La Revista de Policía durante la dictadura de Carías.
La construcción de una moralidad pública y los discursos literarios.
Universidad Nacional Autónoma de Honduras
En Honduras la difícil emergencia del Estado conoce uno de sus momentos más importantes durante la dictadura del General Carías que extendió su mandato (y con ello hay que decir la estabilidad de las instituciones) por más de una década y media (lo que constituyó una proeza con respecto al rosario de guerras civiles precedentes). Esto se consiguió, entre otras cosas, recurriendo a dos expedientes que interesan aquí: al control social y a la promoción de una determinada moralidad pública. Carías y sus colaboradores supieron que no bastaba el ejercicio de la fuerza (que tantas veces les había fallado a otros caudillos) sino ganar una autoridad moral (independientemente de que se tuviera en la práctica) que compensara la ruptura del orden democrático y que granjeara el beneplácito de la población. Consecuentemente, la dictadura se rodeó de intelectuales, respaldó el periódico La Época en el que aparecieron los escritos favorables más acalorados, lo mismo que ganó la pluma de algunos de los autores literarios más aquilatados del momento, pero sobre todo se fortaleció la policía a la que se la obligó a cumplir ambas funciones, la de reprimir las conductas antisociales y la de edificar la moral pública.
Más de medio siglo después, las páginas de la Revista de Policía ofrecen un rico registro de los desencuentros entre las conductas sociales (la cultura popular, la contracultura) y la moralidad que con excesos buscaba fundar el régimen. Se trataba, desde el punto de vista del cariato no sólo de la apología de la dictadura sino del proceso civilizatorio que hacía falta para conducir a la gente hacia una vida más provechosa y más responsable con respecto a las obligaciones del progreso y la armonía en una sociedad moderna (justamente lo que hacía falta para disfrutar de la democracia antes desvirtuada por las montoneras y los derramamientos de sangre). En este sentido fue un momento particularmente ilustrativo del esfuerzo común a las oligarquías del continente por moldear la sociedad desde la esfera secular de acuerdo con el proyecto de la modernidad1.
Documentar esos desencuentros y dar noticia de esa revista (que tuvo similares por todo el continente) son dos de los propósitos de este artículo, pero desde la perspectiva literaria desde la que se escribe, tiene el propósito también de hacer ver el perturbador carácter fronterizo de dos tipos de discursos, el policiaco y el literario que antes, entonces y ahora se deslizan con toda naturalidad por ambos lados (el reflexivo y el práctico) del peligroso filo de la moralidad pública.
Acostumbrados como estamos a considerar la literatura como un arte abandonado al libre juego de las formas y de las subjetividades (de acuerdo con lo que se ha dado en llamar la epistética burguesa2) solemos dejar de ver lo que en el momento del cariato era perfectamente claro: la centralidad de la discusión moral. Beneficiada con la secularización del impulso religioso, la literatura en Latinoamérica asumió papeles contradictorios dentro de ese conjunto confuso estético y epistemológico que encuadró sus funciones: por una parte la literatura asumió la crítica de la modernidad (el enjuiciamiento de las conductas, de las costumbres y la tradición) y por otro, la sublimación de la subjetividad (la expresividad del espíritu). Y muy a pesar del pretendido eclipse de lo primero, aún en los tiempos del escepticismo, del vaciado o la nostalgia de valores de la postmodernidad, el posicionamiento moral sigue siendo una constante de la escritura literaria.
Estas observaciones tienen por una parte el beneficio de respaldar el reacomodo metodológico con respecto al objeto de estudio de forma que los estudios literarios deban dar cuenta de la dialogicidad y la reflexividad que sostienen los textos en el marco de la cultura y consecuentemente superar la visión limitada de la historia de la literatura como historia de los estilos3. Por otra parte, tienen el beneficio de invitar a reinstalar esa discusión moral de ubicuos asideros, en unos tiempos que se han calificado de pensamiento nómada, reacio a todo tipo de binarismo incluido el de lo bueno y lo malo, y a todo tipo de anclajes, pero de unos tiempos que son también de reavivamiento de la democracia funcional, de confrontación con el capitalismo tardío y de formulación de horizontes postcoloniales.
Apología del tirano
El primer ejemplar de la Revista de Policía que se conserva en la Biblioteca Nacional de Honduras es el número 20 de febrero de 1935 que corresponde al año IV, lo que supone que debió aparecer por primera vez en 1932 y que se publicó al principio con algunas irregularidades y no mensualmente como ocurrió después. La publicación fue sencilla y sobria aunque con cambios en la diagramación y los contenidos según fue pasando el tiempo. Los primeros números fueron impresos en la Tipografía Nacional pero dados los altos costos que esto suponía se dotó a la revista de sus propios talleres, los que fueron anexados a la Escuela de Corrección de Menores dependiente de la Policía bajo un esquema de operación muy práctico y conveniente (como era propio del estilo de la dictadura) de forma que se suplió la mano de obra con los jóvenes internos que así contribuían con la institución al tiempo que recibían formación vocacional.
Los primeros ejemplares impresos en los propios talleres fueron los del número 45 de 1937. El contenido se organizó formalmente con una nota editorial al inicio, en la que se comentaban los asuntos del momento, seguida de una diversidad secciones (la literaria, la histórica, la de divulgación científica, la de identificación de delincuentes y la de formación policíaca) que dan buena cuenta del amplio espectro de funciones que se buscaba que la publicación cumpliera. Los anuncios pequeños pero numerosos de muchas casas comerciales hacen pensar que esta forma de publicidad (que pudo ser más o menos voluntaria) aportó un significativo sostén económico. Se tiraban entre mil y mil quinientos ejemplares de cada número que se distribuían a través de las postas policiales y que se canjeaban nacional e internacionalmente con periódicos y revistas similares.
Algunos de los cambios que muestra la revista ocurrieron en las portadas que a partir de 1939 van a mostrar la efigie de Carías que por entonces había prolongado por segunda vez su mandato. En el número 77 de septiembre de ese año el ceñudo rostro del dictador preside un conjunto de fotografías que muestran las obras públicas realizadas bajo su administración, esto como persuasiva representación de la severidad del tirano tanto como del orden y el progreso que promovía. Esta portada se repetiría muchas veces como también la que aparece en el número 156 de diciembre de 1943 cuando en pleno auge de la Segunda Guerra Mundial se muestran entrelazadas las banderas de EEUU y de Honduras con los retratos de Carías y Roosvelt en cada una.
