Rafael Lara-Martínez

 

De estética.
Invención del canon pictórico salvadoreño

 

Humanidades, Tecnológico de Nuevo México

soter@nmt.edu

 

Notas*Bibliografía


En memoria de Jorge A. Cornejo (1923-2005)

 

Inventar, de in-venire, venir en, venir a.

 

La estética es no la “teoría del arte”, sino el pensamiento de configuración de lo sensible

que instaura a una comunidad [política en tanto comunidad imaginada]. JR

 

I

Dentro de la polémica actual sobre el lugar del arte, interesa destacar la obra de Jacques Rancière (1996, 2000, 2003 y 2004). Su reflexión localiza la estética en un sitio inédito. Rancière disipa todo malentendido ingenuo. Quienes denuncian la sumisión del arte al discurso crítico olvidan que no hay arte sin mirada.

La estética es un régimen de visibilidad y pensamiento. Este sistema convierte diversas maneras de hacer (poiesis) en formas sensibles del arte (aisthesis). Más que una disciplina, expresa el estatuto que cobran ciertas creaciones culturales al inscribirse bajo un nuevo campo inteligible y visual. “Para que haya arte, se necesitan una mirada y un pensamiento que lo identifiquen”. La estética —como percepción e inteligibilidad de las obras— les concede un rango de arte que no poseen en sí.

Este régimen estético del arte data de hace dos siglos y en El Salvador, de uno solo. En ese momento revolucionario, la obra se separa de su sumisión tradicional al imaginario eclesiástico y señorial. Un ícono que se ofrecía como réplica de la deidad se aísla de su “validez” religiosa y se vuelve “apariencia verosímil sujeta a la representación”. La forma de aprensión sensible (aisthesis) le impone un régimen peculiar a cualquier modo de hacer (poiesis). Toda creación cultural la identifica como arte, una condición “de ser sensible” distinta a su propio quehacer material.

Si el sistema del arte lo regula una estética —visibilidad y pensamiento de la obra— no por ello, esta esfera se ofrece como terreno unificado. Atraviesan su campo tensiones temporales y transversales que lo recortan en polos de controversias inevitables. En la historia, el régimen representativo, mimético o figurativo de las artes da lugar a la abstracción. Dentro de la esfera misma coexisten dos posiciones igualmente políticas: arte puro y compromiso.

El paso de la figuración a la modernidad artística significa trastocar el enlace que vincula palabra e imagen. En el cambio se juega no tanto una autonomía del arte por la conquista del espacio plano y la exploración de sus recursos propios. Más bien, el canje estipula una muda en la jerarquía entre palabra e imagen, entre poética y pintura.

En el régimen plástico representativo la palabra dicta la imagen. Existe una “medida común” entre figura e idioma. El cuadro obedece a una historia. Su carácter mimético no resulta de la cándida relación entre copia y modelo. La cuestión central consiste en “las maneras” de mirar y discurrir que “hacen visible” el campo pictórico figurativo. Transversalmente, mientras el arte puro genera un espacio meta-político que se sustrae a la potencia comercial de la mercancía estilizada, el compromiso diluye el arte en la vida.

 

II

Dentro de estos dos ejes de coordenadas, nos concentramos en situar un solo ejemplo: la invención del canon pictórico salvadoreño en los años treinta. Para el regionalismo nacional, le corresponde a Alberto Guerra Trigueros explicitar cómo “funcionan las semejanzas”: “La evolución del arte en El Salvador. Artistas representativos” (Revista El Salvador, No. 20, 1938, versión bilingüe castellano-inglés). Su crítica anota la novedad de “la entera evolución pictórica” del país que data “de unos cuantos años [a lo más] de una veintena [1918]”.

