Héctor M. Leyva

 

Narrativa centroamericana post noventa.
Una exploración preliminar

Universidad Nacional Autónoma de Honduras

hleyva90@hotmail.com

Notas*Bibliografía


Probablemente el siglo XXI comenzó para Centroamérica en la década de 1990 con el cese de los enfrentamientos armados y el ascenso de los procesos de democratización y de modelación neoliberal de las economías. Las dinámicas actuales son sin duda deudoras de la guerra y los resortes principales de los conflictos no parece que hayan cambiado, pero los recorridos parecen ganar vida propia y apuntar a horizontes imprevistos. Las luchas armadas han sido desplazadas por las económicas, se subordina el poder militar al civil, los partidos políticos cobran beligerancia al mismo ritmo que pierden credibilidad; la lucha política se vacía de contenido y se traslada de las trincheras a la prensa bajo la forma de simulacros; mientras en la vida social se siguen ampliando las brechas entre ricos y pobres y sus universos de consumo; se siguen rompiendo los ligamentos de los modos de vida tradicional, se intensifica la transculturación, aumenta el éxodo de emigrantes, aumenta la violencia criminal, etc.

La literatura, que se halló en el medio de los conflictos precedentes, se encuentra ahora también bregando en las nuevas aguas (que han sido llamadas del deshielo), como una plataforma crítica de disputa por el poder expresivo y la representación. Los procesos revolucionarios del 60 al 90 que se vieron acompañados de la emergencia de configuraciones discursivas muy singulares desde las iniciales novelas de guerrilleros, pasando por las célebres y diversas narrativas testimoniales hasta las postreras novelas disidentes, ofrecieron el espacio para pensar y fijar el sentido de los acontecimientos desde determinados posicionamientos políticos e ideológicos, justo como ahora se hace con respecto a los fenómenos del tiempo actual. Pero si antes predominó una hegemonía de izquierda y de los testimonios en las prácticas de escritura, la dilución de esa hegemonía ha dado lugar a una re-emergencia de la novela y a una diversificación de sus planteamientos (a pesar de la tónica dominante de desencanto que en ella se reconoce) en consonancia con la elevación de distintas esferas de interés en los espacios públicos y privados.

Este artículo busca explorar las direcciones que está siguiendo la narrativa centroamericana, reconociendo algunos corpus textuales que muestran signos comunes dentro de la heterogeneidad pero con menos interés en el establecimiento de tendencias de estilo (en cuanto a forma y contenido o espíritu de época), que en la interrogación de algunos textos representativos en cuanto a su constitución como artefactos culturales. Interesa enfocar las particulares articulaciones sociodiscursivas que constituyen los textos en sus relaciones con los modos canónicos o institucionalizados de la literatura (en lo que esto pueda revelar de singular), lo mismo que en las relaciones políticas que establecen con los sujetos sociales, el Estado y el tiempo histórico.

El triunfo del testimonio en la década de 1980 supuso un distanciamiento de la ficción autorial (como modelo literario preelaborado de representación de la realidad), para en su lugar favorecer la expresión de sujetos sociales directamente implicados en aquellos conflictos que interesaban, recurriendo a las estrategias del documento y la autobiografía. Tal planteamiento que partió de rivalizar o poner en entre dicho modelos canónicos de la literatura establecida, permitió arribar a mecánicas discursivas nuevas en la región y ligadas significativamente a las prácticas políticas de los sujetos subalternos.

La situación actual de re-emergencia de las novelas invita necesariamente a considerar la manera como se ha vuelto a ellas y las mecánicas discursivas y políticas que están poniendo en marcha. Entre las notas de desilusión, derrota, o amargura que se han reconocido en la narrativa post noventa, críticos y autores parecen coincidir en que se asiste a una especie de revival del arte literario y la experimentación en busca de nuevas propuestas.

Horacio Castellanos Moya para referirse al horizonte que se abría después de la guerra habló de una literatura de la incertidumbre y de la expresión esplendorosa de la individualidad (Castellanos Moya 1993: 72). Rafael Lara Martínez secundado esta idea habló de “un repliegue hacia una esfera más íntima y subjetiva de la reflexión” y destacó para la narrativa salvadoreña “el desafío por crear una cultura (pos)moderna laica” desde la disidencia de izquierda (heredera de Roque Dalton y caracterizada por la inquietud, la insatisfacción y una desbordante interioridad) contra los autoritarismos ideológicos de la época revolucionaria (Lara Martínez 2000: 159, 297).

Beatriz Cortez habló de que la posguerra trajo consigo en la literatura “un espíritu de cinismo”, en el sentido de que “retrata a las sociedades centroamericanas en estado de caos, corrupción y violencia” y a los personajes transgrediendo “las normas de la decencia, el buen gusto, la moralidad y la buena reputación”. (Cortez 2000: 2). Secundando a su vez esta idea, Erick Aguirre habló del “esfuerzo desesperado” que muestra esta narrativa por comprender el mundo desde la ausencia de paradigmas y desde unas sociedades en estado de disolución moral (Aguirre 2004).

Werner Mackenbach, por su parte, después de reseñar distintas caracterizaciones que se han ofrecido para este período histórico literario (entre las que destaca las que apuntan a las innovaciones técnicas que ve entroncadas con una larga tradición en la región y las que se refieren a la articulación de un discurso postnacional asociado a la superación en la esfera de la representación del referente de la nación y al desplazamiento del autor como agente de la identidad nacional) se inclina por establecer su carácter todavía muy provisional y la necesidad de dedicar mayor estudio a su definición (Mackenbach 2004).

