Teresa Fallas

 

Entre mulas, rieles y revoluciones

las mujeres centroamericanas se escriben

Universidad de Costa Rica

teresaf@cariari.ucr.ac.cr

 

Notas*Bibliografía

Escribo...

Escribo para enxendrarme

 -coma se fose outra no ovario do pensamento.

Para darme a luz

-e darme luz-

Delumbrada polas propias palabras. Axúdoas a parirse do me corpo

¡Tan miñas!

E tan outras.

Enfeitizada

Míroas como á filla recén nacida tan de min

e tan descoñecida.

 María Xosé Queizán

.

Reflexionar sobre la escritura autobiográfica es introducirse en un laberinto de definiciones, teorías y teóricos que aún hoy, siglos después de estar escudriñando este género con distintas perspectivas, no acaban de perfilarlo porque conforme lo hacen se desdibujan sus fronteras, unas veces para ensancharse, otras para constreñirse, nunca para sedentarizarse porque parece gustarle el vaivén, el juego del adentro y del afuera, el nomadismo y la trashumancia.1

Si a esta escritura tan elusiva y escurridiza, la asociamos con las mujeres se complica aún más su dilucidación por cuanto es un género que nace (re)ligado a la figura protagónica masculina, para cantar sus hazañas y glorias, cualidades de las que carecerían las mujeres por cuanto la estructura homosocial, que repartió lugares y roles, no concibe que en el espacio de lo femenino ocurran sucesos dignos de contarse, por la domesticidad y la cotidianidad que lo caracteriza.

Las mujeres han incursionado en esta práctica escritural desde los primeros tiempos2 desoyendo las censuras y deslegitimaciones para autorrepresentarse3.  No han dejado de fabular con su yo desafiando el canon y subvirtiendo un género de muy difícil delimitación por la hibridez que lo caracteriza, cualidad que, como manifiesta Sylvia Molloy, lo convierte en un tipo de escritura productiva como consecuencia de su misma indeterminación y porque “pretende realizar lo imposible, esto es, narrar la historia de una primera persona que sólo existe en el presente de la enuciación”. (Molloy, 11)

Las descalificaciones de este género considerado, en muchas ocasiones, literatura menor4, provienen de diferentes frentes y tiempos.  Desde 1929 Virginia Woolf sugería “que la era de las autobiografías había pasado, que la mujer no necesitaba ya escribir para expresar su rabia, su amargura y su protesta.  Por fin iba a poder concebir la escritura como arte.” (Biruté, 13)  Décadas después Marguerite Duras se lamenta  que la mujer no escriba más allá de lo autobiográfico, “hecho que parece molestar también a Julia Kristeva, quien recomienda la “purgación de todas las reminiscencias” para llegar a la madurez creadora.” (Biruté, 15)  No obstante las desacreditaciones las mujeres tienen una larga historia ligada a este género mediante cartas, diarios, memorias, autoetnografías; escritura siempre en busca de auto(re)presentación.

En Centroamérica algunas escritoras publican textos autobiográficos entre los años cuarenta y los sesenta, reseñando en ellos las primeras décadas del siglo XX.  En este período se editan la novela autobiográfica Peregrinaje (1944), de la escritora hondureño-guatemalteca Argentina Díaz Lozano, Tierra de infancia (1959), de la salvadoreña Claudia Lars, denominada memoria poética y El angosto sendero (1968), novela autobiográfica de la salvadoreña Amparo Casamalhuapa. 

Las obras citadas, a las que me referiré en esta disertación, se refieren a la infancia y temprana adolescencia de las escritoras, con excepción de El angosto sendero que se extiende hasta la etapa adulta de Casamalhuapa.  Son textos que se convierten en una praxis de experimentación porque mientras unos son relatados linealmente, otros están escritos al ritmo de los recuerdos y las divagaciones que refulgen y se celan conforme los selecciona la memoria.  Sin aparente jerarquía, aunque claramente identificados, conviven en las obras algunos relatos como confesiones, cartas, canciones, discursos y leyendas indígenas, que se injertan fecundando la historia de la reflexividad femenina.