La apología del gobernante se manifiesta de forma constante en elogios a su personalidad y a sus decisiones, especialmente con ocasión de su cumpleaños y cada vez que prolongó su mandato más allá de los términos previstos constitucionalmente. Los números de marzo de cada año dan cuenta de las celebraciones onomásticas que le brindaba la población de Tegucigalpa y de las muchas felicitaciones que recibía de todos los rincones del país. Las casas se engalanaban con flores, se cantaba la Marcha a Carías en las escuelas, había marimbas en distintos puntos de la ciudad patrocinadas por grupos de simpatizantes de distintas clases sociales, lo mismo que procesiones con regalos a Casa Presidencial. Ocasionalmente la revista da cuenta de los gestos de modestia del presidente que prefiere pasar estas fiestas retirado en sus posesiones campestres de Santa Elena, o que rechaza la erección de una estatua (de hecho parece no haberse erigido un monumento digno de mención en su honor excepto un puente, lo que no deja de ser significativo) pero en otras ocasiones también muestra que acepta alguno de los elogios que se le brindan como la premier de gala que se le ofrece en el cine Clámer del filme Lo que el viento se llevó en su sexagésimo quinto cumpleaños (Revista de Policía 96, marzo, 1941; 134 enero 1942; El Cronista 15 de marzo de 1941).
El editorial de la revista del número 96 de marzo de 1941, es un buen ejemplo de lo que se arguye son las razones de júbilo de ciertos sectores de la población ante la figura del gobernante en sus onomásticos.
“…ha sido un día de júbilo para todos aquellos que estamos identificados con la política constructiva de nuestro Jefe de Estado, para aquellos que ya tiempo anhelábamos la paz, el orden y el progreso de nuestra amada patria. El rumor del pinar ya no es el quejumbroso canto que otrora brotara del corazón herido de nuestra dolida tierra: hoy es la radiante sinfonía que se esparce, cual mágico reguero de notas, bajo el dombo azul de nuestro cielo, por sobre las ciudades, por sobre los valles, por sobre las montañas; es la animadora y triunfal canción del trabajo que encuentra múltiples ecos por doquiera…”
El gobernante es visto como el artífice de una época de armonía y provecho social que ha puesto final a las guerras civiles. Este es el argumento principal que el propio Carías exhibe en su discurso ante el Congreso Nacional (y especialmente ante sus enemigos) cuando por segunda vez prorrogó su mandato y que se reproduce en la revista en el número 69 de enero de 1939.
“Prefiero -expresó el dictador- asumir todas las responsabilidades históricas consiguientes antes que ver nuevamente a mi patria sirviendo de pasto a criminales montoneras y a irresponsables agitadores”.
En ese discurso Carías manifiesta actuar con la confianza de que no lo mueven intereses personales (ni los del rencor ni los de la venganza) y que puesto que tiene las pruebas de los constantes movimientos sediciosos, no flaquea en la determinación de mantenerse en el ejercicio de la fuerza contra ellos y en beneficio del interés general:
“…culpable me sentiría si por temor a responsabilidades o por vacilaciones inconvenientes, hubiera dejado que el mal arruinase el organismo social, produciéndose la anarquía en que muchas veces por ineptitud de quienes han gobernado y por ambición de otros, tuvo la nación la inmensa desgracia de caer”.
Carías manifiesta tener los medios para combatir la anarquía, incluso a costa de sacrificar recursos del Estado que podrían emplearse para fomentar el bienestar material, pero considera que todavía falta lograr grabar en la conciencia de los ciudadanos una cultura de paz, así sea por la fuerza.
“El Gobierno vela día y noche por la paz pública y la tranquilidad social; por sus eficientes medios de información y un efectivo control sobre los enemigos de ella; posee también fuerza moral suficiente para debelar en poco tiempo cualquier asonada revolucionaria que excepcionalmente pudiera organizarse. Pero falta aún que los ánimos entren en la seguridad confiada; que las energías todas se movilicen en el trabajo fecundo y digno, que las fuerzas vivas de la nación, al unísono cooperen con el gobierno a levantar a un plano superior de bienestar y de cultura, nuestro país; y que desde hoy y para siempre la doctrina de la paz entre en la carne y en la médula del pueblo hondureño, como su soberanía y como su dignidad nacional” (Revista de Policía 69, enero, 1939).
En el ámbito de la literatura uno de los más significativos elogios de la figura del caudillo lo fue sin duda la novela La heredad (1934) de Marcos Carías Reyes, sobrino del General y después su secretario y ministro de Educación. Escrita antes de que se convirtiera en dictador, la novela encarna la leyenda que precedía a su tío, quien después de participar en las guerras civiles se había retirado a levantar una heredad de donde se había visto obligado a salir ( y a liderar un partido político) movido por el interminable espectáculo de caos y desolación del país.
Carías, en efecto, disfrutaba del prestigio de ser un hombre fuerte pero sencillo y austero. En la novela, se dice que lo que Salvador Andino (el personaje que encarna al General) hizo con su heredad es lo que falta hacer en el país. La “tierra obscura, baldía, donde florecen las ortigas y los cactos espinosos, donde la maleza se ofrece impenetrable y agresiva; donde pululan las bestias del Apocalipsis” hace falta limpiarla, “quemar, rozar, abonar y cultivar” (Carías Reyes, M. La heredad p72).
Naturalmente, en la literatura (aunque en fechas posteriores a la salida del dictador por razón de su firme censura) encontraron expresión también las opiniones muchas veces exaltadas pero no por ello carentes de razones de sus detractores. Para ilustrar las animosidades subyacentes y para ofrecer el necesario contrapunto de esa confrontación pública en la que se encuentran los discursos de la policía con los de la literatura pueden citarse un par de fragmentos de poemas que acusaron a Carías de ser un agente de la muerte y de haber acabado con la libertad. En su Canción de odio Oscar Castañeda Batres lo responsabilizó por la matanza de obreros en San Pedro Sula el año de 1944.
Puedes prohibir las rosas,
talar los orgullosos eucaliptos,
exterminar la tribu de los pájaros,
ordenar la vigencia de los grises
proscribiendo los verdes sediciosos;
todo lo puedes,
pero tu nombre nunca podrás borrarlo de San Pedro Sula…
…General, Doctor del Crimen:
la sangre no se borra…
Jacobo Cárcamo en Pino y sangre, en un poema elocuente de la ira y el desprecio que Carías suscitó en sus adversarios, escribió:
El día de la muerte del Tirano,
qué alborozo en las almas y en las cosas…
esbozará una risa bicolor la bandera…
el Himno tendrá un ritmo de alegría suprema
y perderá el escudo su tristeza.
Feliz el agua…
feliz el pez y el cereal y la carne
y la leche y el viento,
de no andar ya en el turbio drenaje de su cuerpo…
Escupir en su tumba será dicha de todos…
maldecirlo será una bendición…
cuando el tirano muera,
si hay infierno estará bien habitado
Puritanismo laico
En el modelo personalista y autoritario de Estado del cariato, la figura del dictador, su estatura moral y política, se convierte en uno de los puntos centrales del debate público, muchas veces silenciado pero latente en la articulación de los discursos. La apología del régimen, sin embargo, con ser importante y gravitar sobre el conjunto de la revista, es sólo uno de sus contenidos y una de sus funciones. A las páginas editoriales, donde normalmente se expresan estas opiniones, siguen las distintas secciones de cultura general muy diversas en cuanto a los tópicos que tratan como se dejó dicho antes, pero que tienen a su vez un asunto central hacia el que apuntan: la educación de las costumbres.