Indudablemente, como señala Mackenbach, no es posible por ahora arribar sino a observaciones preliminares (pues no de otro modo sino a tientas puede avanzarse en un terreno nuevo) pero el esfuerzo puede no resultar inútil si se consigue aportar elementos y plantear problemas. La revisión de un grupo incluso limitado de textos (debe descartarse la idea de que aquí se intenta ofrecer un panorama) permite elevar a la atención algunos aspectos que manifiestos en las prácticas de escritura forman parte del espacio narrativo del período y consecuentemente deberían ocupar algún lugar en su estudio:

  1. el vínculo solidario del testimonio entre el autor letrado y el subalterno se disuelve aunque emergen otras formas de multivocalidad, documentalidad y cooperación discursiva;
  2. se restablece la figura del autor como creador y de la obra como producto de un sujeto individual (vinculado ostensiblemente a las clases medias y medias altas) al tiempo que se muestran signos de que se debilita la ilusión de expresar una conciencia nacional;
  3. se vuelve a modelos textuales conocidos en la literatura como lo son las novelas, pero con cierta inconformidad con respecto a los modelos tradicionales que se manifiesta en un afán experimental orientado a la problematización de los asuntos y al registro de las singularidades locales como en las vanguardias; y
  4. se confrontan los poderes establecidos, el Estado y la propia cultura desde posiciones que vinculan la condición actual con una decadencia general de las sociedades, lo que puede hallarse asociado a una inclinación más o menos generalizada al conservadurismo (ya sea de izquierda o de derechas).

Tal parece que después de la experiencia testimonial, las clases medias y medias altas se reafirmaran en su privilegio de las prácticas de escritura (en parte cedido antes a la expresión de los subalternos) y las hicieran volver a la corriente más o menos canónica y más o menos insumisa de la literatura vanguardista como una vía legítima para la expresión de sus puntos de vista y sus vivencias. Disueltas las alianzas en el plano político, parecieran disolverse también en el plano discursivo (hay que recordar que representantes de las clases medias tuvieron el liderazgo de los movimientos revolucionarios y ejercieron de intermediarios de los sujetos populares en los testimonios). Y advertidos los riesgos de la suplantación (o la falsa representación) los sujetos-autores parecieran reafianzarse replegándose sobre su propia voz y sus propios puntos de vista (o en los casos más extremos buscando representarse sólo a sí mismos). Si antes hubo represión o estigmatización de lo que entonces se llamó sectores pequeño burgueses (por su condición de privilegio en unas sociedades que les demandaban el compromiso) ahora parecen retomar la palabra como quien reivindica un derecho no sólo irrenunciable sino necesario para las sociedades.

En contra del simplismo de los tiempos de guerra, de reconocer tan sólo dos bandos en la confrontación por el poder y la conducción de las sociedades, los nuevos contextos de democracia formal parecen haber favorecido la idea de que es posible participar en esa confrontación (y contribuir en algo) desde los singulares posicionamientos políticos e ideológicos de cada uno sin excluir la posibilidad de colaboraciones o alianzas puntuales.

Necesariamente, sin embargo, la articulación social de esta narrativa, le confiere un sesgo tendencioso y marcado. Su fuerte inclinación por la subjetivación de la escritura (como encarnadura de una experiencia y un punto de vista singulares) fragmenta la visión panóptica a que aspiraba la novela tradicional y las hace transitar por tan sólo uno de los lados o ángulos de la realidad social; mientras que el predominio del pesimismo y de una conciencia de decadencia de las sociedades revela una arraigada nostalgia por modos mejor integrados de convivencia (así sólo fuera utópicos) y el temor a los cambios y al futuro, lo que es característico de las mentalidades y temperamentos conservadores que desconfían de la historia y de la posibilidad de cambiar su rumbo.

 

Réquiem en Castilla del Oro

Réquiem en Castilla del Oro (1996) de Julio Valle Castillo forma parte de uno de los conjuntos textuales mejor reconocidos de la narrativa post noventa como lo son las llamadas “nuevas novelas históricas”, entre las que se pueden contar las novelas Tierra (1992) de Ricardo Lindo, Rey del Albor, Madrugada (1993) de Julio Escoto, El misterio de San Andrés (1996) de Dante Liano, Manosanta (1997) de Rafael Ruiloba, Limón Blues (2002) de Anacristina Rossi, La guerra mortal de los sentidos (2002) de Roberto Castillo o las novelas de Ricardo Pasos Marciaq como Rafaela. Una danza en la colina, y nada más... (1997), o las de Tatiana Lobo como Asalto al paraíso (1996) (Cfr. Mackenbach 2002).

Estas novelas han reinstalado el pasado lejano, frente a las instantáneas de la historia inmediata propias de la narrativa testimonial, desde perspectivas y planteamientos narrativos novedosos que incluyen una relativización del tiempo histórico y una multiplicación de sus interpretaciones políticas. Entre otras cosas se distinguen por restablecer la novela como instrumento de indagación intelectual, en el sentido de que no sólo buscan religar el presente con la memoria del pasado sino por articular preguntas sobre el sentido del devenir y la identidad.

Réquiem es el caso de un texto que reinstaura la apoteosis de lo literario: la novela fáustica o del conocimiento. Salida de la pluma de un poeta, su propósito es la configuración de una imagen que sea explicación de la historia de su país. Escrita en un estilo neobarroco descendiente de la rancia estirpe del barroco hispánico y renovado por la rebeldía y el onirismo vanguardista canonizado en la narrativa del boom, la novela confía en el poder mito-poético de la palabra, en el hallazgo de la imagen que puede conjurar el tiempo e iluminarlo.1

Texto de densa elaboración verbal, es concebido como una “máquina de ficción” (15) que convoca las palabras muertas en los documentos del pasado y la memoria de voces tal vez nunca escritas para transcribiéndolas como un “escribano real” (11) de los tiempos de la colonia, o recuperándolas de una memoria común o inventándolas como un poeta moderno, conseguir recrear las exequias fúnebres (y fingidas como fueron las de 1530) del primer gobernador y primer tirano de Nicaragua Pedrarias Dávila. Este suceso (real o inventado, o las dos cosas) es la imagen máxima que ofrece la novela y en cuya interpretación se buscan las claves de la historia de Nicaragua.

La novela cuenta que este conquistador a la edad de 20 años (mucho antes de llegar a América) fue dado por muerto y que en el momento de su entierro volvió a la vida, razón por la cual en acto de agradecimiento y voto piadoso desde entonces y todos los años volvió a celebrar sus exequias, para lo que cargó a todas partes su ataúd y en fecha señalada se metía en él y se hacía celebrar misa de réquiem. Convertido en Nicaragua en un déspota (terror de indios y españoles) y a la edad de noventa años volvió a hacerse celebrar con toda solemnidad por los habitantes de León (clérigos y seglares, hombres de armas y campesinos, indios, mestizos y negros) estas fingidas exequias con las cuales paradójicamente al mismo tiempo que conjuraba la ira de Dios, se investía de ella.