Unas veces a lomo de mulas, otras sobre rieles, algunas veces inmersas en dictaduras y revoluciones, las autobiógrafas centroamericanas inician una búsqueda de sí mismas, sin lograr liberarse aún del modelo impuesto pero con ansias de cortar ataduras.  Son mujeres en transformación como lo está, también, la región centroamericana.  Ya recreando el paisaje propio o descubriendo el país ajeno, estas escritoras perfilan en ese vaivén por las geografías de sus territorios no sólo sus propias vivencias sino las transformaciones de sus países5 con cambios que se suceden en lo político, en los medios de transporte, en la tenencia de la tierra, en los conflictos sociales.

Con la autoconciencia de sí mismas y de la región que habitan ad(quieren) conciencia del otro6 ad(vertido) desde diferentes prismas; en algunas ocasiones incorporándolo como lo hace Claudia Lars con el otro-chele que es su propio padre, otras capitulando como Argentina Díaz Lozano ante el otro-estadounidense o, en el caso de Amparo Casamalhuapa, convirtiéndolo en cómplice, cuando en su huida del tirano encuentra la solidaridad del otro centroamericano.

Cartografiando la corporalidad femenina

En la búsqueda de sí mismas las escritoras en estos textos intentan cartografiar su corporalidad, aunque no logran visualizar su cuerpo de manera unitaria porque lo muestran fragmentado7: unas veces aparecen los cabellos atados por cintas de colores, otras los labios a los que se pone “rouge”, más allá asoman las nalgas enrojecidas por los castigos. Es un cuerpo que va vestido con largas faldas y excesivas abotonaduras, en otras ocasiones lo cubren con pantalones, motivadas por largas cabalgatas que hacen por sus propios países o por los ajenos y que provoca la desaprobación del varón que llega a decir que de llegar a la presidencia “dictaría una ley prohibiendo a las mujeres usar pantalones y montar a caballo como hombre.” (Casamalhuapa, 90)

Inmersas en una sociedad tradicional donde los roles de cada sexo han sido definidos con carácter permanente8, las subversiones de estas mujeres no incluyen el cuerpo que de esa manera se oculta u olvida bajo ropajes que no permiten adivinar las formas femeninas por lo que no se puede mapear el cuerpo que permanece focalizado sólo en algunas secciones, permaneciendo la sexualidad y el erotismo en el continente oscuro9al que se relegó a la mujer desde hace mucho tiempo.  La falsa modestia que le impone la sociedad a las mujeres les impide develar su cuerpo y no es sino de manera indirecta que recrean una imagen borrosa de sí mismas por comentarios que hacen los otros “me habían dicho “jovencita linda” y sentía que el mundo era mío” (Díaz, 234)

El temor a ser confundida con una imagen estigmatizada socialmente hace que Casamalhuapa culpe al tirano Hernández Martínez si se la juzga “como una mujer que comercia con su cuerpo” (Casamalhuapa, 80), pues una mujer que viaja sola al exilio puede aparentar ser lo que no es al traspasar “los límites que corresponden a la conducta de una señorita.” (Casamalhuapa, 45)

Pese a que el cuerpo femenino aún está expropiado, estas mujeres saben lo que no quieren ser de ahí que repudien la imagen femenina acartonada.

Repudio de la imagen femenina eternizada

En la grafía de estas escritoras centroamericanas la imagen de la madre es un obstáculo, aunque no insalvable, para incursionar en espacios antes vedados, por ello la negación a seguir perpetuándola ya que no llena sus expectativas. La crítica a sus respectivas madres, es una constante aunque lo hacen de manera velada y con diminutivos para atenuar el reproche “¡Era muy extraña aquella madrecita que nunca he podido comprender del todo!” (Díaz, 38)

Si en Peregrinaje la madre es exaltada porque según expresa Elena, voz narrativa de esta novela, su vida “no tiene importancia más que cuando estuvo relacionada a la de la noble y abnegada mujer que era MAESTRA Y MADRE” (Díaz, 166), la contradicen diversas expresiones censuradoras de una madre que, pese a ser profesional, no logra romper un modelo sociocultural heredado.  Esa desaprobación es palpable también en Tierra de Infancia de Claudia Lars pues las referencias que hace de su madre son críticas encubiertas a la mojigatería, a la sumisión, a la ignorancia, a la desidia permanente que caracteriza a esas respetadas matronas “dueñas de un tiempo lento y sin importancia” (Lars, 115)  Aunque apenas nombra a su madre cuando lo hace es para recordar el poco interés que tenía por la poesía y por cualquier otra cosa que no fuera el compartir con las criadas los quehaceres de la gran casona, señalando entre los atributos maternos el silencio, la humildad, la fragilidad y el deseo de servir, características del eterno femenino “programación educativa que en los sistemas patriarcales enlaza las definiciones de la feminidad con los atributos de domesticidad, pasividad, renuncia y entrega incondicional a los demás.” (Macaya, 5)