En estas páginas aparecen ensayos literarios como la traducción de la primera tesis académica sobre Juan Ramón Molina de William Chaney, fragmentos de novelas célebres como los tomados de La Vorágine de José Eustasio Rivera o cuentos completos de asunto policial de autores como Agatha Christie (Revista de Policía 47 y 55, mayo y noviembre, 1937). Igualmente pueden aparecer artículos históricos algunos de contenido muy general y primordialmente divulgativos como por ejemplo sobre las antiguas civilizaciones americanas o de carácter más especializado como la “Historia de la Policía de Honduras” de José Ynestroza Vega (Revista de Policía 160 abril 1944).
En el número 46 de mayo de 1937 se justifica este tipo de textos como parte del propósito de hacer “más amena e interesante” la lectura de la revista, pero con ocasión de cierta acalorada polémica suscitada a raíz de la publicación de una serie de artículos de Romualdo Elpidio Mejía sobre la “Nueva poesía” (de corte social y nerudiano) los editores expusieron claramente (y con cierto apasionamiento) las razones más importantes. Dirigiéndose contra los que habían lanzado “críticas perversas, estériles y tontas”, escribieron:
La Revista de Policía, en su condición de órgano de la institución, tiene que consagrar buena parte de sus páginas a imprescindibles detalles informativos y a cuestiones de orden técnico; pero dada también su índole de publicación de cultura y de cívicas modalidades, imperiosas y precisas, tiene que dedicar espacio a otras disciplinas ideológicas urgentes. De ahí que acoja en sus páginas trabajos literarios de algún mérito dignos de ver la luz pública. Toda revista que enfile sus pasos por caminos de cultura, debe realizar una labor de intensidad y dimensión ética vigorosa. Todo ser humano necesita, si ha de progresar, atender lo mayormente posible al cultivo de las fuerzas del espíritu, que requieren máximo esfuerzo, para dar los rendimientos fértiles que urge la humanidad para adelantar su evolución más rápidamente… y una cultura se adquiere adentrándose, ahondando en los campos inmensos y en los remansos propicios del humanismo, es decir, en el conocimiento de la literatura, el arte, la ciencia, etc. [La Revista, así, ] cumple con su deber civilizador y patriótico” (Revista de Policía 191 octubre 1946).
De “paranoicos” calificaba el editorialista a los críticos que censuraron por impropia la aparición de literatura en la Revista de Policía. A nuestro juicio el editorialista no se equivocaba al acusar de ideas fijas y de estrechez de miras a esos críticos que no apreciaban las caudalosas venas que conectan la policía con los órdenes de la cultura, incluida la literatura, aunque es justo reconocer también que -desde su muy moderna paranoia- los críticos reaccionaban ante la hibridez que suponía la singular trasgresión de la epistética del momento.
Los artículos de las secciones culturales componen, en efecto, una gran miscelánea, sin concierto aparente como si los textos de lo que se consideraba alta cultura (ciencia, literatura, arte) pudieran por sí mismos educar a los ciudadanos. En cambio, la serie recurrente de artículos propiamente morales resulta más bien avasalladora con respecto a sus propósitos. En cada número se incluye uno o más artículos de plumas nacionales o extranjeras que se dirigen directamente a atacar las que se consideran conductas antisociales o malas costumbres de la gente. Se trata de un género de artículos que no por infrecuentes en la actualidad carecen de una retórica familiar: los crímenes, los vicios e incluso las ligerezas de la población son caracterizados con ribetes atemorizantes y condenados con dicterios fulminantes.
Júzguese, por ejemplo, el artículo contra la morfinomanía (tomado de la Revista de Policía de Perú), en el que se describe esta adicción como un proceso irreversible de degradación tanto de hombres como de mujeres:
“El hombre exangüe, anemizado, enfebrecido, comienza a debilitarse hasta un grado increíble. La mirada bobina, los temblores continuos, la angustia indescifrable que produce la falta de veneno, traza la silueta inconfundible del morfinómano. Sombra adelgazada cuyo dolor sucio le causa todo juicio… La mujer, más débil que el varón, desciende paulatinamente del falso refinamiento a la monstruosidad sexual, a la prostitución vedada o franca por adquirir la droga, y a la innoble mezcla origen de toda clase de deformaciones histéricas en las orgías entre compañeros” (Revista de Policía 20 febrero 1935)
En otro artículo (tomado de una revista de Chile) se presenta con semejante elocuencia el peligro que representa la literatura pornográfica para la juventud y especialmente para las señoritas:
“Hay un mal que hunde secretamente entre las alumnas de colegios de segunda enseñanza y que reviste especial gravedad. Nos referimos a la propaganda pornográfica, que por el hecho de hacerse misteriosa y secretamente, es muy difícil de combatir… Algunas veces ciertos comerciantes inescrupulosos que trabajan en el ramo de libros y revistas, se instalan a la salida de colegios y liceos, y ofrecen su vil mercancía a las pequeñas alumnas, que a veces, por curiosidad únicamente, suelen caer en la tentación de adquirir estas publicaciones, sin sospechar el daño que puedan causar a sus espíritus” (Revista de Policía 192 noviembre 1946)
Resulta evidente que estos artículos buscaban crear un efecto de pánico moral4 entre los lectores, independientemente de que las conductas a que se refieren constituyeran un hecho vivido en la sociedad o una real amenaza (en ambos casos, como se señaló, se trató de artículos que se tomaron de otras revistas de otros países). Como en la literatura amarillista de hoy, existe una cierta debilidad por las anormalidades morales de la sociedad, aunque en otros casos la intención práctica de perseguir o suprimir prácticas activas es explícita. Es el caso de la persecución de los juegos de azar, que al parecer había arraigado de forma extendida en la sociedad hondureña.
“[El juego] ...además de constituir una pasión violenta donde naufragan voluntades débiles, se presta para toda clase de maquinaciones fraudulentas en perjuicio de gentes cándidas tan prontas para dejarse llevar por rosadas ilusiones, como tardías para enterarse de que son víctimas de una martingala…” (Revista de Policía 202 abril 1947).
Lo peor de todo, añade el articulista, es que el juego ha llegado a ser albergado en el seno de familias antes honorables:
“…nos referimos a la costumbre que se ha implantado, tan impropia para nuestro modo de ser, tan divorciada de los principios tradicionales del hogar hondureño de jugar –como es del dominio público- en el seno de las familias, con tal persistencia, desafuero en las cantidades expuestas y falta de prudencia, que muchas casas de probada honorabilidad están descendiendo al nivel de simples garitos. <<Juego porque me da la gana, el dinero que pierdo no se lo pido a nadie>> hablan así para disimular la inquietud que les causa verse arrastrados por la vorágine de esta pasión malsana…” (Revista de Policía 202 abril 1947).
