Roberto Castillo

España en el horizonte de una experiencia literaria


Yo leía con fervor a los clásicos españoles desde los días de secundaria. De tantos que habían pasado, el Siglo de Oro era mi preferido. Y, entre todos los géneros, no me quedaba duda: me sentía tocado y quizá elegido por uno. Fue hasta más tarde, a los veinticuatro años, que empecé a escribir literariamente. Pero para poder hacerlo tuve que armarme de coraje y enterrar todas estas veleidades de poeta, cobrar conciencia de que lo mío era la narrativa y que, dentro de ésta, el cuento resultaba lo más cercano, aquello para lo que ya estaba preparado. Así fue como produje mi primer texto, “La casona inexpugnable”. Nunca me he olvidado de este relato que exhibe la prisa de muchas cosas de la juventud, pero con el que también había conseguido eso que para mí era de vida o muerte: una apretada y sin duda apresurada visión totalizante de Honduras.

Ya conocía la sensación de vértigo, pero a partir de este momento la “literaturizaba”. La narración recogía la guerra civil y la insufrible lentitud de mi país, el amor, la soledad, el gozo, la ceguera hacia los cambios y la ciega incorporación de éstos; en una palabra, esa percepción de la historia en la que no se aprende de los errores cometidos. Andando los años, esto que había intuido estéticamente se me revelaría de modo conceptual a través de unas palabras de Ramón Oquelí: “nuestra vieja tradición de desesperanza y desorientación colectiva”. Siempre está presente en mi memoria este primer relato, y de cuando en cuando lo visito con detenimiento. A diferencia de los escritores que repudian los textos con que se iniciaron, yo incursiono una y otra vez en la ruta que lleva al comienzo. De estos viajes mentales e imaginativos salgo siempre renovado, pues por medio de ellos busco y me busco. Esto explica que me considere escritor de un solo libro al que aún falta bastante para que llegue a su punto de cierre. La del río es la metáfora que mejor conviene a esta visión de mi propio trabajo. Muy distintos entre sí los afluentes que lo componen, se mueven hacia una dirección: aquella por la cual todas las aguas llegan a ser una sola.

Esto de ser escritor de un único libro que necesariamente ha de tener tributarios, no siempre fue bien entendido en un medio condicionado por sus atavismos y por su nada flexible modo de ver. Si reelaboraba imaginativamente los espacios de esa Honduras rural que tanta confusa variedad esconde como a la espera de las formas que la especifiquen y expresen, esa donde conviven voces del castellano del siglo XVI con palabras procedentes de los dialectos indígenas, se me decía que mi interés era seguramente sociológico o antropológico, y que para hacerlo progresar debía extirparle esas excrecencias míticas que se observaban en todas partes. Pero, por otro lado, cuando apostaba por las insondables posibilidades de la ciudad hondureña y centroamericana, la reacción no se hacía esperar: este “cosmopolitismo” era pernicioso para la correcta comprensión de la realidad nacional. Quizá la advertencia se originaba en la inveterada costumbre que nos lleva siempre a vernos nada más como paisaje político. Curiosa, en verdad, esta manera de entender lo político, pues termina discriminando a la polis; curiosa dialéctica donde cada cosa se desespera por convertirse en su contrario para anularse sin mérito allí. El río, entretanto, seguía corriendo.

He vivido literariamente varias pasiones, y si tuviera que privilegiar una diría que ésta es la historia. No la historia por sí misma, sino por lo que la imaginación puede hacer gracias al comercio con ella. Se me reveló desde mi primer escrito, pues en él conseguía capturar lo hondureño como totalidad sin tiempo. La ya aludida insufrible lentitud hondureña, tan mía y tan de todos, se me aparecía como uno de los medios para enfrentarme, provocándolo, a un pasado inmediato que me fastidiaba. De pronto descubrí que yo era capaz de adquirir poder sobre él, inventándolo. En el acto de imaginar literariamente, todo lo que tenía por rígido empezaba a fluir; y esa solemnidad de muerte, tan de mi país, le abría insospechados espacios al humor. Así intuí que en nuestro espacio había dos realidades que estaban juntas pero nunca se tocaban: el país que no ríe nunca y el que se lo debe todo a la risa. Aposté por este último y trabajé para llegar a él con los recursos a mi alcance, o sea las palabras y la intensificación de mi experiencia literaria. El viaje me tomó seis años, en los que tanto descubrí como fundé territorios, entre ellos el de Anita, uno de mis personajes más entrañables.