Empeñada en denunciar al tirano que gobierna en El Salvador Amparo Casamalhuapa, encubierta bajo la voz narrativa de Rosalba, no destina un papel relevante a la madre aunque la perfila desde su infancia quizás en un empeño por esbozar una figura que le enseñó literatura y arte para optar por entregarse a los roles femeninos acostumbrados como los quehaceres del hogar y la costura poniendo “especial esmero en vestirme de etamines y encajes.” (Casamalhuapa, 84)

Aunque las tres escritoras intentan renunciar a seguir perpetuando el orden patriarcal es general la admiración que tienen por los modelos masculinos representados por el abuelo, el padre, los tíos y los hermanos o por maestros como Alberto Masferrer, mentor de Casamalhuapa.  No es de extrañar ese entusiasmo con los varones que se movilizan en escenarios para ellas vedados y en actividades que los convierte en personajes amantes de la literatura y la escritura y, como tales, gestores de los anhelos de escriba de estas mujeres. 

Gestacion de la escritura

Esencial para el autoconocimiento femenino es la relación que establecen estas autobiógrafas con la literatura.  La lectura, actividad a la que se dedican desde muy temprana edad, no sólo significa un escape a los sinsabores, como los que sufre Elena, voz narrativa en Peregrinaje, sino que la encamina a la escritura cuando subida en un árbol, con un libro abierto sobre sus piernas decide “escribir algo bello. Escribí, borré, volví a escribir, leí y me encantó (...) no pude contenerme y le dí a Enriqueta “mi producción”. (Díaz, 246)  Tan entusiasmada está con las seis líneas iniciáticas que las incluye en la novela y relata que le llevó dos horas pulirlas, con lo que aventura un arte de difícil ejecución.

A Claudia Lars la magia de la poesía le llega por diferentes rumbos.  Se anuncia con el ritmo impuesto por los temblores en esa tierra de volcanes donde las más de las veces el Izalco y en las menos el Quezaltepec obligan a los moradores que habitan al pie de sus faldas, a emigrar a otras ciudades salvadoreñas. Se vislumbra con el paisaje que goza en los paseos con su abuelo a lomo de mulas, con los cuentos del manco Anselmo o con el regalo de luciérnagas que le hiciera el indio Cruz, que la convirtió en un farol ambulante de esmeraldas vivas.  El advenimiento de la poesía se adivina, también, con las leyendas relatadas por las indias-cocineras de la gran casona, en tardes de lluvia y relámpagos.

Larga travesía iniciática la de Lars que no es sino el preámbulo para arribar a la poesía que le viene del padre con el que se identifica plenamente.  Es en la casa-chica del fondo del patio, rebozante de libros, pinturas y música, especie de refugio-útero del padre, donde se gesta su nacimiento como poeta: “Éramos tan parecidos –no sólo en el aspecto físico, sino también en el carácter y la expresión verbal- que no se necesitaba mucha inteligencia para saber que su sangre y sus anhelos me habían formado, dentro del misterio del amor.” (Lars, 183)

No es de extrañar que la autoconciencia emergiera en Amparo Casamalhuapa, a muy temprana edad. Lectora desde los cuatro años, de cuanto libro caía en sus manos, es con la lectura que la descubre: “desde que tengo idea de mí misma, cinco años a lo más, “La cabaña del Tío Tom” me horrorizaba. Se necesita tener fibra de santo para soportar la esclavitud.”  (Casamalhuapa, 83)  Ese tránsito hacia la auto(re)presentación no sólo es palpable por la lectura sino por la sensibilidad que experimenta ante la naturaleza “Recuerdo claramente que a los seis años, ya adivinaba que los aires de noviembre, las campanulas azules y las noches claras y estrelladas se habían hecho para que yo las gozara en toda su plenitud.” (Casamalhuapa, 83)

Esa misma sensibilidad y su admiración por Alberto Masferrer, la induce a la escritura.  Escribe poemas, artículos periodísticos y encendidos discursos como el que la obliga a salir al exilio; única opción para salvarse del dictador por la denuncia social explícita hecha en en su alocusión donde denuncia “hoy más que en ningún tiempo, estamos pasando por un período de verdadera tiranía y corrupción social, en el que decir la verdad y defender la ley es un crimen que se paga con la cárcel y el destierro.” (Casamalhuapa), 40)

