Alexandra Ortiz Wallner

 

Historias de la literatura nacional en Centroamérica. Tendencias, continuidades y perspectivas

Universidad de Costa Rica; Universidad de Potsdam, Alemania

alexandraortiz@gmx.net

 

Bibliografía*Notas


Introducción

El presente estudio examina algunas publicaciones, de diversos países centroamericanos, que ofrecen versiones de lo que se considera es una literatura nacional como elemento fundante de una historia literaria propia. De manera aproximativa se presentarán constantes y tendencias que marcan la composición de estos textos con el fin de continuar con el debate acerca de la conformación discursiva de las historias literarias nacionales en la región iniciado en años recientes. Especial atención merecen aquí las dinámicas entre oralidad y escritura.

Para abordar esta problemática se asume como primer punto de partida que las historias literarias nacionales que surgen en Centroamérica a lo largo de todo el siglo XX comparten –generalmente– rasgos con aquellas aparecidas en el resto de América Latina ya a lo largo del siglo XIX. En este sentido, ambos conjuntos se asimilan por ser expresiones de los diversos nacionalismos políticos y literarios. Las imágenes y concepciones que en ellos se ofrece –de la historia, la literatura, los periodos, las generaciones, los autores, las obras y los géneros literarios– conforman, a su vez, la canonización de sistemas de valores y modelos de representación histórico-literarios de los sectores sociales dominantes. Sectores ocupados por sujetos letrados –en el sentido de Ángel Rama– desde donde opera precisamente una de las más vastas exclusiones de la modernidad latinoamericana: el quiebre entre el acceso a la letra (la escritura) y la marginación de todo el que no la sepa utilizar (la oralidad), lugar donde se inserta el debate tradición/modernidad que “en América Latina está atravesado por el problema del acceso a la escritura implicando centralmente a los sujetos e instituciones culturales” (Montaldo, 2004: 39).

Por otro lado, en el caso de algunas de las historias de la literatura de los países centroamericanos que se han publicado a partir de la segunda mitad del siglo XX (cfr. Zavala/Araya, 1995), así como en años más recientes, es posible afirmar que, junto a la permanencia de dichos valores y modelos, nos encontramos ante la ausencia de una perspectiva orgánica y de conjunto de los procesos literarios nacionales y más aún de los regionales. Siguiendo a Beatriz González Stephan, “surgen las que podemos considerar ‘historias parciales’” (1989: 65), que en el caso centroamericano se han consolidado como la perspectiva dominante en el panorama histórico-crítico de estas literaturas. Dentro de los ejemplos de ‘historias parciales’ acerca de fenómenos o momentos específicos de las varias literaturas centroamericanas podemos ubicar, entre otros, a la Historia crítica de la novela guatemalteca de Seymour Menton (1960), así como al Panorama de la literatura nicaragüense de Jorge Eduardo Arellano (1966; 5ª ed. 1986), al Panorama de la literatura salvadoreña. Del período precolombino a 1980 de Luis Gallegos Valdés (1981) o a 100 años de literatura costarricense de Margarita Rojas y Flora Ovares (1995).

Un segundo punto de referencia en esta discusión está vinculado a un aspecto propuesto y trabajado por Werner Mackenbach (2004) en relación con la necesidad de forjar y participar de un conocimiento que responda al momento cultural que viven las literaturas centroamericanas contemporáneas. Mackenbach se refiere a un conjunto de “cambios de paradigma” que juegan un papel determinante en el devenir de estas literaturas y en su estudio. Dentro del conjunto de cambios de paradigma se destaca aquí el que se refiere a un cambio de paradigma en el discurso literario-científico sobre la literatura centroamericana reciente, aspecto que se encuentra estrechamente conectado a las múltiples relaciones, redes, continuidades y rupturas que se intensifican entre las literaturas centroamericanas (particularmente ya desde finales de la década de 1960) y al surgimiento de nuevos espacios de teorización de dichas literaturas dentro y fuera de la región.

Esta revisión del discurso historiográfico literario en Centroamérica se inscribe en las nuevas redes y tendencias histórico-críticas que se han ido conformando tanto dentro como fuera de la región, especialmente a partir de los años noventa. Estos cambios se muestran de forma paradigmática en el grupo creciente de investigadores e investigaciones que se ha vinculado a distintas actividades y proyectos1 que se ocupan del debate, la problematización y el estado de los estudios literarios e historiográficos en la región.

