Uriel Quesada

El escritor y la experiencia del clóset


Soy un escritor que viene de escribir desde el clóset a escribir sobre el clóset. Claro que el concepto clóset es amplio, pero ilustra no solamente una forma de abordar el oficio de escritor sino una actitud ante la vida y un paso hacia el entendimiento de la sexualidad como dimensión política. Porque el clóset –bien lo sabemos– funciona como una metáfora, aunque Carlos Monsiváis llama clóset a los getthos homosexuales. Significa aquella identidad que se imagina oculta y a la vez pública. El clóset es una tensión entre el ser propio y los sentidos del otro, una ruptura entre el yo individual y el yo social, objeto de demandas y expectativas, inmerso en relaciones de poder con el straight devil que está allí acechando, desde la fascinación y el rechazo. Eve Sedgwick se refiere al clóset como una performance, entonces como una representación y un público llamado a juzgarla y, seguramente, a divertirse.

Al hablar del clóset debemos pensar en un término relacional, una posición con respecto al entorno, en el que intervienen también aspectos como la raza y la clase social. Uno entra y sale de él. Lo puede cargar como las ciudades malditas a las que se refería Kavafis; está en las conversaciones, en las miradas y hasta en la forma de sentarse. Por ello también bordea la esquizofrenia, la superposición de personalidades, la confusión entre lo que percibe el exterior y lo que nuestro fuero interno pretende preservar. Esa performance maldita procura invisibilizar al sujeto en pos de la tranquilidad, el respeto, incluso los grandes proyectos nacionales, aunque en el fondo lo que usualmente se encuentra es miedo.

Pertenezco también a una generación de supervivientes. Estamos aquí a pesar de los desastres del SIDA, la represión que trajo consigo la enfermedad y la homofobia. Ver morir a tanta gente resulta de por sí un recuerdo muy duro. Peor aún las muertes de quienes fueron abandonados. Hubo gente querida que murió en distintas formas de destierro, cuyos restos fueron incluso enterrados apresuradamente en un intento de poner bajo tierra también la vergüenza. Nos tocó atestiguar el colapso de las grandes ideologías. Con la mira puesta en el deber histórico, algunos gays compartimos y apoyamos todo aquello que sonara a liberación. Fueron las maravillosas locas cubanas –Reinaldo Arenas la más emblemática y brava de ellas– quienes nos hicieron entender que tampoco éramos parte de los proyectos liberadores. La experiencia de Arenas es extrema, pues para él no había espacio posible más allá de la comunidad abyecta, los mismos gays. Para él no existía un lugar donde asentarse y volver a creer, y no quedaba sino persistir en la huída. Y esa era una forma de dejar atrás el clóset.

