Werner Mackenbach

Representaciones del Caribe en la narrativa centroamericana contemporánea

Universidad de Costa Rica/Universidad de Potsdam (Alemania)

wmackenbach@amnet.co.cr

Notas*Bibliografía

Introducción

Entre julio y diciembre del año pasado (2002) se cumplieron exactamente quinientos años desde que el almirante Cristóbal Colón, en su cuarto y último viaje –padeciendo de reumatismo y gota y creyendo que se encontraba frente a la costa oriental de tierras asiáticas– llegó a las playas caribeñas del estrecho puente de tierra entre los dos subcontinentes que hoy llamamos América (del Norte y del Sur), e istmo entre los dos grandes océanos, el mar del norte y el mar del sur, que hoy conocemos como el Atlántico/Caribe y el Pacífico. Desde ese primer contacto entre el «Viejo Mundo» y la región que en la actualidad lleva el nombre de Centroamérica, la costa del Caribe ha sido durante siglos una puerta de entrada para los europeos: desde los primeros conquistadores bajo el signo de la cruz y la espada, pasando por los incontables viajeros, aventureros, comerciantes, piratas, tratantes de esclavos y soldados, hasta los buscadores de oro y de fortuna y los científicos. Sin embargo, en la historia política, social y cultural, al igual que en sus representaciones artísticas/literarias, la región caribeña siempre ha sido marginada, no obstante el hecho de que en algunos de los estados hoy existentes en el istmo, conforma la mayor parte del territorio nacional. Este hecho ha sido una representación fiel de la ubicación de los conquistadores y colonos españoles y de la sociedad mestiza/ladina/letrada –producto de la mezcla entre los ibéricos y los indígenas– en la región del Pacífico, especialmente en las ciudades.1

Hasta nuestros días, en el discurso literario esta marginación ha tenido su repercusión, en particular en muchos trabajos que apuntaron hacia historias literarias nacionales de los países del istmo. En general, se han subordinado las expresiones artísticas/literarias prehispánicas a una «cultura primitiva» (Arellano, 1997: 15) y se ha colocado el inicio de una «literatura culta» (ibid.: 17) y de una «expansión y florecimiento literarios» (Miró, 1996: 14) con la imposición de la lengua de los conquistadores, «que es ya un idioma adulto cuando el descubrimiento» (ibid.), y con el establecimiento de «frailes de los conventos, […] los obispos y […] algunos curas seculares de formación universitaria, como también […] funcionarios peninsulares y criollos» (Arellano, 1997: 17). De forma paradigmática para este discurso literario tradicional y dominante, el crítico nicaragüense Jorge Eduardo Arellano sostuvo:

« […] la ‘escritura’ de los indios, o más bien la pictografía de sus códices […] , no era fonética. Esta vino con el español que sustituyó a las lenguas aborígenes durante la colonia, quedando al margen de este proceso las tribus Sumo-mísquitas y otras del litoral atlántico –en estado casi salvaje– que conservaron sus dialectos primitivos.« (ibid.: 16)2

Así que las expresiones artísticas/literarias de las regiones caribeñas, que desde esta perspectiva pertenecieron a la «cultura primitiva», no fueron ubicadas en el campo de la literatura «culta» o de las «bellas artes».

Una mirada de fuera y un cambio de perspectiva

Asimismo en la producción literaria escrita en Centroamérica misma, el Caribe, tradicionalmente, no ha ganado una mayor atención. Mientras el legado mítico-mágico de los mundos prehispánicos de las culturas mayas, en especial de los altiplanos de Guatemala, fue recuperado, re-elaborado y transformado, en particular en la narrativa guatemalteca a partir de Miguel Ángel Asturias, que ha tenido sus repercusiones en todo el istmo, no se puede decir lo mismo de las articulaciones simbólico-artísticas del Caribe, tampoco en el caso de Guatemala. Si el Caribe apareció en las representaciones literarias de la narrativa centroamericana, fue percibido hasta en los años noventa con una mirada del exterior, que perpetuaba la perspectiva de los conquistadores y los criollos/letrados en las ciudades del Pacífico –salvo muy pocas excepciones como el costarricense Quince Duncan, que nació en San José pero creció en la costa del Caribe.3

De manera ejemplar, esta vista de fuera se ha manifestado en la novelística nicaragüense contemporánea. En la tercera novela de Gioconda Belli, Waslala. Memorial del futuro (1996), la trama se desenvuelve a lo largo de un viaje que sigue la ruta tradicional de los primeros viajeros, de la costa del Caribe a la región del Pacífico, con unas «excursiones» hacia el interior del país. Se semantizan los espacios recorridos recurriendo a unos tropos conocidos desde los primeros viajes de los conquistadores europeos: predominan la percepción de la naturaleza exuberante como un locus amoenus, que de vez en cuando se torna en un locus terribilis, y la búsqueda del paraíso –una especie de Eldorado– en la selva, que se metaforiza como una terra incognita. Los frecuentes recursos a los mitos preshispánicos –por ejemplo, la simbolización del río como la gran serpiente con alas verdes de la mitología maya (Kukulká)– son funcionalizados para la proyección de una utopía política a finales del siglo XX.