Menos importante que la representación figurativa de la anécdota, lo es el acto ritual de su invocación. Compuesta como un réquiem sobre partitura musical y siguiendo los pasos de la misa, la novela orquesta las voces que proviniendo de un momento en el tiempo busca trascenderlo. Convoca las voces de los cronistas: “DÍA DE IRA AQUEL DÍA TERRIBLE, día de duelo… Día de eterna muerte y de nacimiento a distinta vida. Todos los días han sido un solo día terrible para el nuevo mundo reducido a cenizas por el juicio y la furia del fuego...” (32)

Convoca las voces de los reyes, de los gobernadores, de los religiosos, del propio Pedrarias, de los soldados, de las prostitutas y especialmente las de los indios:

Nosotros, los señores de las aguas dulces y de las aguas saladas/ Los dueños del lugar donde se estancaron las aguas, las grandes aguas… (49)

¡Ese astro arrastrando su cuerpo desollado por el cielo al inicio del Año-del-Maíz anuncia la extinción de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos en los caminos…! Caen mis criaturas y los soldados cortan por la collera sus cabezas a un lado y los cuerpos al otro para no desensartarlos de las cadenas… (128)

El señor gobernador no tiene amigos, sólo siervos muertos, servidores degollados. Las cabezas peladas y los brazos descarnados son su compañía. Mora entre calaveras y clavijas. Vive de la muerte y con los muertos… En su casa hospeda a los males y aposenta a los malos. Todo en él es tormento. (149)

El prodigio que esta escritura persigue (más allá del simple artificio paródico del estilo) es el de revelar la transtemporalidad de los discursos, su capacidad para ligarse al presente, no sólo como memoria latente de voces sino como alusión a los rigores de una tiranía permanente. No por casualidad se dice en la novela que aquel primer gobernador criaba él mismo una piara de 2000 cerdos que consideraba su más importante legado para Nicaragua. Saltos inusitados de la novela muestran el mismo réquiem por Pedrarias en el siglo XX celebrado por aviones que bombardean de claveles y gardenias su féretro, como el sacrificio –homenaje que aún demanda la tiranía y rinde el pueblo. De este modo, la imagen del réquiem de Pedrarias representa la tragedia de un país víctima del sueño demente del poder que enterrándolo (dando muerte a sus habitantes o inmolándolos simbólicamente en su honor) lo ha sustraído de la historia.

John Beverley en su célebre libro Against Literature ha descalificado el barroco latinoamericano como un estilo esencialmente reaccionario (48) y orientado a la legitimación de las élites (X y 54). De acuerdo con Beverley el gusto por la alta elaboración intelectual de los textos del barroco, se convierte en culto al exceso y la dificultad (y la literatura en un conjunto de técnicas y saberes reservados) que encajan con los intereses aristocráticos y con el ejercicio del poder. La elevación, complejidad y densidad del estilo se convierten en una “técnica del poder” o simulacro que busca poner en evidencia la posesión por parte de las elites de las habilidades para entender, organizar, controlar y sublimar la experiencia (57).

Estas críticas provienen de la desconfianza de Beverley con respecto a que la literatura como institución cultural hegemónica pueda articular formas de expresión de las clases populares emergentes (p. e. X y 70). El texto de Valle Castillo, sin embargo, como el de otros autores en la corriente neobarroca podría estar poniendo de manifiesto que su instauración en el paradigma barroco se encuentra asociada al de un entendimiento de la literatura como práctica de conocimiento2 y en este sentido capaz no sólo de articular voces populares (como se ha tratado de ilustrar aquí) sino de ejercer una crítica contra el poder (aún dándose el caso de que estas críticas provengan de posiciones conservadoras).

 

Cruz de olvido

Una de las razones para referirse a esta narrativa como de post-guerra se halla en el hecho de que algunos textos se han destinado a evaluar el fracaso de los procesos revolucionarios, las responsabilidades individuales y colectivas de ese fracaso, y a mostrar (como un paisaje después de la batalla) el espectáculo caótico y degradado de unas sociedades que carentes de todo derrotero (como consecuencia de la caída de las utopías) parecen abocadas a su perdición.

Rasgo singular de estos textos es el que expresan el punto de vista de sujetos que antes estuvieron de algún modo implicados (o fueron protagonistas) en los procesos revolucionarios, lo que los mantiene vagamente ligados a los modelos de escritura autobiográfica aunque no necesariamente testimonial. Los autores, desembarazados de las funciones de intermediación de otros sujetos y de la fidelidad término a término a los hechos, elaboran como ficción las experiencias, no para instaurarlas testificalmente sino como estrategia fehaciente de elevarlas a la conciencia, y en este sentido son novelas que buscan alcanzar alguna forma de comprensión o de lucidez.

Entre los textos que conforman este grupo, que puede calificarse de novelas políticas, se hallan Con sangre de hermanos (2002) de Erick Aguirre, Los muchachos de antes (1996) y En el filo (2002) de Marco Antonio Flores y Cruz de olvido (1998) de Carlos Cortés.

Cruz de olvido se ofrece como un heteróclito dossier periodístico de revelaciones en clave confesional orientado a exponer vivencias del ámbito privado (o secreto) de las elites al dominio público, como aportación de pruebas íntimas e irrefutables de la deslegitimación del poder (cualquiera que sea su signo) y del fracaso de las sociedades para conducirse a alguna parte.

La novela narra el viaje de regreso de un periodista costarricense a su país, después de haber participado en la experiencia revolucionaria nicaragüense y haber fracasado con ella. Su cercanía a los principales líderes sandinistas (de los que ofrece críticas semblanzas) y los vínculos de fuerte amistad que lo unen al presidente de Costa Rica y sus ministros (de quienes ofrece una visión aún más cáustica), confieren a sus “confesiones” un valor de excepción para mostrar los entretelones del poder en unos momentos en que las sociedades, como el mismo personaje, transitan de las experiencias revolucionarias a las de la democracia liberal.

