Imelda Vega-Centeno B.

 

Mutua implicación entre política y religión: Las “religiones políticas”

Colegio Andino del Centro Bartolomé de las Casas de Cusco (Perú)

imelda@amauta.rcp.net.pe

Bibliografía

El retorno de lo sagrado ha sido anunciado en los últimos treinta años, a través de cuestionantes ejemplos y en oposición a las supuestas comprobaciones de una secularización generalizada. Hace ya algún tiempo Malraux había elaborado una hipótesis respecto a un siglo XXI “necesariamente religioso”, y parece haberle ganado la apuesta a un Weber profeta del “avance irreductible de la racionalidad”. Tanto ayer, como hoy y mañana, el espacio de lo sagrado es aquél donde la exigencia personal del sentido y la exigencia de relación con un orden idealizado, pueden encontrar el lugar de su satisfacción; relación que no se establece sin ambigüedad, pues la naturaleza misma de lo sagrado no se devela internamente, ni se encierra en los límites de una definición.

La pluriformidad del retorno de lo sagrado nos invita a replantearnos el viejo problema de lo religioso, concepto que nos remite a lo sagrado, pero también a las necesidades de orden social, las mismas que se diversifican dentro de las distintas formaciones sociales y de los cambiantes procesos históricos. Lo sagrado según la escuela durkheiniana, separa lo que es de su dominio propio, y aquello que pertenece a lo profano, aunque “hay comunicación entre ambos mundos”, luego se desdobla en una especie de “sagrado puro” garante del orden y del bien, y un “sagrado impuro” asociado al desorden y al mal. Estas dos categorías guardan una relación antagónica y ambos géneros permiten una serie de transformaciones recíprocas. Lo sagrado se nos aparece construido por una infinita variedad de fenómenos, delimita no sólo el espacio de los dioses, espíritus y otros seres personales, sino que puede manifestarse bajo formas insospechadas (Balandier, 1988, 222).

La modernidad –y en contrapartida, aquello que se ha llamado la posmodernidad-  somete a lo religioso a  prueba de grandes cambios ya que la religión no se manifiesta tan sólo a través de las funciones que la tradición sociológica le había otorgado: es decir, dar una visión coherente del universo, conferir legitimidad a las instituciones, a los tabúes y a los roles sociales, o dar los medios para elaborar respuestas colectivas para lo inesperado de los acontecimientos. Las situaciones nacidas de la modernidad son reveladoras de la ambigüedad constitutiva de lo sagrado, sede de un orden frente a la efervescencia colectiva (Durkheim), respuestas a las demandas de legitimación y a las reivindicaciones (Weber); ambigüedad que se manifiesta y que tiende hacia los extremos, fundamentando diversos tipos de integrismos. Además, el proceso de secularización pone en crisis a la religión como objeto de fe, hecho social en el que confluye el fenómeno contemporáneo que Balandier ha llamado un “agnosticismo banalizado” (Balandier, 1988, 222).

Con la modernidad, las religiones son sometidas a la ley de la competencia. Estas ya no se imponen por tradición o coerción, sino que ahora son objeto de selección libre u opción personal. Inclusive, dentro de las propias iglesias históricas concurren diversas ofertas, unas son empujadas por la adaptación hacia las demandas modernistas, otras se encierran en la integralidad de la doctrina, la liturgia o la autoridad; otras reivindican una revitalización de la fe por una renovación carismática, otras restituyen a la religión una carga política y social liberadora. Concurren también un conjunto de movimientos de disidencia y de sincretismos, que toman características sectarias, de importación de legitimidades, espiritualidades, ritualismos no occidentales, esoterismos diversos y hasta de cierto “sagrado impuro” o formas de culto demoníacas (Balandier 1988, 223).

Asistimos a un cierto desborde de lo sagrado, el espacio de las religiones pareciera no depender más de aquellas, así como la “muerte” de los dioses no conlleva su extinción, sino que resulta siendo objeto de múltiples transformaciones. Es el caso trabajado por los sociólogos franceses, por ejemplo, frente a la disminución de las prácticas de culto dominical, los templos de las religiones históricas se vacían, pero se repletan los “templos de la nueva religión del deporte y del culto al cuerpo” (Hervieu Léger, 1993). En medio de esta eclosión de lo religioso hacia el tercer milenio, las instituciones religiosas han perdido la carga exclusiva de las funciones que en otro tiempo cumplieron dentro de las más variadas sociedades; lo sagrado se encuentra liberado, disponible, aparece en estado difuso, como una especie de energía utilizable para usos diversos.