Las concepciones machistas afloran en la censura de este vicio que se considera peor entre las damas:
“Hasta ahora, el juego se consideró una pasión tan degradante que hasta los tahúres más empedernidos se rodeaban de secreto, para ejercer su ruin oficio. ¡Y hoy día son nuestras mujeres –famosas por su recato, alabadas por su pudor- las que arman la mesa de los envites, en el seno de su propio hogar…! Una madre que juega bajo el techo de su casa, que instala en ésta el vicio y permite a sus hijos contemplarlo como cosa más natural del mundo, está sembrando la semilla de futuras desazones y crueles desengaños… La mujer-tahúr que firma cheques en blanco, no puede ser ideal de esposa o madre. Por lo menos nadie podrá decir que su figura sea recomendable, ni ejemplo edificante” (Revista de Policía 202 abril 1947).
Semejantes ataques se lanzan en la revista contra otra costumbre igualmente arraigada en la sociedad hondureña pero de corte tradicional como lo era la inclinación de la gente por los servicios de adivinadores, brujos y curanderos que las más de las veces eran estafadores. En el número 149 de abril de 1943 la constante denuncia de estas prácticas lleva al articulista a hacer un llamado de “guerra contra los hechiceros y brujos” que por dinero ofrecen amarres o solturas de hombres, remedios para un sin fin de dolencias, incluidos los abortivos, pócimas, polvos, menjurjes de amor, muñecas clavadas de alfileres y todo tipo de maldiciones.
Muy notable es el hecho de que más allá de este tipo de intervenciones, estos artículos avanzan hasta censurar prácticas que no constituyen delito o trasgresión alguna de la ley (y esto tiene que ver con la proyección de la revista al espectro completo de la moralidad y las costumbres más allá de la simple vigilancia del orden y la seguridad como corresponde formalmente a la policía). Un buen ejemplo, es un artículo aparecido en el número 95 de febrero de 1941 en el que se ataca ya no el alcoholismo como enfermedad o mal social sino el simple gusto de fabricarlo y beberlo. Se califica de “villana profanación” las técnicas de producción de licor en las que “adorables frutas de la tierra” son convertidas en “fango infecto”, a lo que el articulista añade que no conformes con tomar estas “bebidas putrefactas” los hombres hemos aprendido a extraer “la perniciosa esencia de las mismas” y a “convertir las frutas podridas en un veneno seguro y activo” (Revista de Policía 95 febrero 1941).
En estos casos, la revista muestra las notas de un nimbado puritanismo aunque laico, en el sentido que los argumentos que se exhiben para justificar el exceso de rigor moral se apegan siempre a la razón secular del Estado, preocupada por la salud de los ciudadanos y la armonía social. Así, por ejemplo, cuando se censuran con acritud las “gavillas” o grupos de jóvenes que se reúnen a conversar en los solares baldíos o a las orillas de los ríos por considerar que tales reuniones (aunque en sí mismas no supongan infracción de la ley) constituyen focos de disipación y vagancia que potencialmente pueden conducir al delito.
“En [las gavillas] se comentan las películas policíacas o amorosas, los crímenes publicados en periódicos con lujos de detalles desmoralizadores, los disgustos de los vecinos, y todo esto influye poderosamente en el instinto imitativo de los niños que los lleva al delito como en un plano inclinado por el que se deslizan perdiendo el temor con la audacia que produce la compañía de otros muchachos de mayor edad…” (Revista de Policía 134 enero 1942)
El articulista pide que se persiga a estos jovencitos cuyas risas y comentarios parecen poner en peligro el edificio social, en unos tiempos en que aún no se conocía el violento pandillerismo actual que, sin embargo, es reprimido bajo los mismos argumentos.
Especialmente el cine, que despierta en los años del cariato una gran efusión en los hondureños es descalificado como una fuente de degeneración de la sociedad.
“Amor y crimen es el título que debieran llevar el noventa por ciento de las películas cinematográficas… La pantalla ha venido a despertar dormidos apetitos de lujo, de lujuria, de sadismo que se traducen en delitos y crímenes que a diario registra el periódico, contribuyendo éste también a la desmoralización con sus ditirámbicos relatos propios para crear en espíritus débiles, el afán de imitación” (Revista de Policía 96 marzo 1941)
En general, el articulista se lamenta de las pérdidas de la alta cultura que poco a poco va siendo sustituida por las formas más plebeyas y vacías de la cultura popular.
“La complejidad de la vida moderna y el deseo de emociones fuertes ha desplazado en literatura al libro por la revista; en música al vals por el fox y el blues; en teatro la comedia por los truculentos dramas inverosímiles de la pantalla. Para espíritus superficiales este cambio significa civilización, mas no se ponen a considerar que nada crea ni mejora la revista, el blues ni el drama cinesco” (Revista de Policía 96 marzo 1941)
Se censuran también las lecturas de tramas vulgares o de poca responsabilidad social, los libros que bajo el pretexto de hacer historia “lanzan sombras sobre ciertas figuras que merecen respeto”, y por su puesto, los que promueven la alteración del orden social (Revista de Policía 135 febrero 1942 y 191 octubre 1946).
“…si se colocan en el Índice de libros de doctrinas contrarias a la fe, con igual razón deben los sacerdotes llamar la atención a sus feligreses para que destierren de sus lecturas las obras pornográficas o de doctrinas exóticas contrarias a la democracia” (Revista de Policía 135 febrero 1942).
Una lacra social son también las muchas palabras vulgares con que se expresan los jóvenes y en ocasiones los adultos y aún se hacen eco los periódicos y publicaciones ligeras.
“La frecuencia con que se oyen en la calle palabras sucias en bocas juveniles, da lástima, da lástima y asco encontrar en los periódicos palabras que deben relegarse a las tabernas o a las penitenciarías; es lastimoso que personas que parecen educadas o son instruidas, usen en sociedad las palabras que los carreteros emplean para excitar a las mulas y los bueyes” (Revista de Policía 100 julio 1941).
En general este articulista, que firma sus escritos como José Inestroza, considera que la sociedad se encuentra en un franco proceso de degradación moral sobre el que hace falta dar la señal de alarma:
“Se ha dicho con suma razón que el alcoholismo, los excesos sexuales y el juego, son los mayores azotes de la humanidad contemporánea… ya no es el caso del hombre que regresa bebido de la taberna sino que se trata del individuo que irrespetando el hogar, lo toma como cuartel para su incontinencia. La mujer no se quiere quedar a la zaga y la vemos que en las fiestas y reuniones sociales no sólo cruza la pierna y fuma sino que ingiere bebidas espirituosas de manera desconcertante, al par de sus contertulios. La prostitución corre pareja con el alcoholismo. Gran número de jovencitas ha encontrado en el comercio carnal una fácil como magnífica fuente de ingresos. Y la carne se vende y aún se ofrece y se le hace propaganda a granel ¿Qué decir del crecido enjambre de los discípulos de Birján, que manipulando el cubilete y la baraja dejan el sustento y aún el honor sobre la mesa de apuestas?” (Revista de Policía 158 febrero 1944).