El brutal asesinato de unos jóvenes (cuyos cuerpos aparecieron decapitados y crucificados) acelera el regreso de Martín Amador, el personaje principal, quien cuenta entre las víctimas a su propio hijo. Este horrendo crimen, ocurrido efectivamente en la Cruz de Alajuelita en las cercanías de la capital costarricense, es incorporado en la ficción como la evidencia pública de una perversión y degradación de la vida social y política del país. Como después se sabrá, tal crimen pudo ser el mensaje de reclamo dirigido por oscuros traficantes de armas a la cúpula del gobierno costarricense por haberse apropiado abusivamente de fondos norteamericanos destinados a la Contra.

Siguiendo los hilos de esta intriga política que es la de la averiguación de los motivos del asesinato de su hijo, Martín Amador restablecerá contacto con sus amigos (antiguos compañeros de colegio y de parrandas) que ahora son los pomposos líderes del país, pero cuyas vidas se resuelven en la depravación y la inmoralidad. Así, el recorrido por las entrañas del poder le revela al personaje su escatología: desaforado alcoholismo, corrupción administrativa, abyecto homosexualismo, crímenes comunes, vanidad, soberbia, mentiras, engaños. El propio Martín Amador, a pesar de ser el fracasado del grupo y su conciencia moral, no resulta más ejemplar. Como deliberadamente quiere confesar en su escrito se reconoce “un hombre miserable y pusilánime, cobarde y mentiroso” (37), que de “oportunista” de la revolución nicaragüense vuelve a su país ligado a un affaire de lavado de dinero en complicidad con sus amigos. En este affaire él ha prestado su cuenta de banco para blanquear una suma que según descubre es la misma que ha sido sustraída a los traficantes de armas, con lo cual ha venido a estar indirectamente implicado con el asesinato de su hijo. En tales circunstancias el protagonista no quiere otra cosa que el olvido como una forma de huir o de morir, mientras la escritura que genera el texto representa para él su catarsis y el exorcismo de sus demonios interiores.

La novela ilustra por sí misma su fuerte anclaje en el punto de vista y las vivencias de las clases medias y medias altas (aquí en su papel de gobernantes), y el recurso a la literatura como una estrategia discursiva que en la ambigüedad de sus figuraciones imaginarias busca habilitar una argumentación crítica contra el poder.

Deleuze y Guattari han señalado que las prácticas de escritura contra hegemónicas (propias de lo que llaman las literaturas menores) se apropian (reterritorializan) un lenguaje ajeno (el de la literatura establecida), conectan las experiencias individuales con las políticas y vehiculizan una enunciación colectiva (16, 17). En su visión, los autores que pertenecen a minorías o los del Tercer Mundo buscan su expresión (la de la singularidad de sus experiencias colectivas) dentro de los lenguajes colonizadores o de la gran literatura transformándolos hasta construir su propio patois o lenguaje mestizo (18). Esto parece particularmente cierto para una novela como Cruz de olvido que hibrida lenguajes y géneros para articular una crítica política local. Pero parece de importancia reconocer que la conciencia que expresa no es ni pretende ser la de la nación sino la de un segmento (claramente delimitado y elitista) de la sociedad, lo que sugiere un panorama más complejo del espacio discursivo de la periferia que se muestra así fracturado.

En este sentido, como señalaba Beverley, las literaturas de sociedades periféricas, no necesariamente expresan la conciencia de esos colectivos como un todo. Probablemente incluso, si alguna virtud tienen novelas como Cruz de olvido, ésta sea la de hacer entrar a la literatura el fluir del discurso de la decepción y la decadencia con que ciertos sectores de las clases medias interpretan el presente histórico en la Centroamérica actual.

En el cruce del registro periodístico en primera persona y la literatura de rememoración y confesión de corte proustiano, Cruz de olvido consigue hibridar estos estilos verbales con los que la sordidez termina por saturar el leguaje y desquiciar la realidad. Por ejemplo, cuando describe a uno de los ancianos patriarcas de Costa Rica que encarnan a juicio del narrador la decrepitud del sistema democrático, tantas veces alabado como vitrina del continente:

Esa misma noche… cayó en coma don Ricardo, el Zorro González … cuatro veces presidente, siete veces diputado, expresidente del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia, fósil viviente de la República, reliquia de la democracia y de la institucionalidad republicana, vestigio del sistema representativo, centro de la división de poderes, pilar de la nación, cadáver lleno de vida de la política criolla, muerto que goza de buena salud de la Constitución, columna de la costarrisibilidad, bastión de la nacionalidad, brazo armado de la demagogia, centro no demasiado vital de la oposición al gobierno, símbolo del pasado moribundo que se negaba a pesar del Alzheimer, a morir… (232)

El mismo estilo se extiende para la incorporación de los espacios prohibidos de la vida nocturna (cantinas, prostíbulos, discotecas gay), en los que se explayan las ambiguas personalidades de los personajes. Así, por ejemplo, cuando se describe la puesta en escena de uno de esos espectáculos nocturnos: “…y dejó liberar, alzar vuelo, como si de unas compuertas trasatlánticas se tratara, un par de tetas espectaculares…” (132)

El fluir del discurso de la decepción, más íntimo y reconcentrado, se manifiesta en la incorporación de las tragedias personales y familiares que parejas a las sociales se ven también abocadas a la demencia y la ruina: “…Mamá pasó flotando con su vestido de novia junto a nosotros. Nunca tuvo vestido de novia…” (202)

Esta decepción, como se decía antes concluye con el deseo de olvidar como una forma de la muerte que se impone como leitmotiv de la novela:

[…sentía] un odio mezclado con el fastidio y con la fascinación por la ruina en que poco a poco íbamos cayendo todos, sin darnos cuenta, o dándonos toda la cuenta del mundo. Es más, haciendo todo lo posible para acelerar el proceso del olvido y la descomposición. Y caer para siempre en el olvido. En el olvido donde no hay odio ni pasión. Sólo olvido. (193)

 

Piedras encantadas

La idea de que se vive una época de descomposición social parece prevalecer en otro grupo de novelas que hacen de la expansión de la violencia criminal en la región en los años post noventa su foco de atención principal. En estas novelas el cambio histórico parece interpretarse como el paso de una violencia revolucionaria (donde los bandos y los propósitos eran claros) a una violencia anárquica de motivos confusos. Alexandra Ortiz ha asociado esta narrativa al período convulso de transición (desigual, inestable, incompleto y caracterizado por la intolerancia, la segregación y la violencia) que siguió a los procesos de pacificación en la región (Ortiz, 2001). Podrían reconocerse como pertenecientes a este grupo las novelas Baile con serpientes (1996) y El arma en el hombre (2001) de Horacio Castellanos Moya, Managua, Salsa City (¡Devórame otra vez!) (2000) de Franz Galich, Sonata de la violencia (2002) de Waldo Chávez Velasco y El cojo bueno (1996) y Piedras encantadas (2001) de Rodrigo Rey Rosa.