En este momento de revisión y reconceptualización que vive la historiografía literaria centroamericana es posible ubicar una serie de estudios que sientan las bases de las nuevas perspectivas teórico-críticas que transforman el panorama metodológico y analítico del objeto de estudio en cuestión. Estudios como “Discurso histórico e historiografía literaria: ¿Una alternativa en la construcción de un discurso explicativo de las producciones culturales en América Central?” (1988) de Ligia Bolaños, La historiografía literaria en América Central (1957-1987) (1995) de Magda Zavala y Seidy Araya y “Problemas de una historiografía literaria en Nicaragua” (1997) de Werner Mackenbach resultan fundamentales para componer una sólida revisión de ciertos aspectos de las historias literarias en cuestión, entre las que se encuentran la formación y revisión del canon, la noción de literatura nacional y el problema de la periodización literaria.

 

Cartografía de un discurso historiográfico literario

Se ha mencionado anteriormente que las historias literarias nacionales publicadas en la región a lo largo del siglo XX –particularmente de 1950 en adelante como ya constataron Zavala/Araya (1995)– no llegan a separarse de los lineamientos liberales y conservadores impuestos en la segunda mitad del siglo XIX a través de la historiografía literaria del liberalismo hispanoamericano (González Stephan, 1987, 2002). Esta afirmación conduce a un aspecto que merece ser mencionado –a pesar de parecer evidente–: la condición de constructo artificial inherente a toda historia literaria. Tal construcción no solamente es inevitable y arbitraria sino que se vuelve imprescindible, ya que consiste en la necesidad de seleccionar criterios –de agrupación y división– con el fin de organizar a autores y textos en principio individuales, aparentemente aislados. Con esto se introducen en la discusión algunos puntos de referencia que cumplen, en el armado del discurso historiográfico, la función de construir una historia literaria y vincular un proyecto político determinado al ejercicio de ubicación de autores y textos, representativos y representantes, de la así llamada “literatura nacional”. En esta construcción juegan un papel destacado algunos mecanismos de legitimación asociados entre sí: la literatura como categoría clasificatoria y como instrumento de poder (la institución letrada), el concepto de nación y de una literatura nacional, la construcción del canon literario. Cabe recordar aquí que en gran parte de los países de Centroamérica, la sistematización e institucionalización de las historias literarias –publicadas como tales– se va consolidando hacia mediados del siglo XX y que es sólo recientemente que nuevas perspectivas se van introduciendo.2 Un ejemplo que abarca diversos aspectos de la emergencia de una historia literaria “como historia de la cultura letrada” (Zavala/Araya, 1995: 25) es presentado por Álvaro Quesada Soto al explicar:

La promoción estatal en el ámbito de la educación y la cultura, así como el papel de la Universidad de Costa Rica fundada en 1940, fueron fundamentales para el auge de la literatura y el teatro en estas décadas. Bajo el patrocinio de la Universidad de Costa Rica se fundó en 1952 el Teatro Universitario, se escribieron las primeras tesis y estudios académicos sobre literatura nacional, y se escribió la célebre Historia y antología de la literatura costarricense (1957-1961) –primera versión ordenada y sistemática de la historia literaria nacional– de Abelardo Bonilla. Hacia esa época los autores costarricenses se incluyen por primera vez en los programas escolares de literatura. (2000: 68)

Estos aspectos del panorama esbozado por Quesada Soto permiten observar el entramado institucional en que surge –como letra, como escritura, como libro– esta historia literaria nacional, la cual es concebida en términos de consagrar “los cánones de la escritura ilustrada nacional” (Zavala/Araya, 1995: 25) y dentro de un marco subordinado al orden y la autoridad de la letra.3

 

La literatura como categoría clasificatoria y como instrumento de poder

A través de distintos mecanismos de legitimación y la organización de un corpus de autores y textos, las historias literarias se plantean “como objetivo referirse al problema de las literaturas nacionales y de la identidad nacional. La inclusión/exclusión de los textos precolombino o colonial, legitima explícita o implícitamente la posibilidad de pertenencia a ...” (Bolaños, 1987: 181). En este “sentido de pertenencia a ...” una literatura nacional y por ende a una identidad nacional, la vinculación con la escritura y la cultura letrada cumplen el papel determinante de definición del grupo productor y del grupo receptor de valores y modelos culturales hegemónicos. Así, aspectos como el reconocimiento de una sola lengua –oficial– para la expresión escrita de la literatura (como sucede con el castellano en América Latina), así como elementos de organización y estructura como la selección de los periodos, los géneros literarios y especialmente de los autores, contribuyen a la fijación de límites, a la implementación de una diferenciación y simultáneamente a la creación de una tradición basada en mecanismos de exclusión-restricción, de nuevo aquí la oposición escritura/oralidad.

