Ileana Rodríguez

 

Globalización y gobernabilidad:
Desmovilización del gestor social nacional en Centroamérica

 

Ohio State University

rodriguez.89@osu.edu

 

Notas*Bibliografía


En una maletita de metal, verde olivo, del ejército, estaban mis viejos enseres revolucionarios: bandera, la primera cinta grabada de “No pasarán”, pañoleta, el silabario de Carlos Fonseca Amador, una antología manoseada de los escritos de Sandino, fotos de la “última campaña de alfabetización” (Cortés, 1999: 39) ... “Un buen montón de mierda nostálgica” (Cortés, 1999: 38).

Habiendo salido del proceso ahora llamado de “modernización socialista”, cuyas largas insurgencias y movilizaciones nacionales resultaron en la toma del poder sólo en el caso de Nicaragua, Centroamérica entró de lleno en la llamada “transición democrática”. Teniendo como punto de partida este marco, en el presente trabajo me propongo primero examinar la relación que el término “gobernabilidad” guarda respecto a los procesos de globalización y su reformulación de los conceptos de estado y gestor social nacional; y segundo, establecer el vínculo entre pensamiento político y producción letrada. Mi participación en este debate consiste en la identificación de estos conceptos en la ficción escritural local y su grado de intervención en la discusión sobre desnacionalizaciones y movilizaciones alternativas. Dejo a un lado la cultura de masas y popular, cruzada como está por las agencias que controlan la televisión vía cable y que constituyen una esfera pública alterna—globalizada. Esta coexiste o convive con la local-nacional en la cual entran a ingerir socialidades como la colombiana y la brasileña sobre todo en programas de telenovelas. El polo hegemónico es norteamericano.1 

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Este trabajo se organiza teniendo en cuenta, como punto de partida, la crítica cultural posmoderna y poscolonial—aquéllo que ésta dejó de lado, desprestigió, o puso entre paréntesis—y los procesos de globalización. El objetivo es revisitar la problemática histórica desde la encrucijada actual e intervenir en la formulación de agendas de investigación humanística y de las ciencias sociales.

Recuerdo que ya desde los años de la insurgencia fuerte Centroamericana y bajo las presiones sociales que sufrió el proceso revolucionario desde dentro y desde fuera, la cuestión del estado nacional era una, si no es que LA cuestión palpitante. Por un lado, una de las primeras discusiones que recuerdo versaba sobre si el estado era o no un buen gestor, y por ésto se entendía un buen gestor de la cuestión económica—el modelo negativo de referencia lo proporcionaba la que entonces se llamaba Unión Soviética. O sea, esta pregunta, que venía del sector privado y que ya era una cuestión localizada dentro de las preocupaciones del neo-liberalismo, la recogíamos todos por igual. Esto se explica simplemente por la confusión entre estado y nación, gobierno y pueblo, y porque para aquéllos que habíamos apostado a la “modernización socialista”, la preocupación económica repercutía en la capacidad de regulación del bien público y la creación de planes que pusieran en movimiento todos los sectores sociales con igual o parecido entusiasmo. Es decir, se trataba de la justicia social, de la construcción de modos de regulación representativos. La parálisis del estado cubano, lo que en broma se llamaba “el estado perpetuo de huelga general” de esa nación, donde o la falta de recursos o el estado asistencialista desmovilizaban económica y laboralmente a la población, era de tenerse en cuenta en serio.

Después vino la guerra de agresión financiada por los Estados Unidos. Su apoyo a la Contra—los grupos contrarrevolucionarios que llevaban a cabo la ofensiva—tuvo como estrategia central el desencadenamiento de la discusión sobre cuestiones étnicas. La defensa de aquéllo que se llamaba soberanía nacional no era posible sin tener en cuenta la obvia falta de representación de la totalidad comunal—ahí incluidos los grupos étnicos de la Costa Atlántica, definidos nacionalmente como los “otros”, como los subalternos de los habitantes del Pacífico.  Ya desde este punto de vista, la cuestión nacional encuentra uno de sus impedimentos al predicarse sobre la discriminación étnica y regional. A estas dificultades internas y orgánicas, se unió la total incapacidad de gestión que trajo la guerra y que paralizó económicamente al país, causando lo que se llamó el aspecto subjetivo de la inflación. Todo esto hipersensibilizó la reflexión sobre la viabilidad del estado nacional revolucionario, preocupación que ocupó a politólogos, científicos sociales, organizaciones de masas, partidos políticos, esto es, a todas las fuerzas vivas del país. En este sentido, la nación se constituía como producto de la guerra.

El resultado fue una intensificación del proceso intelectual que dio lugar a estudios sectoriales muy importantes sobre las formas de tenencia de la tierra, la cuestión agraria, étnica, y de género, hasta llegar al examen sobre la validez del concepto de clase social como explicación de la totalidad del fenómeno social. Justo al término del agotamiento interno de las fuerzas nacionales, vino a añadirse la Perestroika que cerró históricamente las posibilidades al desarrollo y la “modernización socialista”. La afamada Glassnost o transparencia clausuró, entre otras cosas, el “internacionalismo proletario”, el concepto de la “dictadura del proletariado”, y la solidaridad, justificó el “terrorismo de estado” y dio vía libre al  “capitalismo salvaje”—que eran los términos usados durante esos años. Y por si esto fuera poco, la insurgencia regional, el modelo de excepcionalidad que presentaba Costa Rica, la resucitada idea de la Federación Centroamericana y la idea Morazánica revivida en Contadora, la desmovilización de todas las fuerzas armadas centroamericanas que cerró con broche de oro la invasión de Panamá y el encarcelamiento de Noriega en la Florida se vinieron a sumar a lo que no era sino un tipo de ingobernabilidad regional y la más clara y exacerbada expresión de la lucha de clases. Estos son algunos de los hechos sobresalientes cuyos ecos pueden encontrarse en los archivos producidos durante esa decena; éstas, las condiciones que precedieron el paso a la globalización en su expresión Centroamericana.2 Con ello, la discusión del estado viene a localizarse de lleno dentro de la discusión de dos conceptos, el de la gobernabilidad y el de la globalización.

Mi punto de entrada al debate sobre estado nacional y globalización es el concepto de gobernabilidad justamente porque mi interés primordial es su opuesto—la ingobernabilidad. En este sentido me inserto dentro del momento ecléctico del ciclo de acumulación del capital examinado por Giovanni Arrighi (1994) y hago uso de él. A mi ver, el momento ecléctico es un momento de desregulación—Samir Amín (1992) lo presenta como caos producido por el descontrol—que puede explicar la producción de ingobernabilidades. Como momento de innovación estructural, el momento ecléctico del capital deja todas las fuerzas sueltas en una especie de “free for all”. A mi ver, como una forma de organización social, la ingobernabilidad es una forma mixta: no obedece estrictamente ni a las formaciones disciplinarias de los gansters, ni a las organizaciones partidistas leninistas sino a una mezcla que toma elementos de ambas. De la una toma el código de honor sellado con un pacto de sangre; de la otra, una estructura organizativa que tiene como punto de partida lo económico. Es en este sentido la vertiente opuesta de la plusvalía pero está íntimamente relacionada a ella pues ambas se originan en la riqueza que produce bienes pero también hambre, desesperanza, desánimo, políticas del “resentimiento” en las que se apoya la organización social de la ingobernabilidad que araña, rasga y deshilacha el tejido social. La ingobernabilidad que deseo pensar es aquélla que cae fuera de los marcos del delito, esa posición anti-estatal que está todavía subordinada a los marcos establecidos por la gerencia estatal en el dominio de lo público. Repensar los comportamientos públicos como anti-delictivos es una manera de repensar la relación entre estado y nación, gobernabilidad y representación social. Me refiero concretamente a la que resulta de la idea de la gobernabilidad que emerge a finales del siglo XX y que aparece textualizada en los proyectos de desarrollo y de reformas estatales coordinadas por las instituciones financieras mundiales, y cuyo anverso protagoniza una buena parte de la novelística de estos últimos años de la cual hablaré más abajo.3 ¿Cuáles son las modalidades del habla que adquiere este nuevo tipo de ingobernabilidad? ¿Cuáles las de su representación letrada? Aquí examinaré transversalmente el cruce de estas textualidades y los modelos que proponen y el efecto de estos textos sobre la noción de estado, o nación y país como la territorialidad local.