Ya diez años antes de la publicación de la novela de Gioconda Belli, en la novela Siete relatos sobre el amor y la guerra (1986) de Rosario Aguilar, la representación del espacio caribeño había dominado la geografía literaria. También cuenta un viaje: el de una mujer de la región del Pacífico a la Costa del Caribe, para vivir junto con su esposo caribeño. La novela tematiza la existencia de dos culturas diferentes, que les impiden vivir juntos y entenderse –narrada desde la perspectiva de la mujer del lado del Pacífico. Esta división en dos culturas distintas caracteriza también otras novelas publicadas en los años noventa. El Reino Moskito (La novela de la Costa Atlántica) (1991) de Bayardo Tijerino Molina es uno de los primeros y pocos textos en cuya diégesis la región del Caribe no es solamente el escenario geográfico sino también el tema central. Su referente extraliterario son los intentos del gobierno sandinista en los años ochenta por integrar la región del Caribe a la nación (revolucionaria) y los anhelos de autonomía de los diferentes grupos de la población costeña. Con recursos irónicos deconstruye estos intentos. Sin embargo, su perspectiva es la del Pacífico: se narra la novela desde la perspectiva de un narrador en primera persona, Félix Flores, funcionario de la burocracia gobernante en la capital Managua, dominada por la cultura mestiza. El Caribe queda fuera de la nación nicaragüense, no comprendido y no integrable.

Algo similar vale para la novela Vuelo de cuervos (1997) de Erick Blandón, la cual hace referencia a la política del traslado forzado de comunidades indígenas enteras de sus habitats tradicionales, realizada por el gobierno sandinista con el propósito de integrarlas a la nación nicaragüense. Con las técnicas de la carnavalización deconstruye estos intentos. Gran parte de la novela es contada desde la perspectiva de un intelectual, socializado y politizado en la región del Pacífico, que simpatiza con los intereses de los indígenas en contra de los gobernantes en Managua. Sin embargo, los indígenas no tienen voz propia (tampoco son representados por una instancia narrativa propia), no son más que un objeto de los discursos entre los diferentes grupos de la región del Pacífico.

En otras novelas nicaragüenses publicadas en los años noventa, el espacio caribeño también penetra el espacio literario, pero siempre es representado por una perspectiva de fuera; como, por ejemplo, en La zarza y el gorrión (1999) de Róger Mendieta Alfaro en que se critica la revolución en nombre de las culturas indígenas, pero desde la vista de un ex-comandante guerrillero mestizo que entretanto se distanció del régimen revolucionario. En este sentido, hasta en los años noventa, la mayor parte de las novelas publicadas en Nicaragua ha seguido las huellas de la novela Ebano del escritor Alberto Ordóñez Argüello, que fue publicada ya en 1954 y fue uno de los primeros textos literarios sobre la costa del Caribe. Esta novela denuncia la explotación norteamericana de los recursos naturales del Caribe y la complicidad del régimen dictatorial de los Somoza, pero lo hace «desde la perspectiva intelectual […] del Pacífico» (Arellano, 1994: 34).

Sin embargo, en el transcurso de la década de los noventa, en las narrativas centroamericanas fueron publicados textos de diferentes autores de distintos países que indican un cambio de perspectiva en relación con la representación literaria del Caribe, desde una vista del exterior hacia una vista del interior. A continuación voy a referirme –a manera de ejemplo– a cuatro textos: las novelas Calypso (1996), de la costarricense (de origen chileno) Tatiana Lobo, y Columpio al aire (1999), del nicaragüense Lizandro Chávez Alfaro, así como los cuentos «La anunciación del Cristo Negro» (1991), del panameño Rafael Ruiloba, y «Guerras y rumores de guerra» (2000), del beliceño David Nicolás Ruiz Puga.

El encanto perdido del Caribe

Hasta hoy en día en la percepción desde afuera de la cultura y literatura costarricenses ha prevalecido una imagen dominada por la falta de un exotismo caribeño que en otros casos ha sido la marca registrada en el mercado cultural internacional. No es por casualidad que, no solamente entre sus vecinos, el pequeño país tropical pase aún en la actualidad por la «Suiza centroamericana», y que en su idiosincracia prevalezcan los patronos blancos/europeos. Como sea, es verdad que en su historia faltan, casi por completo, las convulsiones tan típicas de los otros estados del istmo: guerras y guerras civiles, golpes militares y revoluciones, luchas armadas e insurrecciones.

Parece que Tatiana Lobo en su segunda novela, Calypso, publicada en 1996 de una sola vez ha querido compensar lo que hasta ahora ha faltado en esta percepción del país, por sus abundantes ingredientes exóticos de procedencia tropical.4 El centro de la novela es la vida en Parima Bay, alguna bahía olvidada en la costa del Caribe. La gente que vive allí comienza a llamar a esta bahía, que antes carecía de nombre, con el apellido del primer hombre blanco que viene del interior del país, Lorenzo Parima, y quien se establece en esa playa el día en que «al otro lado del Atlántico, un austríaco loco desataba la segunda guerra mundial» (11). Le acompaña un ex-camarada de trabajo, el negro Alphaeus Robinson, «hombre de buena fama y calificado prestigio, el mejor estibador del Puerto» (ibid.). A él se le llama «Plantintáh» por su «desmesurada afición por ciertas golosinas de masa rellenas con plátano dulce teñido de rojo vegetal, que en buen inglés se escribía plantain tart, pero que hablado en la forma dialectal de la región sonaba aproximadamente así, plantintáh» (13), pero también «Jicaritas de Agua Dulce» a causa de la predilección que las prostitutas blancas de su burdel preferido tienen por el portador de ese «apodo expresivo y cariñoso con el que lo distinguían de la clientela ordinaria» (ibid.) – nombre afectuoso y al mismo tiempo bastante ambiguo que más tarde provocará la envidia desmedida de Lorenzo.

