La gloria no es la que enseñan los textos de historia.
Es una zopilotera en un campo y un gran hedor.
Ernesto Cardenal
Hay una imagen del escritor checo Milan Kundera que explica elocuentemente la importancia inaugural del Quijote de Cervantes en la literatura: Cuando Dios abandonaba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores, después que había separado el bien del mal y dado un sentido a cada cosa, don Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. En ausencia del Juez Supremo, el mundo se había vuelto ambiguo. La única Verdad divina se había descompuesto en cientos de miles de verdades relativas que los hombres se repartieron. Así nació la modernidad, y con ella la novela, su imagen y modelo.
Precisamente en ese sentido de la relatividad descubierto por Cervantes cientos de años antes que Alberto Einstein, es donde radica el afán siempre elusivo, siempre inconcluso, de la novela contemporánea y su repetido intento de representar el universo. El misterio y la ambigüedad en el origen de la narración del Quijote revelan una especie de inestabilidad general inaugurada en la literatura por esta novela, cuyo contexto, de alguna manera post-bélico o post-épico, parece sugerir una aparentemente lejana relación con el contexto en que se están escribiendo novelas en la Centroamérica de posguerra.
No sé por qué, aunque lo sospecho, las novelas más interesantes de los nuevos autores centroamericanos, con su pasado reciente lleno de combates y luchas armadas justicieras, ahora vistas como demasiado románticas y utópicas, en algo me recuerdan las reminiscencias de la novela caballeresca en el libro de Cervantes. Lamentablemente, para constatar esto que digo habría que asumir la aventura de buscar esas pequeñas y casi inencontrables ediciones, que en muchos casos son fruto de la temeridad comercial de pequeñas editoriales o del esfuerzo económico personal de los propios autores, cuyas novelas ofrecen ahora retos más complejos para el lector contemporáneo. Sus nutrientes y estrategias son múltiples y variadas. Ya no sólo ofrecen testimonio de sus luchas, de sus sueños y esfuerzos por transformar sus sociedades, sino también mucho placer estético y ejercicio intelectual.
Como sabemos, las últimas décadas, para la mayoría de los países centroamericanos fueron períodos de guerras y luchas armadas. Esta realidad sociopolítica dejó por supuesto sus huellas en la literatura. El testimonio parecía el género idóneo para verter el compromiso político y social en nuestra producción narrativa como la forma más avanzada de nuestras literaturas. Pero con los cambios políticos, el fin de las guerras y los procesos de pacificación, la narrativa centroamericana ha experimentado, como afirma el crítico alemán Werner Mackenbach, un cambio de paradigma: de la militancia política, aparentemente, hemos pasado a la recuperación de lo estético; del testimonio hemos pasado, supuestamente, a la ficción.
Tanto Mackenbach como otros especialistas en literatura centroamericana, han corroborado el declive de la proliferación testimonial como la necesidad de contar verdades alternativas frente a la distorsión y la falsificación del estereotipo, de la convención social y del discurso histórico oficial. Aunque los nuevos narradores de Centroamérica retomen elementos y técnicas de la literatura testimonial, cuyo auge concluyó con los años ochenta, su ruptura con el carácter representativo-simbólico del testimonio ahora es más que evidente, como lo es también su tendencia hacia la individualización y a la particularización de la experiencia histórica. El énfasis de los escritores hacia propuestas colectivas y discursos de cambios sociales ha cedido oblicuamente hacia una narrativa más individual, más fragmentaria, más experimental.