La libertad moral del hombre
En los mismos años en que la Revista de Policía alcanzaba estas notas de puritanismo, la rutilante poeta Clementina Suarez daba en el Teatro Nacional recitales con vaporosos vestuarios que le ganaron la fama de que se exhibía desnuda entre las galas del arte. Como una Isadora Duncan, Clementina escandalizaba a la sociedad tegucigalpense que también la envidiaba por atreverse a cruzar el umbral de la moralidad del momento. Como sostiene su biógrafa Janet Gold, Clementina incursionaba en la histórica empresa para la mujer de posesionarse de su cuerpo y de su inteligencia y de ganar la libertad e independencia que le eran negadas a su género (Gold, J. El retrato).
Evidentemente el puritanismo de la dictadura no era monolítico y acaso era más bien artificialmente exagerado en la revista5. El recurrente descarrío de las costumbres de las clases populares de que la propia revista da cuenta y pretende corregir, muestra a las claras que las conductas sociales fluían creando fricciones en la cultura hegemónica. De forma comparable, en las esferas del arte los intelectuales no sólo desafiaron desvirtuándolo el puritanismo como Clementina, sino que exploraron los límites escabrosos de la moralidad como en el caso de Arturo Martínez Galindo.
A diferencia del discurso policial que ha de mantenerse apegado a las formas de la moralidad que cobra la ley (o las habrá de exaltar con exceso de rigor), la literatura y el arte se permiten rebatirlas, transgredirlas e incluso proponer a la contemplación o a la delectación conductas prohibidas, y esto, si no como solipsismo, como parte de una discusión crítica de la condición humana y de sus horizontes. No de otra forma puede comprenderse, por ejemplo, la defensa de una especie de vitalismo erótico que hace Clementina Suárez en su libro Templos de fuego de 1931, en el que en uno de sus poemas refiriéndose directamente a su sexo lo proclama como una fuente de gozo y de vida.
Sexo,
encarnada rosa,
flor de lujuria
por donde salta mi juventud…
Lirio encendido
en el altar de fuego
de roja estancia …
Desgarrado fuiste
por su loca furia
en aquella tarde...
En que la divina flor
de vida y amor,
en ofrenda a su amor yo di.
Pero yo te bendigo
gruta maravillosa
porque la vida me diste
Y porque en esa flor estropeada
una nueva vida
yo también di…
Clementina confronta los tabúes sexuales proyectando una racionalidad vitalista que al mismo tiempo la ampara y le permite construirse otra moral. Pero no es el caso de Arturo Martínez Galindo que aunque celebra también la sexualidad, lo hace siguiendo el ambiguo curso abierto por Baudelaire y nuestros modernistas de escribir desde el mal, de indagar compartiéndolas las debilidades humanas que desvirtúan cualquier forma de idealidad. En los cuentos escritos durante las décadas del 20 y el 30 y publicados póstumamente en su libro Sombra en 1940 hay entre otras cosas una inquietante atracción sexual de los personajes masculinos por niñas o jovencitas pubescentes en una franca interrogación sobre las raíces de la paidofilia y el incesto, lo que ha llevado a que su escritura haya sido calificada de ominosa y nefasta (Umaña, Helen. “Los signos de la crisis” p.200).
En el otro lado del debate, Luis Andrés Zuñiga iba a dar a conocer sus célebres Fábulas (1919 y 1931) que entroncadas con la tradición clásica no solamente discurrieron sobre la moralidad sino que buscaron inculcarla en la práctica (como formalmente debía corresponder a la escuela o a la policía). Aunque escritas en años anteriores al ascenso de Carías, las fábulas de Zúñiga vendrían a encajar bien con los propósitos de cultivar las virtudes de la ciudadanía. Versaron sobre distintos tópicos (sobre la contención de los instintos y las pasiones o sobre el aprendizaje de urbanidad), pero anticipando los argumentos que justificaron la dictadura, atacaron denodadamente las ambiciones personalistas de poder y los movimientos sediciosos o anarquizantes, mientras por otra parte, defendieron el respeto a la autoridad, la estabilidad de las instituciones y la paz pública.
En cierto modo no sorprende que los escritos de Zúñiga como los de Marcos Carías Reyes antes comentados, se hayan anticipado a las necesidades ideológicas de la dictadura en la medida en que los autores como el tirano asumían las responsabilidades civilizatorias del proyecto más amplio de modernización de la sociedad.
Disuasión del crimen
La última y breve parte de la revista es la dedicada a los asuntos propiamente policiales: a la formación de los agentes (a través de artículos sobre las obligaciones y funciones del cuerpo de policía o a través de artículos técnicos sobre investigación policial como los de dactiloscopia o psicología delictiva) y a la identificación de delincuentes, siendo esto último lo más importante de estas páginas.
(No deja de ser curioso que se dejara para el final lo que desde otro punto de vista era la materia especial de la revista, lo que podría revelar modestia o respeto de las jerarquías dentro de los distintos órdenes de la cultura implicados).
La identificación de delincuentes se compuso con un artículo principal, en el que se relataba la comisión y resolución de algún hecho criminal notorio (por ejemplo asesinatos célebres como el del doctor Sánchez Urbina o conspiraciones contra Carías como la de 1937) (Revista de Policía números 25 de julio de 1945 y 50 de agosto de 1937) y seguidamente se presentaban los listados de detenidos en las cárceles con mención de nombres, edades, tipo de delito cometido y fecha.
Los artículos sobre crímenes suelen ofrecer espeluznantes detalles que tienen los mismos atractivos que las notas rojas muy populares de los periódicos de hoy. En ocasiones se relatan suicidios (Revista de Policía 146 enero 1943, y 190 septiembre 1946) pero las más de las veces son asesinatos, ya sea de madres que matan a sus hijos recién nacidos (Revista de Policía 99 junio 1941 y 141 abril 1945), o de forajidos que asolan los campos (Revista de Policía número 31 de febrero 1936) o de hombres simplemente poseídos de ira homicida (Revista de Policía 77 septiembre 1939, y 141 enero 1943). Un ejemplo de esto último, es el relato de la muerte a hachazos que inflinge un individuo a una familia completa por robarles la ridícula cantidad de cinco pesos.
“En los últimos estertores de la muerte yacían en el suelo las tres víctimas de este ser infernal, cuando tomó un machete Collins y con la mayor calma y enorme salvajismo, procedió a degollarlas una por una y a darles sendos machetazos en varias partes del cuerpo, especialmente en la cabeza” (Revista de Policía 150 mayo 1943).
Las expresiones condenatorias de estos hechos se hacen acompañar de la mención de los castigos que habrán de esperar los criminales, que en el caso de asesinato era la pena capital.