El blanco no sólo abre el primer comisariato en el lugar –encargando «un tarro de pintura amarilla, color pico de tucán, con el que escribió PARIMA Y CIA. sobre la puerta de dos hojas» (29)– , sino también introduce el primer aparato de radio, el primer bote con motor, el primer teléfono a la bahía, y después, cuando se vuelve más y más una atracción turística, la primera discoteca, el alumbrado público y la primera comunicación vial con el interior del país. Sin embargo, «Parima Bay perdía en encanto lo que ganaba en progreso» (217). Esta expresión de la narradora, presentada en la última parte de la novela muy bien podría servir como epígrafe del libro, aunque sólo caracterizara un aspecto: el intento de apoderarse de la vida en la bahía a través de los medios del progreso. Pero mientras la entrada de la modernidad a la bahía destruye el embrujo de las costumbres tradicionales de vida, al mismo tiempo Lorenzo sucumbe a esta magia –y no podría ser de otra manera: en su expresión femenina. Se enamora tanto de la bella Amanda, la mujer de piel negra de su compañero Plantintáh, que lo asesina para abrirse el paso a sí mismo. Pero ella prefiere a un negro jamaicano. Como una obsesión, este amor se prolonga con la hija de Amanda, Eudora, y la hija de la hija, Matilda (las tres partes de la novela llevan los nombres de las tres mujeres). Eudora incluso acepta casarse con él. Sin embargo, él no logra realmente poseer a ninguna de las tres mujeres.

En contra de la fuerza destructiva de este progreso, la autora evoca y reaviva un mundo sumergido y perdido. Al mismo tiempo, la novela no pone en duda que no existe una alternativa a la modernidad. Incluso Africa, la mítica patria primordial, ya no ofrece un amparo seguro: «Africa es una pesadilla, […] es una grande y profunda desesperanza» (185), resume Plantintáh/espíritu que regresa de un viaje espectral al continente negro, «sin encontrar la forma de renacer» (184). Porque también los africanos «habían perdido el contacto con las energías primarias del planeta» (185). De una vez para siempre las raíces están cortadas, no hay regreso a los orígenes, sólo la mezcla de los ritos antiguos con los hábitos de vida modernos.

Tal vez se podría criticar que la novela recurre demasiado a los grandes arquetipos de la novelística latinoamericana contemporánea, recreando de cierta manera el Macondo de García Márquez bajo condiciones caribeñas centroamericanas, que retoma las fórmulas acreditadas del «realismo mágico» (por ejemplo, en la supervivencia de Plantintáh como espíritu omnipresente después de su muerte), o que algunos de los personajes de la novela quedan como xilografías. No obstante, la autora logra una metáfora acertada de la realidad caribeña en la era del «colonialismo poscolonial». El hombre blanco, si bien es capaz de establecer su dominio económico, nunca podrá conquistar las almas. Lorenzo logra casarse con Eudora, sin embargo, ya en la noche de bodas sus fuerzas viriles le fallan. El encanto del Caribe le queda vedado.

La diversidad multicultural del Caribe

Con la tercera novela de Lizandro Chávez Alfaro, Columpio al aire (1999), el espacio indígena del Caribe se establece definitivamente en el centro del espacio literario de la novelística nicaragüense contemporánea.5 Desde la novela de Tijerino Molina ya mencionada, que fue publicada a inicios de la década, el texto de Chávez Alfaro no solamente es el primero en que la costa del Caribe nicaragüense, en particular la ciudad de Bluefields, es el tema diegético principal, sino en que la contradicción entre el Pacífico y el Caribe se vuelve constitutiva para el espacio literario de una manera más trascendente. El referente extraliterario de su discurso narrativo son algunos sucesos en la historia de la costa del Caribe nicaragüense y sus relaciones con el estado nacional. El tiempo narrado son unos meses del año 1896, es decir, dos años después de la ocupación militar y la promulgación del «Decreto sobre la reincorporación» de la región caribeña al estado nicaragüense por el gobierno liberal del general José Santos Zelaya en Managua que llegó al poder en 1893. En numerosos flashbacks, la narración recurre a acontecimientos en la historia de la costa del Caribe desde el siglo XVII. En dos tramas entrelazadas la novela dibuja una imagen simbólica de esta historia: Por un lado, por orden del general Migloria, el comandante de las fuerzas de ocupación de la región del Pacífico y sátrapa local del gobierno del general Zelaya, se procede a trasladar el cementerio comunal, en que descansan los reyes y princesas del antaño «Reino Mískitu», para abrir paso a la construcción de una calle. Por otro lado, la población de Bluefields durante semanas se ocupa de los preparativos para presentar por primera vez –con la ayuda y bajo la dirección de los pastores de la Herrnhuter Brüdergemeine (la Iglesia Morava)– el Messias de Händel en esa ciudad –símbolos de las tradiciones propias, variadas y multiculturales (influenciadas por Inglaterra y Alemania) de la costa del Caribe nicaragüense y de la destrucción de estas tradiciones en el curso de la anexión militar por el régimen en Managua, en nombre del progreso y de la modernidad.

En la novela abundan las metáforas y alegorías que tematizan estos dos aspectos; por ejemplo, la violación de una joven negra por un soldado de las tropas de ocupación; la insistencia del general Migloria en que el progeso no debería no tocar incluso santidades fallecidas y particularmente los cambios de nombres de calles y plazas públicas y hasta ciudades enteras, que son llevados a cabo sistemáticamente. La «Albert Street» se transforma en «Avenida Zelaya», la «Calle del Rey» en «Calle del Comercio», el «Río Bluefields» en «Río Escondido», la ciudad de «Greytown» en «San Juan del Norte». Mientras estos cambios de nombres paulatinamente borran la memoria a la propia historia –condición de una identidad propia–, el programa ambicioso de construcción de instalaciones públicas como un parque central, un hospital, calles nuevas, un faro y especialmente una «Escuela Normal» («pieza clave en el proyecto de asimilación», 75), en que se enseña en español, destruye las estructuras orgánicas: Se cierran diez escuelas de la Iglesia Morava que durante medio siglo eran el fundamento del sistema de educación. Los intentos de los habitantes de crear un sistema escolar privado y clandestino para conservar las tradiciones e idiomas propias fracasan muy pronto.