Es verdad que entre el placer estético y la satisfacción racional del intelecto se multiplican y difuminan, para el lector inteligente, numerosas formas de emprender la lectura de un libro. Pero el equilibrio entre instinto, placer y aprendizaje se somete a retos aún más complicados cuando se trata de libros que mezclan la ficción con el ensayo, la imaginación con la realidad y a todas ellas con la historia, como es el caso de nuevos narradores centroamericanos como Dante Liano, Franz Galich, Leonel Delgado, Edwin Sánchez, Arquímedes González, Carlos Cortés, Anacristina Rossi, Jacinta Escudos y Horacio Castellanos Moya, entre muchos otros que, a pesar de todo, no han optado por alejarse definitivamente de las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales en que viven inmersas cotidianamente las sociedades centroamericanas. El énfasis de sus esfuerzos narrativos quizás ha alejado su foco de la denuncia social colectiva, pero lo ha concentrado más bien en sus consecuencias respecto a los derroteros individuales, generalmente representados en el intento de afirmar identidades subjetivas en el marco de la nueva urbanidad local: la urbanidad centroamericana de posguerra y sus contrastes con el actual proceso de mundialización.
Hay quienes afirman que para representar tales contextos la nueva novela centroamericana recurre ahora con demasiada frecuencia a lo que se considera la comodidad del individualismo o a los espejismos de la globalización. Sin embargo, en la mayoría y en los mejores de los casos no se trata simplemente de hacer catarsis privadas o de tratar de conectarse de nuevo con el mundo utilizando las máscaras del procedimiento narrativo. Según Kundera, todas las novelas de todos los tiempos se orientan hacia el enigma del Yo. Desde el momento en que creamos un personaje, un ser imaginario, nos enfrentamos automáticamente a la pregunta de qué es el Yo. Por tanto, la novela centroamericana que se precie de ser moderna no puede ser simplemente testimonial, o histórica, o policial, o de acción o de misterio, o de pronto dejar de ser una de ellas para pasar a ser otra, sino más bien ser todo eso y más al mismo tiempo.
Kundera también nos recuerda un hecho incuestionable: desde que los escritores del mundo dejaron de escribir sólo novelas de aventuras y trataron de aprehender el Yo, para, a su vez, intentar aprehender la naturaleza del universo, se empezó a escribir la novela moderna. Y de eso hace ya varios siglos. No es cierto, pues, que tal fenómeno sea prerrogativa exclusiva de la llamada postmodernidad, sino algo muy adelantado a ella por los propios novelistas. La novela, en mayúscula proporción al poema, intenta ser un pequeño universo, lo cual implica una naturaleza con elementos contradictorios confluyendo constantemente. Un universo al mismo tiempo caótico y armónico, irresuelto. El intento supremo de toda novela es el resultado, siempre insaciable, inasible, inacabado, relativo, del enfrentamiento del Yo a todas las circunstancias posibles que le antepone el universo.
Y si es verdad que, como decía Alfonso Reyes, la vida del escritor es de por sí una constante temeridad, si en cualquier parte del mundo es necesario estar medio loco para encerrarse en la más hosca soledad a emborronar y emborronar cuartillas, obedeciendo a un impulso supremo que a lo mejor a nadie más le importa, en Centroamérica, donde la literatura aún no cumple su función porque las mayorías no están en condiciones de apreciarla y la minoría que sí lo está, prefiere no hacerlo; escribir novelas y además atreverse a publicarlas ha sido en realidad un esfuerzo doblemente temerario: el esfuerzo de una especie de locos benignos capaces de asumir una vocación contra la cual -como ya ha dicho Mario Vargas Llosa- nuestras sociedades están perfectamente vacunadas.
En su discurso ante un congreso de literatura realizado en Nicaragua, el escritor guatemalteco Mario Monteforte Toledo se hacía y nos hacía por enésima vez una vieja pregunta: ¿qué es la literatura y para qué sirve? Y se respondía a sí mismo citando el fragmento de un monólogo de Shakespeare: la literatura es en realidad una producción de flechas, y los escritores son quienes lanzan esas flechas, pero no saben dónde diablos van a ir a parar, no tienen blancos específicos. El acto de crear --dijo-- es en el fondo un acto de buscar, y en una época de pocas respuestas, esa flecha que lanzamos es una flecha que viene de la amargura y puede ir a la amargura. Yo seguí recordando esa frase durante mucho tiempo después de concluido el congreso, no tanto por su evidente validez, sino porque también me la traía a la memoria constantemente la lectura de novelas como El asco, del salvadoreño Horacio Castellanos, Los muchachos de antes, del guatemalteco Marco Antonio Flores, o Cruz de olvido, del costarricense Carlos Cortés, que me dejaron en el paladar un amargo sabor a derrota, y en el corazón un frío glacial que me sigue recorriendo las arterias.