En este contexto, es que elaboramos nuestras hipótesis sobre la homología estructural existente entre lo religioso y lo político. Homología estructural cuyo origen está en la necesidad de producirelsentido, teniendo en cuenta que el sentido religioso es el más incuestionable de los sentidos producidos por la necesidad antropológica de significación. Pareciera que, a pesar de todas las elaboraciones teóricas sobre la racionalidad en la producción del sentido en lo político, existe una tendencia antropológica permanente que une a la política con la religión. La cuestión de fondo estará entonces en preguntarse “de dónde salen estos dioses de consumo político y a dónde van a buscarlos los hombres” (Bajoit, 1992).

Podríamos decir que un primer nivel de fundamentación de las creencias colectivas son las ciencias y las filosofías que fundarían creencias “racionales”. Por debajo de este nivel están las ideologías, las cuales fundan a su vez creencias no-racionales. Subyacentes a las ideologías encontramos los niveles más profundos de expresión y comunicación, los sistemas sociocognitivos, los cuales fundamentan creencias basadas en “otras lógicas”. A mayor profundidad de los sistemas culturales encontramos al mito, como mapa histórico y social, sistema de explicaciones últimas y de construcción de “otras racionalidades”.

NIVELES DE FUNDAMENTACIÓN DE LAS CREENCIAS

CIENCIAS Y FILOSOFÍAS  ===>    CREENCIAS “RACIONALES”

    IDEOLOGÍAS         ===>      ...   “NO RACIONALES

                     CULTURA     ===>     ...   CON “OTRAS LÓGICAS”

                                    MITO       ===>      ...  “OTRAS RACIONALIDADES”

Confrontados con la complejidad del sistema de construcción cultural del sentido, nuestra búsqueda se orienta hacia aquello que no cambia, al origen de las permanencias culturales expresadas en lo político. Estamos frente al inconsciente colectivo, a las estructuras profundas que constituyen al yo individual y colectivo, y por ello ante la urgencia, y no sólo la pertinencia, de hacerse preguntas fundamentales sobre la relación de mutua implicación entre lo político y lo religioso (Bajoit, 1992; Vega-Centeno, 1991).

Dinámicas entre política y religión: ¿Mutua implicación u homología estructural?

Así como lo político tiende a volverse religioso, las religiones tienden a hacerse políticas, sea a través de su participación en la legitimación del estatus político o a través del modelo contestatario que busca legitimar el cambio social. Un extremo al que puede conducir este tipo de homología estructural entre lo político y lo religioso es el generado por los Estados-Partido, siendo este el instrumento de un orden total, que somete a la economía, cultura, pensamiento, así como a los hombres, para borrar todas las diferencias individuales y colectivas que podrían manifestar la múltiple riqueza de lo social, imponiéndose sobre todos la realidad única del Estado-Partido. En este tipo de orden totalitario, la utopía toma el aspecto de una religión de orden secular llevada a sus extremos. En función del orden se elimina a los hombres que podrían ser agentes del desorden, pues resultan subversivos frente al orden totalitario. Este último no retiene de lo sagrado sino el culto incuestionable al fundador de “una sola iglesia” (o partido) y la liturgia repetitiva orientada a excitar las creencias emotivas de las masas (Balandier, 1988, 215-217; Vega-Centeno 1991, 56).

Este tipo de desplazamientos de lo sagrado hacia lo político tiene orígenes antiguos, y ha tenido particular importancia como sacralizaciones de lo político y de determinados modelos de dominación. Estos transvases son posibles porque existe un cierto parentesco profundo que une a la política con la religión: la afirmación de una coherencia y unidad, de un orden y sentido, la puesta en marcha de obligaciones justificadas por la trascendencia, la capacidad de orientar las opciones y conductas individuales y colectivas. Cuando las ideologías políticas se absolutizan al punto de llegar a ser concepciones del hombre y del mundo, comprendiendo todos los aspectos de la existencia y prescribiendo una moral, es que podemos hablar propiamente de religiones políticas (Vega-Centeno 1991; Williame, 1995, 79). Por estas características, las religionespolíticas han podido servir para legitimar el poder. La reciente apelación religiosa y misionera de George W. Bush para justificar la invasión de Irak y sostener una guerra absurda es un patético ejemplo de esto. A su vez, en la protesta anti-autoritaria, lo religioso puede jugar un rol importante. Los casos de Polonia o de la ex-RDA, nos muestran el impacto socio-político de lo religioso en tales circunstancias.