Por primera vez en la historia de la novelística nicaragüense se cuentan los intentos de resistir a esta asimilación forzada desde la perspectiva de los habitantes de la costa del Caribe, del viejo «Reino Mískitu», que ya contaba con una historia de 180 años cuando se proclamó la República de Nicaragua. Esta defensa de la identidad e historia propias y diferentes no resulta simplemente en la afirmación de la homogeneidad y (nueva) centralidad de los (hasta ahora) marginados, en contraposición al (viejo) centro. Bajo las estrellas del antaño reino de la Mosquitia no solamente existen idiomas y culturas múltiples: mískitu, rama, sumu, kukra, creole. Incluso su mismo nombre no está claro: mosquita, móskita, muskita, mosqueta, mískitu ... Muchos de sus habitantes son originarios de otras regiones del país, al otro lado de la línea divisoria arbitrariamente trazada cerca de la ciudad de El Rama, y son descendientes de otros antiguos reinos indígenas. También, la «incorporación» de la región del Caribe en la república nicaragüense mestiza con sus tradiciones españolas desemboca en una ulterior mezcla y un esfumar de las identidades: El cambio de nombre de Greytown a San Juan del Norte no es una denominación que sustituye otra como comunmente fue el caso en las colonias, sino «la viva ambigüedad»: «En sus alegatos de reclamación al gobierno de los Estados Unidos, aquella asociación de comerciantes franceses, españoles, sardos, ingleses, alemanes y estadounidenses, no sabían expresar con certeza si los marinos del presidente Pierce habían quemado Greytwon o San Juan del Norte.» (124) Y lo que vale para la región del Caribe no es menos válido para el resto del país: «Granada, llamada así porque su fundador español quiso sobreponer el nombre de su Granada andaluza al poblado autóctono de Xalteva.» (124s.) En vista de esta diversidad, ambigüedad y heterogeneidad, cualquier intento de imposición de una identidad única y unívoca o de una armonización de las diferentes identidades están condenados a la frustración.

Mientras en la novela ya mencionada de Erick Blandón, Vuelo de cuervos, fracasan los intentos –bien intencionados– de unos cuadros políticos sandinistas de organizar un festival multicultural con la participación de todas las minorías étnicas, culturales y religiosas para fomentar la unidad, en la novela de Chávez Alfaro se frustran los esfuerzos de los invasores católicos de trasladar sus tradiciones culturales y religiosas a la región caribeña a través de la organización de las «Fiestas de San Jerónimo». Así como en Blandón se deconstruye la ambición del poder centralista, en Chávez Alfaro varias técnicas narrativas –como las rupturas temporales en forma de analepsis y prolepsis y los metatextos del narrador/autor que comentan la trama, hasta elementos paródicos e irónicos– sirven para apoyar esta deconstrucción. En el capítulo final, que aparentemente no tiene una relación directa con el resto del libro, la novela rehuye definitivamente una interpretación puramente historizante. La negra Viola Hendy, hermana del último rey del «Reino Mískitu», que iba a cantar el Messias, es asesinada en una especie de ritual sexual por el dirigente del coro, Safá Kubrik –de esta manera, el mestizo aparentemente triunfa también físicamente. Pero la voz de Viola reaparece en el cuerpo de Ocelin Willis, que la sustituye en la presentación –una ulterior alegoría de la supervivencia de las tradiciones viejas que se mezclan con las nuevas y son distorsionadas de manera múltiple. Las Fiestas de San Jerónimo terminan en tumultos y saqueos, el general Migloria se rebela contra su mandatario Zelaya, ídolo del estado-nación nicaragüense. Nada es seguro, todas las identidades se desvanecen. Las ambiciones de un poder estatal centralista se desbaratan, pero no son sustituidas por nuevas certidumbres. Las identidades son frágiles y quebradizas. Los espacios de la geografía nicaragüense narrativamente representados son semantizados étnicamente de manera múltiple. El espacio «étnico», sin embargo, ya no ofrece identidades fijas, es un lugar del encuentro, de la coexistencia y de la superposición de identitades múltiples y contradictorias, de la simultaneidad de lo diferente y no simultáneo.6

El Caribe como crisol de mundos diferentes

Esta percepción y representación del Caribe como mundos diferentes, es decir, de los Caribes en plural, también son un rasgo característico del cuento «La anunciación del Cristo Negro» (1991) del escritor panameño Rafael Ruiloba.7 El cuento está escrito en el estilo de un informe sacro que un franciscano dirije a su Prior y al Santo Padre, «que me encomendó una vista sobre estos ritos alejados de la vigilancia de la Santa Madre Iglesia, que viven en agravio de la Justicia divina y humana» (181).8 «Estos ritos» son unas ceremonias y una procesión a Yoruba que se están realizando anualmente entre negros y zambos «que insisten en hacer de un negro huído un Cristo» (174) en la región de Portobelo, donde se reúne «una confusión de penitentes, pendones, populacho derramado en fervores, súplicas, ondear de palios, bruscos cabeceos […] ; mujeres que transparentan sus ancas, sus lujurias y sus desnudeces; hombres que braman como toro en celo […] » (ibid.).