No importa si les llaman “literatas locas” o “cabecitas locas”10, o no se les presta ninguna atención a sus escritos, igual continúan escribiendo sin permitir que las descalificaciones interrumpan la magia de la escritura. Por eso no es raro que se rechacen pretendientes que les exigían se quedaran “escribiendo sobre la belleza y la bondad en abstracto(...) que no escribiera sobre temas que ellos llamaban peligrosos.” (Casamalhuapa, 81)

Escudriñando sobre sí mismas estas escritoras vislumbran al otro y esto las lleva a hurgar entre la mismidad y la alteridad.

Entre la mismidad y la alteridad

En la búsqueda de sí mismas, de su autodefinición, descubren al otro que se configura desde distintas perspectivas. A Díaz Lozano es el otro-estadounidense el que la seduce y ante quien claudica desde temprana edad.  Su admiración envuelve al país del norte cuando confiesa su deseo de estudiar en Estados Unidos11, nación que mediante “las guerras, ha impuesto un régimen de justicia y libertad” (Díaz, 223) y cuando le manifiesta a un joven que estudia allí “feliz usted que se va a ese gran país; yo sería feliz si pudiera también ir allá, siquiera a aprender inglés; me gusta tanto ese idioma”. (Díaz, 244)

Con la historia intervencionista de Estados Unidos en Centroamérica, es difícil entender la fascinación que ejercen en la autobiógrafa los marines cuando entran a Honduras tras el llamado que hace el ministro norteamericano pidiendo protección: “Todos eran altos, hercúleos y jóvenes; la mayoría tenían ojos azules y los cabellos claros o rubios. Una parte, bien armada, custodiaba la legación de los Estados Unidos. Otros se acuartelaron en una casa vecina y no se mezclaban para nada en la tremenda lucha de que eran testigos.  Salían sí, de vez en cuando, con angarillas y medicinas, a recoger o curar heridos de los bombardeos o combates en los alrededores de la capital.”(Díaz, 218)  La descripción que hace de ellos y de las acciones que realizan difunde no sólo la aceptación sino la defensa incondicional del otro-invasor que acude al llamado, desde un barco anclado en Amapala, cuando Honduras sufre una revolución apadrinada por la UFCO12.

En contraste a la visión entreguista de la hondureña, Claudia Lars se precia del mestizaje que lleva en su sangre cuando expresa “Entre el volcán y el mar nació la niña de este libro: el volcán de sus abuelos morenos; el mar de sus abuelos blancos.” (Lars, 47)  En Tierra de Infancia, Lars idealiza y rememora la infancia transcurrida en la casona de los abuelos donde el patriarca, que tiene sangre india, teme a la mariposa negra y al canto huidizo del tecolote.

 Es allí en la gran casona donde la poeta experimenta su propio mestizaje, producto de la combinación de diferentes culturas, donde el otro-chele es su padre que, como alto empleado de la compañía ferrocarrilera, llegó un día a esa tierra de volcanes para quedarse varado por el amor después de sus múltiples aventuras y andanzas. Está también el otro-nica, fabulador de los caminos que trae y lleva historias que se van agrandando conforme se desplaza por la región, o el otro-indio13 que pertenece al traspatio “como los lavanderos, las monturas y las trojes de cereales” (Lars, 119) o aquel indio-viajero que, en algunas ocasiones, baja de las montañas a vender sus productos y se acerca a “pedir posada” a la gran casona que se agiganta con los huéspedes, provenientes de aquí y allá, para los que siempre hay espacio.

Sumergida en las prédicas de bondad y justicia de Masferrer y con ideas socialistas que han calado en la juventud salvadoreña, no es de extrañar que Amparo Casamalhuapa reelabore una imagen del otro de manera diseminada.  Por un lado está el otro de allende los mares que respalda al tirano y al que denuncia cuando expresa que “los puestos de Dirección de Bancos, Instituciones Armadas, de la Banda de los Supremos Poderes y de la Estación de Radio, están controlados por extranjeros: alemanes, italianos y españoles fascistas, que siempre ven los intereses de sus respectivos países.” (Casamalhuapa, 40)  Pero está también el otro-centroamericano, ese que la ayuda a huir hacia Honduras y la conduce por “veredas y barrancos durante seis días a lomo de mula.” (Casamalhuapa, 109)  O el otro-guatemalteco y el otro-mexicano, cómplices que la socorren en su empeño por escapar, en vagones de segunda, hacia el país de la “región del aire transparente”.