 

El concepto de nación y la literatura nacional

Las definiciones de nación y literatura nacional fundamentan la construcción del canon literario y establecen una continuidad con los discursos fundacionales de las naciones hispanoamericanas decimonónicas y los proyectos liberales, especialmente en lo que se refiere a la articulación entre aparato estatal y escritura historiográfica, entre formación nacional y creación de una institución (Quesada, 2000: 67-70; González Stephan, 2002: 21). En lo que puede caracterizarse como la organización general y más tradicional de las historias literarias en América Latina, la nación es concebida en términos del proyecto liberal y es imaginada esencialmente a través del discurso acerca de la literatura, a la que se le otorga en este proceso una dimensión histórica y nacional a la vez. Así, la permanencia de esta organización en textos más recientes aparece en la expresión y consolidación de una supuesta y pretendida unidad nacional que se manifiesta, por ejemplo, en una periodización literaria que suele estar dividida en fragmentos temporales homogéneos –sin nexos entre sí–, y la disposición lineal de tendencias, movimientos y generaciones literarias, a modo de grandes bloques inconexos entre sí. Los resultados que arrojan estos juicios presentan entonces a la literatura de los países centroamericanos como conjuntos marcados fuertemente por una diversidad restringida a las literaturas locales, en apariencia independientes entre sí (cfr. Pizarro, 1985; González Stephan, 1987 y 2001; Bolaños, 1987; Zavala/Araya, 1995; Mackenbach, 1997). El desarrollo y arraigo de concepciones y perspectivas localistas provocan una imagen balcanizada del conjunto de la literatura (ya referido a inicios de la década de 1970 por Sergio Ramírez) en detrimento de algunas nuevas perspectivas que buscan y se preocupan por los nexos y vasos comunicantes (Mackenbach, 2004) entre las mismas literaturas, es decir, ampliando la prespectiva hacia planos transregionales y transcontinentales.

En algunos de los textos fundadores de estas literaturas nacionales resultan interesantes las definiciones que construyen alrededor del término literatura. Por ejemplo, Gallegos Valdés (1981) expresa el punto de arranque de la literatura salvadoreña como una literatura nacional de la siguiente forma:

como una literatura ya liberada de la española y con conciencia de nacionalidad, [puede situarse] con grandes probabilidades de acierto, en 1882, cuando Gavidia ensaya la aplicación de la libre cesura al verbo alejandrino castellano, haciendo participar a Rubén Darío en su descubrimiento, sin que por ello se ignore la actividad literaria anterior a esa fecha. (Gallegos Valdés, 1981: 195)

Por los mismos años, Albizúrez Palma/Barrios y Barrios definieron la literatura guatemalteca así:

Entendemos por literatura guatemalteca aquella escrita en español, por personas pertenecientes a la nueva entidad cultural que nació de la fusión de elementos indígenas e hispanos y que ha ido construyéndose y sigue creándose a partir del proceso de la Conquista. Esto supone aceptar que Guatemala constituye una realidad aún incompleta, como nación, escindida en varios grupos culturales y en diversas manifestaciones lingüísticas, realidad que se irá definiendo conforme se realice una estructura socioeconómica que permita la existencia de una identidad nacional. (Albizúrez Palma/Barrios y Barrios, 1981: 11)

Ambas literaturas emergen y se consolidan –según estos autores–– en una sola lengua: el castellano, y cumplen los requisitos de ser una literatura en todo su sentido solamente en periodos posteriores a la conquista española, habiendo así de alguna manera “superado” el pasado indígena. Las literaturas indígenas entonces, suelen no aparecer y cuando se les menciona se les caracteriza como producciones propias y exclusivas de la época previa a la conquista, como si se tratase de un corpus aislado, ajeno y desvinculado del proceso cultural anterior y posterior, fortaleciendo así la creación de una continuidad con la tradición hispánica a espaldas de las demás culturas que conviven simultáneamente a lo largo de la región. Esto es, inventando e imponiendo una tradición (de la letra escrita) al remitir a un supuesto origen que es negación de la dimensión oral de las culturas autóctonas.