De Su Santidad recibe la orden de ir a ese lugar para inspeccionar esos ritos y dar testimonio de que los franciscanos no tienen que ver con los actos de herejía y así limpiar el rostro de La Santa Madre Iglesia de estas sombras. Como lo advierte su Prior, se da a esta misión para instruir a los habitantes del lugar en la fe católica, para «catequizar a la negrada» (178). Lo hace bajo el «débil amparo de la fe» (175), y su Prior le recomienda «entrar mudo y salir callado» (ibid.). Sin embargo, en el momento de escribir su informe, del que parte el discurso narrativo del cuento, quiere reportar todo, prosar «estas memorias para no ser traicionado por el olvido» (ibid.). Jura en voz alta que cumplía con «la tarea encomendada por su voluntad» (179):

«Por la autoridad de Dios todo poderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de la Inmaculada Virgen María, madre y patrona del Salvador y de todas la Vírgenes celestiales, Ángeles, Arcángeles, Tronos, Dominios, Profetas, Apóstoles y Evangelistas a vos encomiendo mi vida y mi virtud, vos sabéis que he sido probo.» (ibid.)

Sin embargo, su fiel testimonio se convierte en abierto cuestionamiento de esta su misión misma. Cuenta –dudando si fue un sueño o no– su peregrinaje al lugar del Cristo Negro donde pasó una noche entera en que cayeron inmensos aguaceros del cielo y en que descubrió que «tiene extraños poderes el ver» (179). Ante estos poderes su probidad se encuentra cuestionada seriamente: «Nada había en el luri eclesiastici universi libri tre, sobre las dobleces de las mulatas en ritos selváticos de aquestas tierras de Portobelo.» (179) Pero no es sólo asunto de ojos:

«Las damas de las cortes no son como éstas. Son fábricas de lucimientos y de postizos; palpitantes de la métrica y de la rima. Pero estas salvájicas… Uno no puede ser santo sin saber como Moisés, las virtudes y las templanzas que da el pecado. Entonces me agarraron el clavicordio, Dios sabe que soy probo y con boca erudita ciñeron mis partes y bajaron al púlpito y allí proclamaron la unidad de Dios con la lluvia que caía a todo dar.» (180)

Aparentemente estas representaciones de las realidades tan irreales del Caribe son narradas desde una perspectiva de fuera. El estilo noble y sagrado del informe sacro parece reforzar este carácter. Con frecuencia el autor utiliza el lenguaje eclesiástico hasta en sus más antiguas formas. Basta citar unos ejemplos: «Quiero dar fe propiciatoria» (174), «Como su santidad ordenóme» (175), «Llegué aquestos lares» (ibid.), «Quiero dar fe» (176), «El Prior que embarcóse» (177), «Por la autoridad de Dios todo poderoso […] » (179; veáse la cita completa arriba), «Venerables hermanos, salud y bendición apostólica, viajero destas tierras inmundas, donde también está la gracia del señor, ante la siembra incansable de la cizaña de parte del enemigo y vocero de las galas del Santo Padre […] » (180s.), etc.

Sin embargo, la discrepancia entre este estilo noble en que cuenta sus vicisitudes y las más profanas y mundanas tentaciones y actividades de las bellezas caribeñas, a las que sucumbe definitivamente, convierten el relato en un discurso paródico. Aunque en la forma de su lenguaje el narrador quede aferrado a su misión de «catequizar a la negrada» (178), con el contenido de su informe comienza a «catequizar» a sus hermanos cristianos:

«Entonces comprendí la misión del señor, puesto que muchos son sus caminos. Cuando las mulatas vagabundeaban por las riberas de los mil conventos de mi piel, ví con éxtasis, que esta tierra es para milagros, ubérrima.» (180)

La voz del narrador se convierte en una voz desde el interior del Caribe. El estilo sacro y noble está siendo tomado por dentro por los milagros profanos de estas «tierras inmundas» (ibid.) y se transforma en el portador de un nuevo evangelio:

«[…] he de informaros –concluye su informe sacro– que aparecióseme en uno de los lares de Portobelo un ángel del señor y me reveló en sueños la santidad del Negro Cristo y la necesidad de incorporar estos ritos y procesiones, al seguro cobijo de la Santa Madre Iglesia. Y recomiendo la urgente misión de hacer una iglesia en el lugar mismísimo de la revelación. […] me propongo como voluntario para edificar las bases de la Iglesia de Portobelo antes de las fiestas de guardar.» (181)

La misión del conquistador católico de la región del Pacífico se ha transformado definitivamente en lo contrario. Está siendo «evangelizado» por creencias y costumbres múltiples del Caribe. Hasta en su lenguaje clerical reconoce al Caribe como un crisol de mundos diferentes, que son iguales ante el Señor. Resume «que una vez más interpone ante los humanos ojos, la verdad, en cuanto a que los caminos del señor son de muy diversa gama y de muy diversas vueltas» (ibid.). El cuento que tiene su referente extraliterario en unas costumbres paganas celebradas anualmente en la región de Portobelo, se convierte en una alegoría del sincretismo cultural y religioso del Caribe (al mismo tiempo está lleno de alusiones al «sincretismo» comercial en forma del contrabando, otro rasgo característico del Caribe) y de la supervivencia de los ritos ancianos que se mezclan con la fe cristiana, dejando a los cristianos sin defensa. Ni siquiera el «débil amparo de la fe» (175) puede impedir la deconstrucción de la hegemonía católica-europea por medio de los recursos a la parodia y la ironía.