Antes de avanzar más, es preciso hacer una definición formal del fenómeno socio cultural y político que hemos llamado religiones políticas, pues como dice Moscovici, “no se es solamente religioso cuando se adora una divinidad, sino cuando de pone todos los recursos del espíritu, todos los ardores del fanatismo al servicio de una causa o de un ser, quien ha llegado a ser el fin y el guía de los sentimientos de las multitudes” (Moscovici, 1983, 34).

Partimos de la división religión sagrada / religión profana de Moscovici, quien hace la distinción en cuanto al alcance de los referentes que animan a cada tipo de fenómeno religioso: pero como  se trata más de una figura retórica, nosotros nos vimos precisadas a utilizar el concepto de religiones políticas para designar el fenómeno de mutua implicación u homología estructural, producido entre los fenómenos político y religioso. Las funciones de esta relación serían: dar una visión totalizante del mundo que alivie la fragmentación que produce la ciencia, la tecnología y los sistemas de convencimiento en general, respondiendo a necesidades profundas de armonización del individuo y de la colectividad, ofreciendo una concepción del mundo donde cada problema encuentra su solución. Las religiones políticas, además, reconcilian las tendencias sociales y antisociales permitiendo la adhesión a un ser, o a un conjunto de valores y a un sistema coercitivo a través de un juego de identificaciones (con un ideal triunfante). Finalmente las religiones políticas disimulan el misterio, lo poseen y a nombre de esta posesión imponen reglas y proclaman verdades inexplicables si no es dentro de un sistema de creencia, encubre fuertemente la razón y la defiende de enemigos e infieles (Vega-Centeno 1991, p.57; Moscovici, 1983).

La relación de mutua implicación u homología entre lo político y lo religioso, produce una serie de fenómenos complejos. Por ejemplo, así como la revolución islámica de 1979 ha generado el resurgimiento de integrismos regresivos, la transformación de lo religioso en espacio político no significa obligatoriamente el resurgimiento de una nueva vitalidad religiosa. Por el contrario, parece haber generado la situación propicia para la aparición del “creyente no practicante”, así como  del “practicante no creyente”, abriéndose de esta manera la oferta religiosa diversificada hacia el terreno ambiguo y ambivalente de las creencias fofas y de las religiones a la carta, como la sociología francesa ha llamado a ciertas formas de “consumo religioso”, en las cuales el creyente actúa como en un supermercado, picoteando retazos de prácticas religiosas según criterios de consumo individual y “necesidades religiosas a medida”. La adhesión a dichas prácticas no genera un fenómeno de creencia, sino de consumo religioso (Vega-Centeno, 1995; Schlegel, 1995; Hervieu-Léger, 1993).

En cambio las funciones que cumplen las religiones políticas nos refieren a los fenómenos de profundidad originados en los sistemas sociocognitivos de la población, pues aportan un conjunto de elementos de convencimiento y de sentido que van mucho más allá del estilo supermercado de las creencias fofas.

El prototipo de la adhesión creyente dentro de las religiones políticas, implica la adhesión a una sola verdad, y la consiguiente dimisión del derecho a pensar, pues el sistema de respuestas al que se adhiere “libera” al individuo de la sensación de orfandad frente a la amenaza del caos y al abrumador desafío de la realidad. El creyente se acoge a un sistema cerrado de respuestas que le proveen no sólo de la seguridad de estar en lo cierto y en el dominio sacrosanto de las verdades reveladas, sino que esta forma de adhesión personal lo convierte en imagen y semejanza del maestro, guía y conductor supremo, de quien proviene toda verdad y todo acierto, a cuyo amparo se ha acogido.  Dentro de este sistema de adhesión que generan las religiones políticas, la lógica política del mito juega un rol fundamental, pues enraíza las creencias y la adhesión personal consiguiente, en las estructuras de profundidad del inconsciente colectivo: estructuras cognitivas, afectivas, discursivas e ideológicas que son indisociables, y que juntas cumplen una función socio-cognitiva, pues fundan la comunidad, cuánto más incuestionable, si se trata además de una comunidad de creyentes, poseedores de la verdad, a la que se ha adherido voluntariamente.