Junto con la elaboración de la historia sobre sí mismas y de la otredad develan los cambios que se suceden en la región centroamericana, producto de las transformaciones que dan paso a nuevas conformaciones socioculturales donde las mulas son sustituidas por los trenes y las revoluciones involucran nuevos sectores sociales y nuevas ideologías.  Estas modificaciones personales y regionales son palpables en esta escritura femenina contextualizada.

Una escritura femenina regional

En esa búsqueda de autofiguración; en esa develación de sí mismas develan, también, el contexto histórico concreto de sus propios países y de la región. En el caso de Díaz Lozano el develamiento femenino es un proceso que se gesta en ese ir y venir por los diferentes pueblos hondureños unas veces a lomo de mulas, en otras a bordo de los trenes o en “grandes y rústicos buses (...) a los cuales la gente llamaba Baronesas.” (Díaz, 227) Al develarse va dejando des(cubierto) el contexto social hondureño del que omite o autocensura a los grupos marginales cuando señala que la sociedad en Tegucigalpa está compuesta de tres grupos sociales: la aristocracia, la clase media y la clase intelectual y universitaria.

 A los grupos que suprime Díaz Lozano en su novela, cuando desglosa los estratos sociales, los descubrimos en algunos fragmentos regados por todo el texto. Unas veces los encontramos en los lamentos de los enfermos de paludismo en las zonas bananeras, otras cuando, desde casitas diminutas, niños desnutridos y con vientres abultados dicen adiós al paso del tren, o cuando los indios arreadores de mulas llaman “patroncitos” a quienes cabalgan en ellas.  Emergen a su vez con los prejuicios y estereotipos que se esgrimen contra los negros: “No había con quien relacionarnos. Nos dimos cuenta de que la mayoría de los habitantes eran morenos o mulatos. Había muchos con “cativí” o “mal de pinto”, repugnante enfermedad de la piel que consiste en blancas y lívidas manchas.” (Díaz, 117)  La misma aprensión se tiene con los campesinos 14 al describirlos como seres perezosos que “cultivaban una raquítica milpa, mejor dicho la veían crecer desde su hamaca de pitas, donde permanecían casi todo el día, mirando al cielo azul y espantándose las moscas (...) salen de su sopor sólo de vez en cuando, para ir a tomar aguardiente, que los acaba de embrutecer.” (Díaz, 163)

En ninguna circunstancia critica a la United Fruit Company adueñada de todo el litoral caribeño, de los ferrocarriles, las minas y los ingenios de su natal Honduras15, aunque tiene conciencia de que entre las transformaciones provocadas por esa transnacional monopólica se genera el ambiente propicio para las efervescencias sociales y que en el caso de una revolución la lucha encuentra eco en los miles de trabajadores de las fincas bananeras que por vivir en condiciones miserables “no le tienen apego a la vida carcomida por el paludismo, embrutecida por el alcohol y el calor, y el vaho pestífero de los fangales y la amenaza de las víboras.” (Díaz, 74)

Las reflexiones de Claudia Lars sobre su propio país y la región centroamericana obedecen, especialmente, a la irrupción del tren.  En su relato nostálgico por la infancia perdida Lars ve en la imagen del abuelo la transformación sufrida en El Salvador. Es el viejo patriarca, viejo de mente sencilla y corazón desconfiado de los extranjeros, el que más sufre con la llegada del ferrocarril que produjo “un notorio cambio en la vida de la aldea y en su propia existencia familiar. Un cambio que los enlazó con el resto del país y que los puso en contacto con hombres de otras razas y naciones.” (Lars, 51)

Es con ese tren caleidoscópico16 que llega el padre que “no había nacido en ese lugar, ni pertenecía a él de manera absoluta.” (Lars, 44)  Es ese mismo tren el que relega las mulas y hace maldecir al abuelo, tanto por la llegada de “los cheles del diablo” como temeroso de que la infernal máquina le queme el arrozal y es el que le permite a Lars desplazarse a los puertos para otear el horizonte, prometedor de rutas infinitas por las que un día partirán ella y sus amigas17.