El Caribe como objeto de litigio entre los centroamericanos

Como en su novela Got Seif de Cuin! publicada en 1995, el autor beliceño David Nicolás Ruiz Puga en su cuento «Guerras y rumores de guerra» (2000) recurre a la historia de este país que recién en 1981 logró su independencia como estado nacional soberano del Imperio Británico, y que se destaca de los otros países del istmo no solamente por su desarrollo histórico muy particular, sino también por su exclusiva ubicación geográfica y cultural en el entorno caribeño.9

En el cuento se relatan unos acontecimientos sucedidos en el pueblo San José situado «a dos pasos de la frontera en la mera boca de los militares» (95s.), es decir, en el territorio limítrofe con Fallabón (Guatemala), dos pueblos que son separados por el Río Viejo. En particular, el tiempo narrado hace referencia a los sucesos de un día, doce años antes de la independencia, es decir, en el año 1969, narrado desde un tiempo después de haber logrado la independencia (véase 105):

«Lo más aterrador para los que vivíamos en el pueblo era una incursión armada en la madrugada, cuando todos colgábamos la quijada bajo las colchas.» (95)

Es una historia de continuos conflictos armados, o mejor dicho, de una permanente situación de amenaza de una invasión militar: «de una guerra presente […] en la mente de todos» (104). Estas amenazas tienen su causa directa en las reivindicaciones territoriales de Guatemala para recuperar el territorio bajo control inglés que se basan en el uti possideti iuris con que en el momento de la independencia de Centroamérica de España se definieron los límites territoriales de los estados nacionales en la región. Sin embargo, tienen su origen en los intereses geo-estratégicos de los españoles e ingleses y los conflictos de ahí resultantes, como lo explica el abuelo del narrador al inicio del cuento. Según él, «ni a los españoles ni a los ingleses les importaba un comino esta gente comelona de tortilla» (95), y la región había caído por fortuna en manos de los británicos.

Ante la amenaza permanente de los guatemaltecos con sus kaibiles, las tropas especiales anti-terroristas, el ejército de Su Majestad se convierte en un amparo de los habitantes de San José, que incluso se sienten protegidos por los «chinos» que llegan al pueblo en uniformes ingleses y que en realidad son soldados de Nepal al servicio de la armada británica, reconocidos por sus altas capacidades en la lucha en la selva. Estas expectativas culminan aparentemente con la visita anunciada del Duque Felipe Mountbatten de Edimburgo al pueblo vecino de San José Succotz, un Miércoles de Ceniza. Por supuesto, todo el pueblo se prepara para recibir al aristócrata y se reúne a las orillas del río. Sin embargo, «el Duque llegó y se fue. La visita no era al pueblo de San José como se había anunciado.» (101) En el último momento el representante de la Corona Británica había cambiado su itinerario por razones de seguridad dejando al pueblo, «un poco cabizbajo» (ibid.), inadvertido –como para reconfirmar los juicios sobre el desinterés de las fuerzas extranjeras en la gente de carne y hueso in situ pronunciados por la voz del abuelo al inicio del cuento.

También la invasión tan temida se convierte casi en un fantasma. Por cierto, los habitantes ante los rumores de guerra, reiteradamente se preparan para escapar de las tropas invasoras y esconderse en la zona norte del país:

«Un ambiente de inseguridad reinaba en todos los hogares donde estaban pequeños y grandes atareados, empacando sus pertenencias en valijas empolvadas y cajas de leche condensada. Mientras algunos abrían de par en par las puertas de sus gallineros para darle libertad incondicional al gallo y las gallinas, otros salían a rematar los cochinos a cinco centavos la libra. Se vendían los terrenos a precios de ganga sin importar ya las herencias y reliquias de los antepasados.» (103)

Sin embargo, «los invasores nunca llegaron» (105), la guerra no estalló. La invasión resulta «ser fabricación de algún haragán quien solamente deseaba comerse los pollos» (ibid.). No obstante –interviene la voz del narrador desde una perspectiva doce años más tarde, es decir, después de la proclamación de la independencia–, por un testimonio de un ex-oficial de las tropas guatemaltecas se supo que los preparativos para la invasión fueron reales, sólo se esparaba la orden del General de la República en aquel tiempo para comenzar las acciones militares, lo que nunca se dio.

El pueblo de San José sigue viviendo esta situación entre rumores y certidumbres, entre realidad e irrealidad también después de haber logrado la independencia del Imperio Británico (así termina la narración). Esta mezcla se convierte en una alegoría de la situación de un pueblo que existe entre la historia y la ficción y es objeto de litigios y lealtades múltiples y frágiles, siempre buscando conservar una identidad precaria entre estas influencias y presiones diversas para lo que constantemente recurre al camuflaje, al disimulo y una capacidad inmensa de adaptación. Al mismo tiempo, esta situación es el suelo nutritivo ideal de prejuicios mutuos entre los guatemaltecos y beliceños –a pesar de que por lo menos parcialmente tienen una historia común, están unidos por lazos familiares y también por recibir clases en la misma escuela al lado beliceño del Río Viejo:

«La escuela Católica Romana de San José contaba con varios alumnos de Fallabón, quienes cruzaban la frontera diariamente con el propósito de recibir una educación en inglés. Cada día, al tocar la campana del recreo, íbamos a comprar los dulces de melcocha y nos sentábamos bajo el árbol de bucut para hablar de los rumores de guerra. [...] Mientras los del pueblo hablábamos de irnos al norte hacia la frontera de Yucatán, los de Fallabón hacían mención de unas cuevas más allá de las montañas donde había suficiente agua y espacio. La discusión terminaba cuando sonaba la campana y todos acordábamos en irnos a las cuenvas en caso de guerra.» (96)

Gran parte del cuento es narrado desde la perspectiva de estos estudiantes jóvenes de San José. Este recurso narrativo le permite al autor diseñar una imagen del Caribe poco exótica, idílica o «mágico-realista», vista por dentro, una imagen de sus dificultades por encontrar y conservar una identidad propia en los conflictos entre las potencias España e Inglaterra, ante las reivindicaciones territoriales de sus hermanas y hermanos centroamericanos al otro lado del río y de la frontera, pero también ante la mezcla con «chinos», gurkhas, asiáticos etc..