La fuerza del convencimiento de las religiones políticas proviene de la necesidad antropológica de certidumbres; en situaciones cuestionadoras, donde la duda se enseñorea y las seguridades en los sistemas sociales, económicos y políticos están seriamente devaluadas, las religiones-políticas poseen la poderosa capacidad de “hacer-hacer, hacer-creer, hacer amar y detestar, dar razones para vivir o morir”. La experiencia cotidiana del “hombre dividido” es paliada frente a una oferta del “hombre integrado”, a través de un sistema de identificaciones profundas, donde el homo-credens no es opuesto al homo-economicus, sino que aquél lo integra dentro de una misma  experiencia identificatoria . De manera que la terrible experiencia de desamparo, sufrida por las masas dispersas en un mundo con muy pocas oportunidades y repleto de hostilidades; resulta transustanciada, dentro del sistema de adhesión creyente de las religiones políticas, de modo que la masa es liberada de su orfandad para venir a ser el reflejo del líder-fundador, el cual se encuentra, a su vez, retratado en el seno de la multitud emocional que él convoca, reúne y cuya fe-política, alimenta.

Pero, ninguno de estos fenómenos de relación compleja entre la necesidad antropológica de certidumbres de las masas y la capacidad carismática del líder sería posible si, dentro de la capacidad mítico-simbólica de los pueblos, no existiera la demanda profunda de inversión del mundo. Esta es otra de las características del mito que origina, en última instancia, a las religiones políticas. Frente a la amenaza del caos, la experiencia cotidiana de dispersión e impotencia, surge en las masas la necesidad de salvación, salvación que no será posible si no se invierten radicalmente las situaciones de opresión, sufrimiento, carencia y dolor experimentadas en el presente. Cambio total al que aspiran, pero frente al cual experimentan la más absoluta impotencia. Surge entonces la figura omnipotente, omnisciente y amorosa del líder carismático, que unida al prestigio político por él alcanzado, lo convierten en el hacedor de la necesaria inversión del mundo. Para que este sistema de explicaciones venga a ser creíble e incuestionable se reelabora la “novela familiar” sobre el origen del líder, así como se relee la historia, para que ésta encuentre su explicación última en la acción e intervención del líder a través de las religiones políticas (Vega-Centeno 1991, p.79; Moscovici, 1983).

El avance de lo político bajo forma de religiones políticas tiene un conjunto de efectos políticos sobre las diferentes organizaciones religiosas, ya sea las iglesias mayoritarias con fuerte asidero social, o los grupos minoritarios con poca influencia en el mundo social. El primer efecto es la competencia por un público, que convertido en creyente, se somete a la autoridad incuestionable de sus líderes, de su ortopraxis y de su propia ortodoxia. Ahora bien, esta competencia adquiere nuevas características en el tiempo de los medios masivos de comunicación y de las avanzadas técnicas de mercadeo. Los predicadores de púlpito son confrontados a los teóricos de la psicología de masas, los que consideran que es más eficaz repetir que demostrar, por ello las antiguas “pruebas” de la existencia de Dios o de su intervención directa en la historia de los hombres han perdido su capacidad de convencimiento. El hombre de hoy está más dispuesto a “creer” lo que afirma una estrella (star) de la televisión, del cine o el deporte, “pues debe tener razón ya que su rostro y su voz son conocidos y reconocibles” (Delsol, 1994).

Esa es otra de las paradojas de nuestro tiempo, cuando decimos que se está perdiendo el sentido de la autoridad. Sin embargo, estamos obligados a reconocer, paradójicamente, que la autoridad en el sentido original del término, es decir del ascendiente personal, está lejos de desaparecer: “en el sentido original del término la autoridad implica iniciativa, voluntad, creación, responsabilidad, quien dice autoridad dice también autor, el que hace crecer, el que construye” (Delsol, 1994, 34). En el mundo actual donde todo sistema de autoridad es cuestionado, se ha llegado a la opción libre por individuos que, a través de su prestigio, avanzan sobre dominios y jerarquías previamente establecidas. La autoridad que guía a los creyentes surgirá de la combinación (variable) entre el carisma y las competencias específicas: de esta manera el jefe de banda suplanta al padre de familia, el gurú al obispo y el chamán a la medicina.