“La mano de la ley caerá de manera inexorable sobre este aborto de la naturaleza y este monstruo inhumano y cruel pagará con su propia vida las que él cegó de forma tan inclemente” (Revista de Policía 150 mayo 1943).
Estas páginas buscaban difundir los éxitos del cuerpo policial tanto como ejercer una presión disuasoria sobre la población que contribuyera a contener la comisión de delitos.
En ausencia de otros registros, los listados de delincuentes por su regularidad y aparente exhaustividad podrían servir ahora para establecer mediciones sobre la criminalidad (tasas de homicidios o de robos por ejemplo) pero también sirven para ilustrar el rigor del régimen como era su propósito original.
Muy frecuentes son en estos listados las meretrices, detenidas por escándalo público, los embaucadores de todos los tipos (incluidos los brujos, los tahúres que imantaban mesas de dados y los falsificadores de dinero), los fabricantes clandestinos de bebidas y sobre todo los ladrones.
En el imaginario popular, el cariato pasó a ser un régimen tan duro que condenaba a la cárcel al ladrón de gallinas, lo que puede comprobarse plenamente en la revista que solía acompañar estos listados con algunas fotos de las personas detenidas exhibiendo los objetos relacionados con el delito (en ese caso las gallinas, pero en otros las herramientas o los bultos de ropa robados, las mesas imantadas, los libros de brujería, los cántaros de chicha fermentada, etc.). Igualmente hay registro escrito y fotografías de detenciones de menores por faltas poco graves (tres niñas de 8 y 9 años, por ejemplo, fueron puestas presas por hurtar un reloj en la casa donde servían como domésticas) (Revista de Policía 79 noviembre 1939).
Es clara la intención de la revista de castigar a los delincuentes con la antigua práctica de la humillación personal (lo que hace de estas páginas un humilladero moderno), y esto se puede evidenciar no solamente en las fotografías sino en los textos que las acompañan cargados de ironía y de burla.
“Esta mujer amiga de lo ajeno se encuentra fichada por haber hurtado varias prendas de vestir.”
“Este raterito peligroso fue remitido a la Central de Policía por ser ladrón peligroso de gallinas” (Revista de Policía 104 noviembre 1941)
Destaca el rigor que se aplica a estas personas que evidentemente delinquían en un contexto de necesidad y pobreza, como si estas condiciones no fueran atenuantes de los hechos o como si la aplicación de la ley fuera según el desideratum implacable y ciega. Actitudes más comprensivas, sin embargo, pueden encontrarse en la literatura en autores como Daniel Laínez quien pudo ser el que mostró más solidaridad y que acogió con más simpatía a los necesitados y los marginados urbanos. En su poema “Enigma” de 1935 escribió:
“¿Hasta cuándo romperemos el enigma indescifrable
de esta vida pordiosera, baja, cruel y miserable…?
¡Ah, qué cuadros torturantes! ¡Cuántas llagas, cuántos males
contemplamos en las salas de los fríos hospitales!
¡Ah, qué cuadros! ¡Cómo llenan el ambiente con sus ayes
los hambrientos pordioseros que pululan por las calles!
En las cárceles hediondas donde cumplen sus condenas
cómo están los hombres fieras maniatados con cadenas;
en los trágicos burdeles, cómo cantan las rameras
con sus voces destempladas tristes coplas lastimeras…
Cómo ambulan por las calles los rapaces harapientos
cómo ambulan…, cómo ambulan: tristes, pálidos hambrientos…”
Laínez en sus poemas y prosas se hizo eco de los dramas de estas personas, aunque entre todos cantó con mayor efusión a las prostitutas, y plasmó con mayor piedad las semblanzas de los dementes mendigos de Tegucigalpa.
Cuando se considera el régimen de censura del cariato generalmente se señala que los autores que permanecieron en el país se llamaron a silencio6, pero el que no se encuentren textos de confrontación política explícita no impide considerar las notas de disidencia que en torno a los temas de la moralidad pública pueden encontrarse en éste como en otros autores. Del mismo modo como resulta irreverente el poema “Sexo” de Clementina Suárez citado antes, igual se podría considerar el que dedicó Laínez al alcohol en Cristales de Bohemia (1937).
“Quiero un sorbo de vino mirífico y violento
áureamente espumoso y bullidor;
una copa cualquiera que enerve el pensamiento,
que anule los sentidos y disipe el dolor.
Quiero una copa maga que me robe el aliento,
sumiéndome en la noche de un profundo sopor.
no quiero que me arrulle la música del viento,
ni quiero oír la charla del claro surtidor.
Yo quiero en torno mío un silencio absoluto;
moverme con la misma estupidez del bruto
sin tener de la vida la más leve noción.
Quiero, bajo la influencia del licor espumoso,
¡no sentirme envidiado, ni siquiera envidioso,
y olvidar que en mis labios floreció una canción!
En tiempos de puritanismo y de racionalidad práctica institucional, la celebración de la bebida y la embriaguez, como triunfo del pesimismo y entrega a la sin razón, resulta contestataria en la misma dirección que la identificación benevolente con los marginados.
Las fuerzas del mal
Volviendo a los listados de detenidos (en ocasiones presentados como “galería de delincuentes”) pueden mencionarse algunos otros casos ilustrativos del celo policial. Hay un niño de 12 años detenido por robar un cepillo de carpintería, otro de 15 por robar maíz y otros mayores de edad uno por hurto de un termo para vender popsicles y otro por el de una pluma fuente y un reloj (Revista de Policía 152 diciembre 1943). Hay también detenidos por propaganda comunista (Revista de Policía 98 mayo 1941), una mujer por rufiana, una pareja por actos inmorales, otros por escandalosos y ebrios, por vagar, por jugar dados, por jugar billar siendo un menor, y otros por causa del todo injustificada: “por sospechosos” (Revista de Policía 43 enero 1937).
Esto último merece comentarse por lo que revela de las reacciones de la policía ante lo raro. El exceso de rigor en la vigilancia del orden lleva a considerar peligroso lo que no se comprende, lo que es infrecuente, o anormal. Un registro muy singular acompañado de fotografías es el de la detención de una pareja que intercambió sus ropas. Sobre la mujer pesaba el agravante de ser prostituta, pero el motivo de su detención en este caso fue el de haberse puesto las ropas de su acompañante (como él mismo había accedido) para poder asistir al cine (puesto que no estaba bien visto que mujeres solas se codearan con los hombres en esos recintos). El hombre, mientras tanto permaneció dormido en la habitación de la mujer, pero la policía sorprendió el engaño (Revista de Policía 38 agosto 1936).
