemplares de la Enciclopedia” y otro cúmulo de libros fueron introducidos a Chile por el político José Antonio Rojas al regreso de su viaje por España, como cuenta Céline Desramé, únicamente que esto ocurrió todavía en el siglo XVIII, en el año 1777 (1998: 286-87).

vuelve 7. Para ver la importancia de las ferias a mediados del siglo XIX ver Héctor Lindo Fuentes, La economía de El Salvador en el siglo XIX 2002: 177-79.

vuelve 8. Luis Fernando Vivero (1790-1842), jurista y teólogo oriundo de Ecuador, colaboró en el periódico El Patriota de Guayaquil (1821) y fundó el suyo propio, El Chanduy (1839), en Guayaquil, que no duró más que unos pocos meses. Además de sus Lecciones de política (1827), publicó un Breve opúsculo sobre reformas que deben hacerse a la ortografía castellana y reimprimió en 1831, con adiciones suyas, las Instituciones del derecho español de Juan de Sala (Pérez Pimentel, 2005).

vuelve 9. Datos para décadas posteriores, aportados por Rodolfo Barón Castro, dicen que la ciudad de San Salvador contaba hacia 1852 con 25 mil habitantes, Sonsonate habría albergado una población de cinco mil personas hacia 1859 y San Miguel habrá tenido 20 mil en 1866 (1978: 522-25).

vuelve 10. Con Roger Chartier se entiende aquí que el mundo de los impresos es un mundo de jerarquías donde la materialidad de cada pieza — su contundencia física y su apariencia — no es ajena al tipo de discurso que despliega, ni al modo como es leído y manipulado en el espacio y en el tiempo (1989: 167).

vuelve 11. Julio Ramos emplea la expresión “biblioteca europea” para referirse a la colección de lecturas del intelectual argentino Domingo Faustino Sarmiento en su escritura del Facundo de 1845 (Ramos, 1989: 24).

vuelve 12. Juan Poblete, en su estudio sobre prácticas de lectura en el Chile decimonónico, dice que leer por placer era considerado propio de mujeres, mientras la lectura de textos clásicos era vista como masculina (2003: 14). 

vuelve 13. La Biblioteca Nacional, primera biblioteca pública en el estado de El Salvador, abrió sus puertas en 1871. Antes de ese año no había en el país establecimientos de ese tipo abiertos al público (Burns, 1985: 66). Para una lectura de la fundación y funcionamiento de la Biblioteca Nacional ver el artículo “La fortuna de las instituciones” de Ricardo Roque Baldovinos.

vuelve 14. Una visita a las librerías salvadoreñas el día de hoy inclina la balanza hacia la dependencia, más que al desarrollo, de esta rama del consumo cultural respecto de grandes mercados libreros como México, España, Argentina y los Estados Unidos. Un breve rincón de estos establecimientos comerciales de hoy materializa el desarrollo de una industria librera salvadoreña que no llega a competir con la extranjera.

vuelve 15. La Unión (1849) es uno de los periódicos que, diez años después de disuelta la federación, abre trece de los quince números consultados con la sección titulada “Nacionalidad”, donde se trata el tema de la reorganización de la ‘nación’ centroamericana.

vuelve 16. Ver Unzueta, 2005, donde discute los usos y la valoración de las novelas decimonónicas en diálogo con varios intelectuales latinoamericanos. También Poblete, 2003, en particular sus capítulos 1 y 2, para el caso de la novela fundacional chilena Martín Rivas (1862), de Alberto Blest Gana.

vuelve 17. En la Constitución del Estado del Salvador, que se dio en 1824, queda sentado que: “La Religión del Estado es la misma que la de la República [centroamericana], á saber: la C. A. R. [católica apostólica romana] con exclusión del exercicio público de cualquiera otra”, reza su artículo quinto (Constitución del Estado).

vuelve 18. La producción librera anual de Francia oscilaba entre diez millones y veinte millones de piezas (entre libros y brochures) entre 1847 y 1860 (Crubeiller, 1985: 36). Al aumento de la producción co-respondía un aumento del consumo, tanto en Francia como fuera de ella: el siglo XIX está marcado por una tendencia mundial de acelerado crecimiento de las exportaciones francesas; las mil toneladas de libros y periódicos que se exportaban en 1841 se duplicaron en 1860 (Barbier, 1985: 279). Hacia 1850 disminuyen relativamente las exportaciones al resto de Europa y al mercado latinoamericano, mientras se incrementan las exportaciones hacia África, Asia y, en términos generales, al mundo francófono (Barbier, 1985: 280).

vuelve 19. Robert Naylor (1988) explica con cierto detalle el rumbo que seguían los productos británicos en Centroamérica entre 1821 y 1851. Los bultos descargados en los puertos viajaban en carretas o a lomo de mula hacia el interior. Las ferias eran uno de sus destinos intermedios: en San Miguel se celebraban tres importantes ferias entre noviembre y mayo. Las tiendas o almacenes generales, propiedad de comerciantes importadores, eran centros más cercanos a los consumidores. Pero si estos habitaban lejos de las tiendas, los comerciantes tenían agentes que viajaban por la ciudad o las zonas rurales. También los hacendados revendían mercaderías extranjeras en el campo. “De esta manera — concluye Naylor — las manufacturas británicas llegaban por diversos canales a todas las tiendas de los pueblos del interior, y aun a los puestos de los mercados indígenas” (1988: 123-24).

vuelve 20. Dominique de Pradt fue el primer europeo que, antes de 1820, llamó a la independencia de la América Hispana (Brading, 1993: 558-60). Las obras de Pradt fueron leídas y citadas en este continente. Simón Bolívar lo cita en su “Carta de Jamaica” de 1815 (Brading, 1993: 611). El periódico El Águila Mexicana (1823) citó escritos de Pradt en 1824 (Trejo, 2000: 49), el mismo año que fueron difundidos en el primer semanario salvadoreño.

vuelve 21. La obra de M. de Pradt apareció en el año de 1822 simultáneamente en francés, castellano e inglés. Las versiones en francés L’Europe et L’Amerique en 1821 y en español, traducida por D.J.A.L., son ambas de factura francesa: la primera de París, la segunda de Burdeos, según se sigue en la base de datos Worldcat. La traducción al inglés, Europe and America, in 1821 fue hecha por J.D. Williams y fue publicada como libro en Londres. Una exploración de las obras de M. de Pradt en los registros de la mencionada base de datos hace ver que se trataba de un autor prolífico en temas políticos y transatlánticos.

vuelve 22. Ambos datos — apellido y título de la obra — me han permitido rastrear a este autor. Se trata del diplomático e historiador francés el conde Louis-Philippe de Ségur (1753-1828), cuya Galerie morale et politique fue publicada en París en varias ediciones a partir de 1818 (Catalogue Bn-opale Plus)

vuelve 23. No he dado con esta precisa edición de la Galería moral y política. Tanto en el Catalogue Bn-opale Plusde la Biblioteque Nationale de France como en Worldcat he dado con una edición en castellano del año 1827 e impresa en Burdeos po C. Lawalle. Las ediciones en lengua francesa sí son de factura parisina, pero ninguna de las listadas exhibe la fecha de 1825.


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