Carlos Cortés

De la banana republic a la república de las maras


Mapa de la conflictividad

Centroamérica es la lengua de tierra más angosta del planeta entre los dos océanos más extensos, lo que la hace soportar la gigantesca presión de las dos masas continentales americanas. Desde siempre, este determinismo geográfico ha hecho que el conflicto, la tensión, la fractura y el choque de fuerzas sean sus señas de identidad. Centroamérica es una olla de presión barométrica, demográfica y socioeconómica, que al mismo tiempo destila palabras rabiosas.

A semejanza de las placas Caribe y Cocos, que en su acomodo en el centro de la Tierra producen un terremoto cada 15 o 20 años en el istmo; la explosión de las fuerzas telúricas, territoriales, económicas, políticas, sociales y humanas, produce yreproduce conflictos, y de esos conflictos, por supuesto, surgen versiones y subversiones, revoluciones, contrarrevoluciones, restauraciones, visiones y revisiones, visionarios y revisionistas: es decir, literatura.

Desde la edad precolombina el istmo es un puente de extremos, una hamaca que, como una tuerca o una columna sin fin, no reposa sobre sí misma, en un lecho de penumbra y estabilidad, sino en un mar de fuego que va torciendo sus entrañas hacia sus límites, contrayéndose y dilatándose: en un sentido geográfico, entre continentes y entre mares; entre potencias e imperios, en un sentido geopolítico. Del patio trasero del imperio azteca a la banana republic (la Mamita Yunai del novelista costarricense Carlos Luis Fallas) del enclave bananero norteamericano, de la Alianza para el Progreso de Kennedy al TLC de Bush. De la doctrina de seguridad nacional a la globalización, de la búsqueda del futuro a pasado mañana (Centroamérica siempre parece llegar o demasiado tarde o demasiado pronto, pero nunca coincide con su día).

Esta característica transfronteriza se expresa de una manera dramática en el origen náhuatl de la palabra Nicoya, que corresponde a la frontera actual entre Nicaragua y Costa Rica, y al antiguo límite sur del imperio azteca. Nicoya viene de nicoyaotl y quiere decir: paso entre enemigos.

Entre culturas, idiomas y áreas de influencia: Centroamérica cuenta con más de 50 grupos étnicos que van desde las lenguas y culturas mesoamericanas del maíz hasta las de lengua creole (de expresión inglesa y religión protestante de los antiguos súbditos ingleses) y cultura afrocaribeña. Entre guerras civiles, dictaduras, guerrillas, rebeliones, ceses de fuego y acuerdos de paz, que a veces se cumplen y a veces se incumplen, en el ámbito político-ideológico; entre huracanas y terremotos, por un lado, y los ecosistemas más ricos del planeta –17 eco-regiones, 22 zonas de vida y un 40 por ciento de especies endémicas–; entre la sequía y la lluvia bíblica de Macondo; entre “Pedro Páramo” y “Cien años de soledad”; entre el hambre y la desolación y la abundancia paradisíaca –la tierra prometida de Rubén Darío, el reino que estaba para mí, y de Pablo Antonio Cuadra–; entre una economía de subsistencia, preindustrial y precapitalista, en áreas rurales que parecen volver a inventar la agricultura, o a olvidarla, y la economía globalizada. En tres tiempos a la vez: el siglo XVIII antes de la revolución industrial, el XIX, en la construcción de la democracia política, y el XX, en la búsqueda del bienestar social.

Entre los lugares más altos del índice de desarrollo humano, en Latinoamérica, y los más bajos; entre las hambrunas de Matagalpa y la zona 10 de Guatemala, el distrito financiero de Panamá y los nuevos mall de Costa Rica –las flores del mall–. Y finalmente: de la guerra de baja intensidad de Reagan, que fue el penúltimo capítulo de la guerra fría en Latinoamérica (el último será Cuba, si Fidel Castro recuerda alguna vez que es mortal), a la guerra de baja, pero constante mortandad, de las pandillas del siglo XXI –la república de las maras–, de la caída del muro de Berlín a la globalización de la inseguridad (no olvidemos que Latinoamérica cuatriplica el promedio mundial de homicidios por 100 mil habitantes, pero que Río de Janeiro y algunas ciudades de Centroamérica, están entre las más violentas del mundo).