La Revista El Salvador (1935-1939) —Órgano Oficial de la Junta Nacional de Turismo— difunde las imágenes de ese despertar pictórico y disemina el discurso crítico que lo hace perceptible para el gran público. Sus páginas proyectan la primera política cultural del martinato (1931-1944) cuyo programa vincula el desarrollo turístico con la promoción de las artes. Acaso esta revista anticipa el esfuerzo ejemplar que realiza El Salvador Investiga (2005) por divulgar la antropología salvadoreña en el extranjero.

Cual lo apunta la historiadora costarricense del arte Eugenia Zavaleta Ochoa (2004: 22-23), el apoyo “de gobiernos dictatoriales” a la “Primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas” (San José, Costa Rica, 1935) surge “como reacción política ante la crisis social provocada por la depresión económica” y ante su falta de reconocimiento diplomático en el extranjero. No existe correlación directa entre bonanza económica y auge del proceso cultural. Por lo contrario, la dinámica interna del campo plástico muestra la relativa independencia del sector artístico con respecto a la crisis financiera de 1929; pero señala su rotunda subordinación a la “élite con capacidad adquisitiva” y a la política estatal. Su “renacimiento” obedece a la formación de un mercado artístico para las obras, al igual que al fomento gubernamental.

Artífices de la gestión cultural del martinato centrada en el arte son connotados escritores nacionales: Arturo Ambrogi, Miguel Ángel Espino, Alberto Guerra Trigueros y Salarrué, entre otros. En esa “Primera Exposición Centroamericana”, la presencia oficial de Salarrué —delegado gubernamental del martinato— le concede al gobierno salvadoreño una aureola de avanzada en materia de política cultural. El arte opera en contrapeso a su desprestigio internacional luego del golpe de estado (1931) y de la matanza (1932). Es el bastión político que refrenda el quehacer civilizatorio del gobierno. La participación de renombrados intelectuales le otorgan a Martínez calidad de mecenas del indigenismo artístico salvadoreño.

Guerra Trigueros convierte los óleos de sus contemporáneos en reflejos sensibles del “alma de Cuzcatlán”. Todo pasa como si la plástica captara aquello que ningún ojo normal atrapa en la mirada. Un rancio proverbio hegeliano dictamina la estética. El arte es la única “forma de desplegar el absoluto”. “Lo bello” que colma “la realidad circundante”. “El arte no imita el mundo, sino lo revela” más allá de la simple impresión sensible. Según un postulado romántico-animista, el espíritu latente, incorpóreo, del mundo y sus cosas cobra plena visibilidad en el cuadro. La pintura inaugura un panteísmo nacionalista.1

La paradoja —la invisibilidad de lo sensible— la plástica la materializa gracias a lo que Guerra Trigueros llama su “decoro”. La etimología de la palabra “decorar” hace que la pintura declame su imagen. “Decus, decoris, en latín, “honra” u “ornamento” —originalmente significaba […] elevar exteriormente una cosa a su nivel legítimo, a su nivel intrínseco, a su íntima dignidad espiritual”.

Lo que se “eleva” re-leva (Aushebung). Sustituye la imagen punzante de un indígena “reprimido originariamente” (Urverdrängung, 1932) e instala el olvido sublime de su heterogeneidad radical “en sí”. El de un “pasado en suspenso” que no pasa, y que en su presencia resiste toda “(re)presentación (representation/ introduction)”.2 El relevo —“el indio en pintura”— no manifiesta “la intención de despertar el interés” hacia lo étnico ni defiende el provecho de una política indigenista (Zavaleta, 2004: 206). En cambio, la ilusión plástica declara la necesidad de configurar una comunidad nacional urbana de espectadores (aisthesis) que se deleita en observar un ambiente natural y rural inerte. Por la pintura regional, el extranjero —el citadino moderno “de mirada compresiva hacia lo primitivo. Podrá ver indios” y, en contraste, reconocerse en su civilizada nacionalidad. En esta obligatoria identidad por diferencia justifica Cypactly. Revista de Variedades la elección de su título de tinte indígena:

“El hecho de que la hayamos intitulado CYPACTLY y de que en todos nuestros escritos y publicaciones busquemos nombres indígenas no quiere decir que somos tradicionalistas en el sentido de hacer vivir lo viejo [= lo indígena]. No. En verdad que por una rara intuición sentimos afecto hacia esos monumentos antiguos, nombres, leyendas del pasado; pero es, únicamente, con el fin de compararlas con el Hoy [= lo no-indígena], y de buscar, por este camino nuestra civilización, nuestra independencia, nuestro bienestar.” (Cypactly, 15 de agosto de 1931)

El otro es excusa para reafirmar lo mismo. La pujanza de “lo nuestro” —ladino, mestizo, criollo— reside en la capacidad por distinguirse de la civilización indígena que se percibe como moribunda, sin futuro ni actualidad: “nuestros antepasados los nahoas”.

Nadie pinta un objeto tal cual lo ve. “Sólo merece decorarse lo que ya existe interiormente [como atisbo o] decoro”. El realismo lo modula la “memoria y fantasía poética sobre un fondo [(inter)subjetivo] consciente o inconsciente de observaciones anteriores”. La glorificación idealizada de Cuzcatlán emparenta al arte con una “concepción espiritual” del mundo. Sus cuatro exponentes son Valero Lecha, Salarrué, Ana Julia Álvarez y José Mejía Vides.

En ellos la técnica se sublima en virtud religiosa laica. Cuanto más “se acentúa lo propio del arte”, tanto “más se le asimila […] a la experiencia de una heterogeneidad radical cuyo modelo último es […] el encuentro con el Dios”. Sin asombro, esta “antinomia dominante del modernismo”, Guerra Trigueros la expresa en términos equivalentes. “El alma virgen” del artista “refleja” “el alma entera de nuestro Cuzcatlán”, “obra y reflejo de Dios mismo, el artista supremo”.

Más que técnica pictórica, el arte es el espejo reluciente de la divinidad diluida en la geografía y en cada cosa que la puebla, según el credo del animismo modernista. Su compañero de generación, Hugo Lindo, y la misma Revista El Salvador reiteran el tema de “la religión del arte”. Sea porque en lo “inmutable, eterno” no hay “novedad” ni evolución “técnica”, sea porque expresa “la Belleza pura por intermedio de Dios” (ver: Hugo Lindo, “Un arte nuevo en el país”, Revista El Salvador, No. 14, septiembre 1937; Sin autor, “Los muñecos de Zelié Lardé”, No. 16, diciembre 1937-enero 1938). El arte es “la nueva religión del pueblo”, “la eucaristía de la presencia real a sí” mismo “de un pueblo llamado a ser obra de arte total”. Acaso la voluntad política que ejerce el “benefactor de la Patria” —Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944)— haga posible la consagración del pueblo salvadoreño en “obra de arte total”.

En Valero Lecha, Guerra Trigueros reconoce la exigencia de una pericia europea que observa en bruto la luminosidad tropical. Como en todo mortal, su “alma viene a la existencia bajo la dependencia de lo sensible”. Pero, al separar el ars de la tekhne estricta, más que “la [metódica] paleta”, su verdadera trascendencia se la entregan valores inmateriales. La palabra alerta guía al ojo pensante. En la Academia de Pintura, su “obra de redención artística” —juzga Hugo Lindo — no transmite sino un “oficio, la parte técnica”, ya que “el arte mismo no lo podría enseñar” por ser búsqueda “personal” de lo “eterno” (ver: “Desarrollo del arte pictórico en El Salvador”, Revista El Salvador, No. 15, octubre-noviembre 1937). En su “riguroso realismo”, Valero Lecha expresa una “innata sinceridad y crudeza” (véase: Figura 1).