Pese a los nuevos tiempos de paz, la mayoría de estas novelas todavía se inscriben dentro de la vertiente narrativa centroamericana inevitablemente vinculada a la violencia como la manifestación propia de una cultura forjada en la lucha permanente contra la injusticia. Las poblaciones de la región centroamericana están estrechamente unidas por tradiciones específicas y ámbitos comunes, así como por el enfrentamiento secular a esa injusticia que, en literatura, se ha visto reflejado como una especie de cotidianidad de la violencia. Nuestras novelas siguen siendo, como dice Mackenbach, historias de amor en tiempos de guerra, pero entendiendo ahora como guerra no únicamente las confrontaciones militares sino también el ámbito de la posguerra: la violencia urbana, la lucha entre géneros y los conflictos internos de los individuos. Una violencia que no puede definirse de rompe como política, porque su potencial político, aunque aparentemente invisible, permanece oculto.
En ese sentido, Mackenbach se refiere a una cotidianidad en la cual, por ejemplo, la comunicación entre las personas se afecta y se deforma en los nuevos contextos sociales y culturales. La soledad, el sinsentido de la historia y la imposibilidad de un entendimiento entre géneros son características marcadas de los nuevos personajes literarios centroamericanos, sostiene Mackenbach, para quien, además, el tema de la sexualidad, el tabú de la homosexualidad, la hiriente y a veces irónica crítica del machismo o la inseparable amalgama de sexualidad y violencia, ocupan un amplio espacio en la narrativa de muchos nuevos autores, entre los cuales yo podría destacar a Jacinta Escudos o Franz Galich.
Mackenbach también destaca la frecuente aparición, en esta nueva narrativa, del tema histórico o la revisión ficcional del pasado lejano, especialmente de los tiempos de la conquista y la colonia, pero vistos desde una perspectiva actual y recurriendo a mitos y tradiciones prehispánicas mezcladas con aspectos diversos de la realidad contemporánea, como en La muerte de Acuario, de Arquímedes González, o Réquiem en Castilla del Oro, de Julio Valle Castillo. En el prólogo a una recientemente publicada antología de cuentistas centroamericanos, Mackenbach destaca el amplio espacio que hay en los textos de estos nuevos autores para el amor y el humor, para la esperanza, la ironía y la auto-ironía. No es ya una narrativa concentrada en las denuncias sociales o un mero registro de demandas políticas, sino una literatura en la que se hace evidente una tendencia a la experimentación con el lenguaje y la estructura. Toda una gama de recursos narrativos es utilizada con brillantez e inteligencia por estos nuevos narradores, que intentan retratar y describir las sociedades centroamericanas y sus nuevos y viejos tiempos, recurriendo a los mejores instrumentos técnicos y a las más eficaces herramientas estilísticas que pueda ser capaz de proporcionarles la tradición literaria mundial.
Sin embargo, se trata de escritores que, en muchos casos, alguna vez se vieron inmiscuidos en la lucha política contra sus gobiernos; voluntarios animosos eventualmente despreciados y denigrados por los dirigentes de la ex guerrilla, que sin embargo siempre fueron capaces de señalar la impunidad y la bajeza de aquellos bravos tagarotes que lo subordinaban y lo subordinan todo a la consecución del poder político y que hoy se debaten entre las rémoras de los viejos vicios sectarios arrastrados desde los tiempos en que eran jefes supremos de organizaciones político-militares, y los nada nuevos vicios de la politiquería burguesa tradicional empantanada en la corrupción política y en la delincuencia de cuello blanco.