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Empiezo con un relato de las ciencias sociales que versa sobre la gobernabilidad de Angel Saldomando. En su breve pero substancioso texto, Gobernabilidad: Entre la democracia y el mercado (2002), Saldomando parte de una definición del concepto de gobernabilidad para arribar a la relación entre democracia y estado. Con esto entramos de lleno en lo material del estado y la nación que parece estar situado en el entrecruce de estos tres conceptos—gobernabilidad, democracia, mercado—comprendidos dentro de la idea de globalización. Los términos del discurso nos colocan dentro del marco de la economía política.

Para empezar tenemos una definición de gobernabilidad, término cuya genealogía data del informe de la Comisión Trilateral en 1975.4 GOBERNABILIDAD es un concepto inventado por los organismos financieros internacionales, un significante hueco que marca la transición del liberalismo al neo-liberalismo. GOBERNABILIDAD es una de las maneras de marcar la eficacia del gobierno, esto es, la capacidad del estado para ordenar la cuestión y la gestión pública. GOBERNABILIDAD es la manera de señalar el vínculo entre las formas de gobierno llamadas “democráticas” y el sistema económico capitalista. GOBERNABILIDAD es una manera holística para “pensar la administración del orden social, inscrita en una transnacionalización a ultranza, haciéndola más funcional a las necesidades de comunicación” (Saldomando, 2002: 4). En consonancia, por ADMINISTRACIÓN se entiende el papel del “estado, la reforma institucional, las relaciones entre Mercado y democracia y la participación de los diversos actores sociales en estas relaciones” (Saldomando, 2002: 4). En este sentido, la nación podría bien caber dentro de la metáfora de la corporación (no ya hacienda ni factoría que eran los modelos anteriores) con su cuerpo de ejecutivos, empresa transnacional bien manejada de acuerdo a los parámetros y contabilidades propuestos por la hegemonía translocal/global. Se trata, en resumidas cuentas, de una mercantilización de todas las esferas de la vida social. En los países desarrollados, esta mercantilización avanzada ha logrado legislar y reificar hasta las células humanas, discutiendo, entre otras cosas, asuntos referentes al cloning, que hacen del feto un citizen subject, entrando así a ingerir en las políticas del cuerpo y la defensa de los derechos de las mujeres.5 Las nuevas reglas del juego internacional son puestas de esta manera sobre el tapete. Bajo la rúbrica de GOBERNABILIDAD se pone un acento aséptico sobre temas tan trascendentes como la reforma del estado, la descentralización, los cambios interinstitucionales y se desvía la discusión de la soberanía hacia la de la democracia.

El modelo de GOBERNABILIDAD alcanza sobre el papel y en abstracto un gran nivel de coherencia estructural. Sin embargo, se empieza a deshilachar cuando sobre el tapete se sitúa la pregunta sobre la relación entre políticas democráticas y economía de mercado. Pues al invocar al sector gente, población, comunidad, pobres, multitudes, subalternos, o como se quiera llamar a ese otro vector de análisis, lo que surge de inmediato es la otra cara de la GOBERNABILIDAD que es la INGOBERNABILIDAD. Esto es, se hace visible lo que los científicos sociales llaman la destrucción del tejido social debido a la reestructuración de los sistemas políticos para adaptarlos a las necesidades del régimen de acumulación. Este proceso bien se podría llamar proceso de desnacionalización, o al menos de desmovilización o desempadronamiento de las audiencias locales (lo opuesto absoluto a las propuestas de soberanía y autonomía) puesto que las reformas fiscales, la reorganización institucional, la privatización de todos los aspectos de la vida tiene como efecto directo la transformación substancial de lo que antes entendíamos como soberanía nacional, ahora subordinada por entero a las necesidades urgentes de la transnacionalización y la lógica del mercado. GOBERNABILIDAD es entonces una propuesta para pensar los nuevos modos de gestión social y de coordinar globalmente políticas en el manejo de gentes y de dineros. El narcotráfico, el lavado de dinero, el “terrorismo” presentan en este aspecto frentes idóneos de estos desarreglos o transformaciones estructurales.

Así las cosas, la GOBERNABILIDAD resume la preocupación por el modo de la reproducción del orden social y sus costos pensados ya no local sino globalmente. La GOBERNABILIDAD tanto como la INGOBERNABILIDAD son secuelas de la GLOBALIZACIÓN, los dos frentes en guerra. En este contexto, GLOBALIZACION es la coordinación de políticas sobre capacidad material, acción social, gestión estatal y concurrencia financiera internacional. Ambos términos señalan las posibilidades inciertas y de condiciones en constante mutación que en primera instancia refieren a los regímenes de acumulación. La inestabilidad y el conflicto, la INGOBERNABILIDAD, producen paradójicamente un polo dinámico en la producción de ideas y modelos.

Naturalmente, uno de los déficit que muestra el modelo es el concepto de “democracia”.  Este término deja de tener como referente la participación popular y su derecho de ingerencia en el gobierno, con sus corolarios libertarios y ciudadanos, y entra a significar que las necesidades del régimen de acumulación tienen por necesidad estructural que restringir constantemente los derechos ciudadanos de todo tipo en el ámbito global. La fórmula vigente es que a mayor acumulación, mayores restricciones y a mayores restricciones, mayores desigualdades y exclusiones. Dentro de este contexto, los estados, las naciones, las ciudadanías vendrían a ser el metro que mide la distancia entre acumulación de capital y sistema político. La pregunta que ruega una respuesta es si se pueden articular crecimiento económico, beneficios sociales, y democracia política. Parte de las respuestas a estas cuestiones pueden encontrarse en los estudios sobre desarrollo alternativo.6

Como el tema que nos ocupa aquí es el del estado, su valor y viabilidad, tendremos que concluir que en el presente se registra una incompatibilidad entre estado nacional y régimen de acumulación y aun si ésta fue siempre una tensión palpitante, en el presente parece imposible canalizar y organizar la divergencia de intereses sociales vía “la democracia”. De lo que se infiere que el marco conceptual es incompatible con el tratamiento político de los conflictos: “La lógica microeconómica de cualquier modo de acumulación capitalista es hacer ganancias, maximizarlas y apropiársela privadamente. En este sentido, ningún modo de acumulación capitalista tiene objeto per se de empleo, de distribución de beneficios sociales, de compensación social, de mayor equidad, etc.” (Saldomando, 2002: 13). Sucede así que o los subalternos limitan sus demandas, o el pluralismo queda cuestionado y por tanto la lógica del orden prima sobre la de la participación. La GOBERNABILIDAD democrática es una idea creada para preservar el régimen de acumulación capitalista en su etapa global.

El otro lado del asunto es que el verdadero problema que subyace a toda esta ingeniería política parece ser el agotamiento del régimen de acumulación o a la llamada deprimida acumulación. La explicación más generalizada es la necesidad de reestructurar el estado—el estado benefactor, por supuesto. Este se basó, entre otras cosas en la supuesta desmesura de las expectativas sociales que disminuyen la capacidad del mismo estado de satisfacerlas y que consecuentemente privan de legitimidad y tensionan el marco institucional. O sea que capital y estado benefactor constituyen una alianza obsoleta. Hay pues que recortar esas expectativas, sustraer al estado de esa obligación para así dejar de socializar los excedentes que afectan la taza de ganancia y superar las trabas del modo de acumulación. En el nuevo régimen de acumulación, el salto cualitativo tiene en el momento ecléctico de Arrighi que experimentar con nuevas formas de institucionalidad, ahí incluido los estados nacionales, para así viabilizar el régimen de acumulación. Esto en un marco donde hay una substitución continua de trabajo por capital dando lugar a la llamada sociedad “post-trabajo”.7 Este nuevo régimen de organización social causa a más de desempleo, el agotamiento de las normas de consumo por saturación del consumo de los bienes durables, la transferencia y relocalización de los centros de producción a áreas de trabajo barato y el desincremento del salario real de los actualmente empleados.8 Este marco explica algunas de las reformas a un estado ya obsoleto que hace menester la privatización de los costos de la reproducción de las fuerzas de trabajo y los sistemas sociales, ahí incluidos escolaridad y salud. Las reformas albergan la ilusión de mantener más eficientemente el control de la población y continuar las tazas de acumulación para pasar a la fase siguiente. Para lograr este propósito, los centros de GOBERNABILIDAD se trasladaron a las instituciones financieras vía los organismos internacionales.