Pero esto no es algo exclusivo de Centroamérica ni de Latinoamérica: Occidente cambió la guerra entre potencias, sistemas e ideologías por la lucha en la calle entre el bien y el mal. Como dice Hans Magnus Enzensberger en Perspectivas de guerra civil: “Cualquier vagón del metro puede convertirse en una Bosnia en miniatura…”

Entonces, en este mapa de la conflictividad tenemos, por un lado, una enorme concentración de tensiones en un territorio reducido, con un espacio social frágil y desarticulado (las tensiones entre el Caribe ladino e hispano y el Caribe anglosajón, por ejemplo), y una exhuberancia vulnerable de tiempos históricos y sociales, de recursos naturales, de culturas, de tradiciones y maneras diversas y a veces opuestas de concebir o sufrir el pasado y de tantear las huellas zigzagueantes del presente y los presagios inclementes del futuro.

En el ámbito de la literatura, este carácter estratégico, de ser zona de tránsito hacia ninguna parte, ha producido crónicas y testimonios desde Bernal Díaz del Castillo (Mark Twain, en el canal del Tránsito; Blaise Cendrars, en el canal de Panamá; Salman Rushdie, en la revolución sandinista; Patrick Deville, el novelista francés, acaba de publicar Pura vida. Vie & mort de William Walker, que publicará Seix Barral en castellano a finales de este año) y a la vez, siendo una región periférica, un enclave que pasó de la colonia a la banana republic, hizo que ese espacio cultural no fuera propio. Centroamérica tiene aún una escasa industria cultural: las mejores bibliotecas centroamericanas están en EEUU (a veces gracias al saqueo de las colecciones históricas del XVIII y del XIX, hecho por los mismos centroamericanos, por cierto).

Pablo Antonio Cuadra dijo una vez que la mejor literatura latinoamericana venía de Centroamérica: el Popol Vuh, Bernal Díaz del Castillo –para Fuentes el primer gran novelista de Latinoamérica–; Landívar, el último gran poeta neolatino de la literatura universal (Rusticatio mexicana); Darío; Asturias; Cardoza y Aragón; Monterroso; los poetas de la vanguardia nicaragüense… Pero todos estos autores portan en su identidad el signo indeciso de la pobreza y de la riqueza. Son herederos de la exhuberancia creada por el tránsito entre Mesoamérica y el Caribe, entre las culturas del maíz, la aventura de la colonización y el contrabando permanente de sangre, semen, palabras, licores, odios, sueños, mierda, angustia y soledad, y el destierro.

Todos comieron el pan duro del exilio, como dice Dante, y formaron parte de otro espacio cultural. Se reflejaron al mismo tiempo en un espejo roto, el de Centroamérica, y en el brillo de las estrellas de la tradición metropolitana que les dio cobijo. Por eso quizá la pregunta de Rodrigo Rey Rosa, ¿qué es literatura centroamericana? siga siendo válida. ¿Dónde se ha creado la literatura centroamericana? Por lo general fuera del área. Aún sus más importantes críticos literarios están fuera de la región y muchas veces se conoce más de Centroamérica fuera de ella que adentro. La legitimidad literaria centroamericana es una dualidad entre el adentro y el afuera, entre lo propio y lo extranjero, el paisaje y el alma, entre lo exógeno y exótico y lo cotidiano y familiar, y de ahí vienen muchas de las contradicciones que se han venido discutiendo estos días.