Después del discurso contra la dictadura de Hernández Martínez18 no es difícil entender las razones que tuvo para huir la escritora Amparo Casamalhuapa hacia México19.  La desterritorialización llega como consecuencia de los distintos desafíos a la autoridad, representada por el padrastro, el cura y el dictador, que es cuestionada y retada por ver en ésta la confabulación del poder y la perpetuación de la injusticia. 

  Su rebelión comienza con el cuestionamiento del Catecismo de Ripalda, más tarde se enfrentará al padrastro que la obliga al cumplimiento rígido del catolicismo y al cura que le quiere sonsacar su afiliación política en el confesionario, acción que la lleva a tomar la radical decisión de no volver a confesarse y a “comprender que nadie se preocupa del alma.  Todo el mundo va tras el dinero, la posición social o la posición política.” (Casamalhuapa, 30)

Adquirida la conciencia de sí misma, de sus gustos y deseos, es consciente de ese pedazo de tierra que es su propio país al que nombra de diversas maneras.  En algún momento lo visualiza como “una sola costa bañada por el gran oceáno” o un “pedazo de costa”. También es “este pedacito de la cintura de América”, o “el país más pequeño de América” para terminar contrastando su pequeñez con “aquella inmensa cárcel en que se había convertido El Salvador” bajo la dictadura de un “infeliz dictador que quiere rivalizar con sus congéneres de Centro América.” (Casamalhuapa, 115)

La ubicuedad en su propio país20, la inserta, a su vez, en la “patria grande”, llamada también “Patria centroamericana” o “dormida Centro-América”, desatenta a las voces de maestros como Alberto Masferrer21, con prédicas de justicia y fraternidad.  Inspirada en él, en quien reconoce al “gran maestro por antonomasia”, la escritora se duele de que “este pequeño Istmo, está amenazado por el medioevo en pleno siglo XX.” “Pueblos sometidos por los ¡Dictadores criollos! ¡Gentes nacidas en Centro América para amargar la vida de los ciudadanos honestos!”  (Casamalhuapa, 115 y 135)

En el umbral

Desoyendo voces maestras como la que se calificó “yo la peor de todas” estas tres mujeres con sus textos in(auguran) la escritura autobiográfica en Centroamérica. Escriben sobre ellas mismas, otorgándo(se) la voz, buceando en sí mismas para dar a luz lo oculto y des(enmascarando) una sociedad que no ha considerado la versión de las mujeres en la historia regional.  En ese empeño develan la serie de transformaciones que se dan en la región, producto del avance del sistema capitalista.

Sus textos se inscriben en el juego textual sin posibilidades de clausura, como abierto dejan el Texto-Istmo centroamericano que esbozan en sus relatos estas pioneras de la escritura autobiográfica en la región, precursoras de ese gran contingente de escritoras que,canonizadas o no, han heredado el gusto por contar(se) provocando una fuerte explosión de autobiógrafas, en la última década del siglo XX y principios del siglo XXI.  Boom de la escritura autobiográfica que demanda del canon la incorporación de variantes del género y de nuevas voces que emergen desde vertientes antes no sospechadas.

Sin importar si son testimonios, autobiografías, memorias o autoetnografías, la escritura autobiográfica sobresale en los últimos años en la literatura centroamericana con escritoras que ahondan en la escritura de la reflexividad femenina con más conciencia de su sexo-género e introduciendo innovaciones y rupturas en los modelos tradicionales; escritura que analizo en la tesis doctoral que redacto actualmente.

© Teresa Falls


Bibliografía

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Macaya, Emilia. (1999) Una gruta oscura y exclusiva (el tema del encierro en la narrativa hispanoamericana escrita por mujeres). Avance de investigación No. 14, CIICLA, UCR.

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Rivera, María-Milagros. (1995) Textos y espacios de mujeres, Icaria, Barcelona.

Sunsín, Consuelo. (1998) Memorias de Oppéde. CONCULTURA, San Salvador.