Otra característica de lo sagrado en la modernidad, es su gran movilidad, la inmensa diversidad de objetos en los que se éste se encuentra presente. Da cuenta de este fenómeno, la multiplicidad de metáforas asociadas a experiencias subjetivas, su cualidad de “energía surgida de la exuberancia de una vida colectiva aun no controlada y conducida a la búsqueda del sentido” (Balandier 1988, 223). Se explica así la capacidad de lo sagrado de impregnar el terreno secular, su poder significante para entrar en correspondencia con las ritualizaciones de la vida cotidiana y contribuir de esta manera a un encantamiento con el cual los individuos y colectividades pueden ablandar la dureza de lo real dentro de  situaciones de prolongada y grave crisis. Por el trabajo de lo simbólico y de la solidaridad interna que engendra, convalida las experiencias socio-culturales y políticas que tienden a asociar una nueva solidaridad con nuevas e inéditas significaciones. Lo sagrado aporta su fuerza y potencia de fascinación a la contestación y a empresas de ruptura de que se sirven para legitimar la violencia, convirtiéndola en un acto de venganzamoral y en un acto sacrificial fundante (Balandier, 1988, 224). Y es éste el sentido en el cual es usado lo sagrado dentro de las diversas vertientes del terrorismo en la actualidad.

A su vez es indudable que el hombre de hoy busca las razones últimas para su existencia, fuera de los caminos encasillados de las religiones establecidas. Pero no es menos cierto que por la actual dinámica de lo sagrado, se abren nuevas perspectivas y surgen nuevas ofertas religiosas, pero estas no escapan, necesariamente, del cálculo oportunista, la perversión, y del cinismo político. Su “novedad” radica más en la diversidad de la oferta religiosa y la pluriformidad de ofertas culturales vehiculadas a través de ellas.  Los crímenes de la secta Ahum en el Japón, o los suicidios colectivos en Waco, Suiza o San Diego, nos hablan de un manejo perverso de lo religioso en función de dudosos objetivos económicos y políticos. Asistimos al surgimiento de dudosos “maestros de vida”, al surgimiento de vedettes convertidas en ídolos juveniles, cuando no de personajes políticos que provocan cultos idolátricos en torno a sus personas, con la ayuda de la fascinación que explota el sensacionalismo de los medios de comunicación masiva. Con estos ídolos del prét à porter, se trata de superar la rutinización de la vida cotidiana y se invierte en las prácticas del exceso (de sexo o violencia), lográndose oponer a lo “sagrado domesticado por las iglesias”, una especie de “sagrado en estado salvaje”, sujeto a la opción y manejo arbitrario e individual (Balandier, 1988, 224).

En este contexto de desborde heterogéneo de lo sagrado, las religionespolíticas toman el lugar de las otras religiones y las combaten, abierta o soterradamente, lo que prueba su carácter religioso, su voluntad de sustituir a lo religioso propiamente tal. Estas son las formas extremas que se traducen en sistemas organizados de creencias y de prácticas, regidas por un verdadero clero político. Moscovici en su trabajo hace comparaciones de las jerarquías stalinianas con las del Vaticano, y más contemporáneamente con los liderazgos políticos de los ayatolhas y los imanes en el medio oriente. En todos estos casos resulta difícil distinguir dónde comienza y dónde termina la relación político-religiosa.

Si recordamos los ejemplos históricos, algunos muy recientes, donde se han producido fenómenos de implicación mutua entre lo político y lo religioso, veremos que lo más frecuente es que el Estado conserve siempre algún carácter eclesiástico, aunque se sitúe al final de un proceso de laicización. Esta es la naturaleza del poder, mantenerse bajo forma manifiesta o enmascarada, como una verdadera religión política. Hace tiempo Luc de Heusch decía que siempre “la ciencia política nos reenvía hacia la historia de las religiones”.

