Universidad de Costa Rica
El principal problema del enfoque de Hayden White sobre la historia es apropiadamente sintetizado por Paul Ricouer en una obra reciente:
“...I regret the impasse that White gets caught up in dealing with the operations of emplotment as explanatory models, held to be at best indifferent as regards the scientific procedures of historical knowledge, at worst as substitutable for them. There is a true category mistake here that engenders a legitimate suspicion regarding the capacity of this rhetorical theory to draw a clear line between historical and fictional narrative. While it is legitimate to treat the deep structures of the imaginary as common generating matrices for the creation of the plots of novels and those of historians, as is attested to by their interweaving in the history of genres during the nineteenth century, it also becomes urgent to specify the referential moment that distinguishes history from fiction. And this discrimination cannot be carried out if we remain within the confines of literary forms”.1
Las limitaciones y contradicciones del enfoque de White quedaron claramente expuestas ya en el debate en torno a los límites de la representación, publicado en 1992,2 en el cual, según la gráfica expresión de Ricoeur, “White’s essay exhibits a kind of quartering of its own discourse”.3 El énfasis en tales cuestionamientos se justifica porque parecería, a juzgar por el artículo publicado por Jeff Browitt en el último número de Istmo,4 que la teoría de White carece de una impugnación sistemática, cuando la verdad es que, desde la década de 1980 por lo menos, existe una corriente crítica de sus planteamientos, en la que han participado tanto historiadores como especialistas de otras áreas.
La razón por la cual Browitt decidió descartar tales críticas (cuyo efecto sobre el enfoque de White es claramente expuesto por Ricoeur) es algo que no se aclara en su artículo. Lo que sí es indudablemente cierto es que su entusiasta identificación con los cuestionamientos más radicales al conocimiento histórico formulados por White se basó en tal omisión. El desinterés por considerar con seriedad las respuestas de quienes no comparten el punto de vista de White es, sin duda, lo que le permite a Browitt caricaturizar al historiador como una persona que “típicamente favorecerá la evidencia que confirme sus hipótesis iniciales”.
El efecto lamentable de este tipo de proposiciones es que borra la diferencia entre quien investiga el pasado con criterios éticos y epistemológicos y el que, falto de ellos, está dispuesto a falsificar la evidencia y a manipular, en su propio provecho, técnicas, métodos y teorías. El problema es similar al que se plantea cuando Browitt afirma que un discurso histórico “debe formar sus argumentos en base de [sic] narraciones que buscan convencer por su postura moral, y no porque su ordenamiento narrativo de eventos sea ‘empíricamente verdadero’”. La consecuencia inmediata de tal propuesta es volver irrelevante investigar, por ejemplo, si verdaderamente había armas de destrucción masiva en Irak, si realmente existió la operación Cóndor o si de verdad ocurrió el holocausto.
La discusión sobre las posibilidades, los límites y los condicionamientos del conocimiento científico, en curso desde las últimas décadas, ha evidenciado que la distancia entre las ciencias físicas y naturales y las sociales (en cuenta la historia) es menor de lo que se había supuesto.5 La redefinición de la concepción de la ciencia y del conocimiento que tal proceso implica tiene por base poder diferenciar ciencia y arte, ficción y no ficción, y discriminar entre distintas interpretaciones según su contenido de verdad (por más limitado, provisional o incompleto que sea); y como lo enfatiza Ricoeur para el caso de la historia, tal discriminación no puede ser efectuada si se permanece dentro de los confines de las formas literarias.
La descalificación del conocimiento histórico (y, por añadidura, del producido por las demás ciencias sociales) difícilmente va a conducir a un diálogo provechoso de los estudiosos de lo literario con los especialistas de otras áreas. La pregunta, a la luz de un artículo como el de Browitt, es si existe un verdadero interés por lograr un intercambio de esa índole. El contenido del número 8 de Istmo avanza, quizá, una respuesta: pese a que fue propuesto como una edición especial sobre los estudios culturales en Centroamérica, los trabajos de los historiadores en tal campo (en especial los producidos por los centroamericanos) brillan por una ausencia que, sin duda, es más que un “efecto” o un “alegato” de verdad.
vuelve 1. Ricoeur, Paul, Memory, History, Forgetting (Chicago, The University of Chicago Press, 2004), p. 253.
vuelve 2. Friedlander, Saul, ed., Probing the Limits of Representation: Nazism and the “Final Solution” (Cambridge, Harvard University Press, 1992).
vuelve 3. Ricoeur, Memory, p. 256.
vuelve 4. Browitt, Jeff, “Ese escurridizo objeto de deseo: la verdad histórica”. Istmo, No. 9 (julio-diciembre, 2004) [http://collaborations.denison.edu/istmo/proyectos/verdad.html].
vuelve 5. Wallerstein, Immanuel, The Uncertainties of Knowledge (Philadelphia, Temple University Press, 2004).
*Dirección: Associate Professor Mary Addis*
*Realización: Cheryl Johnson*
*Modificado 31/01/05*
*© Istmo, 2005*