Entre las explicaciones que se han dado para dar cuenta del aumento de las tasas de homicidios, secuestros, pandillerismo, etc. se ha hablado de las repercusiones posbélicas (de la proliferación de armas y de desmovilizados desocupados), de las consecuencias de las políticas neoliberales (del ahondamiento de las brechas económicas y del aumento de la marginalidad), o de la degradación de valores tradicionales (religiosos o familiares). En el caso de Rodrigo Rey Rosa sus novelas han enfocado la violencia actual no como un fenómeno coyuntural sino raigal de la cultura guatemalteca, y consecuentemente más atávico y extendido.

En Piedras encantadas Rey Rosa busca mostrar a través de un hecho mínimo de violencia (el atropellamiento criminal de un niño) la compleja trama de actos íntimos o privados que solidifica a los distintos estratos de la sociedad en la responsabilidad por la violencia generalizada o pública. En este sentido la violencia de la sociedad guatemalteca se presenta no como responsabilidad de un grupo o de una clase social ni de condiciones contingentes sino de un modo de ser que atraviesa el cuerpo social y que se manifiesta en gestos de insensibilidad ante el sufrimiento ajeno (que rinden culto a la crueldad) y de inclinaciones por el recurso a la agresión que forman parte de la costumbre.

La novela escrita como un thriller policiaco rastrea con gran economía de recursos las responsabilidades compartidas en ese atropellamiento. La acción arranca con el salto repentino sobre la calzada de un niño rubio que cabalga al galope en un caballito y al que embiste un joven de la aristocracia terrateniente con las barras mataburros de su pesado vehículo norteamericano. El primer gesto de insensibilidad es el del joven que no se detiene porque carga un alijo de marihuana para un amigo y teme verse comprometido (además esa es, según la novela, “la reacción típica, el reflejo de los automovilistas guatemaltecos: no detenerse nunca para evitar complicaciones”, 18). Joaquín es el amigo que recibe al conductor que pasivamente se vuelve su cómplice al aceptar ayudarle a esconder el vehículo. El tercer implicado es uno de los primeros abogados del país, especializado en prestar servicios profesionales ilícitos a empresarios millonarios, quien acepta interceder a favor del conductor para desviar la atención de las autoridades y ocultar el escándalo. (Este es el típico personaje siniestro del sistema: “un temible abogado”, “que ya había amasado una pequeña fortuna” con esta clase de servicios).

Las revelaciones más sorprendentes, sin embargo, se suscitan como consecuencia de las pesquisas que inmediatamente emprende un investigador privado que contrata la madre del niño. Este detective, que es un expolicía de origen humilde (típico mestizo de clase media baja) cargado de resentimientos y de una gran inteligencia, descubre responsabilidades criminales por parte de ambos padres del niño. En realidad el niño había sido robado de Bélgica (de ahí que fuera rubio como los preferían para adopción las clases altas del país), y peor aún, el propio padre adoptivo había tramado el accidente como venganza contra la madre con quien se encontraba envuelto en un pleito conyugal.

Por los propios pensamientos del niño (llamado Silvestre), que se recuperan en algún momento de la novela, sabemos que se encuentra viviendo en una especie de cautiverio y con la conciencia confusa y dividida de dos familias y dos lenguas que no se reconcilian. La violencia es ya el entorno de su vida. Sospecha que lo quieren matar, escucha que hay instrucciones para matar a su padre (probablemente dadas por su madre) y él mismo gusta de jugar a que mata a sus compañeros de juego como un vaquero de las películas del Oeste cuando anda en los caballitos.

La madre adoptiva, que es la dueña de una boutique en una de las zonas exclusivas de la capital, y que en cierto modo es la primera responsable por la adopción ilegal del niño, se muestra ante el detective sospechosamente más interesada en cobrar la suma del seguro que en la salud del niño que afortunadamente sufre sólo contusiones. (Personaje ambiguo entre todos, esta mujer gravita entre el afecto maternal, el egoísmo y la vanidad).

Las clases populares se encuentran igualmente implicadas en el hecho. El peón que cuidaba los caballitos en el parque había aceptado dinero de unos matones para arrojar la cabalgadura a la calzada en un momento de peligro, lo que la policía descubre inmediatamente y lleva a recaer sobre él el peso de la ley y a convertirlo en el chivo expiatorio del crimen.

Finalmente, el investigador privado que habría podido denunciar la verdad, se abstiene también de hacerlo y en su lugar decide hacer justicia por su propia mano. Visita al niño en el hospital y lo libera secretamente del cautiverio forzado a que lo tienen sometido sus padres adoptivos. Silvestre termina perdiéndose con la pandilla de niños callejeros (nombrados las Piedras Encantadas) con los que solía jugar en el mismo parque de los caballitos y que sin duda no tardarán en ser protagonistas de otros actos violentos.

En la trama de esta novela los actos de crueldad cruzan los ejes de las clases sociales, de la edad y de las profesiones para envolver a todos los personajes y a la sociedad en una especie de culto irracional a la violencia. Elocuentemente, la acción se sitúa en un momento en que el país celebra el día de las fuerzas armadas (como homenaje nacional a la violencia) y la ciudad completa se haya bajo el ruido ensordecedor de los aviones militares.

Esta misma reconsideración de los actos de íntima violencia (de la insensibilidad y la crueldad que se mezclan en la vida cotidiana) puede encontrarse en otras obras de Rey Rosa como en El Cojo bueno que relata el caso de un secuestro en el que el padre del secuestrado se resiste a pagar el rescate aún a pesar de que su hijo sea mutilado.