En Salarrué se continúa la “tradición hierática y decorativa del Mayab antiguo”. El rescate de lo indígena no va sin más, pues “la realidad misma está hecha a base de la fantasía”. El indigenismo en pintura reemplaza al sujeto existente y a toda acción política. No le interesa lo que “los indios fueron [ser]” si no “lo que debieron haber sido [deber-ser]”, según el imaginario especular salarrueriano. Sus óleos y tapices no exhiben una contradicción entre la ley y los hechos, ya que la primera los reemplaza al desvanecer toda distancia entre lo factual y su derecho soñador (véase: Figura 2). El otro como norma ideal —“mujer soñadora”, sin derecho a voto e “indio contemplativo”, sin derecho a Minimum vital— declara que feminismo y etnia significan el doble visual sobre el cual se erige la idealidad artística. En su trascendencia no olvida declarar su carácter masculino.

La fantasía plástica le ofrece a la “comunidad política” el consenso que requiere para proyectarse en una “simbolización suplementaria” fuera de todo “litigio” y “exclusión”. El asentimiento sin fisuras Guerra Trigueros lo valida en un sustrato biológico y geográfico compartido. “La realidad autóctona” se presenta como una sola e indivisible experiencia de “nuestra sangre híbrida indo-española” que habita un “clima y luz tropicales”. Esta constitución material diseña la figura mestiza del ciudadano ideal de una comunidad política “imaginada”, a la vez que “augura […] la [pronta] formación de una arquitectura nacional […] capaz de influenciar el futuro desarrollo cultural de Hispano América entera” (ver: Guerra Trigueros, “Iglesias coloniales de El Salvador”, Revista El Salvador, enero 1937). La estética desborda en optimismo futurista hacia un continente mestizo sin lugar para la diversidad étnica. Lo indígena, africano y demás sólo tiene cabida al disolverse en el mestizaje con lo hispano.

En Álvarez anota su técnica estilizadora, movida por una “frescura femenina”. Si su pintura rebasa el requisito formal, esta superación la logra al renovar el lazo inmemorial entre religión y arte más allá de la “satisfacción material de los sentidos”. La plástica despliega una espiritualidad moderna, alternativa, ante la religión que decae y un tradicionalismo “amojamado”. Álvarez inicia un misticismo patriótico decorativo. En diálogo con la poesía de Claudia Lars, “La virgen de las tunas” exhibe la virginidad maternal del terruño como atributo redentor que proviene de lo femenino (ver: Lars, Revista El Salvador, No. 9, febrero 1937; Figura 3).3

Tierra y habitante —“madre y niño”— se unen en relación mística y solícita para otorgarle a la república una estabilidad política duradera. De la dedicación materna —de “ese ser mitad ángel y mitad mujer”— “depende el porvenir de la Patria” (ver: Revista del Ateneo, 1932: 92 y Diario Latino, 10 febrero1932: 5). En el imaginario artístico de un país soberano, la maternidad juega el mismo papel “liberador” que la “propiedad privada”. Ambos son dones “eternos” cuya “consecuencia necesaria” es la “idea” misma de “patria” (Guzmán 1914). En su morena palidez, la sacralización materna no olvida que una distinción racial —una mujer de color oscuro— es quien le rinde tributo a su reinado.4

En Mejía Vides, los valores incorpóreos de lo sensible alcanzan su esplendor expresivo. El transfiere el “alma” de las cosas y de la tierra al espacio pictórico. La transfiguración de lo invisible en sensorial la logra al romper la “rigidez” que lo ata a sus maestros. Paulatinamente, “su prejuicio a favor del dibujo” lo sustituye el “estudio harmonioso de la luz y sombra y de ciertos tipos humanos” (véase: Figura 4). Mejía Vides supera toda influencia al dotar su pintura de valores intangibles. Estas virtudes se hacen visibles en la palabra. Al “pintor de Cuzcatlán” lo inspiran su “amor profundo”, “su alma transparente y humana que refleja” como “espejo diáfano” el espíritu “eterno” de la geografía cuzcatleca. En su integridad po-ética, visualiza el símbolo dual de la nación: “mujer” y “café”, cuya “recolección practica con cuidados y mimos” patrióticos (ver: Revista El Salvador, No. 21, diciembre 1938-enero 1939; Figura 5). Más que derivada de una técnica, su contextura tropical emana de una virtud crística: “la caridad perfecta”.