Notas

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vuelve 1. Como lo expresa Paul de Man en La autobiografía como desfiguración, la escritura autobiográfica “no se presta fácilmente a definiciones teóricas pues cada ejemplo específico parece ser una excepción a la norma, y además, las obras mismas parecen solaparse con géneros vecinos o incluso incompatibles.” (de Man, 113).

vuelve 2. Santa Teresa de Jesús con su escritura de carácter pietista y antes de ella Agripina, con sus memorias y Vibia Perpetua , lo mismo que Hildegarda de Bingen, Leonor López de Córdoba y Christine de Pizan; todas ellas “han tenido algo que decir sobre lo que significaba ser mujer en un contexto histórico concreto” (Rivera, 17) .

vuelve 3. Consciente Sor Juana Inés de la Cruz de las censuras que pesaban sobre el saber y la escritura femenina escribió muchas veces en los márgenes de los libros “Yo la peor de todas” que, como lo aclara Octavio Paz en Las trampas de la fe, es práctica común de los religiosos de ambos sexos, pero también podría ser empleada de manera irónica.

vuelve 4. Deleuze y Guattari se refieren en el libro Kafka por una literatura menor, a esa literatura que hace una minoría dentro de una lengua mayor lo que la hace imposible por la desterritorialización que sufre.  En el caso de la escritura autobiográfica femenina, conlleva su devaluación por haber nacido este género literario ligado a lo masculino.

vuelve 5. La siembra del banano provocó grandes cambios en Centroamérica.  La construcción de los ferrocarriles se inició para atender las demandas de los mercados internacionales, lo que implicó el endeudamiento de los países de la región con transnacionales que tuvieron como “prerrogativas grandes concesiones de tierras para el cultivo del banano.” (Fonseca, 170)En manos de éstas los ferrocarriles y la producción bananera, el impacto en lo económico, en lo político y lo social se sintió de inmediato pues además de requerir numerosa mano de obra “originaron nuevos patrones de poblamiento y urbanización.  Además, los trabajadores del banano se constituyeron en uno de los sectores más beligerantes y activos de la clase obrera.”  (Fonseca, 177)

vuelve 6. En toda condición fundadora o de autoconocimiento “es el otro, su mirada, la que nos define y nos forma (...) no logramos entender quienes somos sin la mirada y la respuesta del otro.” (Eco, 107)

vuelve 7. Shiging Liu en el prólogo del libro Cuerpo, Identidad y Psicología, señala que la historia del cuerpo humano no se produce de una forma lineal y evolutiva porque es una construcción conceptual que se cruza “con la moral, con la religión y con los valores de la época.” (Pág. 11)  y que las formas de vivir y sentir lo corporal en cualquier cultura, son aprendidas y reproducidas. (Pág. 20)

vuelve 8. La apariencia de estructuras eternas se logra con un trabajo de “eternización que incumbe a unas instituciones interconectadas tales como la Familia, la Iglesia, el Estado, la Escuela”. (Bordieu, 8)

vuelve 9. Es posible que la prohibición de relatar el cuerpo no sólo se deba a la época en que se inscriben estas autobiógrafas donde el recato es lo legitimado, sino porque las tres escritoras historizan su infancia y adolescencia.

vuelve 10. En El Angosto Sendero, son constantes los descalificativos para las mujeres que escriben (págs. 119, 124, 129)  Esta expresión proviene tanto de mujeres como de varones.  Sobre el estigma de la locura en las mujeres que se atreven a escribir se ha teorizado abundantemente; el libro La Loca del Desván, de Sandra Gilbert y Susan Gubar, solo es un ejemplo.

vuelve 11. Además de estudiar en Estados Unidos es importante recordar que la novela Peregrinaje, de Díaz Lozano, ganó en 1944 el Primer Premio en el Segundo Concurso Literario Latinoamericano, edición que estuvo a cargo de Farrar & Rinehart de New York bajo el título Enriqueta and I. Es muy probable que después de haber vivido en ese país estuviera consciente del tipo de literatura apetecido por el jurado, de ahí las complacencias en las descripciones de Honduras como “país tropical”, con “pueblos pintorescos” y  “selvas vírgenes” y aclaraciones que parecen llenar expectativas ajenas como cuando expone que la planta vital de los centroamericanos es “el maíz, que, después de cocinado y molido, lo convierten las mujeres en tortillas que doran en el “comal” de barro y que constituye “el pan de cada día” de ricos y pobres.” Págs. 19-20

vuelve 12. En Peregrinaje, Díaz Lozano reseña ,especialmente, la dictadura del “general Tiburcio Carías Andino, apadrinado por la UFCO. Aunque en su elección se respetaron los procedimientos constitucionales, luego Carías rompió el orden y gobernó hasta 1949.” (Fonseca, 206)