Por otro lado, La literatura panameña. Origen y proceso de Rodrigo Miró afirma –en su séptima edición de 1987–:

En Panamá, donde casi todo lo propio se ignora o menosprecia, la expresión literaria, independientemente de su valor artístico, suministra datos que facilitan el cabal conocimiento de nuestra realidad. Es, pues, como testimonio de nuestra intimidad e idiosincrasia nacionales como ha de interesarnos primordialmente nuestra literatura. (1987: 11-12)

En su reseña sobre La literatura panameña, publicada en la década de los setentas cuando aparece por primera vez, Álvaro Menéndez Franco recalca esta finalidad al describirla en los siguientes términos:

La literatura panameña viene a cumplir una tarea de doble valor en nuestra cultura: instrumento básico para la culturización de nuestros estudiantes y estudiosos y rescate de un aspecto de la nacionalidad enajenada y de prestigio ante la conciencia alerta del mundo hispanoparlante. (1971: 76)

Aquí la definición de literatura se apoya más en sus alcances normativos y didácticos, sin dejar de lado la preocupación por la capacidad de representar una identidad nacional. En el trabajo de Miró, el establecimiento de una periodización indiscutiblemente ligada a los sucesos políticos de condiciones coloniales/poscoloniales (1502-1821, 1821-1903, y, 1903-1970), la instauración de tendencias, movimientos y géneros literarios y la búsqueda de los “orígenes” de la literatura panameña, entendida esta como bellasletras, sintetizan el texto como una indagación “del desarrollo de la conciencia nacional y del estado republicano” (Zavala/Araya, 1995: 116). En definitiva, como ya ha sido planteado por Zavala/Araya (1995: 117), el desarrollo político de Panamá es el eje del texto de Miró. En este contexto es interesante regresar a la reseña de Menéndez Franco, quien en su comentario se refiere a Miró como “el fundador de la literatura panameña” (1971: 75) y el “patriarca de nuestra literatura” (1971: 77), especialmente si se toma en cuenta el Epílogo del propio Miró en el que niega que su trabajo sea una “historia de nuestras letras” (1987: 318) y más bien lo presenta como una “hipótesis de trabajo” (1987: 318). Sin embargo, su propuesta de una periodización de la literatura panameña y el estrecho vínculo con el discurso historiográfico (“hacer historia de las letras” como lo describen Zavala/Araya, 1995: 116) contradicen sus afirmaciones, hecho que intensifica su postura en cuanto a la necesidad de vincular la literatura con la nación/la identidad nacional. Estas preocupaciones, además, no son nuevas en los escritos de Miró, en su Teoría de la patria. Notas y ensayos sobre literatura panameña seguidos de tres ensayos de interpretación histórica (1947) escribe, en un texto publicado originalmente en 1942, lo siguiente:

Significa esto que la literatura panameña –nuestro hombre de letras– puede y debe utilizar los rasgos característicos de nuestra vida social para, sublimándolos en la obra de arte, contribuir al desarrollo y robustecimiento de lo nacional. (1947: 17)

La publicación de La literatura panameña como libro data en su primera edición de 1970, sin embargo, empezó a publicarse por partes desde 1951, hecho que permite establecer una continuidad entre las partes que posteriormente compondrán a La literatura panameña y algunos de los textos presentes en Teoría de la patria, libro que recoge escritos publicados entre 1937 y 1946. Dos aspectos vinculados a la problemática de la nación y la identidad nacional vendrían a ser lo que Miró llama “el proceso de nuestra diferenciación nacional” frente a una amenazadora influencia extranjera (1947: 16) y la condición de ser “un país campo-país tránsito [...] La zona de tránsito ha estado siempre, sin remedio, destinada a ser instrumento de los otros [...]” (1947: 159).

Si bien la situación de excepcionalidad a la que alude indirectamente Miró cuando se refiere a Panamá como lugar de tránsito establece ciertas diferencias con los demás países del Istmo, también es posible ubicar rasgos compartidos y problematizar la composición de estas historias literarias más allá de las fronteras nacionales y de la estabilización de un solo sentido.