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La ficción de la democracia en Centroamérica habla de todos estos desarreglos. A fin de siglo, la novela de la construcción nacional cede su lugar a la novela de la destrucción nacional que se dedica a poner en escena un sujeto social “desechable”, anti-heroico compuesto por desmovilizados de guerra y cuadros estatales desplazados hacia el desempleo, actividades de la economía informal de todo tipo o migrados a otras localidades. La trama despliega con lujo de detalles los enredos burocráticos que tienen como efecto la desorganización paradigmática de todo el orden anterior. El tema fundamental de estos textos es la ingobernabilidad de gentes que viven dentro de localidades antes formalmente organizadas como estados nacionales y ahora relegadas a un estatus de territorialidad, áreas re-colonizadas dentro de un régimen de colonización superior en cuyos márgenes palpitan. A esta situación la gente responde haciendo caso omiso de toda reglamentación o razón social estatal y existe como fuerza paralela, en un modo de vida marginal alterno.

De entre estas novelas Cruz de Olvido (1999) de Carlos Cortés y Sopa de Caracol (2002) de Arturo Arias constituyen dos extremos, una por su desglose de lo interno y otra por el de lo externo. Los dos textos hablan sobre procesos de desnacionalización. Por contraste, las novelas breves de Franz Galich, Managua, Salsa City (Devórame otra vez!) (2000) y de Horacio Castellanos Moya, El Asco (1997), Baile con Serpientes (1996), y El arma en el hombre (2001), se colocan de lleno dentro de lo abyecto—lo roto, deshecho, siniestro. La cita que inicia este trabajo con un listado de objetos que rememora los signos de la revolución sandinista y los caracteriza como “un buen montón de mierda nostálgica” es de la novela de Cortés. El pre-texto de este relato es la derrota de los sandinistas y, consecuentemente, el cierre del proyecto de la “modernización socialista” de la nación. Una última mirada a la ciudad nos pone en el umbral de la metáfora de la destrucción, Managua es sólo “vestigios...zonas irreales de un trazado real, ruinas inverosímiles de algo que alguna vez tuvo sentido” (1999: 20). Vestigio, irrealidad, ruina, sin sentido son los signos del cambio. Los otros signos Barricada Internacional, el Flor de Caña, el Centro de Convenciones Olof Palme, las casas de protocolo van evacuando su sentido. Este es un “[f]in de fiesta, fin de la revolución” (1999: 25). Es hora de despedirse.

Desde este lindero se narra la desnacionalización centroamericana cuyos ejes son los casos contrastantes de Nicaragua y Costarica—país de risa o “Costarisa”. Desde la derrota de la “modernización socialista” se regresa al país  natal, “un país de mentira” (1999: 19), “un país que no existía” (1999: 150), un país no-país, “un país hecho de su propia imagen.... ‘Tiquicia’...el país que reconozco y que no conozco” (1999: 151). ¿De dónde viene tal negación? Viene de que todo lo que sucede es un simulacro; todo tiene un “detrás”, un ocultamiento. Tras todo crimen o acto delictivo hay una explicación política, una corrupción gubernamental, una asociación con institucionalidades globales—National Endowment for Democracy (NED), Internacional Socialista (IS).

Una doble negación, la derrota sandinista y la masacre de La Cruz de Alajuelita inauguran la novela y conectan dos naciones a través de unos dólares conseguidos para derrotar a los sandinistas que hay que lavar ahora. La masacre es así instancia de la dinámica estructural del gobierno, santo y seña de la violencia con que se administra el país (o lugar), clara indicación de los intereses a que responde. Pero la masacre de Alajuelita y la derrota sandinista constituyen sólo un polo de acción; el otro es ese anverso que “detrás” mueve los hilos de la administración y cuyo centro de operaciones es la NED.

Caso importante es que la trama gire justamente en torno al financiamiento de la derrota del “estado nacional socialista”, estado asistencialista, y su reemplazo por el estado de responsabilidad fiscal. En Nicaragua el momento queda significado por la substitución de Daniel Ortega por Violeta Chamorro, los Sandinistas por la coalición de las fuerzas de la derecha—UNO; en Costa Rica, por el gobierno de un grupo de amigos, todos ex-alumnos de La Salle, colocados en puestos claves tales como presidente de la república, Ministro del Interior, Fiscal General y director de Radio Televisión Nacional. Ellos forman parte de una gobernabilidad descrita como “un ajedrez imposible de huellas cruzadas, superpuestas unas a otras, borrosas y diseminadas” (1999: 36). Esta misma metáfora subyace al estilo mismo de la narración donde todo es confuso. La gobernabilidad del estado de responsabilidad fiscal está atravesada en todas direcciones por las fuerzas de la globalización—NDE, IS, el narcotráfico, los mendigos, los homosexuales y la juventud.

Que sea un escritor costarricense el que represente de esta manera el entramado político de su país-no-país es particularmente significativo para el caso de Centroamérica dado que si hay un país en la región que presume de país, por liberal, democrático, blanco, civilista y desarrollado, ese es Costa Rica—“Tiquicia”. Que en la trama de la ficción liberal sean ellos la banda de transmisión entre los/el panameño y la UNO es también de subrayar ya que pone en evidencia que la nación y el estado nacional son únicamente tuercas en el engranaje del proyecto de gobernabilidad global cuyo teje-maneje estructural siempre se sitúa en un “detrás”. Delante, de frente, se alinean todos los signos vacíos cuyo referente es la “arcadia agrícola” cafetalera—el viejo dinero. Las dos voces que cuentan la historia de la nación liberal son las del gran prócer, ex-presidente de la república, cafetalero, y las del Maestro, ex peón de su hacienda, instruido en la escuela del cafetal. Estas voces son acalladas, una por la enfermedad de la memoria (Alzheimer), y otra por muerte.

La voz del presente sólo habla de crisis: “La crisis institucional. La crisis arancelaria. La crisis fiscal. La crisis industrial. La crisis social. La crisis parlamentaria. La crisis alimentaria. La crisis ideológica. La crisis constitucional. La crisis gubernamental. La crisis general. La crisis” (1999: 66). Habla de la ingobernabilidad: “Tenemos que arreglar esa carajada [dice el presidente/procónsul] de una vez por todas y expatriar a los refugiados.... Mucho trasiego de refugiados, mucho trasiego de armas, mucha droga desde Colombia y Panamá. Esto nos va a matar. Ya no somos la Suiza centroamericana” (1999: 122). Y habla del proyecto de “las nuevas clases en ascenso: industriales, financistas, usureros, traficantes, banqueros, hombres de negocios, honestas gentes...” (1999: 158).

Leída desde el eje de la globalización, la novela de Cortés es la narrativa del no poder ser, que discute la relación entre el nuevo y el viejo capital—el café bajo ataque en el nuevo sistema de dietas y de salud del mercado internacional—sino también lo que atañe a la propuesta misma de desarrollo político independiente y de entrada en el concierto de las naciones—la ilusión del modelo suizo en Centroamérica. El liberalismo es cosa del pasado, desmemoria.  Por ahora, Don Ricardo González Montealegre, el mejor ex presidente de la nación, hombre lúcido hasta los 70 años, entra ahora en la escena de las letras post- “momificado, distante, vestido...de negro, con una corbata negra pasada de moda, y unos anteojos oscuros”, un “cadáver con vida”, sin gestualidad que despide “un sollozo, más que llanto, monótono y acompasado, casi un arrullo” (Cortés, 1999: 112). Por otra parte, el maestro es un sujeto descalificado—un indio con cara de “indio taimado” (Cortés, 1999: 134), que habla desde una “pasión acribillada por la vida [y] reciclada en un extraño nihilismo romántico” (Cortés, 1999: 135).

La breve biografía del maestro recapitula los hitos de la formación de las exclusiones de la nación moderna que se construye contra subjetividades alternas como las del “indiecito” “taimado” con rasgos de “indiecito estúpido” (Cortés, 1999: 147), de “labio inferior, un poco pronunciado, como de negro, no de indio”, nacido en la bastardía. Con este pretexto educativo se comentan las legalidades, pues Mirandita, su madre, y él, los dos, eran bastardos, “mal de...familia [su] hija también lo es” (Cortés, 1999: 159). A esta bastardía nada compensa, ni la cultura, que para el liberalismo es fe en “la aristocracia del espíritu....un orden, una jerarquía, una estratificación” (Cortés, 1999: 156); ni “la sistematización en sí, la clasificación, la estructuración de las ideas...parte de las falsificaciones corrientes de la historia.” (Cortés, 1999: 135); ni los archivos de los “ciudadanos de papel” (Cortés, 1999: 139)—como Alfonso Reyes y Germán Arciniegas; ni los monumentos—como el teatro y el palacio nacional.  Este “indiecito” silenciado, presa del “resentimiento social” (Cortés, 1999: 149) representa al intelectual recadero “de politicastros...propagandista de lo efímero” (Cortés, 1999: 150), al que pretenden que sea “la voz de un país que...no existía”, y le obligan a constituirlo como una geografía, con “una lluviecita pertinaz; una niebla disoluta...unas playas arenosas, sin puertos de gran calado a donde llegaran aventureros y la burguesía fuera a despedir sus honestos hijos; unos bosques deforestados; y que con todo eso fundara un país en las palabras, con el cinismo y la mentira como única argamasa” (Cortés, 1999: 150). La ciudad letrada no hace más que juntar mentira con mentira, desordenar el diccionario y beber en las aguas de las varias ideologías. Desde este nihilismo la única vía conduce a lo abyecto.