En otro de los casos reportados por la revista no está claro si hubo detención pero en cambio se presenta con una fotografía lo que le ocurrió a cierto individuo a quien su madre había vestido de mujer hasta la edad adulta (Revista de Policía 134 enero 1942). Y en otro caso, se presenta la fotografía de un indígena (a quien se identifica como “un individuo de una tribu salvaje”) que habiendo sido encontrado deambulando en las proximidades de La Montaña de la Flor había sido traído a la fuerza a la capital para indagar, lo que no había sido posible por no hablar una palabra de español (Revista de Policía enero 1939).
La policía sospecha de lo raro porque considera que más allá de lo normal existe el mal, entendido éste como amenaza, como elemento disociativo o como enfermedad que acecha el cuerpo social. Como explica uno de los articulistas los gérmenes del mal forman parte de la condición humana y es misión de la policía detectarlos y neutralizarlos:
“…aunque la policía tan admirablemente reorganizada y orientada por su actual director general [Camilo Reina], en nuestro país combate la delincuencia con vivo empeño y eficacia, siempre ocurren actos delictivos a los cuales la ley aplica la pena que merecen… pero es que como dijo Cristo hay en la humanidad mala levadura. Más o menos en mucha parte de los seres humanos, el fermento perverso, cínico, feroz, satánico se exterioriza en actos execrables. Por ello instituciones de seguridad y justicia, en cumplimiento cabal de su deber, como el Argos y Heracles de la mitología, cada día supermultiplican su edificante dinamismo fértil y su trascendente visión… centuplicar su energía para reprimir y castigar el crimen…” (Revista de Policía 192 noviembre 1946).
La intuición de que han sido fuerzas transindividuales del mal (nefastas y destructoras) las que atravesando la historia han llevado a sumir al país en la tragedia (en la violencia política y la extrema pobreza) es una de las motivaciones principales que alienta la más voluminosa novela escrita en Honduras: Bajo el chubasco (1945) de Carlos Izaguirre, probablemente la obra literaria cumbre del cariato. La novela, dedicada al mismo dictador, recrea como en un vastísimo mural la vida del país durante el medio siglo que precedió a su régimen. La historia es la de un hombre que no por casualidad se llama Inocente Paz, víctima de las anárquicas conflagraciones de la época quien ve morir en ellas a sus amistades, a su familia, y que en el mismo proceso se ve despojado de su heredad, de sus ideales y de su propia vida. Pero este argumento es sólo el pretexto para el desarrollo de una morosa meditación sobre la realidad natural, económica, política, social y cultural en busca de las causas de esa tragedia.
“Tierra sin horizontes, caminos sin fin, como si los que la poblaran y los transitaran, fueran seres sonámbulos guiados por extrañas fantasmagorías y empujados por fuerzas descentradas, yendo hacia el ocaso, sin la vibración de la esperanza y la campanada solemne del destino. ¡Tierra entristecida por las sombras de los que se fueron, oyendo el ritmo sonoro de sus muertos y sintiendo la lenta transformación de sus cuerpos en su propio seno…! ¡Tierra milagrosa, escarnecida por epopeyas mezquinas, depauperada en su exhuberancia por el látigo de fuego de masas sin oriente, empujadas hacia los desfiladeros por el inacorde grito de caudillos anónimos! ¿…qué explicación encontrar a este caos? (Bajo el chubasco 117)
Izaguirre encuentra que los caudillos han sido unos de los principales responsables del fracaso del país, que en su sangre corre un “virus maldito” (p 117), un “virus de odio que inocularon en el corazón de las multitudes” persiguiendo intereses personales como auténticos “mercaderes de la muerte” (p 138). Estos liberticidas, como los llama, han enardecido a las masas enarbolando perversamente las banderas de las libertades y los derechos cuando sus verdaderos propósitos eran la satisfacción de sus venganzas, de su orgullo y sus ambiciones personales. Y entre todo, lo peor ha sido que sus acciones han actuado como la chispa que ha hecho prender las hogueras de las bajas pasiones en las masas, las que en su ignorancia han dado rienda suelta a sus ciegos odios y rencores “precipitándolas en los abismos de la turbulencia y la barbarie” (p 139).
“Se olvidó en ese loco desvarío, -escribe Izaguirre- que lo esencial y fundamental es el desenvolvimiento y fortalecimiento de las actividades espirituales, para cimentar sobre ellas las capacidades mentales y físicas, es decir, que lo primordial es educar, para después instruir. Si los instintos no se disciplinan, si las tendencias anarquizantes no se sujetan, si las tradiciones y herencias no se armonizan, si las aspiraciones no se controlan y se canalizan, a un mismo tiempo, no puede desempeñar jamás labor eficiente y liberadora la instrucción, ni puede fundamentarse la conciencia cívica, que más que relampagueos eruditos necesita de una cohesión espiritual indestructible” (pg 139).
Semejantes argumentos pueden encontrarse en otras obras importantes del cariato, como en El drama político de Honduras (1958) de Lucas Paredes que es el equivalente en la rama de la historia de la novela de Izaguirre o en Democracia y redentorismo (1942) de Julián López Pineda que lo es en la de los estudios políticos. En la práctica podría tratarse del caso común en Latinoamérica de la inestabilidad de los gobiernos ante la incapacidad de satisfacer las libertades y los derechos en el marco del Estado democrático, frente a lo cual se plantea la necesidad de crear primero las condiciones que hagan posible la democracia (la educación ciudadana, el fortalecimiento de las instituciones, el crecimiento de la economía, etc.). Pero desde el ángulo cultural, lo destacable en este caso es que se lucha contra un mal inefable y que es una lucha que se sobrepone a todo, incluso a la defensa de las libertades políticas, los derechos y la democracia. Como paradójicamente lo expone López Pineda, el argumento que mejor respalda al dictador es el de la defensa de lo bueno independientemente de que las acciones requeridas fueran democráticas o humanitarias.
“El mal consiste en la libertad de que han disfrutado los ambiciosos de poder para soliviantar a las masas. Y no habrá orden, ni paz, ni tranquilidad, mientras no surja un gobernante fuerte y preparado para hacer el bien, que tenga el valor de establecer una dictadura inteligente, resuelta a cortar de raíz todo conato de revuelta, a dominar las ambiciones de los políticos y a organizar las fuerzas del progreso y la cultura… lo que necesitamos es un hombre que asuma todas las responsabilidades, inclusive la de mancharse las manos de sangre” (López Pineda, J. Democracia y redentorismo 7).
Evidentemente el problema de estas afirmaciones era la ambigüedad inherente a lo bueno y lo malo. Si bien los cariístas parecían tener claro que luchaban por la paz, en lo demás parecían muchas veces debatirse con sombras.
En parte, esto es lo que se aprecia en la Revista de Policía en la que todo cuanto pudiera asociarse con el quebrantamiento de la paz era malo y todo lo malo (lo anormal, lo ilegal) se asociaba con ello, de donde probablemente provino su extrema severidad en algunos (pero no en otros) de los insondables campos de la moralidad pública.