Conclusiones

Las representaciones del Caribe están ocupando un lugar más amplio y más destacado en el espacio literario de la narrativa centroamericana contemporánea, no solamente en términos cuantitativos, sino también cualitativos. Predominan una perspectiva interior y la superación de una imagen homogénea del Caribe vista desde fuera, por lo que mejor podríamos hablar de representaciones de los Caribes. Es obvio que las posiciones tradicionales para definir el carácter de las literaturas centroamericanas, es decir, su pertenencia cultural, definitivamente se han vuelto obsoletas. En su estudio La historiografía literaria en América Central (1957-1987) publicado en 1995, Magda Zavala y Seidy Araya criticaron de manera ejemplar la primera edición del Panorama de la literatura nicaragüense publicado en 1966 por el crítico Jorge Eduardo Arellano, porque sostuvo que Nicaragua pertenecía a «la cultura grecorromana y católica» (Zavala/Araya, 1995: 83) y atribuía una condición «mediterránea, clave de nuestra geografía e historia» (Arellano, 1966: 7; cit. en Zavala/Araya, 1995: 83) a las letras nicaragüenses.10

Sin embargo, me parece algo exagerada la posición alternativa a que han llegado Magda Zavala y Seidy Araya en su estudio citado:

«La naturaleza de los procesos de conquista y colonia, así como la historia reciente de invasiones y estrategias de control neocoloniales (con sus consecuencias sociales y antropológicas, económicas y culturales) reúne esta zona ístmica con el Caribe y le imprime un carácter de caribeñidad a su vida social y a su universo imaginario, sobre todo en la costa atlántica.» (ibid.: 10)

Por cierto, los vínculos con las literaturas del Caribe se expresan en «la existencia de una literatura oral tradicional, que llega a dar sustento a algunas creaciones literarias ilustradas» (ibid.: 20), por un lado, y en «la presencia de los procesos culturales del Caribe en los temas de las distintas literaturas nacionales» (ibid.), por el otro. Sin embargo, no hay que hacer nuevas exclusiones. ¿Que sería, por ejemplo, la literatura salvadoreña para un concepto tal? Las narrativas centroamericanas siguen siendo articulaciones de influencias diferentes, mezclas entre el Pacífico, el centro (el altiplano, la montaña, el valle central) y el Caribe en todas sus diversidades.

Una de las tareas de ahí resultantes será profundizar los estudios de las literaturas centroamericanas escritas en español que se ocupan del Caribe (desde una perspectiva interior). El número de obras de este tipo publicadas en los últimos años ha aumentado de manera significativa y supera notablemente los pocos ejemplos analizados en esta conferencia. Unas de las autoras que más destacan en este contexto son la costarricense Anacristina Rossi con sus dos novelas La Loca de Gandoca (1992) y Limón Blues (2002) y la mexicana-costarricense Yazmín Ross con su novela La flota negra (1999) que se dedican por completo a la respresentación narrativa del Caribe costarricense en diferentes épocas.11 Otra tarea, no menos importante y pendiente ya hace mucho, es la de dedicar investigaciones exhaustivas al estudio de las articulaciones literarias centroamericanas en otros idiomas (inglés, creole, lenguas indígenas).12 Así la puerta de entrada a Centroamérica, que por mucho tiempo se había transformado en la puerta trasera del istmo, se podrá convertir en un portal de las literaturas en Centroamérica.

©Werner Mackenbach

 


Notas

Arriba

vuelve 1. Obviamente, hago abstracción de Belice que se caracteriza por rasgos muy propios en su desarrollo histórico, especialmente por sus vínculos estrechos con el imperio británico.

vuelve 2. Magda Zavala y Seidy Araya llegan a una conclusión similar para las obras historiográfico-literarias publicadas en los otros países centroamericanos. (véase Zavala/Araya, 1995: 185-189).

vuelve 3. En particular, en Los cuentos del Hermano Araña (1975) y en la novela La paz del Pueblo (1978) destaca una vista del interior en relación con la representación del Caribe y la incorporación de las tradiciones orales de origen africano. (véase Zavala/Araya, 1995: 20; Rojas/Ovares, 1995: 232).

vuelve 4. Antes había publicado los libros de cuentos Tiempo de claveles (1989), Entre Dios y el Diablo, mujeres de la Colonia (1993), la novela Asalto al Paraíso (1992), piezas de teatro y ensayos. En 2000 se publicó su tercera novela, El año del laberinto. Por estas obras fue galardonada con varios premios literarios en Costa Rica, México y Chile.

vuelve 5. Antes había publicado las novelas Trágame tierra (1969) y Balsa de serpientes (1976) así como los libros de cuentos Los monos de San Telmo (1963), Trece veces nunca (1979), Vino de carne y hierro (1993) y Hechos y prodigios (1998).

vuelve 6. La novela está basada en una concepción de la nación que no se fundamenta en criterios de exclusión étnica, una nación en que identidades étnicas diversas coexisten al mismo tiempo y con los mismos derechos. Esto, a mediados de los años noventa (cuando fue publicada la novela), no solamente seguía siendo un tabú –aunque la autonomía de la Región Autónoma del Atlántico Norte (RAAN) y la Región Autonoma del Atlántico Sur (RAAS) fue reconocida constitucionalmente. Fue también único en la literatura nicaragüense en castellano, porque las coordenadas de la geografía literaria hasta entonces eran determinadas casi exclusivamente por una concentración en la región del Pacífico. Como señalado, la costa del Caribe ocupaba solamente en pocas novelas contemporáneas un espacio –muchas veces marginal– dentro del espacio literario. En su novela «fundadora» de la nueva novelística en Nicaragua, Trágame tierra (1969), el mismo Lizandro Chávez Alfaro contó la historia política reciente de Nicaragua en los destinos de dos familias y dos generaciones e incluyó en su representación literaria de la geografía nicaragüense la región del Caribe (las ciudades El Rama, Bluefields, Puerto Cabezas, el territorio limítrofe con Honduras, el Río Escondido, etc.).