Carlos Cortés, director actual del periódico La Nación, no deja espacio alguno en un texto que se enreda a propósito para testimoniar la nada, “lo que no somos ni nunca seremos” (1999: 156), “paraíso muerto” (1999: 160). En un universo cuya matriz fue el beneficio de café “una ciudad dentro de una ciudad en gestación” (1999: 160) y que dio lugar a una “ciudad-estado”, San José, donde la Meseta Central se divide en dos, el Hatillo y La Sabana: “dos mundos, dos clases sociales, dos países unidos por un solo mito de igualdad” (1999: 162) y donde hoy por hoy la ciudad es un listado de comercios, ciudad donde deambulan los desechables, “Vendedores ambulantes... prostitutas... drogos, cadeneros, mariguanos, playos, chavalazos, gitanos de Latinoamérica, nicas, salvadoreños, guatemaltecos, peruanos, indios, cholos, igualados de mierda, igualaditos de mierda” (1999: 156).

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Es en este punto que Franz Galich entra a novelar Managua.  En Managua, Salsa City (2000) vivimos un episodio que dura medio día. Empieza al anochecer, en un bar-cantina, donde La Guajira, “una mujer que jefea una pandilla de tamales y que además putea cuando la necesidad de culiar aprieta” (2000: 14), que pretende ser una señorita formal, se encuentra con el chofer de una familia rica que anda pasando sus vacaciones en Miami. El aprovecha el carro para irse de farra esa noche y al amanecer piensa alzarse con todas las joyas y dinero que le ha robado a la familia.  Resulta que este chofer es un desmovilizado que en la guerra, peleó en los Batallones de Lucha Irregular (BLI) que eran los batallones élites de la revolución, y en la banda de la mujer trabaja un hombre que peleó en La Contra—rebautizada por el protagonista como La Resistencia. En esta Managua, donde con-viven delincuentes, desmovilizados de guerra, policías y las nuevas élites de la UNO, predomina el mismo estado de falta de horizontes de la novela de Cortés. Es esta una especie de mendicería que vive a salto de mata y que al no conocer a los ricos de verdad, se los imagina. Por eso, el signo Toyota es suficiente para que la mujer confunda a un chofer con un miembro de la élite.

En el juego y rejuego de esta novela hay dos cosas fundamentales. Una es la lengua con que se narra. La otra es el traspaso de las ideologías de la insurgencia y el sacrificio a las del placer y la sexualidad. El español del texto es totalmente desregulado y desnormativizado,  corresponde a una pulsión diferente, efecto de una formación social ad latere. No es la “normal,” “estatal,” La Salle, sino que intenta  reproducir el habla de otros sectores, de los que fueron fuerzas durante la formación del estado nacional socialista, y que ahora son parte de la delincuencia urbana. Así, la lengua sirve para describir en detalle aspectos de esas vidas.

Managua, Salsa City (2000),entrama la ilusión de dos pobres. En su forma, el texto copia las formas populares de la tele, radio, y fotonovelas, pero está armada con un lenguaje que por entero las contradice. La vulgaridad del enunciado, en la que abundan signos como ‘que joden’ ‘hijuelascienmil gran playos’, ‘mil hijas de playos putas en pares grandes’, ‘grandes playos de pares de putas en mil’ ‘culiar’ ‘dándole a la puya’ ‘restregar el chunche,’ denota una voluntad popular que cruza la forma, también popular, del género haciéndolo girar hacia lo grotesco. La historia del deseo, colocada dentro de la más clásica de las heterosexualidades compulsivas, está rodeada de los contratos estereotípicos del género en los cuales la pobre-bonita sólo aspira al lugar de la querida permanente de los ricachones, y el hombre pobre a enqueridarse con la mujer de sus sueños. Lo nuevo es una situacionalidad marcada por un tiempo efímero. El tiempo épico de la historia se desplaza al tiempo prosaico del coito y la criminalidad. La enunciación marca el deseo dirigido hacia lo carnal y visceral del cuerpo—beber bien, comer bien, coger rico—aunado al deseo de seguridad económica—enqueridarse con un pudiente. Ninguno de estos deseos pertenece a lo “burgués dominante”. El discurso articula dos pulsiones de vida, una biológica y la otra sexual. La ambientación en bares-cantinas transitadas por ladrones, delincuentes, criadas, choferes remarca la materialidad que subyace a la socialización del deseo. Todos desean lo mismo—una tajadita de algo esa noche. El discurso estatal que regula y norma, el de la ley y del orden, el del deber y el deber ser, han sido completamente evacuados. No hay una retórica hegemónica significante, no hay figura de padre/autoridad. La mediación social no existe sino sólo entre los grupos de delincuentes armados que se entienden entre sí. El único límite es la muerte y lo llevan pegadito al cuerpo. No hay contraposición de campos semánticos ni situaciones verdaderamente dialógicas. El relato está colocado en un solo plano de la significación. El Otro queda reificado. No hay transferencia de valores de un sujeto a otro sino el entendimiento tácito de una heterogeneidad.

El gesto que marca estos relatos es el de un fin. ¿Pero qué significa empezar un relato del fin? Significa acaso una distancia o sólo el terco afán de reiterar aconteceres, de registrarlos en la letra y dejarlos impresos en el archivo? Es este un recordatorio, una afirmación firmada? El discurso del fin vuelve otro el discurso de una cotidianeidad que se aleja, que deja de ser para convertirse en letra, en archivo, en genealogía. Cuáles son las mutaciones que va a sufrir ese relato otro cuyo fin ha llegado? Se reconvertirá o traducirá al lenguaje anterior del cual se desprendió o sencillamente se reiterará ese fin a fin de someter sus signos a una crítica?

Como quiera que sea, este gesto marca ya una distancia crítica, una clausura a la vez que un desplazamiento hacia eso otro que empiezan a resemantizar los signos. Esos nuevos sentidos de aquello anterior cuyo fin se marca bien ahora vienen a ser narrados en su forma paródica. Este gesto se constituye en el mapa que orienta la crítica. El camino que traza, leído sobre el eje de la gobernabilidad y de la democracia es uno de rotunda negación. La inestabilidad del sujeto es la pulsión que dispara la escritura de esta nueva narrativa sin telos. No se está ya en lo antes del fin pero tampoco en lo después de y es ese después de todavía no llegado y a cuyo desmantelamiento asistimos lo que hace de este relato sólo parodia del anterior. O sea que el relato no logra, ni se propone siquiera destrabar la situación límite sino señalar que es morada perpetua.

El ejemplo mas claro de esta parodia es el final de la novela, donde un asalto a una casa reproduce los conflictos de la guerra. La épica histórica se torna delincuencia común pues el robo a esta casa se articula como simulacro de combate, operativo. Es de hecho una batalla librada entre un excombatiente de los BLI, los desmovilizados de guerra, y un miembro de La Contra/Resistencia. La mirada totalmente indiferente ante la destrucción de la propiedad privada corre paralela al privilegio de ser dueños pero estar ausentes. Desde que empieza el final, tres vehículos—un Toyota, seguido por un Lada, seguido por una motocicleta—van rumbo a una casa de la carretera sur. Esto ocurre después de una noche de farra en la que todos los involucrados han recorrido el perímetro de la ciudad capital, Managua, ahora, metonimia de la nación—ciudad-estado como “Costarisa”/”Tiquicia”. Tres carreteras delimitan esta ciudad, la Norte, la Sur y la que va a Masaya. Luego este espacio se reduce a su mínima expresión, que es la casa, lugar donde se va a librar el último combate. Dentro de estos dos ámbitos superpuestos ocurre la acción cuyo tiempo histórico se reduce al tiempo de un asalto.