En estas novelas puede hallarse lo que Homi Bhabha ha llamado el temor ante el descubrimiento de la propia cultura: la perturbación ante el reconocimiento de lo anómalo (de lo que no se puede comprender o justificar) que se encuentra activo en el nicho vital. Desde la perspectiva de Bhabha se trata de narrativas que reescriben las diferencias culturales como uno de los problemas del presente y esto como parte de lo que considera la emergencia de un horizonte cultural en el fin de siglo que desplaza las antiguas categorías de clase y género para la interpretación de las realidades sociales (Bhabha 1995: 1- 9).

Para Bhabha, lo que se encuentra en juego es la discusión de la propia cultura en el debate sobre el destino histórico de los pueblos periféricos que negocian su estatuto posmoderno o poscolonial. Narrativas como las de Rey Rosa elevan manifestaciones contramodernas del presente de las sociedades que confrontan la “incivilidad” periférica (urdida entre resabios del salvajismo y el colonialismo) con la “civilidad” metropolitana (aún dominada por el etnocentrismo y el proyecto civilizatorio de la modernidad) (Bhabha 1995: 175).

En la visión de Bhabha el aporte de estas narrativas se haya en reactivar una racionalidad moral (anquilosada por el prejuicio o estacionada en el inconsciente) que entronca con el replanteamiento de los proyectos políticos de la periferia. No obstante, en el caso de la violencia criminal de la Centroamérica actual, de que se hacen eco estas novelas, el revés crítico podría suponer una simple vuelta al autoritarismo y a los modos tradicionales (duros e indiscriminados) de reprimir los disensos culturales. El excesivo temor que se ha suscitado en las sociedades ha llevado a perseguir violando sus derechos fundamentales a los jóvenes (integrantes o posibles integrantes de maras) y a clamar entre otras cosas por la pena de muerte.

Como se decía al principio de este trabajo, puede reconocerse en estos temores un claro talante conservador, entendiendo por conservadurismo no sólo el de derechas (que se distingue por su recurso a la mano dura y a la preservación a ultranza del orden y del statu quo) sino también el de izquierda (nostálgico de un estado paternalista o de paradigmas ideales de convivencia), y en general los posicionamientos que tienden a ver los cambios históricos como procesos irreversibles de degradación3. Paradójicamente, las novelas de este período se muestran tamizadas de este temor al presente histórico como si la confianza en el hombre nuevo y el radicalismo de cambiar la historia (que caracterizaron al período revolucionario) se hubieran eclipsado en visiones negativas del futuro.

En contra del optimismo de Bhabha, entonces, el reconocimiento cultural podría estar aportando una vergüenza por la propia barbarie. No otra cosa parecen suscitar las novelas de Rey Rosa que abocan en el autodescubrimiento al horror. Rasgo distintivo del pensamiento conservador es el de poner el acento en las obligaciones, la disciplina y la responsabilidad del individuo por su propia reforma y el cultivo de la virtud (en la confianza de que el camino de la redención es el de la perfectibilidad humana), a diferencia del pensamiento progresista o liberal para el que el hombre nace bueno y pone en consecuencia el acento en los derechos y las libertades. En las novelas de Rey Rosa es notable como la tradicional y paternalista crítica de la sociedad lanzada contra las clases altas o el Estado, se redirecciona hacia los individuos (hacia cada uno sin importar la condición) como un reclamo a todos por la falta de sensibilidad (de virtud y de civilidad).

Como invitación a la racionalización y al enjuiciamiento moral de las propias conductas, la propuesta de Rey Rosa es perfectamente legítima y necesaria, pero corre el riesgo de constituir una simple interiorización de la civilidad metropolitana y un unirse al clamor de los sectores más conservadores por desactivar unas manifestaciones de la violencia que, desde otro punto de vista, podrían ser interpretados como los signos de las profundas contradicciones y desarreglos que las sociedades están en la obligación de asumir para transformarse. La consideración de los contextos, de las raíces sociales e históricas de la barbarie periférica (no ajena tampoco en la obra de Rey Rosa) debería motivar una revisión de los propios juicios morales y de las responsabilidades sociales (locales y globales), en lugar de la simple represión y de la impostación acrítica del modelo civilizador colonialista.

 

A-B-Sudario

Como se señaló al principio de este trabajo, Horacio Castellanos Moya vio el momento literario de posguerra como uno de expansión extraordinaria de la subjetividad, lo que parece cierto para un grupo de novelas de contenido erótico y existencial que como El más violento paraíso (2001) de Alexander Obando, Completamente inmaculada (2002) de Francisco Alejandro Méndez, A-B-Sudario (2003) de Jacinta Escudos Stripthesis (2004) de Ronald Flores, o Labios (2004) de Maurice Echeverría, se orientan al registro de la vida privada (de las pasiones, los conflictos interiores o las preocupaciones artísticas) de sujetos individuales singulares. Un mismo movimiento orientado a la subjetivación se observa en los otros conjuntos de novelas (que como se dijo antes deliberadamente se repliegan y proyectan puntos de vista provenientes de las clases medias y medias altas de las sociedades), pero puede reconocerse en estas últimas novelas el mayor ímpetu con que retoman la experimentación vanguardista y su mayor alejamiento del planteamiento de problemas sociales, lo que lleva a considerar que constituyen el umbral de ruptura de la escritura como compromiso social que caracterizó la literatura precedente, y que consiguientemente podrían estar inaugurando (o renovando) rumbos en la narrativa de la región.

A-B-Sudario de Jacinta Escudos podría calificarse con alguna propiedad como una novela lírica, en el sentido que le da a este término Ricardo Gullón, si no fuera porque el mismo autor desconfía de los límites que tal término puede establecer. En lugar de novelas subjetivas o novelas psicológicas, Gullón invita a reconocer como líricas aquellas que inscriben la exploración de la conciencia de un yo esquivo (11), las que gravitan en torno a la percepción de instantes discontinuos (17), las de intensidad verbal y afectiva (24), aquellas en las que el yo se distiende y en desmesurada hipertrofia invade el texto (27).