Pero, al mismo tiempo, la ampliación de los fenómenos con características religiosas hacia lo secular, adquiere formas más difusas, generando ya no verdaderas religiones seculares, sino formas seculares de religiosidad cuyo carácter religioso es problemático, pero del cual no se puede dudar. Se convierten así en competidores de las ofertas religiosas, y como pueden tener cierto nivel de eficacia frente a las necesidades de ritualización de lo cotidiano, terminan restándole público a los diversos tipos de oferta religiosa propiamente dicha (Vega-Centeno, 1995; Piette, 1993). Algunos autores, por ejemplo, han llamado la atención a la “religión de las stars”, donde comprueban la transferencia del material simbólico cristiano hacia otro objeto, transferencia simbólica que no es indiferente para el público de las iglesias cristianas, pues los creyentes de las iglesias se sienten removidos, cuestionados, con respecto al uso “profano” de los símbolos y contenidos de la fe de sus mayores. Lo religioso aparece como diseminado, flotante, encontramos huellas de lo religioso en lo secular, en nuevas pero ambiguas y ambivalentes “hibridaciones” (Hervieu-Léger, 1993; Piette, 1993).

Pero la competencia por el público que se produce entre las religiones y las religiones políticas, tiene efectos más complejos que estas hibridaciones. Si tomamos como ejemplo a Polonia, vemos cómo al integralismo político se opone un integralismo religioso, y de esta oposición no sólo se desencadenan complejos procesos históricos, sino que luego ambos sistemas de creencias resultan seriamente cuestionados en su capacidad de convencimiento y en sus funciones sociales (Hervieu-Léger, 1993).

Religiones Políticas en América Latina

Hemos asistido a este tipo de fenómeno en los países del Este, y más cerca en Perú, dentro de la organización socio-cultural de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que se ofrece como un sistema organizado de administración de la verdad y de la adhesión creyente que genera. Las religiones políticas administran la verdad, las creencias y la producción del sentido, por ello otorgan nuevas significaciones al vivir o morir por una causa, los slogans apristas como el de “Sólo el APRA salvará al Perú”, o el grito de “Patria o muerte” del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua, fueron razones para vivir o morir de cientos de creyentes.

El APRA, comienza su turbulenta historia política en 1924, aunque su fundación partidaria sea solamente en 1930. Desde entonces será un fiel en la balanza política nacional.

Así pues, luego de un tenso proceso de autonomización de la Iglesia local de Lima, frente al antiguo régimen aristocrático y autoritario de Augusto Leguía en la década del veinte, la iglesia nacional se encuentra dentro de una cerrada competencia, en el campo simbólico, frente a la pujanza del Aprismo Popular. Los líderes eclesiásticos de entonces se habían refugiado previamente en la condenación y el anatema, afirmando que era imposible ser aprista y católico al mismo tiempo.

Aunque las prohibiciones de los grupos eclesiásticos recalcitrantes no llegaron a surtir efecto, objetivamente el paralelismo existente entre el sistema de creencias ofrecido por el aprismo y el sistema de creencias aportado por la Iglesia católica en el Perú de los años treinta hasta los años cincuenta, entraron en competencia. En esta competencia no sólo estaba en juego el mismo público --los sectores medios y populares--, sino también el mismo tipo de prácticas rituales. De esta manera, para los católicos se cerraron posibilidades de discusión sobre temas sociales, pues corrían el riesgo de ser tildados de apristas. De esta manera, la verticalidad de la organización eclesiástica, se vio reforzada por la competencia con la verticalidad autoritaria del aprismo(Klaiber, 1988).

En el período postconciliar, los grupos de elite católica se desembarazaron de la estrechez de esta competencia, y se congregaron en torno a una corriente eclesial que produciría posteriormente la Teología de la Liberación, corriente que impulsa el compromiso político de los creyentes en una perspectiva socialista. Estos grupos intelectuales aunque llegaron a tener una cierta influencia en medios políticos progresistas, no llegaron a tener gran vigencia dentro de aquellos, ni lograron desarrollar la capacidad de generar ellos mismos un movimiento político de izquierda, más allá del brillo y las intenciones de algunos líderes.

Las organizaciones de izquierda peruana tienen el mismo tipo de características sociales mesocráticas que el APRA y la Iglesia católica misma, son sectores dispuestos a seguir a un líder carismático que encarne la causa común, y están menos dispuestos a participar en las complejas formas de participación y militancia que los ilustrados medios eclesiales progresistas han producido.