La geografía urbana está marcada por los pobres de la pobretería y la casa es el ámbito del sector enriquecido, usado como terreno de guerra. Guerra y asalto se solapan para significar la continuación de la lucha por otros medios y a la vez constituyen la parodia de la lucha de clases.  Estos señalan la metamorfosis del sector popular, antes base combatiente y sujeto nacional popular, ahora delincuente, ladrón, puta, o como dice Pancho Rana “jaña pobre, ladrona, sapa, oreja, soplona, querida” (Galich, 2000: 12-13). Si la casa es el signo de la nación, la casa tiene unos dueños ausentistas—como los de la factoría—y está habitada por los criados, gentes que desean tener eso pero no pueden. Así, la casa sigue siendo el escenario de la destrucción. En la casa (nación) convergen el deseo por la casa misma y el deseo carnal que termina reuniendo a la delincuencia urbana antes fuerzas vivas del país. El final es una escena en la que las tácticas y estrategias de la guerra, lo aprendido en combate, el uso de armas, se aúnan para resignificar la guerra y reactuar la derrota—metamorfosis del valor en minusvalor, desestetización, desensibilización, desmoralización. Los relatos del combate en la guerra y en la casa se yuxtaponen. La moraleja es la inutilidad del sacrificio popular. La muerte de Pancho Rana, distinguido soldado asistido por la droga que aspira para morir mejor, en mucho ocupa el lugar de la muerte de tantos sacrificados.

Me parece que el discurso literario responde al de la dominancia con indiferencia y que esta indiferencia señala propiamente la postura crítica; que los dispositivos de las letras y el discurso culto no tienen ninguna intención de validar la dominancia. Esta disposición es palpable en la falta de normatividad. Los tropos liberales brillan por su ausencia y si se incluyen es para desautorizarlos. Los cierres totalmente inconsecuentes descoyuntaran las medidas de la institución  y los recintos letrados. Esta insurgencia crítica es la seña de las intensidades a las que el escritor local somete las reglas del juego de la transición a la “democracia”, que redefine patrias, naciones, nacionalidades, ciudadanías, derechos. Dejados a su propio arbitrio, sin instituciones que los respalden, víctimas ellos mismos del deshuesadero y de los desafueros de la desarticulación política, la inteligencia local no tiene más opción que de la de la redefinición.  Eso es lo que hace la novela El Asco (1997) de Horacio Castellanos Moya.

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Como en la novela de Franz Galich en las de Horacio Castellanos Moya, lo que predomina es el desmovilizado-desempleado que se quedó en la región y cuya única forma de trabajo es la delincuencia; su única forma de diversión, el alcohol, el sexo y las drogas. Un personaje como Robocop, personaje de El arma en el hombre (2001),que participa en formas de empleo transnacional que oscilan entre los escuadrones de la muerte de la derecha salvadoreña, matón oficial o guardaespaldas de los capos de la droga, y, finalmente, agente de la DEA, bien cuadra con el “destino” de los desmovilizados de los BLI de la revolución nicaragüense. Una vez terminada la guerra e iniciado el proceso de transición a la “democracia”, éstos no encuentran empleo más que como choferes o guardianes de casas y comparten su circuito social con gente que peleó en la oposición y  “delincuentes” comunes. Son ellos los que forman el verdadero sub mundo de la transición a la “democracia”, gente que todavía no ha alcanzando el nivel de desechables del texto Baile con Serpientes (1996) de Castellanos Moya o el de los desechables y sufrientes de los testimonios colombianos o jamaiquinos pero que marcha en esa dirección justamente porque los ajustes del Banco Mundial los descobijan.9 En este sentido, ya sea el profesor centroamericano que trabaja para una industria académica norteamericana o canadiense, como lo es el personaje de El Asco (1997) de Castellanos Moya, el periodista costarrisible de Cortés, o el contacto exterior que quedó algarete al arbitrio de su propia profesión de Arturo Arias, todos buscan ya en las drogas ya en el sexo o en ambos el único camino de vida, la única forma de significación que los constituye como sujetos a- o pos-nacionales.

En este aspecto, todas estas novelas se caracterizan por establecer un contrato entre el discurso histórico-político y el discurso humorístico.10 La ironía es la única forma de poder manejar lo que podría ser melancolía, pesar o duelo. Esta yuxtaposición de géneros constituye su estilo y responde a una tradición centroamericana inaugurada por Roque Dalton. O sea que la conversación estilística explica la genealogía de la convergencia de lo histórico y lo humorístico en referencia a lo nacional-regional. Tanto en el género como en el estilo había pues una conciencia o estado de alerta, una comunicación, relación, tensión que, en el caso de los escritores aquí en cuestión, está íntimamente ligada a procesos de formación o “conciencia” de lo nacional-popular. Valdría la pena preguntarse qué tipo de novelas es ésta; cuál el lector que estructura su forma; quiénes sus interlocutores, cuál el lugar de su enunciación; y desde qué modernidades post-, desde qué subjetividades habla. Habiendo notado esta yuxtaposición entre lo que podría dominarse dos polos estilísticos, dos regímenes del habla y su relación entre lo primario y lo secundario, notamos que esta relación no sólo se refiere a la selección de los contenidos temáticos y los estilos lingüísticos, sino a la averiguación de cómo funcionan los contratos léxicos, gramaticales y, en general, los recursos de lenguaje y a la naturaleza de los géneros y expresiones a los que acude este autor en sus novelas.

En El Asco (1997), la voz sobre impuesta de un salvadoreño inmigrado a Canadá, profesor de arte en Montreal narra la repulsión que su nación provoca a sus sentidos—verla, oírla, olerla, gustarla, tocarla. En un soliloquio obsesivo e hiperbólico, este personaje define la nación como “una estupidez que daría risa sino fuera por lo grotesco”, y se pregunta “cómo pueden llamar ‘nación’ a un sitio poblado por individuos a los que no les interesa tener historia ni saber nada de su historia, un sitio poblado por individuos cuyo único interés es imitar a los militares y ser administradores de empresa” (1997: 25). Es claro durante todo el relato que la enunciación registra un distanciamiento brutal entre el sujeto que narra y el lugar narrado y que el sentido de lo nacional está plenamente depositado en la distancia de lo abyecto. Los signos no hacen sino confirmar que los comportamientos, los productos, los gustos del carácter nacional son despreciables. El vocabulario es bestialmente explícito, vocabulario posicional cuyos signos son la expresión misma de la negatividad—‘podredumbre’, ‘miasma’, ‘hedentina’, ‘raza podrida’, ‘personas siniestras’, ‘repulsivas’, ‘imbéciles’, ‘raza rastrera’, ‘sobalevas’, ‘con vocación de asesinato’.

No obstante, la valoración de la nación salvadoreña se efectúa por la comparación y el contraste que rinde el conocimiento y la sensación de los sentidos, la imagen mental del país natal que tienen los que lo habitan y hablan ese país de “alucinación” (1997: 20), que “no existe” (1997: 77), y el país normativo, real, que es Canadá, una verdadera nación. Es este desfase entre un real y un imaginario lo que hiere profundamente la sensibilidad del expatriado y lo que desorienta su entendimiento al mismo tiempo que afila su sentido crítico y desvela su auto-deyección. La ciudadanía salvadoreña es una irritación. Este juicio explica porqué salió del país. Dice: “me parecía la cosa mas cruel e inhumana que habiendo tantos lugares en el planeta a mí me haya tocado nacer en este sitio....en el peor de todos, en el más estúpido, en el más criminal.... me fui porque nunca acepté la broma macabra del destino que me hizo nacer en estas tierras” (1997: 17). La distancia irónica palpable en la exageración del enunciado de ninguna manera resta o atenúa la desazón que causa el mensaje y que se oye repetidas veces articulado por los escritores locales, viniendo a ser un lugar común de los escritores comprometidos que ahora afilan su escritura para criticar no sólo el pasado sino aún más la transición hacia la “democracia”.

Para el protagonista profesor, en ese país no hay absolutamente nada rescatable, ni la comida, ni la música, ni la ciudad, ni la familia. La educación, por ejemplo, sobre todo la educación impartida por los hermanos maristas “esos gordos homosexuales”, es lo peor, “nada tan abyecto como que los maristas le hayan moldeado el espíritu a uno durante once años.... Once años escuchando estupideces, obedeciendo estupideces, tragando estupideces, repitiendo estupideces.... la más asquerosa escuela para la sumisión del espíritu” (1997: 16). Y si en alguna instancia quimérica la política de izquierda pretendió constituir una diferencia, eso “sólo sirvió para que una partida de políticos hiciera de las suyas, los cien mil muertos apenas fueron un recurso macabro para que un grupo de políticos ambiciosos se repartiera un pastel de excrementos” (1997: 26). “Y lo peor son esos miserables políticos de izquierda...esos que antes fueron guerrilleros, esos que antes se hacían llamar comandantes...se comportan como las ratas más voraces, una ratas que cambiaron el uniforme militar del guerrillero por el saco y la corbata, unas ratas que cambiaron sus arengas de justicia por cualquier migaja que cae de la mesa de los ricos, unas ratas que lo único que siempre quisieron fue apoderarse del Estado para saquearlo...me produce tremenda lástima pensar en esos miles de imbéciles que se hicieron matar por seguir las ordenes de estas ratas” (1997: 29).