Todo esto ocurre en la novela de Jacinta Escudos, en la que además pueden hallarse las técnicas distintivas que señala Gullón (la corriente de conciencia, la ruptura de la linealidad temporal, la apelación a un lector activo o reconstructivo, etc.) (15). Sin embargo, Gullón advierte que el concepto da cabida a un cuerpo tan grande de novelas que desde finales del siglo XIX invadieron el horizonte cultural europeo y norteamericano que su contribución al esclarecimiento de la situación actual le resulta a él mismo limitada o borrosa. No obstante, en el contexto de una narrativa dominada por más de medio siglo por las preocupaciones sociales como es el caso de la centroamericana, el calificativo de lírico que puede aplicarse a la de Jacinta Escudos tiene algún sentido.

Esta es una novela que trata de lo que vive interiormente una mujer en el momento en que escribe una novela. Es un texto por consiguiente auto referencial. Cayetana se refugia sola en una casa en la playa a escribir. El asunto principal, sin embargo, no es la composición de la novela (aunque las dificultades de la escritura son una preocupación) sino el encuentro de la protagonista consigo misma (una desgarradora auscultación de sus pasiones y sus angustias) a la que se ve abocada por temperamento y por las propias circunstancias de retiro y soledad que ha buscado. En este sentido vendría a ser una novela lírica por excelencia o novela del sujeto sobre el propio sujeto.

El reconocimiento interior de Cayetana es un tumultuoso recorrido (entre imágenes mediáticas, música pop, bares y cocaína) por sus atormentados recuerdos infantiles, por su deseo interminable y frustrado de amor, por su insatisfacción y rabias viscerales, por sus depresiones, y por sus incontrolables pulsiones autodestructivas. La inquietud y la inestabilidad dramáticas de la protagonista, se acogen en una composición narrativa que podría calificarse de cubista por la fracturación constante de los puntos de vista y de la unidad discursiva, aunque manteniendo cierto hilo de coherencia y cierto ritmo emotivo (como en el arreglo de una pieza de rock) dentro de la anarquía de sensaciones y pensamientos.

El cuerpo principal de la novela está constituido por un diario en el que Cayetana busca registrar con obsesiva atención los movimientos e inflexiones de su conciencia. Lejos de concebir la escritura como una fabulación de historias, la entiende como el recurso imprescindible para reconocerse y mantenerse unida: “Si no describiera a diario lo que siento y percibo de mí misma, perdería mi propio hilo, mi propia secuencia, el sentido de la realidad.” (110)

Muchas de las preguntas que Cayetana se dirige quedan si contestar, pero también arriba a algunos descubrimientos definitivos (y traumáticos) como el de encontrarse a sí misma dividida e internamente confrontada.

hay una bestia que me habita.
hay dos dentro de mí: una, la persona medianamente normal y bondadosa, dispuesta a convivir en esta vida de acuerdo a lo que se espera de ella, sin alterar demasiado el orden natural de las cosas.
pero hay otra. es a la que temo.
no sé por qué tiene vida ni cómo sobrevive dentro de mí.
sé apenas que quiere matar a la bondadosa, que la otra es una bestia terrible que quiere destruir, hacer daño, desbaratar, matar, causar confusión, tomarlo todo sin pensar en las consecuencias, desgarrar, desenmascarar.
la bestia que me habita tiene una rabia más vieja que el tiempo. es cruel, abominable, sucia, inclemente, cínica, perversa, maldita. no tiene miedo de nada, mucho menos de la muerte... la bestia que me habita tiene fuego en vez de sangre... (76)

La voz de Cayetana se alterna con la de otros personajes que cruzan su soledad sin llegar a cambiarla. En este sentido en la novela no ocurre otra cosa que lo que ocurre en su conciencia. Se hace de un grupo de amigos que la halagan (cuyas voces buscan también interpretarla) a quienes ya sea por temor o por represión de sus deseos tampoco consigue llegar a amar. Un día, después de un fallido intento de suicidio, quema sus manuscritos y se va a otra parte a terminar su novela, mientras sus amigos la extrañan.

Deleuze y Guattari señalan que en las literaturas menores (contrahegemónicas o de minorías) los asuntos individuales tienen indesligablemente un significado político (en cuanto que las obras funcionan como mecanismos de enunciación colectiva), lo cual, en el caso de la novela de Jacinta Escudos puede aplicarse un sentido pero no en otro. La protagonista de la novela pudiera tomarse como representativa de otros sujetos como ella bajo las condiciones sociales comunes en la región (es nuevamente un miembro de las clases medias o medias altas en un contexto social en extremo hostil), pero a diferencia de la tradición novelística hegemónica la voz del sujeto no pretende hablar sino de sí mismo. No se cumple (y en ello se encuentra la innovación deliberada del texto) el que el sujeto busque fundirse en la enunciación colectiva, por el contrario quiere asumirse la ruptura de ese vínculo para (por una vez) ocuparse del individuo.

La ruptura de Jacinta Escudos con la concepción del compromiso social es una consecuencia de aprendizajes previos (de haberse pretendido antes hablar en nombre de los oprimidos) y el arribo a la conclusión de que el espacio legítimo y necesario, aquel a que se tiene derecho y que es una obligación enjuiciar, es el de la propia conciencia:

cuando el hombre cambie la esencia de su corazón, cuando se haya cambiado a sí mismo interiormente, entonces podrá volcar los ojos hacia los cambios de las estructuras zoosociales. Pero quizás ni siquiera tenga necesidad de ello porque se habrán transformado simultáneamente a medida que se haya transformado el hombre en su interior.


esa es la verdadera utopía (125)

En el planteamiento general de la novela puede reconocerse además la superación de cierta forma de represión de la individualidad del escritor bajo la demanda del compromiso social. Es manifiesto el gesto del sujeto de reconocerse en lo que realmente es (más que en lo que se esperaría que fuera) y la reivindicación de su expresión, independientemente de su origen social o de su naturaleza como persona (que puede ser más o menos políticamente correcta. Cayetana demuestra un gran corazón pero también un gran egoísmo, es atractiva y despreciable tanto psicológica como moralmente, al tiempo que es un ser local y uno transculturado (por sus venas corren mezclados los impulsos y esencias de su pueblo tanto como los de la cultura mediática global). Pero cualquiera que sea el caso, Cayetana se libra a ejercer el derecho de hablar (con placer y sufrimiento) de sí misma.