vuelve 13. El amor por el indio y la conciencia sobre la situación en que viven las poblaciones indígenas se transparenta en el poema que le dedica Lars al indio Cruz:  Indio Cruz ¡Que carga llevas/por distancia interminable!/¡Cuando empezaste a sufrirla/no salías de tu madre!/hay tanto que te doblega/y te condena al arrastre; tanto que se ha vuelto vida/de sentirlo en viva carne y de hallar, hasta la muerte,/una envoltura de sales.  Los mapas se han dibujado/con el hilo de tu sangre; en tus muslos y en tu cuello/tienen base las ciudades; de tu corazón el grano/cae al suelo y se reparte: ¡oro patente y rendido/que te mantiene con hambre!

vuelve 14. La escritora hondureña parece debatirse entre dos corrientes porque en algunos momentos se convierte en “defensora” de los desposeídos para de continuo juzgarlos por “su fatalismo criollo”, que los hace “conformistas”. Visualiza la instrucción como la solución a sus penalidades sin detenerse a analizar la problemática social que envuelve a estos sectores que son requeridos, como mano de obra, por el nuevo orden que se gesta debido a las transformaciones provocadas por el sistema capitalista.

vuelve 15. En Lectura de Peregrinaje de Argentina Díaz Lozano, en clave de novela educativa, Seidy Araya además de analizar el libro de la hondureña como una novela de formación y construcción del carácter de una niña, de su feminidad, considera esta obra “nacionalista, interesada amorosamente por el paisaje y los problemas locales” (Araya, 88), perspectiva, esta última, que no comparto y cuyas argumentaciones expongo en la nota 11.

vuelve 16. No sólo las autobiógrafas en estudio se refieren en sus obras a ese tren que irrumpió en sus infancias bajo las formas más variadas donde unas veces es un “portentoso pero amable monstruo”, en otras es un “gusano gigantesco”, un “animalón de hierro” o una “bestia cansada”.  De  esa “enorme masa negra y humeante (...) volcán ambulante que escupía fuego, paquetes y personas” también nos cuenta la escritora salvadoreña Consuelo Sunsín en Memorias de Oppéde, en la pequeña autobiografía que injerta en las páginas centrales de su obra.

vuelve 17. En el capítulo Tres deseos, Lars recoge los anhelos de tres niñas.  El de aquella que ansiaba “conocer otros países y estudiar con la seriedad con la que los hombres estudian”, el de Consuelo Sunsín, “la niña de pasitos de pájaró” que deseaba “ser reina de un país lejano” y el suyo propio “escribir versos lindísimos y ser una poeta famosa”.  (Lars, 194-195)

vuelve 18. Bajo la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez, que llegó al poder mediante un golpe de estado, se produjo una insurrección social en toda la zona cafetalera que convocó a indígenas y mestizos.  No contento con las detenciones y los fusilamientos de los dirigentes del recién fundado Partido Comunista Salvadoreño, en la represión, que siguió a la revuelta, provocó “un saldo de víctimas estimado entre 10.000 y 30.000 muertos.  Tanto ese alzamiento como la represión sucedánea marcaron profundamente toda la historia contemporánea de El Salvador.” (Pérez, 118)

vuelve 19. México fue el refugio para muchas de las escritoras centroamericanas que veían sus aspiraciones literarias limitadas en sus propios países debido a prejuicios y estereotipos patriarcales.  De ahí la visión que se tiene en El Angosto Sendero, de que “aquel es un gran país.  Tiene bastante lugar para la gente que piensa. Las literatas son como los pájaros: necesitan cielo ancho (...) La región del aire transparente es más vital en estos momentos, que la atmósfera centroamericana.” (Casamalhuapa, 124)

vuelve 20. Conocedora de la situación que vive su país con datos en mano confiesa que es “terrible hacer estadística: setenta y cinco por ciento de analfabetismo (...) sobreabundancia de cantinas, indiferencia del veinticuatro por ciento de personas cultivadas, desnutrición en la mayoría del pueblo, prostitución, tuberculosis y niños pidiendo limosna explotados por sus padres”. (Casamalhuapa, 38)

vuelve 21. La obra de Casamalhuapa está dedicada a Masferrer, humanista al que la autora elogia en varios pasajes de la novela como un “Maestro” que enseñaba la bondad y la justicia y “anhelaba estrechar a todos los hombres en un abrazo universal.” (Casamalhuapa, 82).


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