Así pues, el sentido visceral, absolutamente fóbico del relato afirma que el país es un estómago, un mal gusto, una exclamación que el profesor de arte salvadoreño mide contra lo sublime del arte. La fobia, transmitida en un estilo hiperbólico y reiterativo, se apoya en una sensibilidad modernista que marca la distancia entre lo grotesco y lo culto. En el Salvador no hay arte y si lo hay, éste es “especialmente detestable”, como la música andina “que pusieron de moda los comunistas chilenos” (1997: 176). “Esta es una cultura ágrafa...una cultura a la que se le niega la palabra escrita, una cultura sin ninguna vocación de registro o memoria histórica, sin ninguna percepción de pasado, una ‘cultura-moscardón’...una miseria de cultura...que salto del analfabetismo más atroz a la embebecerse con la estupidez de la imagen televisiva” (1997: 79).  Y para terminar, compara talentos: “Salarrué a la par de Asturias se convierte en ese provinciano más interesado en un esoterismo trasnochado que en la literatura...; Roque Dalton a la par de Rubén Darío parece un fanático comunista...que escribió alguna poesía decente pero que en su obcecación ideológica redactó los más vergonzosos y horripilantes poemas filocomunistas” (1997: 80). “ningún individuo nacido en este territorio existe en el mundo del arte como no sea por la política y los crímenes” (1997: 78). En resumen, todo lo detestable se mide, en última instancia, por la degradación del gusto, por la salida definitiva de los cánones impuestos por la modernidad. Y con esto, Castellanos Moya pone un punto final sobre las estéticas modernistas y las distancias críticas que sirven únicamente para medir negativamente lo de aquí, local, mediante lo global/central de allá.

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Finalmente, Sopa de Caracol (2002) de Arturo Arias nos coloca de lleno en el exterior.  Desde fuera, en un exilio rosado, se reconstruye lo que pudo haber sido y no fue. Marcada por una suave melancolía, esta novela constituye una narrativa de reflexión que reformula y revisa los procesos de formación/desformación, construcción/desconstrucción de subjetividades que transitan de lo político a lo sexual.11 El foco de atención es el protagonismo de un militante de izquierda, de esos que circulaban clandestinos en el exterior, y su relato confesionario de los errores del tipo singular de prácticas sociales llevadas a cabo por los miembros de la organización revolucionaria a la que pertenece. La novela cuenta en retrospecto y desde una ciudad norteamericana la historia de una de las tareas que tiene que cumplir este militante en Brasil y de su vida sexual en esa ciudad y luego en Estados Unidos. El discurso erótico sirve de vehículo para transitar de una subjetividad revolucionaria moderna a una subjetividad erotizada postmoderna. Una conversación con un grupo de amigos invitados a cenar entrevera tres grandes relatos sexuales—el de su relación con una mulata, con una enana, y con una perra—con el relato de su confesión sobre sus actividades revolucionarias. La asimetría discursiva entre los dos temas queda balanceada por los tonos que sostienen el equilibrio entre la melancolía de lo que fue y la hiper intensidad del gozo erótico. Los dos afectos corren paralelos uno al otro sin atropellarse. La historia de la compañera del protagonista, mujer inteligente a todas luces, competente, disciplinada, virtuosamente revolucionaria pero asexuada, temperamental, monotemática, sirve de contrapunto al relato y añade tensión al adiós del discurso revolucionario en el que los participantes se revelan como personalidades obsesivas, conflictivas cuando no como resentidos sociales. La erótica de esta hembra-revolucionaria, la ausencia no sólo de orgasmos sino de coitos, y el triunfo revolucionario establecen un paralelismo en su imposibilidad.  La enana y la perra son significantes sueltos, distanciados del discurso político de la revolución social pero inscritos de profundis en las políticas del deseo.

En Sopa de Caracol (2002) el sujeto moderno se reconstituye a partir de una reflexión política post- y un discurso sexual que le otorga un cierto lugar circunstancial de enunciación. A diferencia del sujeto moderno que se constituía histórica, política, y nacionalmente, el sujeto postmoderno se constituye a partir de una migrancia y un vacío. Este es un sujeto en soledad, por regla general ajeno a su medio, ser a la deriva.12 La única certeza que posee es la del propio cuerpo y este cuerpo estira la mano para comunicarse tactilmente con todos sus entornos, con los otros cuerpos. El único lenguaje posible de la postmodernidad es el de la sensualidad, lenguaje orgánico, veraz, donde el tacto, el olfato, el sabor responden al cogito en el coito y sus preámbulos. No sólo es el piel a piel sino el contacto en carne viva, visceral la única certeza posible a un sujeto inmerso en un mundo perentorio, ambiguo. La lengua sirve para lamer los bordes de los cuerpos físicos sociales y saborear la confesión política junto a la confianza carnal.  Muestra en y con la lengua una verdad antes clandestina. Cuenta y confiesa—a qué socialidades?—cosas relativas a la intimidad, al oficio revolucionario. El relato mantiene un magnífico equilibrio entre lo público y lo íntimo mediante la tensión de dos modos narrativos, uno melancólico y el otro irónico. La ironía que era la gramática de lo erótico es ahora la gramática de la patriótica. La recomposición de las sexualidades desborda los parámetros y oscila entre la cosificación, la ingratitud y la bestialidad.

El relato comienza al anochecer, en el crepúsculo, y termina al alba, con lo cual reafirma en la elección del tiempo narrativo la metáfora que va a reformular los acaeceres humanos.  Leída desde las metaforizaciones simbólicas estamos situados en el ocaso de la modernidad y el alba de la postmodernidad. Con una se desvanece la política y la colectividad y con la otra se subraya el contacto carnal. Volvemos a los aposentos privados, a las ciudades anónimas, a las prácticas sexuales, formas del contrato social. El pretexto narrativo y su estrategia encuadra la acción en el breve instante de una cena entre amigos—las nuevas socialidades—donde el entrante y el plato principal es el relato confesionario, y las prácticas de la sexualidad sado-masoquista, el postre. Lo que más llama la atención es que la anécdota histórica que constituye la historia del relato es contada a un grupo de gente al parecer indiferente a lo contado, con lo cual el contar es más bien dimensionado como soliloquio. ¿A quién habla este sujeto? ¿Con quién conversa y dialoga? ¿A quién busca? Quizá el sujeto posmo dialoga consigo mismo y se constituye como tal a partir del abandono y del cierre de un discurso social y de una historia personal colectiva fuera de contexto. Si anteriormente la tensión sexo/historia, ironía/drama se resolvían en términos del segundo en discordia, siempre subyugando el placer al deber (el deber era entonces una de las formas extremas del placer), el sexo a lo político, en esta novela la tensión mantiene en equilibrio los dos lados de la ecuación.

Se pregunta uno si lo aquí presente es una re-escritura o redescripción de las prácticas y metas de la democracia o un distanciamiento crítico de las prácticas políticas anteriores para hacer del sexo y de la sexualidad la práctica política significativa. ¿Se trata de liberar el sexo y la relación masculino/femenina hetero u homo de lo social y de lo político y someterlo sólo a las normatividades de lo lúdico y del placer, es decir, hacer de esto el nuevo estilo? ¿O se trata de crear la semblanza, la apariencia, el travesti de un goce sin restricciones normativas cuando la satisfacción sexual y el juego mismo está preñado de normas y valores de otra índole? ¿Se reduce acaso el amor erótico y el afecto al sexo y se le libera a éste de la responsabilidad ética al des- o re-normativizarlo?