A inicios de la década de 1990, el hondureño Galel Cárdenas Amador, en su edición de algunos de los trabajos presentados en el Primer Simposio de Literatura Hondureña, enfatiza el vínculo que entre literatura y nación/identidad nacional debe prevalecer –para el caso específico hondureño– cuando explica:

De esta suerte, el presente texto se propone superar las complicaciones de trabajos ya escritos desde principios de siglo, y de la medianía del mismo, para cumplir con objetivos que lleguen hasta los niveles de educación secundaria y primaria, en el entendido de que la Identidad Nacional se vea fortalecida como preocupación de las futuras generaciones. (Cárdenas Amador, 1991: 11)

La idea de literatura como instrumento de formación y educación aparece nuevamente unida a la conformación de una identidad nacional, quiénes deben componerla y quiénes participar en su sostenimiento. Esta preocupación está también presente en la Historia de la literatura guatemalteca, allí expresada de forma muy paradójica cuando se dice:

[...] habrá muchos caminos por recorrer, antes de llegar al hallazgo de una literatura que trasunte, en contenidos y signos, rasgos esenciales de lo guatemalteco (y aún así, nuestras letras seguirán siendo la voz de una élite culturalmente desarrollada, la expresión de unos pocos letrados en un país de analfabetos). (Albizúrez Palma/Barrios y Barrios, 1981: 61-62)

Por un lado, se aspira a una producción literaria propia de “lo guatemalteco” y se enuncia la oposición escritura/oralidad al referirse a “la voz de una élite culturalmente desarrollada” frente al “país de analfabetos”, sin embargo, no se abre la posibilidad de diálogo entre los grupos a los que se hace referencia, uno es obstáculo del otro, no hay rastros de una preocupación por las poblaciones y expresiones culturales excluidas de las dimensiones de la nación y la ciudadanía, es decir, no hay una mirada comprensiva de los fenómenos culturales como “una red de negociaciones que tienen efecto en una sociedad viviente” (Adorno, 1988a: 11).

Más allá, el corte que establecen con respecto a la literatura precolombina (esto es, con las literaturas indígenas de Guatemala) define lo que puede entenderse como una desvinculación radical con lo que llaman la “nueva realidad llamada Guatemala” y un pasado que aparece como época “superada”, cerrada o acabada, a la vez que insisten en otorgar un valor menor a aquellas manifestaciones generadas por la oralidad o cercanas a la misma:

Esta inclusión se hace con las debidas reservas, no sólo porque la literatura precolombina no pertenence a la nueva realidad llamada Guatemala, sino porque la conocemos en versiones poco confiables (no estamos seguros de que correspondan a las formas originales) y en traducciones, lo cual impide el exacto conocimiento de aquellas manifestaciones. Por otra parte, nuestro trabajo deja de lado el rico caudal de la literatura “no oficial”, folklórica, dentro de la cual existe un conjunto de creaciones en lenguas indígenas. (Albizúrez Palma/Barrios y Barrios, 1981: 11)

Las limitaciones en cuanto a las posibilidades de aprehensión del fenómeno literario guatemalteco inician ya en la concepción de literatura asumida por Albizúrez Palma/Barrios y Barrios pues se pliegan al concepto de literatura como práctica de escritura –eurocéntrica–. Para abandonar esta postura restrictiva es necesario desplazar la noción hacia un campo más abierto, tal y como lo ha postulado Rolena Adorno para el caso específico de los estudios coloniales hispanomericanos:

Estamos en el umbral de la emergencia de un paradigma nuevo: del modelo de la historia literaria como el estudio de la transformación de las ideas estéticas en el tiempo, al modelo del discurso en el ambiente colonial en tanto estudio de prácticas culturales sincrónicas, dialógicas, relacionales e interactivas. Con este énfasis sobre lo dialógico, los objetos de análisis cambian de tal manera que que la categoría reservada al sujeto se abre para incluir no sólo el europeo o criollo letrado sino los sujetos cuyas identificaciones étnicas o de género no reproducen las de la ideología patriarcal e imperial dominante. (1988a: 11)

A lo largo del primer tomo de la historia de la literatura de Guatemala elaborada por Albizúrez Palma/Barrios y Barrios, las formas, diversas y contradictorias, en que definen y delimitan el objeto de estudio suelen estar marcadas por la limitación referida anteriormente:

La literatura guatemalteca es aquella escrita en español, que surge como parte del proceso formativo iniciado durante la Conquista, el cual se configura a través del cruce de culturas foráneas y nativas. La literatura indígena, pues, constituye parte del proceso cultural interrumpido por el conquistador. Sobrevive, sin embargo, en la tradición oral, involucrada en la compleja trama de las culturas nativas que coexisten con la sociedad hispanocristiana. (Albizúrez Palma/Barrios, 1981: 56)