Esto nos lleva a otra paradoja: por un lado, el hecho de ser centroamericano ya no implica ninguna atención mundial privilegiada ni el complejo de culpa de los países desarrollados por la pobreza y la guerra, que hizo que muchos autores fueran traducidos y gozaran de una efímera popularidad internacional. “Una vez que se fue la guerra se fueron las cámaras de televisión”, dice la Szymborska, y también las editoriales. La franquicia comercial “Centroamérica” se agotó y hubo que buscar nuevos nichos de mercado para aprovechar las ventajas comparativas (el problema es que no había ninguna). Pero a la vez se desacreditó o se empieza a desacreditar la forma tradicional de leer la literatura centroamericana: hasta hace poco todo era leído como documento antropológico, como crónica de guerra, o como testimonio heroico antinorteamericano, antiimperialista, militante y comprometido –cantares de gesta–.

Tiquicia la menor (para los amigos)

Si a Centroamérica la agobia el paso de su pasado, y de su tradición, a Costa Rica la agobia más bien el peso del olvido, los contornos del vacío. Si el conflicto es el cemento, la argamasa, el calicanto con el cual se forjó la literatura centroamericana, en Costa Rica esa materia es la anulación de los conflictos, de ahí la dificultad de crear una literatura nacional desenraizada de los mitos políticos de un país igualitario, consensual, blanco –simbólicamente blanqueado–, anticentroamericano, anticaribeño, pronorteamericano, etc., etc., etc.

Costa Rica tiene un pasado colonial escaso, una tímida herencia indígena –su proceso de colonización duró siglo y medio y causó el virtual exterminio de los pueblos indígenas–, nunca ha sufrido una intervención directa de Estados Unidos y su población se mantuvo aislada en la intimidad incestuosa del valle central hasta hace 100 años, cercenándole su vinculación con el Caribe.

Hace 120 años corría el chiste de que en Costa Rica no se cultivaba la poesía sino el café. Pero no es un chiste. Nuestra literatura nacional tiene 100 años, no tuvimos romanticismo y el modernismo entró tarde (1907) y no ha salido del todo. Esto explica dos cosas: que la literatura nacional está indisolublemente atada a la construcción del Estado-nación, a finales del siglo XIX –con lo cual hasta hace poco fue vista como una forma de legitimar el espejo consensual de la sociedad política y las contradicciones económicas–, es decir, es funcional al discurso de la nacionalidad –no hay literatura nacional si no es, de alguna forma, nacionalista–; y que ofrece un sistema de imágenes muy difuso, a veces insustancial, poco definido, para construir una literatura que sea centroamericana (quiero decir: que participe de las tensiones y conflictos de la literatura centroamericana).

Con excepción de nuestra literatura bananera –que va de Bananos y hombres de Carmen Lyra, en los años treinta, a Murámonos, Federico, de Joaquín Gutiérrez, de 1974–, nuestra literatura narrativa prácticamente no ha participado de Latinoamérica porque no puede acogerse a ninguno de los macrodiscursos o estereotipos de la literatura latinoamericana: La Revolución, El Dictador, La Selva, La Guerrilla, El Guerrillero, El Indio, etc.,etc., etc. Nuestra literatura más interesante, por lo tanto, debe salir del valle central simbólico –el consenso, el centro de la nacionalidad–, haciéndose centroamericana o latinoamericana, para lograr encarnar las contradicciones sociales: en los años treinta, El infierno verde, de Marín Cañas, por ejemplo, sobre la guerra del Chaco; después, en la literatura bananera, en las costas; y más recientemente, revisando la revolución sandinista, la historia del Caribe y la herencia indígena.

El discurso consensual, que yo llamo de un modo un poco caricatural “la Suiza centroamericana” –y me gusta recordar que Graham Greene decía: qué insulto para los suizos–, empezó a fragmentarme en los años setenta y se rompió del todo en los años ochenta. ¿Por qué? Por tres razones: porque el desarrollismo latinoamericano, y mundial, se acabó –los dorados años de un 6% de crecimiento anual del PIB–; porque nos regionalizamos con la revolución sandinista, la contrarrevolución y la crisis político-militar centroamericana; y porque, como consecuencia de lo anterior, se terminó el Estado benefactor socialdemócrata.