Estas preguntas servirán a otros trabajos. Aquí únicamente me dan pie para colocar la discusión en la relación que la erótica tiene con la literatura y esta es una relación entre saber y poder. En nada es más evidente esta relación que en la constitución de la figura de la mujer.  Desde luego que hablar de la representación de la mujer en un momento post-lacaniano es hablar de semblantes, de apariencias y pareceres, de actuares y travestismos. Y es en el semblante donde en este texto se localiza lo real de la verdad sensorial y donde el semblante denota una falta, apunta a un vacío y dispara el deseo.13 Querer eso que no está ahí subraya la presencia de un significante vacío, fuera del lenguaje pero dentro de la interlocución. La instancia más clara es la V/V. Este personaje apunta en varias direcciones pues lo que está ahí es sólo un síntoma—pero, ¿un síntoma de qué? El sentido no resuena, no hace eco, y por tanto precipita otros sentidos en cascada para explicar eso que sin ser, es. El sentido otro, el adivinado, es un sentido impuesto y por eso síntoma de una patología. Entendemos claramente el juego de poderes y no-poderes, entre ellos, el poder de no dejar tener poder. Esa mujer protagonista piensa pero no coge, y por eso es no toda, mujer sólo en apariencia, o sólo apariencia de mujer, semblanza. No coge, no me coge, ni me la cojo. El contrato léxico es una conjugación verbal. El problema real es que este personaje no permite separar las relaciones de pareja de los otros asuntos históricos, de las otras relaciones, por ejemplo, las de la mulata de tal. Irónicamente, la V/V, como signo, no hace más que develar ausencias e impedir el deslice de los significados eróticos fuera del discurso político para gozar el sexo fuera de las relaciones de poder.

Si volvemos a las dos grandes temáticas que componen Sopa de Caracol (2002), la confesión política y la confesión sexual, vemos que los invitados a la cena, un grupo de amigos, están más bien interesados en la última que en la primera. Digo esto porque las prácticas de sobremesa son la culminación del relato de las sexualidades y de la novela. Es como si el relato sexual apermisa estas prácticas y las anticipa; como si la invitación ha sido hecha a este conglomerado social—¿sus nuevos lectores?—en particular justamente para contar ese cuento y luego celebrar la ceremonia sado-masoquista que es la ceremonia del adiós. Al final de la novela, el raconteur ha quedado saciado de palabras y adolorido de un sexo que a todas luces parece práctica cotidiana, moneda común, lengua diaria. Pero, asumiendo plenamente su nueva condición, él paga el precio que haya que pagar y aguanta lo que haya que aguantar.

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Si ahora volvemos a la pregunta original de este trabajo y hablamos sobre los procesos de globalización y la formulación de agendas humanísticas y nos preguntamos dónde estamos parados en Centroamérica respecto a la cuestión de la nación, diríamos que la ficción regional rinde una imagen en fuga de la misma. La gobernabilidad es un proyecto inventado por los organismos financieros, es un producto ideológico y es también un diseño para la eficacia gubernamental y las instituciones del sistema político. Visto de esta manera, la gobernabilidad es una redefinición de la función y, por ende, del concepto de estado nacional. Lo que se reformula es la administración pública del orden social y, por tanto, toca directamente el centro neural de lo que significa la nación, inscribiendo a ésta de manera estructural y aparentemente irreversible dentro de un transnacionalidad dirigida desde una centralidad ubicua y móvil que conocemos bajo el nombre de globalización.

Para aquéllos que estudiamos y vivimos dentro de la idea de la nación, la nacionalidad, y los nacionalismos modernos, e hicimos una inversión al menos en las formas estatales asistencialistas, esta nueva manera de reorganizar la relación entre gente y gobierno es una fractura traumática a la que damos el nombre de postmodernidad. Este es el término que permite señalar ese tránsito entre dos maneras de ordenar la producción y reproducción social y los mercados con relación al estado y la nación. En la postmodernidad la democracia es definida no como la representabilidad social de los asuntos públicos sino como la administración de los mercados a nivel glocal—para usar el término de Nestor García Canclini (1995). Considerada desde este punto de vista, la nación moderna pierde vigencia explicativa y sirve sólo como referencia histórica—genealogía de una discusión anterior que distinguía élites gobernantes de pueblo y que luchaba por una representación masiva del agente social. Se trataba en aquélla instancia de participación en el debate público en la esfera de lo civil para tener ingerencia en las decisiones de los gobernantes. Pero esta manera de organizar el universo político era parte de un ejemplo de funcionamiento intelectual pedido prestado al liberalismo clásico, articulado por circunstancias históricas muy ajenas a lo local latinoamericano como puede aprender cualquiera al leer los trabajos sobre democracia, estado, sociedad civil y esfera pública de Jurgen Habermas.14 Los términos de la discusión hoy por hoy son estos que he señalado: gobernabilidad, globalización, postmodernidad. Todos ellos han sido apropiados por diferentes agencias y actores político-sociales. Esto ha traído como consecuencia un debate largo, finisecular sobre el liberalismo clásico y sus conceptos dominantes nombrados arriba. Sus conclusiones no son muy alentadoras. Por el contrario ellas marcan el umbral de dicha forma de pensamiento.

La cuestión que a nosotros concierne es la del estado nacional porque nos preocupa pensar los pobres. La contaminación de una criminalidad en crescendo no es otra cosa que el efecto visible de la pobreza estructural generada por el sistema. El asunto primordial y cuestión palpitante es qué hacer con los pobres. La ficción de la democracia ha salido completamente de los márgenes modernistas y ha cesado de discutir la belleza, lo culto y lo sublime para tematizar un momento en que la abyección social y los agentes sueltos de las sociedades post-trabajo se adueñan del escenario público manifestando formas de comportamiento desesperados. A esto se le ha llamado políticas del resentimiento de los resentidos sociales, luego terror y más tarde terrorismo. Una vida sin metas constituye los dos lados de un terrorismo trifronte, individual, grupal, y de estado.

No es cierto que las reformas estatales hayan creado o estén en camino de crear una mejor situación para los pobres. Por el contrario, ellas generan una pobreza crónica, estructural. Los pobres son inintegrables al nuevo modelo. Las nuevas formas de regulación propuestas e implementadas debilitan considerable y paulatinamente la posición de los grupos sociales mayoritarios, las multitudes y turbas desfavorecidas que transitan con una velocidad cyber a la pobreza crónica. De eso habla precisamente la ficción de la democracia. Aparentemente estamos frente a un mal social terminal. Esto sucede a pesar de que los nuevos proyectos de reformas presumen modelos en apariencia más equilibrados entre lo económico y lo humano. A pesar de la buena voluntad del modelo de reducir la desigualdad, ésta no compagina con las asimetrías de las políticas fiscales del neo-liberalismo. Así, la voluntad de apoyo político y de marcas institucionales y programas sectoriales se vuelven palabras huecas, sin contexto alguno—ideas fuera de lugar, como diría Roberto Schwartz (1997). Son estas pues propuestas de pensamiento más que de viabilidad, son ejercicios teóricos en el aire, ficciones. Los gobiernos locales, para empezar, carecen de apoyo político y capacidad técnica. La macroeconomía no deja espacio a una verdadera gestión popular. Esta coordinación central, esta gobernabilidad desde centros virtuales de desarrollo es lo que constituye la globalización como un tipo más alto de colonialismo o régimen imperial.

No podemos menos que concluir entonces que en Centroamérica la nación no existe y la globalización rinde una imagen desmovilizada del gestor social local. Ni siquiera textos como el de Sombras nada más (2002) de Sergio Ramírez, o El país bajo mi piel (2001) de Gioconda Belli hablan de la nación como algo a construir sino más bien como algo a rememorar, algo que ya pasó, sobre todo si pensamos la nación en su transición hacia la modernización socialista. No creo de ninguna manera que esto sea sintomático de un retorno al pensamiento liberal, una restauración de “la democracia”, pero si puedo pensar, con Richard Rorty (1989), que este gesto corresponde a una desfundamentalización de la vida social.

Hablando de contratos léxicos desde otra orilla, en un texto sobre la contingencia de la comunidad liberal, Richard Rorty sostiene que para que la democracia impere hay que desdivinizar y desesencializar los vocabularios, desverificar las afirmaciones y desespiritualizar las experiencias (1989). Decir liberalismo democrático a ultranza es hablar siempre de nuevos vocabularios, nuevas metáforas, porque la esperanza reside en des-racionalizar y des-universalizar las vías de comunicación. Este mensaje es un tanto irónico sobre todo si consideramos que la globalización tiende a universalizar, ésto es, a hacer tabula rasa de las idiosincrasias locales, a controlar y regular lo local desde lo externo. No obstante, en estas novelas sobre Centroamérica asistimos a una fragmentación de todo intento de unificación y universalidad globalizadas, de todo intento de gobernabilidad. Con esto se desbroza el camino para cualquier forma de expresión, dado que cualquier forma de expresión es válida. En ellas se termina la idea de la racionalidad y de la irracionalidad, lo correcto y lo incorrecto, los criterios absolutos, los tabúes, los acuerdos generales, la orden fija de la discusión que sostenía y sustentaba la modernidad. La pérdida de los vocabularios y metáforas anteriores no es algo que lamentar sino algo que manejar. La consigna es no racionalizar, ni cientificar, ni pontificar, sino poetizar. Localizados plenamente en la desnacionalización, una de las agendas es discutirlas abiertamente en el dominio de lo público, y esto es precisamente lo que hace este volumen. Si como decía Bakhtin (1986), donde hay estilo hay género el género de estas ficciones entra de lleno dentro de las narrativas de la perversión y de lo abyecto. ¿Podríamos albergar la idea de que este señalamiento constituye, hoy por hoy, el lado radical de las políticas de la postmodernidad?