Había renunciado a cualquier pretensión de escribir como poeta; eso lo tenía claro y no era posible ninguna marcha atrás. Pero de pronto me topaba, como descubrimiento solamente mío, con que la neurosis de esta adolescente que cazaba insectos era poesía pura, y que la poesía que yo hubiera querido escribir alguna vez podía contarla con ese lenguaje que habla el mundo adolescente, cuyas formas son el delicioso y necesario rebalse de los seres y las relaciones cotidianas. Existía también una incorporación literaria del tejido social que había sido conseguida sin ejercer ninguna violencia sobre nada, sin cálculo ni premeditación. La clase media de Honduras se volvía fácilmente tragedia en mi cuento, mientras allá, en todo lo que no es literatura, vivía el tortuoso e incierto proceso de su constitución. Sucesivamente, los jóvenes de varias generaciones fueron leyendo el texto, y, un día de tantos, el cineasta Hispano Durón hizo en 2002 la película Anita, la cazadora de insectos.

Pero mientras tanto corrían los setenta, años que en mi país fueron maravillosos desde el punto de vista de la cultura, pues nació de verdad una nueva conciencia que se tradujo de inmediato en una espontánea autoafirmación que tocó a casi todos los sectores de la sociedad. Nunca los jóvenes fueron tan desprendidos como entonces. La poesía, la narrativa y el teatro demostraban haber conseguido esa primera fase de madurez tan a tono con nosotros, con el modesto país que realmente éramos y con el que podíamos ser, es decir construir como empresa que no dejaba a nadie por fuera. Toda Honduras se veía a sí misma en proceso de ser transformada por obra de eso que ha gozado de tanto prestigio a lo largo de nuestra historia política: la reforma.

En La guerra del fútbol, Ryszard Kapu_ci_ski transmite con el asombro más genuino lo que le revelara en una conversación cierto campesino hondureño convertido en soldado y en combatiente por obra de las circunstancias y de la fuerza. El gran secreto para mantenerse con vida era no ser identificado por nadie, cruzar las plazas de las poblaciones y transitar los polvorientos o lodosos caminos como una sombra sin nombre, especialmente para la autoridad. Llámesela de este modo, o bien prepotencia, arrogancia o soberbia, lo cierto es que ella actuaba con fuerza ciega, incontenible, allí donde el poder se las arreglaba para que nada lo limitase, fenómeno éste sobre el que Centroamérica tiene tanto que contar.

Yo conté a través de una novela breve, y lo hice con el mismísimo espíritu del Lazarillo de Tormes, al que encontré vivo entre las formas de decir de las buenas gentes y, especialmente, en la manera al uso entre los de abajo para reírse de los de arriba. “Yo por bien tengo que cosas tan señaladas y por ventura nunca vistas ni oídas vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido...” El corneta, novela de poco menos de cien páginas que se sostiene de cara a un período en el que todas las distancias se medían desde lo castrense, me dio una satisfacción imponderable: el cuartel también podía ser visto como saludable realidad que ríe.

Mi novela corta me había abierto una veta que exploré por casi veinte años. Iba equipado con lo que ya me había dado una carrera literaria, pero especialmente con el sentimiento de que mi búsqueda me abriría un territorio tras otro, como efectivamente ocurrió después.

En la infancia, yo había recorrido a caballo los polvorientos caminos de los departamentos occidentales de Honduras, cruzado el río Lempa (al que vi como el padre de todas las aguas, para decirlo con figuras de los indios de América del Norte) y penetrado en El Salvador, país cuyo dinamismo percibí en abierto e inmediato contraste con la lentitud del mío. Con estas afirmaciones no pretendo esbozar ningún afán de interpretación social, pues no son más que metáforas surgidas al calor de una realidad insoslayable: la gente de El Salvador hablaba más rápido que la nuestra. Pero lo que me salvó para la literatura fue la lentitud hondureña. Esos recorridos por rutas que databan de los días de los españoles significaban un detenido reconocimiento de los lugares, las plantas y los animales, las personas -por supuesto- y sobre todo las palabras.