Es evidente que a la temática de esta nueva narrativa se encuentran estrechamente unidas las primeras confrontaciones críticas con los eventos políticos de los años setenta y ochenta, que como dice Mackenbach, van desde la limitación de las libertades individuales en nombre de un proyecto social hasta el cuestionamiento de fondo del compromiso político. Escritores y políticos en Centroamérica han constituido pues un binomio que ha terminado por disolverse: soñadores de los mismos sueños que alguna vez se cubrieron con la misma cobija, cancerberos de las mismas puertas, dueños de un pasado y un futuro imprecisos, confusos, equívocos, trágicos.
Pero de ese binomio escritores-políticos, el escritor ha sido hasta ahora el único capaz de cuestionar pero también de auto-cuestionarse, el único capaz de dirigir, lleno de cinismo y de auto-reconocimiento, una mirada plural hacia la imprecisión del pasado y hacia la rotunda complejidad del presente, para finalmente decir: Sí, soy un cínico, pero he sobrevivido y ahora puedo dedicarle más tiempo a la escritura. Es por eso que, pese a las nuevas temáticas puestas sobre la mesa, pese a las nuevas formas de narrar y a los nuevos y diversos arquetipos de personajes, el trauma de las experiencias bélicas en nuestra historia reciente sigue ocupando un lugar importante en estas nuevas novelas.
Es cierto que ya no se proponen más mitos de heroicidad política, ni se cantan más himnos de guerra, ni se exalta a los mártires, pero en lugar de eso ha quedado la insistente mirada crítica sobre el sentido que la muerte y las muertes (individuales y colectivas) tuvieron en aquel tiempo. Al perder su sentido abiertamente político, las guerras han pasado a ser vistas y tratadas con medios narrativos grotescos, irónicos y carnavalescos. Se está echando ahora una mirada cínica y fría al pasado reciente, pero también hay una evidente tendencia a seguir confrontando las dislocaciones y las injusticias sociales que aún prevalecen luego del presunto fracaso de los proyectos sociales y políticos de la izquierda.
¿Qué es el poder al final de una vida? Una mierda. Una mierda por la que no vale la pena morir, se dice a sí mismo el personaje de una de estas novelas, recordando su vida en la sombra de la clandestinidad, oponiéndose íntimamente a ese compromiso auto-impuesto de luchar por un cambio social, mortificado por sus presuntas infidelidades, por sus vicios pequeñoburgueses y su incapacidad para adquirir una moral incólume que le impide buscar la muerte como un moderno campeador.
¿Qué pueden entender ellos de los cadáveres que aparecen flotando en el Motagua, o de la irresponsabilidad de los dirigentes que no supieron enfrentar la represión y no planearon la retirada, o del enfrentamiento entre gentes que sólo buscaban un poder personal y crearon divisiones criminales y suicidas en las organizaciones?, se preguntan ahora esos nuevos personajes de nuestra literatura, oscuros alter-egos creados por sus autores en medio de la humillación de sus propios espacios nacionales o en el desamparo y la crudeza del exilio.
Y en efecto, ciertas percepciones tienden a confundir conceptos y nociones cuando se trata de Centroamérica, cuya historia no es, como algunos tienden a creer, la de una región impenetrable o la de un universo cerrado de comunidades indígenas y mestizas manipuladas desde fuera por marxistas empeñados en transplantar revoluciones. No: es más bien la historia de culturas para las cuales la guerra siempre fue la norma y la paz una excepción; culturas que ahora luchan por sus múltiples identidades en un mundo distinto al que ya se habían acostumbrado. El héroe de nuestras novelas actuales volvió después de mucho tiempo de librar sus guerras, y como el Quijote, al salir de su casa tampoco estuvo ya en condiciones de reconocer el mundo. Las novelas que se escriben ahora son el intento desesperado por comprenderlo.
Las culturas populares centroamericanas han sido profundamente transformadas por los conflictos políticos y militares de las últimas décadas. En Guatemala, El Salvador y Nicaragua, particularmente, el derrotero de los movimientos de liberación ha producido cambios en diversas características tradicionales de nuestra cultura, pero en medio de esas transformaciones queda el asunto pendiente de revisar el error persistente de los líderes tradicionales de esos movimientos: el de haber subestimado y seguir subestimando el aspecto subjetivo-cultural de los protagonistas principales de las luchas tanto tiempo desplegadas en la región.