Tras una serie de intentos insurrecionales, una persecución feroz en su contra, dudosas alianzas electorales, sucesivos virajes políticos y un veto de los militares en su contra, el APRA llega al poder electoralmente en julio de 1985. Justamente, al tomar directamente el poder comienza el proceso de desmitificación de la organización, pues el ejercicio directo del poder, y no la promesa escatológica de hacer "el cielo en la tierra", resulta jugando el papel de imperativo categórico, o de criterio de verosimilitud entre su discurso y práctica políticas.

La constitución de un fenómeno social y cultural como el caso del Aprismo, asume las características de una religión política, por ello conlleva la dimisión del pensamiento y la renuncia a la verdad, pues se adhiere a la verdad de consumo privado que provee el aprismo, especie de “verdad ad hoc, para consumo de los creyentes”, la misma que está más allá de cualquier sistema de verificación, es “la verdad aprista” y basta. Estas características subrayan la necesidad de un sólo pensamiento guía, puesto que la verdad del aprismo está para ser consumida, no para ser discutida o construida. El grupo de especialistas religiosos, o el sector de confianza política que rodea al Jefe máximo no es pues un grupo de producción intelectual, sino de meros difusores, divulgadores, de una doctrina pre-establecida, de cuyas mudanzas el único productor y árbitro es y será, el Jefe. Este sistema de administración de la verdad y de la capacidad de discernimiento, alejará progresivamente a los grupos de elite intelectual que originalmente convocó con su programa de cambios nacionalistas y revolucionarios, pues en toda organización política o religiosa, los intelectuales aspiran al derecho de pensar en libertad. Producida la ruptura del APRA con los intelectuales, y consolidado el sistema vertical autoritario del nuevo partido, se produce consiguientemente la mediocrización de su militancia. En estas circunstancias se explota la capacidad de adhesión creyente de las masas populares, y se suple por la adhesión masiva incondicional la incapacidad de convencer en la que esta propuesta política ha caído, a pesar de haber surgido a la escena política como una esperanza libertaria para el continente. La pasión colectiva reemplaza a la coherencia doctrinaria y encubre el autoritarismo.

Tras un desastroso período de gobierno el APRA deja el poder en 1990. La crisis de organicidad que sufre posteriormente, pone de manifiesto conflictos de organicidad, inercia social, incapacidad de contestación orgánica, resurgimiento de integrismos y nacionalismos con fuerte carga etnocida, entre otros fenómenos.

Y es que cuando estos sistemas tan coherentes como cerrados, entran en crisis, cuando la crisis de los paradigmas políticos converge con determinados procesos históricos, se desencadenan graves procesos sociales, cuyos efectos últimos estamos aun lejos de poder vislumbrar.

En el caso del Perú, este proceso se produce además en otro contexto político internacional. En un mundo unipolar, donde la única potencia mundial comienza a propugnar en el Tercer Mundo, gobiernos con pequeños líderes semicarismáticos, neoliberales y suficientemente corruptos como para someterse a los dictámenes del único superpoder. Ejemplos de estos "autoritarismos de nuevo tipo" que hemos trabajado posteriormente son: Roo Tae Wo en Korea, Sukarto en Indonesia, Fujimori en el Perú, Bucharam en Ecuador, etc.

Las religiones políticas son posibles gracias a la concatenación de una serie de condiciones de posibilidad, que generan un medio cultural en el cual el inconsciente colectivo produce las otras lógicas que necesita para seguir viviendo y continuar persistiendo en la historia. Cuando desaparecen algunas de estas condiciones y se desbordan otros procesos históricos no previstos, se desencadenan fenómenos de reestructuración social y cultural que ponen al descubierto viejos problemas antropológicos no resueltos: odios ancestrales, tendencias etnocidas, integrismos nacionalistas, que nos refieren a problemas de larga duración, y frente a los cuales la eficacia de las religiones-políticas sólo había desplegado el manto de su capacidad coercitivas. Estos conflictos fundantes, sin embargo, estaban lejos de haber sido resueltos.