© Ileana Rodríguez


Bibliografía

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Amín, Samir, 1992: The Empire of Chaos. New York: Monthly Review Press.

Arias, Arturo, 2002: Sopa de caracol. Guatemala: Alfaguara.

Arrighi, Giovanni, 1994:  The Long Twentieth Century: Money, Power, and the Origins of Our Times. London: Verso.

Bakhtin, M. M., 1986: Speech Genres & Other Late Essays. Austin: University of Texas Press.

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Galich, Franz, 2000: Managua Salsa City (Devórame otra vez!). Panamá: Editora Geminis y Universidad Tecnológica de Panamá.

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Rorty, Richard, 1989: Contingency, Irony, and Solidarity. New York: Cambridge University Press

Saldomado, Angel, 2002:  Gobernabilidad: Entre la democracia y el mercado.  Managua: Programa de Gobernabilidad de COSUDE y el Secretariado Suizo para Centroamérica.

Schwartz, Roberto, 1997: Que horas são?  Brasil: Camara Brasileira do Livro.


Notas

arriba

vuelve 1. Ver el artículo de Michael Hardt (1998) sobre medios masivos y esfera pública titulado “The Withering of Civil Society” en Kaufman, Eleanor/Séller, Kevin Jon (eds.), 1998: Deleuze & Guattari.  New Mappings in Politics, Philosophy, and Culture, Minneapolis: University of Minnesota Press, 23-39.

vuelve 2. Entre los trabajos más clásicos de este período se pueden contar los de Carlos Vilas,  y, con posterioridad, los de Charles Hale. Ver Vilas, Carlos María, 1989: State, Class, and Ethnicity in Nicaragua: Capitalist Modernization and Revolutionary Change on the Atlantic Coast. Boulder: Lynne Rienner Publishers;  Hale, Charles, 1994: Resistance and Contradiction: Miskitu Indians and the Nicaraguan State, 1894-1987. Stanford: Stanford University Press; Saldaña, Josefina, 2001: “La irresistible seducción del desarrollismo. Subjetividad rural bajo la política agrícola sandinista” en Rodríguez, Ileana (ed.), 2001: Convergencia de tiempos: Estudios subalternos/contextos latinoamericanos estado, cultura, subalternidad. Ámsterdam: Rodopi, 229-278.

vuelve 3. Ver el trabajo de Ludmer, Josefina, 1999: El cuerpo del delito: Un manual.  Buenos Aires: Perfil Libros. 

vuelve 4. Ver Hardt, Michael/Negri, Antonio, 2000: Empire. Durham: Duke University Press, y Josefina Saldaña, Josefina, (en imprenta): The Revolutionary Imagination in the Americas and the Age of Development. Durham: Duke University Press.

vuelve 5. Ver Lauren Berlant, Lauren, 1997: The Queen of America Goes to Washington City: Esays on Sex and Citizenship.  Durham: Duke University Press.

vuelve 6. Para entender el contraste entre los dos lados del argumento ver Escobar, Arturo, 1995: Encountering Development: The Making and Unmaking of the Third World.  Princeton, N.J.: Princeton University Press y Kevin Healy, Kevin, 2001: Llamas, Weavings, and Organic Chocolate. Multicultural Grassroots Development in the Andes and Amazon of Bolivia. Indiana: University of Notre Dame Press. En una presentación que ofreció el autor de este último libro sobre su trabajo me llamó la atención el acento que ponía sobre el empadronamiento de las mujeres, quienes a partir de su intervención en actividades productivas, participaban en asambleas de producción, lo cual les llevaba a una capacitación en su ingerencia pública. De ahí surgió la idea de que parte del proyecto de los Organismos no Gubernamentales y las Agencias para el Desarrollo era el entrenamiento en la participación ciudadana, una especie de experimento en el que en la época tardía del alto capitalismo se reproducían a nivel local prácticas prevalecientes al inicio del capitalismo. Me llamó la atención también el rechazo al término nación mestiza por el de multiétnica así como la ausencia de comentarios sobre el problema que para estas formas cooperativas de trabajo tiene por un lado el financiamiento—las agencias dan dinero por un período limitado de tiempo—y el mercado.

vuelve 7. Ver López, María Milagros, 1998: “Nobody is an Island: Reproduction and Modernizacion in Puerto Rico” en Shohat, Ella (ed.), 1998: Talking Visions: Multicultural Feminism in Transnational Age. Cambridge, Mass.: MIT Press, 193-202.

vuelve 8. Ver el artículo “Where did my raise go?” Time.  May 26, 2003: 44-54.

vuelve 9. Ver trabajos como los de Molano, Alfredo, 1994: Trochas y Fusiles. Bogotá: Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales; Los años de tropel (1985). Bogotá: CEREC, CINEP, Estudios Rurales; Los bombardeos en el pato (1978). Bogotá: Editorial CINEP; Salazar J., Alonso, 2002: Mujeres de Fuego. Bogotá: Planeta; No nacimos p’a semilla (1999). Bogotá: Centro de Investigación  y Educación Popular (CINEP).

vuelve 10. Según Bakhtin (1986), en la elaboración de problemas históricos, separar estilo y género era dañino, y los cambios históricos de lenguaje eran, a su vez, inseparables de los cambios de género. Teniendo ésto en cuenta, en este trabajo hablo de los contratos enunciativos que en todos los escritores centroamericanos articulan sus géneros, de los compromisos que establece con sus interlocutores, y de la constitución del sujeto como postmoderno. Me pregunto qué tipo de novelas escriben; por el lector que estructura su forma—quiénes son sus interlocutores; por el lugar de enunciación—¿desde qué modernidades post habla? ¿desde qué subjetividades?  Ver Bakhtin, M. M., 1986: Speech Genres & Other Late Essays. Austin: University of Texas Press.

vuelve 11. En las novelas anteriores a Sopa de Caracol (2002), la preocupación central de Arias era la nación. El relato que se armaba en base a un contrato entre lo leve y lo grave. Lo leve bordeaba los contornos de una sexualidad juguetona; lo grave se ocupaba de los temas histórico-políticos y denotaba aspectos de la vida y sociedad guatemalteca. Hablo aquí de novelas como Itzam-Na (1982), Después de las bombas (1979), Jaguar en Llamas (1989) y Cascabel (1998). Se diría que en estas novelas predominaba un contrato discursivo más obediente y plegado a las normas del discurso histórico-político de corte nacional, cuyas pautas ordenaban el texto. Este contrato establecía una línea divisoria entre los enunciados y subordinaba un tipo de deseo a otro, digamos, el personal al social. Se trataba, al parecer, de no atenuar la gravedad del discurso político nacional, de no mermarle luz ni focalización. En estas novelas, el discurso primario era el histórico-político y el sexual el discurso secundario. Así pues, si como dice Bakhtin, donde hay estilo, hay género, el género de aquéllas novelas era más político que erótico.  En Sopa de Caracol (2002), la relación política/sexualidad se equipara y los dos discursos alcanzan paridad.

vuelve 12. Ver Trigo, Abril, 2000: “Migrancia: Memoria: Modernidá” en Mabel Moraña (ed.), Nuevas perspectivas desde/sobre América Latina. El desafío de los estudios culturales. Santiago de Chile, Cuarto Propio, 273-292.

vuelve 13. Ver Antelo, Raúl, 2001: “Mario, modernidad y semblante” en Ileana Rodríguez (ed.), Cánones literarios masculinos y relecturas transculturales. Lo trans-femenino/masculiono/queer. Barcelona: Anthropos, 47-62.

vuelve 14. Ver Calhoum, Graig, 1992: Habermas and the Public Sphere. Cambridge: The MIT Press; Taylor, Charles, 1997: “Invoking Civil Society” en Contemporary Political Philosophy: An Anthology. Robert E. Goodin, Robert E./Pettit, Philip (eds.), Cambridge, Mass: Blackwell Publishers, 66-77; Fraser, Nancy, 1992: “Rethinking the Public Sphere:  A contribution to the Critique of Actually Existing Democracy” en Calhoum, Graig, 1992: Habermas and the Public Sphere. Cambridge: The MIT Press, 109-142.


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