La problemática oralidad/escritura se vuelve fundamental en esta discusión marcada por la ambigüedad: no cabe incluir la “literatura precolombina”, como tampoco cabe ignorarla o desconocerla del proceso literario guatemalteco (Albizúrez Palma/Barrios, 1981: 56). Así se cierran las puertas a una resemantización, o incluso nueva apropiación del concepto de literatura, a una apertura en la forma de estudiarla y conocerla puesto que en esta historia de la literatura guatemalteca no hay posibilidad de leerla fuera de la institución letrada, fuera del canon, fuera de la disciplina histórica.

 

Construcción del canon literario

Ocupar un lugar dentro del canon literario hispanoamericano no solamente tiene que ver con la aspiración de quienes inscriben las producciones literarias en su dinámica, sino que a la vez forma parte de un definir y fijar la tradición hispanoamericana literaria (Adorno, 1988a: 13). Bolaños (1988) plantea, para la región, dos paradigmas presentes en la construcción del canon literario en diversas producciones historiográfico-literarias.

Uno de los paradigmas postula al texto colonial como origen de las producciones culturales centroamericanas. Juega aquí un papel importante la pertenencia a una tradición hispana (la literatura centroamericana forma parte de la producción hispánica con lo cual es legitimada). En esta asimilación de las producciones centroamericanas con las europeas se privilegia el texto colonial como formador de la identidad nacional en tanto se da simultáneamente la negación y omisión del texto precolonial.

El otro paradigma opera con el texto colonial como base de las producciones culturales centroamericanas. Aquí se selecciona una lectura política del discurso histórico tradicional (la literatura centroamericana se inicia con el proceso de independencia, el texto colonial es un elemento constitutivo no exclusivo). El eje de estructuración en este paradigma es la búsqueda de una expresión propia, correspondería a un momento de diferenciación y autonomía en el cual la emancipación se manifiesta en aspectos lingüísticos, temáticos, intelectuales, políticos, etc.

El texto colonial, como se ha podido observar, se encuentra ligado a una problemática determinada: ubicar el estatuto literario de la producción cultural de la colonia dado que ha sido una preocupación fundamental en la elaboración de la historia literaria y cultural hispanoamericana. No solamente había que afirmar la identidad cultural latinoamericana frente a la europea –como lo confirman las ejemplos mencionados en páginas anteriores–, también había que construir una herencia cultural, una tradición (Adorno, 1988a: 13).

Algunos ejemplos de las historias literarias aquí mencionadas van en esta dirección.4 En el caso de El Salvador se incorpora la llamada “literatura precolombina” en la literatura nacional al afirmar la existencia de una “época prehispánica”. Sin embargo, para Gallegos Valdés el hecho de que no queden registros escritos implica que no sobrevive la producción de estos tiempos; los “restos” orales le parece que pueden rastrearse con dificultad en el poco folklore que hay. Pero al no ser elaborada una definición de folklore o de cultura popular, toda continuidad es negada. El autor privilegia el texto colonial como formador y, a pesar de que menciona la música como manifestación importante y los estudios sobre lenguas indígenas que se han realizado en El Salvador (Gallegos Valdés, Cap.I., 1981), se impone el modelo lineal de historia literaria.

Para el caso de Honduras, Zavala/Araya (1995) estudian el trabajo de José Francisco Martínez, Literatura hondureña y su proceso generacional (Tegucigalpa: Ed. Universitaria, 1987), en el cual lo indígena se limita a “testimonios escritos auténticos” (1995: 172). Es así que lo maya es considerado antecedente literario, sin embargo, el autor no desarrolla el tema. Menciona algunos textos como los únicos accesibles Popol Vuh, Memorial de Tecpán Atitlán o Anales de los Xahil y el Rabinal Achí y se refiere también a la recopilación de Doris Stone Los mayas (1946) y a los trabajos de Pedro Aplícano Mendieta. Este autor introduce la literatura misquita a través de un artículo y una selección antológica, pues considera que persisten algunos vestigios en la actualidad, pero el anexo no aparece como un espacio de diálogo con el resto de la producción registrada.