Del argentino Manuel Puig aprendimos que gran parte de la liberación radicaba en aceptarse como expatriado. En mi caso, ese proceso empezó con la sensación de que todos los proyectos fallaban en lo vital y en la escritura. Poco a poco me di cuenta de que me iba quedando sin nada y que fuera en la ficción o en la realidad más inmediata, yo debía salir. Hasta entonces había sido un buen muchacho, quizás también un buen escritor, muy interesado en el momento político. Tenía certeza de mi lugar en el medio literario, y pensaba que a partir de las pequeñas rupturas generacionales podía contribuir a la continuidad del proyecto literario costarricense. Me gustaban los escritores que asumían un decidido rol político y proclamaban claramente su poética. Me atraían particularmente los escritores homosexuales. Algunos de ellos, muy pocos, eran abiertamente gays; de los otros, nada más rumores. Pero así eran las cosas, creo que hasta la lectura de sus textos evitaba tender lazos entre los contenidos y la orientación sexual, como si lo privado no se vertiera en la acción pública, en lo cultural o político, menos aún en la escritura. Yo aprendí a escribir de ellos y de ellas esa literatura desde dentro del clóset. Un ejemplo que usualmente viene a mi memoria es el de un escritor costarricense que ha reconocido siempre su homosexualidad, pero que una vez, al referirse a su literatura, marcó un límite tajante. Un periodista le planteó el tema de ser un escritor homosexual, y él respondió: “Yo no escribo con mi pene, sino con mi cabeza.” Mi primera crítica puede sonar a lugar común, puesto que la escritura debería hacerse con todo el cuerpo, sin dejar absolutamente nada afuera: ni las vivencias, ni la más ínfima de las vísceras. Pero la respuesta de ese escritor también ejemplifica una negación de identidad, un intento de separar algo que pareciera problemático en el espacio público, un obstáculo a la hora de la recepción del texto y de erguirse –el escritor– como figura pública. Podríamos parafrasear a ese autor de la siguiente forma: “escribo como intelecto puro, desligado por completo del resto de mí mismo”. Esa negación de la sexualidad en la escritura –aunque a final de cuentas va a estar presente– ha marcado a varios escritores costarricenses. Está allí cuando el poeta se dirige a las amantes en lugar de los amantes; cuando la mujer se masculiniza o cuando hay encuentros en los que la mujer y el hombre se confunden y aparece un tercero. En una primera etapa de mi carrera me debo incluir en el grupo. Todas las causas eran importantes, menos la nuestra; a todas las identidades les procuraba dar un rostro, mientras ésa debía estar a media sombra. Ello no evitó que mis personajes estuvieran en una búsqueda permanente de sí mismos, que se sintieran extraños a su medio, ni que estuvieran rodeados de un aparato simbólico donde la homosexualidad como problema vital se fuera mostrando.

Sobreviví también a un medio que promovía el silencio. En mi colección de frases célebres guardo una de un amigo, médico por más señas, ducho en las artes de las fiestas en fincas y clubes privados. Para él tampoco ha existido una problemática gay, y el ejemplo venía de su experiencia misma, pues “yo estoy bien porque siempre me han dejado tranquilo.” ¿Y qué significa tranquilidad en un país sin derechos para los homosexuales? Un bello país, apetecido destino para vacacionistas de la comunidad gay pero donde no se puede realizar un congreso abiertamente porque atenta contra la moral. Que lo dejen a uno tranquilo es el producto de una precaria negociación: Ganar espacios de tolerancia, siempre y cuando no se mencionen directamente. La palabra se vuelve, por lo tanto, peligrosa. Esa tranquilidad es el juego de la doble moral, la cual es capaz de generar diversas formas de violencia para las cuales no hay respuesta. Por supuesto, no es cualquiera el que puede comprar la tranquilidad, pues las posibilidades de negociar con la moral imperante la especificidad de mi clóset dependen en gran medida de otras relaciones, principalmente de clase social y etnia. Quizás nadie se meta con mi amigo, profesional y blanco, pero existen estudios que muestran que el nivel de rechazo hacia los homosexuales en la sociedad costarricense supera el 31%, muy por encima de preocupaciones de actualidad como el rechazo a otras etnias y/o nacionalidades, que es de poco menos del 14%. Me pregunto entonces, ¿cómo logra la tranquilidad la loquita del barrio marginal? ¿Y el extranjero pobre, de color y, encima, homosexual? ¿Cómo proclamar que el camino ya está hecho cuando los homosexuales no tenemos espacios ni para la protección ni la denuncia? Para mucha gente, vivir tranquilo es vivir en el clóset, y se paga un precio muy alto por ello.