(Es muy importante destacar que mientras el régimen demostró un celo exacerbado en la defensa de la paz, fue tolerante con respecto a otros males sociales que afectaban también de forma nociva la legitimidad y la estabilidad de las instituciones del Estado, como lo fue la corrupción. Los historiadores señalan que el enriquecimiento ilícito de los funcionarios públicos y el cohecho eran fenómenos tan viejos y “escandalosos” como las guerras civiles, y aunque “el mandatario de los diez y seis años fue honrado en lo personal”, “desgraciadamente toleró por una serie de circunstancias el enriquecimiento rápido de sus allegados” (Argueta, M. Tiburcio Carías 171)).
Para los cariístas, sin embargo, el problema que estaba planteado era el de la paz, y la sujeción de las pasiones e intereses personales no tenían que ver con otra cosa que con eso.
“Los pueblos como los individuos que dan rienda suelta a sus bajos instintos y sus malsanas pasiones, que no tienen como se dice ni Dios ni ley; que no respetan autoridad alguna ni acatan sus disposiciones, ni cumplen con las ordenanzas legales, son pueblos y son individuos que van irremisiblemente al fracaso, a la anarquía y a la más completa desmoralización. Un pueblo en esta vida de desorden donde no está ya garantizada ni la existencia, ni la propiedad, es pueblo que está llamado a desaparecer, o a llevar una vida de miserias, de abandono, de dolor y de muerte. Cuando un pueblo se encuentra en estas desgraciadas condiciones, se hace necesaria la acción enérgica de un hombre que sobre todos los obstáculos quiera sacar a su país de una negra postración; quiera levantarlo; quiera hacerlo digno, honrado y trabajador…” (Revista de Policía 159 marzo 19444).
Con ocasión de los hechos de 1944, cuando desafiando la dictadura se produjeron protestas en las calles que fueron brutalmente reprimidas, la revista esgrimió los mismos argumentos que antes contra los manifestantes. En un artículo titulado precisamente “Las últimas llamadas de las fuerzas del mal” se lee:
“Elementos nacionales apegados fuertemente todavía a las viejas prácticas del bochinche y de la matanza fraterna, del mes de julio del año anterior para acá, se empeñaron y se esforzaron porque el trabuco homicida y el grito de exterminio se oyeran nuevamente en los cerros, en los valles y en los poblados de nuestra patria. Se habló como siempre de las libertades públicas, del bienestar del pueblo, de injusticias y transgresiones a la ley para que el pueblo creyera en tales artificios, se dejara seducir con tan bonitas palabras y fuera a blanquear con sus huesos la campiña nacional; para que ellos, los logreros, se sentaran a la mesa del presupuesto de la nación; pero en balde; el pueblo hondureño, especialmente el pueblo humilde y trabajador ha venido conociendo por su propia experiencia, ha visto con sus propios ojos y ha sentido en su propio corazón que solamente la paz, el orden y la tranquilidad pública le pueden proporcionar los medios por los cuales puede llevar a su hogar el pan y el abrigo, el sustento material y espiritual que han de traerle, como una bendición de Dios, dicha, contento y felicidad”. (Revista de Policía 170 enero 1945)
Para entonces había pasado ya más de una década de dictadura y este tipo de protestas iban a persuadir más tarde al tirano de dejar el poder, pero entonces el desafío de su mandato recibió como respuesta manifestaciones multitudinarias de apoyo en las principales ciudades del país. En el número 164 de julio de 1944 pueden verse fotografías de las manifestaciones en Tegucigalpa bajo el siguiente titular: “20,000 ciudadanos vivaron ayer al presidente.
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vuelve 1. Estudios orientados en semejante dirección para Costa Rica pueden encontrarse en Molina Jiménez, Iván y Steven Palmer. 1994. Estado, política social y culturas populares en Costa Rica (1800/1950) San José. C.R. Porvenir-Plumstock Mesoamerican Studies. Pg. 12.
vuelve 2. Campa, Román de la. 1996. “Latinoamérica y sus nuevos cartógrafos: discurso poscolonial, diásporas intelectuales y enunciación fronteriza” Revista Iberoamericana. Pittsburg. LXII (176-177): 697-717.
vuelve 3. Indirectamente este artículo se encuentra relacionado con las reflexiones dentro del grupo de trabajo sobre una Historia de las Literaturas Centroamericanas del Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas de la Universidad de Costa Rica. Ver: Leyva, H. 2003 “Elementos conceptuales para una historia de las literaturas centroamericanas” para el libro sobre metodología de dicho proyecto en prensa. Como señala Bajtín cada texto participa de forma consustancial de un contexto dialógico con los demás textos de la vida social con respecto a los cuales establece réplicas, proposiciones, acuerdos, repeticiones, variaciones, etc . Bajtín, M.M. 1982. Estética de la creación verbal. México. Siglo XXI. Pg. 265. Como señalan John Beverly y Nelly Richard la crítica literaria participa del proceso de emergencia de Latinoamérica y lo latinoamericano como objeto de estudio y de la constitución de un espacio crítico multidisciplinario en el que se intersectan distintas prácticas académicas y posiciones sociales. Beverly, John. 1994. “Writing in Reverse: On the Project of the Latin American Subaltern Group”. Disposition XIX. Richard, Nelly. 1997. “Intersectando Latinoamérica con el latinoamericanismo: saberes académicos, práctica teórica y crítica cultural” Revista Iberoamericana. Pittsburg. LXVIII (180): 345-361.
vuelve 4. Entendido el pánico moral como el temor colectivo que persiguen estos artículos al presentar determinados hechos como amenazas a los valores e intereses sociales Cohen, Stanley. 1972. Folk Devils and Moral Panics. London. Macgibbon and Kee.
vuelve 5. En las páginas del conservador periódico La época Manuel Adalid y Gamero atacaba ese puritanismo y lo achacaba a la ignorancia: “Muchos de mis compatriotas de ambos sexos creen que es una delectación inmoral y pecaminosa la contemplación de un desnudo artístico… Existe muchas veces, especialmente en los países atrasados un pudor mal entendido, o falso pudor, en cuyo nombre se suprimen del idioma las voces más castizas (lavativa, parir, amamantar, etc.) y se sustituyen con eufemismos ridículos, se proscribe la lectura de obras científicas y la contemplación de obras de arte, cuadros, estatuas. Las personas que hacen alarde de este falso pudor pasan por mojigatas ante las personas cultas, o cuando menos por provincianas cursis… La época 28 de noviembre de 1939. Tegucigalpa.
vuelve 6. La generación de 1935 a la que pertenece Laínez y otros autores ha sido juzgada como una “generación fallida” por no haber sido capaz de generar un cuestionamiento del proceso político que les tocó vivir. Ver: Sosa, Roberto. “La generación de la dictadura” y Paredes, Rigoberto “Honduras, medio siglo de historia literaria (1935-1985) en Paredes, Rigoberto y Manuel Salinas Editores. Literatura hondureña. Tegucigalpa. Editores Unidos. 1988.
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