Nació en mí una intuición certera. Educado en la creencia de que somos hijos de un país que se lo debe todo al mestizaje y que tenemos que estar orgullosos de esta condición, supe al instante que donde más rico y fecundo resulta lo mestizo es en el lenguaje. A partir de allí constaté que todas las cosas marchaban en dirección opuesta a la prevista, que cuanto pesaba como carencia y sentimiento de atraso en un mundo donde la colonia estaba viva, podía potenciarse como riqueza si se hallaba las formas capaces de contenerla, si se estaba en condición de producirlas.

Y los vertederos de formas se encontraban al alcance de la mano en instituciones que se habían conservado intactas: el que empuñaba una vara alta ejercía la autoridad, los santos eran propietarios de tierras y ganados, la política se expresaba con un fascinante y torpe maniqueísmo, y el ejército era el árbitro natural en casi todo. La ley fundamental de la República mandaba lo contrario, pero en la práctica se medía la importancia de las personas por el color de la piel; aunque disfrazados con otros nombres, existían el pago en especie de la tierra alquilada, el trabajo forzado y algo con indiscutible parecido al ius prima noctis, al que se solía aludir con un gracioso y picantón juego de palabras en el que destacaba un vocablo compuesto por la raíz siguat, que en lengua náhuatl quiere decir mujer.

Estas fuerzas constitutivas, primarias y terrosas, no se mantenían como gigantes en permanente acecho, sino que experimentaban la más sorprendente de las dialécticas que yo haya visto con mis propios ojos: españoles que se indigenizaban, es decir se empobrecían (porque la principal connotación de ser indio es ser pobre), e indígenas (muy pocos, por cierto) que ascendían velozmente en la escala social, gracias a actividades como el comercio y especialmente a través del ejército, que parecía dotado de un sorprendente poder de anular las viejas jerarquías y de instaurar una nueva, caprichosa y sujeta a una dinámica en la cual todo se pulverizaba a discreción. La nueva jerarquía tenía el olor inconfundible de la lavanda, el whisky y los zapatos Florsheim. No eran pocos los que corrían a situarse a su alrededor.

La mejor víctima entre todas las que sacrificaba este curioso movimiento quizá haya sido el lenguaje. Lo vino a comprobar un científico estadounidense de origen polaco: en Honduras había desaparecido la frontera entre el habla culta y aquellas que no lo son.

La propaganda turística solía presentarnos como el país de los mayas. Una canción folclórica sonaba de boca en boca y en ella se decía, invocando un concepto que gozaba de prestigio en ciertos círculos allá por los días de la segunda guerra mundial, que la raza maya había conseguido su producto más acabado en el general Morazán, el trágico héroe de la unidad centroamericana en la primera mitad del siglo XIX y, en la actualidad, nombre que se disputaban como lema, enseña y divisa instituciones militares e instituciones educativas. Un embajador italiano, por su parte, apoyándose en un aparato filológico que parecía coherente, lo reclamaba para los suyos. Morazán es, en verdad, Morazani. Entretanto, Honduras estaba llena de palabras que saltaban por todas partes y se reproducían, afortunadamente, sin ningún control. De manera particular ganaban mi atención y mi interés las que procedían de un dialecto indígena que había desaparecido con la llegada del siglo XX, el lenca. Su presencia en los nombres se regaba a lo largo del territorio nacional, formando una extensa franja que comenzaba en la frontera con Guatemala, seguía por el centro y llegaba mucho más allá de Tegucigalpa. También, la cultura lenca es compartida por Honduras y El Salvador.

En determinado momento escuché la presunción de que en alguna parte podría subsistir, ocultándose, un hablante de la lengua perdida. Las evidencias rondaban. Un abogado de la edad de mis padres me contó que en su infancia había una cocinera de la casa familiar, mujer dicharachera y un tanto misteriosa, que le había enseñado todas las palabras lencas relacionadas con la gastronomía. Y, una por una, me las repitió.