Sí hay una presencia homosexual en Costa Rica, un grupo de identidades que ha tenido que lidiar con un medio hostil, con acciones que minan sus libertades, incluso con una iglesia católica cuyos jerarcas se han referido a nosotros en términos de crimen, odio y asco. La iglesia ha sido experta en transformar criterios legales en asunto moral; menos eficaces han sido los intentos de silenciar sus contradicciones internas en materia de sexualidad. Los gays no estamos todavía integrados a las grandes discusiones sobre el otro. Información no falta; uno de los pilares de las identidades homosexuales se encuentra en los extensos estudios que realizó Jacobo Schifter en la década pasada. Pero en el gran espectro seguimos siendo una variable ignorada. Por suerte, con gente como Schifter, como José Ricardo Chávez, con algunos críticos que se han abocado a estos temas, a escudriñar el secreto de ciertos textos, el clóset se ha empezado a modificar. Y ese marco también ha cambiado mi obra. Tuve que hacer un largo viaje, trabajar hasta el cansancio mis culpas, luego volver la mirada de nuevo a mi país. Me di cuenta que el clóset era uno de mis temas, pero ya no era solamente el punto desde el cual miraba esa sociedad exterior. Tomé conciencia de que es posible mirar el clóset en sí, sus espacios, sus costos, sus límites, el desgaste que ha llevado a personas queridas a la soledad más absoluta e incluso a la muerte. En mis últimas obras he incorporado los ritos del clóset, su significado social, la esquizofrenia. Así como el concepto crimen puede ser un instrumento de análisis social y literario pienso que clóset, también. Imaginémoslo como un umbral, una línea invisible entre el adentro y el afuera. Veamos cómo cada cual le da forma, sobrevive, perece, o finalmente se libera. Y al hablar de él lo vamos abandonando.

Esta marcha hacia cierta libertad también incluye a los lectores. En el año 99 la Editorial Lengua de Trapo publicó el volumen Líneas aéreas, en el cual aparece un cuento mío titulado “Bienvenido a tu nueva vida”. El argumento sigue la pauta de un hecho anodino –el viaje de una pareja de recién casados hacia su pueblo– que es interrumpido por un hecho excepcional: el marido es homosexual y en el viaje en tren tiene un encuentro erótico con otro hombre, marcando el principio de su nueva doble vida. Por una extraña mezcla de coincidencias y voluntades, el cuento fue publicado en un periódico costarricense. De inmediato se accionaron ciertos mecanismos de censura, pues había violado esa ley del silencio. Aparentemente se dio un intenso debate, aunque la mayoría de esas comunicaciones nunca las llegué a ver personalmente y sé que existen por los relatos de colegas, amigos y enemigos. Pero algo cambió en Costa Rica. Hubo quien defendiera “Bienvenido a tu nueva vida” y encontrara en él algo importante. Hubo lectores que me buscaron y me expresaron su alegría por el cuento, aunque no se atrevieron a manifestarlo en público. Para algunos, el hecho de que esta historia homoerótica apareciera en un medio poderoso y conservador fue una especie de triunfo contra el sistema. Claro que también hubo gente que se insultó y me insultó. Incluso el escritor que no escribe con el pene soltó otra frase notable: “Ese cuento es una mierda y no voy a hablar de él.” Sin embargo, ya había hablado. El ataque más común fue que “Bienvenido”, ese recuento de indecencias privadas, sólo había servido para que yo hiciera una espectacular salida del clóset ante el país entero, presumiblemente con tacones de aguja, falda ajustada al muslo, peluca rubia y esplendorosas pestañas encrespadas. Por ésa y otras reacciones, yo diría que el efecto fue aún mejor: todos nos salimos del clóset, desde la oficina de censura del gobierno hasta el periódico, que se vio obligado a tomar una posición y a defender el valor estético de un texto que probablemente le resultaba incómodo. Nadie negó que las situaciones narradas en el cuento pudieran pasar; lo que se negó es que pudieran contarse y estar accesibles para ser leídas.

Al cabo de los años sigo con mis búsquedas estéticas y, quizás, políticas. Me gustaría que ese umbral desde el que escribo dejara por fin de existir. Quisiera que la desigualdad, la represión y la violencia del clóset acabaran. Desearía que no hubiera clóset; cuento a cuento lo voy carcomiendo igual que termitas. No sé si mi literatura sobrevivirá, tampoco lo creo importante. Se me ocurre más bien que lo opuesto puede ser hermoso: imagino que un ingenuo lector del futuro lee mis cuentos y no entiende esas situaciones, o le parecen nada más los restos de un mundo menos tolerante, menos generoso, pero encapsulado en un pasado que tal vez no regrese nunca. Que así sea.

 

New Orleans, 25 de abril de 2004

Madrid, 6 de mayo de 2004.


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