Pero como existe en el inconsciente colectivo la capacidad mítico-simbólica, y esta puede ser reactivada por los “expertos” en la manipulación de las voluntades colectivas; los técnicos del mercadeo y de los medios de comunicación masiva la usan cual sombrero de mago, sacando de su bagaje mítico los símbolos y las ofertas simbólicas que movilizarán la líbido de las masas en función de objetivos coyunturales, electorales o de ventas. Esta explotación del inconsciente colectivo y de su capacidad mítico-simbólica es de corta duración, pero allí están los desastrosos efectos de los gurúes que operan con los dedos, las vírgenes cuyas estatuas lloran, o los videntes que salen a profetizar en coyunturas electorales. Nuevamente comprobamos el “desborde” de lo sagrado hacia lo político, que si bien no llega a la complejidad orgánica de las religiones-políticas, sus efectos no dejan de ser menos desastrosos.

Conclusiones

No sé si es posible, o si es deseable, la secularización de lo político; lo que sí es cierto es que frente a un Tercer Milenio cada vez más religioso pero menos eclesiástico, es decir, más abierto a la opción libre de los individuos que escogen y seleccionan sus prácticas religiosas (notar que no hablo de creencias), se abre el amplio abanico de oferta de las creencias fofas. Al mismo tiempo que, en la intersección entre lo político y lo religioso, se perfilan ya no más los grandes sumos sacerdotes de la estatura de Stalin, Mao, Hitler, Castro o Haya de la Torre; sino que surgen los modernos gurúes políticos, que con un uso hábil y oportunista de las técnicas de la psicología de masas, con la eficiente ayuda de las técnicas de mercadeo y la contribución del sensacionalismo de los medios de comunicación, manipulan temporalmente la líbido de las masas, para obtener resultados electorales y económicos, explotando las necesidades de adhesión creyente de las mismas, su miedo a pensar y su tendencia a consumir certidumbres, aunque sean temporales (Bajoit, 1995; Moscovici,1983; Vega-Centeno 1995)..

En contrapartida de las religiones a la carta, nos encontramos con los neo-populismos del estilo de Fujimori, Bucaram, Chávez, Gutiérrez o Menem, con mayor o menor permanencia de su impacto identificatorio, quienes buscan mantenerse en el poder explotando cierto efecticismo de sus obras y el carisma de su estilo personal no-convencional. Ninguno de estos líderes posee la capacidad mítico simbólica y el carisma que les permitiría entrar en contacto con los latentes míticos del inconsciente colectivo, que sí fue el caso de Haya o de Perón; pero ya no estamos en el tiempo de los sistemas totalizantes de creencias, y el modelo del éxito en la modernidad se mide por su inmediatez, característica subrayada por las técnicas de mercadeo aplicadas a lo político. El estilo de consumo de creencias al estilo supermercado o “a la carta”, ha cuestionado el modelo anterior de creencias; si bien la demanda hacia lo sagrado pidiéndole orden, sigue latente; frente al futuro, las religiones-políticas no representarían más un “seguro contra todo riesgo” frente al desorden, en tales circunstancias, ¿por qué no acudir al pragmatismo no convencional de los carismáticos de la anti-política? Tal parece ser la lógica de la opción libre, por la que caminan, religiosamente, las masas en América Latina   (Balandier, 1988).

© Imelda Vega-Centeno B.


Bibliografía

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Bajoit, G. (1992), Pour une Sociologie relationelle. Paris: Presses Universitaires de France.

Balandier G., (1988), Le desordre: Eloge du mouvement. Paris: Fayard Edts.

Delsol, Ch. (1994), L’ Autorité. Paris: Presses universitaires de France.

Hervieu-Léger D. (1993), Les religions pour mémoire. Paris: Edts. du Cerf.

Klaiber, Jeffrey (1988), La Iglesia en el Perú. Lima: Fondo editorial PUCP.

Moscovici, Serge (1983), L'age des foules. Paris: Libairie Fayard Edts.

Piette, P. (1993), Les religiosités séculiéres. Paris: Presses universitaires de France.

Schlegel, J.L. (1995), Religions á la carte. Paris: Hachette Edts.

Vega-Centeno, I. (1991), Aprismo Popular: Cultura, religión y política. Lima: CISEPA-PUCP y Tarea coeditores.

Vega-Centeno, I (1995), “Sistemas de creencia en la sociedad moderna: desencuentro entre oferta y demanda simbólicas”, Sociedad y Religión, No. 13, Revista de la Asociación de Cientistas Sociales de las Religiones en el Cono Sur, Buenos Aires.

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