Nos latinoamericanizamos, para bien y para mal: abandonamos nuestra pureza entre comillas, nuestra virginidad simbólica con la inmigración nicaragüense; nuestro sistema político se estancó; nuestra igualdad se ha ido descomponiendo y la violencia urbana, que comenzó con verjas enrejadas, hace 30 años, se metió en la sala de la casa.

En el campo literario, produjo una clara contradicción entre la literatura nacional oficial, consensual, y la nueva literatura, que ya no parte del Estado-Nación, o que lo pone en crisis. Participamos de este tiempo tribal –de nacionalismo en España y Europa, de extremismo islámico, de exacerbación de los peores rituales patrióticos y chauvinista–, hedonista, narcisista e individual, de identidades fragmentadas y fragmentarias, en el que la sociedad ha sido sustituida por una o muchas pandillas, la ciudad es estar en ningún lado y en ninguna parte, y los lugares son “no lugares” (el abandono del espacio público, la ruina de los centros históricos, la reducción de las barriadas populares a guettos y los barrios ricos a fincas privadas, con cámaras de televisión y policía privada las 24 horas). El espacio público se volvió privado y el privado público.

Para terminar

La literatura de Costa Rica de la última generación participa de tres tendencias de la literatura centroamericana actual, que también son parte de la más reciente literatura latinoamericana:

1. Literatura “poslatinoamericana”: Latinoamérica ya no existe, desde un punto de vista literario, pero podemos aprovecharnos de la carroña y roer sus huesos. ¿Qué quiero decir? Bien, que ya no hay que hablar de güilas, pelados, cipotes o tiernos, usar boina, poncho, fal, galil o AK-47, ser guerrilleros o héroes, ángeles o dictadores, para escribir literatura centroamericana (el camello de Borges). Latinoamérica ya no es el territorio de la mancha que está entre Fuentes, García Márquez y Cortázar, sino que es lo que le da la gana ser, hable de lo que quiera hablar; susurrar –intimismo y minimalismo– o gritar –como en Centroamérica, con la estética de la violencia–.

2. Demolición de los mitos tropicales, de los íconos nacionales y de las imágenes de la modernidad (de la izquierda al progreso, de la nación a la revolución, del dictador a la guerrilla), lo que implica no tanto una revisión de la historia oficial como una subversión y una violación de lo no dicho, de lo indecible, de lo vergonzante. En el caso de Costa Rica, el mito mayor es que no hay nada de qué escribir y que como somos el país de la eterna primavera y de la democracia eterna, ¿para qué novelar algo que no fueran cuadros de costumbres? “En Costa Rica no pasa nada desde el big bang”, empieza diciendo Cruz de olvido, y no por casualidad Donoso retrata esta actitud de no ver lo que no se debe ver en Casa de campo con la frase: “Corramos un tupido velo”. Pero a partir la novela descubre los asesinatos debajo de la alfombra, la tía loca en el cuarto de atrás y los secretos de familia en el sótano.

3. Encrucijada entre la historia personal y la historia social: creo que por primera vez en la literatura costarricense no hay ningún escritor que no escriba desde la historia, desde su contemporaneidad, aunque haga ciencia ficción. No digo que la incluya en su texto, por supuesto, pero cuando escribe parte inevitablemente de su circunstancia histórica.

4. Una indagación de las grandes preguntas de la condición humana. Tiene razón Eduardo Becerra y rectifico: no se trata de una vuelta a la novela total, sino una recuperación de la literatura como forma de conocimiento y de la vuelta a un espacio narrativo que ambiciona comprender su momento histórico, que va de la totalidad a los fragmentos significativos. Creo que la condición humana es algo demasiado importante como para dejársela nada más a Paulo Coelho y a los libros de autoayuda.

Quiero cerrar con una frase que Alfred de Musset dejó escrita hace 200 años en su Confesión de un hijo del siglo y que que expresa de alguna manera el momento o el “no lugar” que vive la literatura centroamericana, pero también una parte de la literatura latinoamericana más contemporánea: “Todo cuanto existía ya no existe, lo que existirá no ha llegado aún. No busques en otra parte el secreto de nuestros males”.


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