Ejemplos de la inmadurez, la intolerancia, el dogmatismo y la rigidez que padecieron los movimientos guerrilleros de Centroamérica, lo constituyen, en Guatemala, las denuncias veladas en las novelas de Flores. En El Salvador permanece abierta la herida del asunto Roque Dalton, uno de los mejores escritores centroamericanos de las últimas décadas, ejecutado por militantes de su propia organización. Al enterarse de la muerte de Dalton, Julio Cortázar dijo que cuando el público centroamericano lo conociera realmente, comprendería que el camino de un escritor metido a revolucionario no pasa por la seguridad, la convicción, el esquema simplificante y maniqueo, sino por una penosa maraña de vacilaciones, de dudas, de puntos muertos, de insomnios llenos de interrogación y de espera. Una espera a la que se han agregado nuevas cicatrices que aún permanecen frescas, como la del asesinato atroz, ocurrido en Nicaragua, de la comandante salvadoreña Ana María, por parte de su propios compañeros, y que forma parte importante en la trama de La diáspora, primera novela de Horacio Castellanos. Lo mismo podemos decir de las contradicciones entre la dirigencia sandinista algunos años antes de alcanzar el poder en Nicaragua, y cómo eso pudo influir en lo que sucedió después cuando lo tuvieron y luego lo perdieron; asunto que también es tratado en mi reciente novela, Con sangre de hermanos.
Creo que la Revolución debe tener una política para tratarme, para tratar a las personas que, como yo, no hacemos otra cosa que reflejar, con las más agudas evidencias, las complicaciones del mundo actual, escribió Dalton en su novela Pobrecito poeta que era yo. Y décadas después, en Los muchachos de antes, Marco Antonio Flores, cínico y desencantado, le responde: La revolución no tiene que ver con la seriedad sino con los talegazos... gente como nosotros no agarramos la vara, queremos hacer de ésta babosada un acto hermoso y ético... y la vaina no es así. Los que están metidos en la mera mata son una bola de corruptos, oportunistas, ambiciosos de poder y hasta criminales algunos, y gente como nosotros se las pelamos. Vos para ellos no sos nadie; un pinche poeta con ínfulas éticas no cuenta en este negocio... ¿No te das cuenta que estamos derrotados de antemano, gane quien gane?.
Toda una tesis de decepción que intenta explicar porqué los centroamericanos hoy estamos siendo gobernados por las sombras modernas de los viejos patricios de los siglos XVIII y XIX, porqué la izquierda ha sido secuestrada por los tagarotes y porqué nuestros políticos profesionales no tienen moral, sino intereses. Algo así como que la moral establecida es la visión de los vencedores y no de los pendejos. Una tesis desalentadora con la que, a desgano, debo estar en completo desacuerdo.
Al fin y al cabo, la novela centroamericana sólo está tratando de reconstruir, a punta de memoria e imaginación, esos múltiples espacios perdidos, los sitios y fantasmas que sobreviven con dolor y con amor en la memoria colectiva de nuestras sociedades, constantemente victimizadas por sus propias realidades. El pasado sigue reconfigurándose constantemente en una narrativa que, ante los cíclicos cambios de escenarios no tiene más remedio que identificar en cada uno de ellos la misma, invariable realidad de atraso y de miseria. Y ese es precisamente el punto o leitmotiv constante que quizás aproxima más a nuestras producciones literarias.
En una entrevista a propósito de su más reciente libro de cuentos, Sergio Ramírez me decía (y parecía verlo como una rémora incómoda) que entre los narradores centroamericanos persistía la pretensión ecuménica de una narrativa que quiere corregir la historia, que le quiere dar una filosofía a la historia; una narrativa que se parece mucho a la gran novela rusa decimonónica. Y hacía un llamado a buscar distintos caminos, a salirse de los escenarios tradicionales latinoamericanos y buscar otros nuevos, como hicieron los modernistas en el siglo XIX.