 

Conclusión

Es un lugar común, la opinión de que los tiempos de crisis son buenos para la literatura, ya sea porque aproximan a los individuos y las sociedades a experiencias límite o porque incrementan la presión por interrogar el presente. Esto parece cumplirse en la Centroamérica actual cuyas dinámicas sociales es posible que se hayan acelerado (después de la década de bloqueo de los enfrentamientos armados) con los consecuentes desarreglos y rupturas de todo tipo (incluidas la violencia criminal y la económica, y los fenómenos de disociación política), al mismo tiempo que en la literatura puede apreciarse una multiplicación y diversificación de las propuestas narrativas que enriquecen con sus planteamientos el horizonte cultural.

Los tiempos actuales (aunque interpretados sombríamente) parecen estar funcionando como un fuerte estímulo para la escritura literaria que, como se ha visto, demuestra una clara tendencia hacia la subjetivación y hacia la experimentación formal, si bien el fenómeno más notable es el de la dilución del pacto testimonial, antes común entre los autores literarios, lo que apunta hacia un debilitamiento de la alianza de la literatura con los sectores populares. Desde el punto de vista revolucionario anterior, esto no puede ser visto sino como una pérdida, aunque desde los nuevos contextos de democracia formal podría ser visto como un cambio saludable orientado a la diversificación del panorama político. Como puede apreciarse en las novelas, la confrontación del poder político permanece como una característica activa de la narrativa, aunque igualmente puede apreciarse un deslizamiento dentro del espectro ideológico hacia posiciones más bien conservadoras que radicales o progresistas.

Como todo futuro, el de esta narrativa es incierto, a pesar de que la reanimación de la circulación de sus propuestas pueda ser tomada como un signo positivo. En suspenso queda la interrogante de John Beverley con respecto a las limitaciones de la expresión de los subalternos o a la posibilidad de que la escritura literaria se cierre sobre los puntos de vista de una elite de la sociedad. En los términos de Deleuze y Guattari, la pregunta tiene que ver con las tensiones opuestas, por un lado hacia la subjetivación y por otro hacia la enunciación colectiva, que pueden apreciarse en la novelística centroamericana actual. Mientras que, desde la perspectiva de Homi Bhabha, las preguntas tienen que ver con la articulación completa que pueda asumirse en el eje que conecta al sujeto, la escritura, la sociedad, la cultura y el tiempo histórico en la confrontación global del primer y el tercer mundos.

© Héctor M. Leyva


Bibliografía

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Beverley, John (1993): Against Literature. Minneapolis/ London: University of Minnesota Press

Bhabha, Homi K. (1995): The location of culture. London and New York. Routledge

Castellanos Moya, Horacio (1993): Recuento de incertidumbres. Cultura y transición en El Salvador. San Salvador: Ediciones Tendencias

Cortés, Carlos (1999): Cruz de olvido (1998). 2ª ed. México. Alfaguara

Cortez, Beatriz (2000): “Estética del cinismo: la ficción centroamericana de posguerra”. Ponencia V Congreso Centroamericano de Historia, 18-21 de julio de 2000, Universidad de El Salvador, San Salvador (citada en Mackenbach (2004): “Después de los pos-ismos: ¿desde qué categorías pensamos las literaturas centroamericanas contemporáneas?”, en: Istmo, Número 8 <http://collaborations.denison.edu/istmo>

Deleuze, Gilles y Félix Guattari (1986): Kafka. Towards a Minor Literature. 2a ed. Minneapolis/London: University of Minnesota Press

Escudos, Jacinta (2003): A-B-Sudario. Guatemala: Alfaguara

Giddens, Anthony (1998): Más allá de la izquierda y la derecha. El futuro de las políticas radicales. Madrid: Cátedra

Gullón, Ricardo (1984): La novela lírica. Madrid: Cátedra

Lara Martínez, Rafael (1999): La tormenta entre las manos. Ensayos polémicos sobre literatura salvadoreña. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos/CONCULTURA

Lezama Lima, José (1969): “Mito y cansancio clásico”, en: La expresión americana. Madrid: Alianza

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Rey Rosa, Rodrigo (2001): Piedras encantadas. Barcelona: Seix Barral

Valle Castillo, Julio (1999): Réquiem en Castilla del Oro (1996). 2a ed. Managua: Centro Nacional de Escritores, ANE/NORAD/CNE


Notas

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vuelve 1. Lezama Lima (1969) definió el esfuerzo de la escritura literaria como el de la búsqueda de la imagen que ofrece una visión (una organización o forma) de la historia: “Visión histórica, que es contrapunto o tejido entregado por la imago, por la imagen participando en la historia”.

vuelve 2. Lezama Lima defiende la dificultad del barroco como inherente a la hermenéutica misma de la historia: es la resistencia que reta al conocimiento y que conduce al alumbramiento de la imagen: “…es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido”. Op. Cit. 9.

vuelve 3. Anthony Giddens (1998) ha hecho ver la recomposición del espectro político a que condujo el fin del socialismo real y el repunte del neoliberalismo. Para Giddens después de la caída del muro de Berlín la antigua izquierda ha devenido conservadora una vez perdida la bandera de conductores revolucionarios de la historia y reducidos sus planes a la protección de los beneficios sociales del Estado de Bienestar, mientras la antigua derecha ha dejado de ser conservadora (o lo es contradictoriamente) al pasar al papel de promotores del capitalismo y el libre mercado como las fuerzas universales que han de marcar el rumbo de la historia (12). Tal interpretación la hace descansar Giddens en la distinción de los ejes paradigmáticos que estructuran los espacios ideológicos. Por una parte, reconoce el paradigma clásico de la política: la izquierda y la derecha como actitudes orientadas la una a la búsqueda de la igualdad y la emancipación, y la otra al orden y la perfectibilidad humana; y por otra parte, el paradigma no menos importante de las actitudes con respecto a la historia que distingue a los radicales como aquellos que confían en las posibilidades de cambiar y conducir la historia (60, 79), de los conservadores que aspiran a preservar los modos de vida y las tradiciones como un bien heredado del pasado (18, 41). Giddens se opone a los encasillamientos simples de los movimientos y los partidos políticos dentro de estos cuadrantes, pero aprovecha las orientaciones básicas que marcan para revelar el carácter cada vez más confuso y contradictorio que aquéllos ganan.


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