Mi experiencia literaria estaba muy avanzada y España apareció en el horizonte como por obra de una gran iluminación. Yo me hallaba metido dentro de una prometedora turbulencia en la que todas las fuerzas se debatían, todos los nombres se multiplicaban y todos los seres parecían querer especificarse de modo diferente al convencional. Había una lengua indígena que era una nostalgia más posible que real. Las cosas cambiaban su sentido al remojarse en ella.

No me puse a buscar el hablante de la lengua perdida, tarea en la que ya se afanaban algunos antropólogos y personas de áreas de investigación similares. Traje de España un buscador del hablante lenca, especializado en su oficio, además. Y pude hacerlo gracias a los pactos que la imaginación suscribe, más confiables que los Pactos de Washington de 1923, por los que Estados Unidos obligaba a los siempre levantiscos caudillos centroamericanos a respetar vidas y propiedades y a no sentarse en ninguna silla presidencial que hubiera sido ganada mediante acciones de guerra.

El proceso de taumaturgia se desarrolló muy bien. Desde que puso el pie en suelo hondureño, el buscador del hablante lenca empezó su metamorfosis. Cambió su modo de hablar, pensar, vestirse, comer, gozar, imaginar... Y a través de las curiosas figuras que suscitaban estos cambios, los hondureños nos hallábamos ante un espejo en el que podíamos ver cuánto nos habíamos olvidado de nosotros mismos y cuán sugestivas pueden ser las formas del olvido. Sonando constantemente los arcaísmos castellanos junto a las recuperadas voces de la lengua perdida, se experimentaba una sensación extraña de cara a ese proceso de despersonalización nacional, tan avanzado en la actualidad. Viví a plenitud las aventuras de esta búsqueda desesperada del que hablaba la lengua que había sido de muchos y ya no era de nadie, y lo que experimentaba era –experiencia literaria, claro está– la última oportunidad del hondureño de encontrarse consigo mismo. ¡Y con qué fuerza la imaginación desata el vértigo cuando esta clase de cosas se producen en la vivencia y en el texto que nace!

Yo había conseguido acceder a un estado del espíritu que era el verdadero soporte sobre el que se escribía mi novela. Reconfortante como ninguna la sensación de que más allá del papel -que algún día se comerá la polilla- y más acá de la tinta del olvido -que todo lo desvanece a partir del mismísimo acto de producción en las pantallas- estaba un territorio agitado, convulso, en el que las palabras no cesaban de buscarse y encontrarse para constituirse en obra literaria. Y lo que se movía en el centro del torbellino, avivándolo, era el –para mí– más desolado soneto de Lope de Vega:

Cadenas desherradas, eslabones,

tablas rotas del mar en sus riberas,

tronchadas astas de alabardas fieras,

reventados mosquetes y cañones;

 

ruinas de combatidos torreones

a cuya vista forma blancas eras

el labrador, jirones de banderas,

abollados, sangrientos, morriones;

 

jarcias, grillos, reliquias de estandartes;

cárcel, mar, guerra, Argel, campaña y vientos

muestran en tierra o templo suspendidos.

 

Y así mis versos, en diversas partes,

mi amor cautivo, el mar de mis tormentos,

y la guerra mortal de mis sentidos.

Seguramente que la idea de España utilizada para mi novela sonará anticuada. Pero era ésta y no otra la que me venía bien. He dado un toque permanente de primera persona a mi intervención, porque, a medida que el río –o sea la escritura– crece en caudal, llega inevitablemente ese momento decisivo a partir del cual ya no habrá ningún retroceso y que consiste en percatarse de que la gran exigencia de la literatura no es otra más que ésta: pase lo que pase, el escritor ha de escribir para sí mismo Y siempre he sido fiel a este mandato que viene desde lo interior, condición de mi volcarme hacia los otros.

Madrid, 6 de mayo de 2004.


*Istmo*

*¿Por qué existe Istmo? *¿Qué es Istmo? *¿Quiénes hacen la revista? *¿Cómo publicar en Istmo?*

*Consejo Editorial *Redacción *Artículos y Ensayos *Proyectos *Reseñas*

*Noticias *Foro Debate *Buscar *Archivo *Enlaces*

 

*Dirección: Associate Professor Mary Addis*

*Realización: Cheryl Johnson*

*Istmo@acs.wooster.edu*

*Modificado 22/07/04*

*© Istmo, 2004*