Sin embargo, con todo y la válida preocupación de Ramírez, la lectura de la nueva narrativa del istmo, a pesar de sus notables transformaciones, me acerca más a la convicción de que, para ser consecuente con su tiempo y con su oficio, el narrador centroamericano no necesita, ni tampoco debería, abandonar los escenarios que, debido precisamente a esa mezcla de inverosímil maravilla y de inaceptables horrores, han enriquecido su literatura. Experimentar, como evidentemente ya lo están haciendo, con una mezcla de elementos auto-referenciales o metaficcionales, con la historia y la ficción literaria, incluso con lo fantástico; reflejar e intentar representar los rasgos de esta nueva etapa de nuestra historia en que las guerras han dado paso a las nuevas expresiones (siempre literaturizables por mágicas, por dramáticas y dolorosas) de la secular dominación y el eterno desconsuelo de que siguen siendo víctimas las sociedades centroamericanas.
En realidad, la narrativa centroamericana, como lo espera Ramírez, ya está en búsqueda de nuevos retos estéticos. Ya alguien ha hablado de elementos postmodernistas en la forma experimental con que están estructuradas novelas como Al sur del siglo, de Edwin Sánchez, también se habla de una estética del cinismo característica de la ficción centroamericana de posguerra, cuyo eje temático más relevante es el de la alienación, lo que no quiere decir que el sustrato de violencia no esté presente todavía, pues la alienación es producida, de alguna forma, por la violencia en cualquiera de sus tipologías. El fango de la corrupción y la injusticia social constituyen una realidad vista en su microcosmos gracias a detonantes estremecedores impuestos por los nuevos contextos sociales pero también por la naturaleza a través de terremotos o huracanes. Y el resultado es un grupo importante de novelas preñadas de humor, imaginación y cinismo, representaciones del estado de disolución moral en que, a pesar del fin de las guerras, se encuentran inmersas nuestras sociedades debido a factores de índole social, política y económica, que siempre han sido el punto de partida para los conflictos.
El crecimiento del oportunismo y de la conducta despiadada ha venido pervirtiendo a nuestras sociedades en todos sus estratos, aun en los más pobres. Eso es precisamente lo que nuestras novelas tratan de revertir, aunque sus autores quizás no lo pretendan: la disolución moral de nuestras sociedades. Y los nuevos narradores centroamericanos tratan de hacerlo bajo la premisa de que los pequeños personajes son con frecuencia los grandes personajes de la literatura, y que no es concebible la literatura sin esos seres pequeños, sencillos, humildes, anónimos, que son los que llenan las páginas trágicas de nuestros periódicos.
Los nuevos cuentos y novelas de Centroamérica, en su gran mayoría, parten de hechos reales extraídos del mundo personal de gente común y corriente, con todos sus atributos provincianos y de barriada del Tercer Mundo, y junto a las tragedias naturales y sociales aparece también la degradación de la sociedad, el empobrecimiento tan dramático de la gente que ya era pobre, gente que como bien señala Ramírez, vive en estado permanente de damnificados, y solamente cuando viene un huracán o un terremoto aparecen como damnificados, pero son damnificados siempre, y esto es lo que va produciendo esa disolución social que también nos afecta moralmente.
Es evidente pues que la narrativa contemporánea en Centroamérica ha dejado atrás la subordinación a proyectos políticos concretos, al mismo tiempo que ha roto con una visión homogénea y totalizante de la literatura, a favor de la fragmentación, la individualización y una aparente desideologización. Sin embargo, sigue siendo una literatura comprometida con la realidad extra-literaria del Istmo y con la búsqueda de su transformación. Seguramente, esta literatura comprometida no solamente con la realidad, sino también con la estética y el lenguaje, generará más obras sobresalientes en los próximos años. Por ahora, la presencia aquí de estos escritores nos da una señal inequívoca de que estamos en lo cierto.
*Dirección: Associate Professor Mary Addis*
*Realización: Cheryl Johnson*
*Modificado 22/07/04*
*© Istmo, 2004*