Finalmente, La literatura panameña. Origen y proceso (1987) no toma en cuenta los periodos anteriores a la dominación española, para Miró la literatura panameña inicia con el periodo colonial. Y en el caso de Costa Rica, la historia literaria de Abelardo Bonilla y posteriores antologías publicadas (cfr. Zavala/Araya, 1995) parten exclusivamente del siglo XIX para hablar de la literatura nacional, solo algunas pocas consideran (marginalmente) el periodo colonial, no así el precolonial.

 

Cruzar los límites

El panorama aquí esbozado remite a la necesidad de implementar nuevas perspectivas metodológicas y analíticas en la indagación de temas, tendencias, problemas y autores. Volver la mirada hacia manifestaciones que desbordan la concepción canónica de “lo literario” en términos de “bellas letras” para visibilizar la pluralidad de las prácticas discursivas en el sentido que propone por un lado Rolena Adorno (1988a, 1988b) y la dinámica ruptura/continuidad a la que se ha referido Ana Pizarro:

Lo que se intenta organizar es la dinámica de una historia literaria constituida por una gran dialéctica de ruptura y continuidad. En ella tendemos a mirar las rupturas: es necesario ampliar la mirada al espacio vasto del tiempo de las sociedades para darse cuenta de la persistencia de la continuidad. (1985: 29)

Así, la composición de nuevas historias literarias debe partir de los balances críticos de las historias ya escritas donde se evidencian tanto las rupturas y los silencios como la posibilidad de establecer (nuevas) continuidades a través de la presencia simultánea de elementos que son omitidos, con especial atención en la cuestión de las dinámicas oralidad/escritura.

Asimismo cabe introducir en este cierre la reflexión de Rafael Cuevas en Traspatio florecido. Tendencias de la dinámica de la cultura en Centroamérica (1979-1990) (1995) donde retorna a la necesidad de la investigación de la cultura como dinámica regional, en el sentido en que se ocupa del campo cultural como sistema de relaciones que determina las condiciones específicas de producción y circulación de los bienes simbólicos (1995: 14). La propuesta de Cuevas constata para la década de 1980 lo siguiente:

Lo que se perfila no es una cultura centroamericana que permita hablar de una identidad de la región, sino de una pluralidad de identidades, que construyen un territorio de imágenes contrapuestas en el que se vehiculizan diferentes modelos de identidad, país o región, que se expresa en modalidades organizativas y discursivas diferentes. (1995: 16-17)

La expresión de esta pluralidad se ubica en consonancia con los planteamientos de los trabajos e inquietudes de Bolaños (1988), Zavala/Araya (1995) y Mackenbach (1997, 2004), esto es, en un plano supranacional y en un plano infranacional simultáneamente, aspectos con los que reafirman la existencia de identidades culturales distintas, no solamente a lo largo de la región, sino en cada uno de los países que la componen. Un camino que se abre y configura las nuevas lecturas de los procesos de las literaturas centroamericanas en la larga duración.

© Alexandra Ortiz Wallner


Bibliografía

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a) Fuentes

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Notas

arriba

vuelve 1. Algunos ejemplos son: el Seminario Permanente de Investigaciones Literarias (UCA/IHNCA 1995-2000), los Congresos Centroamericanos de Historia (Sección “Historia y literatura”, especialmente a partir de 1998), el «Seminario permanente de investigación: Hacia una Historia de las Literaturas Centroamericanas» (con sede en el CIICLA/UCR desde el año 2002), la publicación Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos, los Talleres Internacionales «Hacia una Historia de las Literaturas Centroamericanas» (San José, 2003, 2004, 2005), así como los mútliples seminarios, coloquios y congresos que han sido organizados dentro como fuera de Centroamérica.

vuelve 2. Por ejemplo, la Visión crítica de la literatura guatemalteca (1997) de Dante Liano o A History of Literature in the Caribbean (1994-1997) de James Arnold y otros, en la cual Belice ocupa un lugar importante..

vuelve 3. Ver entre otros autores a: Ángel Rama (1983), Rolena Adorno (1988a, 1988b), Jean Franco (2002), Graciela Montaldo (2004).

vuelve 4. Se omiten aquí las referencias al caso de Nicaragua, en donde los trabajos de Jorge Eduardo Arellano en general, pero principalmente Panorama de la literatura nicaragüense (1986), destacan al Güegüense como texto fundamental de la literatura indígena y mestiza de Nicaragua por estar ampliamente estudiado y criticado en los trabajos de Mackenbach (1997, 2004),y Zavala/Araya (1995).


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