 

III

Sinceridad congénita, deber-ser imaginario, fresca religiosidad femenina, y alma amorosa sintetizan los logros visuales del regionalismo. La invención de un canon nacional para la visión neófita de un nuevo público, sin “tradición” ni “«clasicismo»”. En estas metáforas —con las cuales la palabra percibe la plástica— Guerra Trigueros inaugura el “régimen estético de las artes” en el país. La mirada parlante y la palabra observadora les conceden a imágenes pictóricas inéditas una densidad visual que no le otorga la técnica. La estética es eso: una palabra que (ad)mira, una mirada que habla y escribe. Su interacción articula un programa de visibilidad del arte. El régimen estético que regula la percepción (aisthesis) de toda producción artística (poiesis). Y “la configuración” de la comunidad política tal que “comunidad imaginada”. Su campo de visibilidad posible —dinámica de lo-que-se-observa (aisthesis) con lo-que-se-elude (an-aisthesis)— dictamina el olvido sublime de una represión originaria. En su terror excelso, 1932 se hurta a la mirada que por años lo exhibe como “lo irrepresentable”. En nombre del consenso y de un mestizaje homogéneo. Anticipando Auschwitz en Europa, 1932 en El Salvador es “lo in-memorable”. Exhibe la verdad en pintura. El pavor de lo que no se puede ver ni en pintura.5

 

© Rafael Lara-Martínez


Bibliografía

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Periódicos y revistas

Ahora. Revista Mensual Ilustrada. 1950-1951.

Cypactly. Revista de Variedades. 1931-1940.

Diario Latino. 1932.

Revista El Salvador. Órgano oficial de la Junta Nacional de Turismo. (Años consultados 1935-1939).

Revista de El Ateneo de El Salvador. Órgano del Instituto del mismo nombre. (Año consultado 1932).

General

Concultura, 2005: El Salvador Investiga. Año 1, No. 1.

Guzmán, David J., 1914: Comentarios sobre instrucción cívica y moral práctica y social. San Salvador: Imprenta Nacional.

Hegel, G.W., 1964: Esthétique de la peinture figurative (1836-1838). Texte réunis et présentés par Bernard Teyssèdre. Paris: Hermann.

Lyotard, Jean-François, 1988: Heidegger et “les juifs”. Paris: Éditions Galilée.

Rancière, Jacques, 2004: Malaise dans l’esthétique. Paris: Éditions Galilée.

Rancière, Jacques, 2003: Le destin des images. Paris: La Fabrique Éditions.

Rancière, Jacques, 2000: Le partage du sensible. Esthétique et politique. Paris: La Fabrique Éditions.

Rancière, Jacques, 1996: Mallarmé. La politique de la sirène. Paris: Hachette.

Zavaleta Ochoa, Eugenia, 2003: “Continuidad y ruptura. Dibujos y pinturas de Enrique Echandi”,en: Echandi. Continuidad y ruptura. San José: Museo de Arte Costarricense.

Zavaleta Ochoa, Eugenia, 2004: Las exposiciones de artes plásticas en Costa Rica (1928-1937). San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica.

Notas

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vuelve 1. La deuda de Guerra Trigueros con Hegel se acrecienta al considerar dos dimensiones esenciales de “la pintura romántica”, género que expresa “la interioridad absoluta […] la subjetividad espiritual”: la pintura como “alma” y como “color y luz”. La plástica ilustra no “los objetos en el cuadro” sino “la vida del alma”, “el alma del pintor que se refleja en sus obras” (Hegel, 1964: 73-74). “En lugar de permanecer como natural”, el objeto real lo “(r)eleva (Aushebung)” el “reflejo del espíritu”, ya que “la existencia exterior” hace entrada en “lo espiritual”. Si Mejía Vides será calificado “el pintor de Cuzcatlán”, su título se lo otorga la intuición artística que reemplaza “el dibujo […] la base exterior de la pintura” por “el color […] el elemento primordial” que vuelve indiferente el objeto representado (Hegel, 1964: 83). Su obra plasma también “la luz […] la naturaleza hecha subjetividad”. Las reiteraciones hegelianas son demasiado profundas para olvidarlas. En gran medida, establecer el canon pictórico salvadoreño es un gesto hegeliano irreconocido.

vuelve 2. Véase: J.-F. Lyotard, Heidegger et “les juifs” (1988). Su traducción americanista lo glosaría Heidegger y “los indios”, ya que “los judíos” son a Europa lo que “los indios” a América, el “no-lugar” paradójico de lo “irrepresentable”. La anestesia (an-aisthesis) de toda estética (aisthesis). Si 1932 anuncia lo que no se puede ver ni en pintura, este silencio ejecuta el gesto de una doble represión. Primero, se intenta eliminar a un pueblo: al indígena Izalco. Luego, se procura eliminar toda prueba de la tentativa de eliminación. En su mutismo paradójico, la plástica se reafirma como prueba de que no existe prueba visual (aisthesis) de la represión. Que toda constancia factual porvenir debe impugnar un doble obstáculo. Hay que franquear retrospectivamente la doble represión: la política-militar, la desmemoria y falta de imágenes. En el quehacer regresivo se consolida la noción de pérdida. El olvido de lo “indígena” como in-memorial.

vuelve 3. Este diálogo pintura-poesía —la poesía como mirada estética del arte— la reitera M. Lina en su reflexión “Ante un cuadro de Salarrué que representa un claustro” (Cypactly. Revista de Variedades. No. a151, Año IX, Julio 25 de 1940). 

vuelve 4. En contraposición a la resistencia de sus colegas costarricenses, Álvarez y Lars efectúan una alabanza de la maternidad (Zavaleta, 2004: 187-189). Mientras en Costa Rica “los artistas masculinos” buscan “exaltar el rol de la mujer como madre” y “esposa”, en el país figuras femeninas prominentes aceptan ese papel como sino natural y eterno, más allá de todo condicionamiento social.

vuelve 5. Se nos impone una doble conclusión metodológica y comparativa. La historiografía artística no se contenta con recopilar obras plásticas y expresar el juicio actual sobre un canon consagrado. El quehacer historiográfico consiste en compilar también la mirada original, la recepción estética que esas obras suscitaron en sus contemporáneos. En esta medida, la historiografía del arte salvadoreño aún debe emprender una vasta labor de archivo. A nivel comparativo, leemos con atención el enfoque historiográfico y social de la costarricense Eugenia Zavaleta Ochoa (2003). Para el caso de su compatriota Enrique Echandi (1866-1959), desglosa dos aristas para apreciar la mirada estética de su obra: género y etnicidad o clase. En el primer rubro, la distinción opera entre la mirada frontal del varón y la oblicua de la mujer. A la abundancia de retratos de hombres públicos ilustres contrapone la escasez de iconografía femenina. En el segundo, anota el ocio, la exactitud en el rasgo individual y la pose que caracterizan la pintura de la clase alta y la pequeñez, la falta de rostro y el encorvamiento que define a la clase baja. Si reparamos que Mejía Vides le atribuye un nombre propio y un vestido a la mujer “de sociedad” —en contraste al nombre común y a la desnudez de la indígena— la propuesta de separación étnica en Zavaleta se aplica a la plástica de Costa Rica y El Salvador. La naturalización del cuerpo femenino desnudo —en óleos como “Trópico” de Salarrué y en múltiples cuadros indigenistas de Mejía Vides— expresa una neta diferencia en el modo de representar el género en los salvadoreños (véase: Figura 6). En Valero Lecha asentamos la ausencia de figuras indígenas masculinas y su afición por la mujer y el paisaje rural.


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