vuelve 7. El texto fue publicado en el libro de cuentos Vienen de Panamá (Ruiloba, 1991) y republicado en la antología de cuentos Hasta el sol de mañana (50 cuentistas panameños nacidos a partir de 1949) (1998) recopilada por el escritor Enrique Jaramillo Levi. Rafael Ruiloba también publicó el libro de ensayos Perfiles de la crítica literaria en América Latina (1984) y la novela Manosanta (1997), en que narra una trama parecida al cuento aquí analizado.

vuelve 8. Todas las citas del cuento son tomadas de la antología Hasta el sol de mañana (véase la nota anterior).

vuelve 9. El texto fue publicado en el libro de cuentos La visita (2000). El autor también publicó el libro de cuentos Old Benque: Erase una vez Benque Viejo (1990). David Nicolás Ruiz Puga es uno de los pocos autores hispanoparlantes del país. Sin embargo, hay que señalar que –aunque sea marginal– existe una tal literatura, que seguramente por razones de la inmigración fuerte, principalmente de salvadoreños, va a volverse más importante en los próximos años. Hasta ahora la literatura beliceña en su gran mayoría está escrita en inglés o creole. (véase el ensayo del mismo Ruiz Puga, 2001).

vuelve 10. Cabe señalar que en las ediciones siguientes de su estudio Arellano no reiteró este juicio con la misma rigidez, sin llegar, sin embargo, a una inclusión de la expresiones literarias caribeñas a la literatura «culta».

vuelve 11. Además, actualmente está escribiendo otra novela sobre el Caribe, que se titulará Limón Reggae, y un ensayo con el título Limón Swing. (según la información de la autora misma).

vuelve 12. Las literaturas centroamericanas no escritas en español (que muchas veces se basan en tradiciones orales) de las diversas comunidades indígenas de la región del Caribe hasta ahora han recibido muy poca atención y muy raras veces han sido publicadas. En Nicaragua, por ejemplo, en 1997 se publicó una antología bilingüe de prosa y poesía de autores misquitos contemporáneos (en español y misquito), con la ayuda financiera del estado noruego: Miskitu Tasbaia: aisanka yamni bara bila pranakira miskitu wih ispail ra wal ulban. La Tierra Miskita: prosa y poesía miskita en miskito y español, recopilada por Adán Silva Mercado y Jens Uwe Korten (Managua: Centro Nicaragüense de Escritores). Contiene textos de autores nacidos entre 1940 y 1967. Como ya señalado, en Belice existe un gran número de textos publicados en inglés y creole. (véase Ruiz Puga, 2001).


Bibliografía

Arriba

a) Obras literarias

  • Aguilar, Rosario, 1986: Siete relatos sobre el amor y la guerra, San José: EDUCA.
  • Belli, Gioconda, 1996: Waslala. Memorial del futuro, Managua: anamá ediciones.
  • Blandón, Erick, 1997: Vuelo de cuervos, Managua: Editorial Vanguardia.
  • Chávez Alfaro, Lizandro, 1999: Columpio al aire, Managua: UCA Editores.
  • Jaramillo Levi, Enrique (ed.), 1998: Hasta el sol de mañana (50 cuentistas panameños nacidos a partir de 1949), Panamá: Fundación Cultural Signos.
  • Lobo, Tatiana, 1996: Calypso, San José, Costa Rica: Ediciones FARBEN.
  • Mendieta Alfaro, Roger, 1999: La zarza y el gorrión, Managua: Editorial Hispamer.
  • Ross, Yazmín, 1999: La flota negra, México, D.F.: Alfaguara.
  • Rossi, Anacristina, 1992: La Loca de Gandoca, San José: EDUCA.
  • Rossi, Anacristina, 2002: Limón Blues, San José: Alfaguara.
  • Ruiloba, Rafael, 1991: Vienen de Panamá, Panamá: Editorial Mariano Arosemena/INAC.
  • Ruiz Puga, David Nicolás, 2000: La visita, México, D.F.: ediciones pleamar.
  • Tijerino Molina, Bayardo, 1991: El Reino Moskito (La novela de la Costa Atlántica), Managua: Editorial Impresiones Técnicas.

b) Estudios

  • Arellano, Jorge Eduardo, 1966: Panorama de la literatura nicaragüense (De Colón a finales de la colonia), Managua: Imprenta Nacional.
  • Arellano, Jorge Eduardo, 1994: Diccionario de escritores nicaragüenses, 2 tomos, Managua: Instituto Nicaragüense de Cultura.
  • Arellano, Jorge Eduardo, 1997: Literatura nicaragüense, Managua: Ediciones Distribuidora Cultural.
  • Miró, Rodrigo, 1996: La literatura panameña. Origen y proceso, Panamá: Editorial Universitaria.
  • Rojas, Margarita/Ovares, Flora, 1995: 100 años de literatura costarricense, San José: Ediciones FARBEN.
  • Ruiz Puga, David Nicolás, 2001: «Panorama del texto literario en Belice, de tiempos coloniales a tiempos post-coloniales», en: Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos, no. 1, enero-junio (www.denison.edu/istmo).
  • Zavala, Magda/Araya, Seidy, 1995: La historiografía literaria en América Central (1957-1987), Heredia: Editorial Fundación UNA.

*Istmo*

*¿Por qué existe Istmo? *¿Qué es Istmo? *¿Quiénes hacen la revista? *¿Cómo publicar en Istmo?*

*Consejo Editorial *Redacción *Artículos y Ensayos *Proyectos *Reseñas*

*Noticias *Foro Debate *Buscar *Archivo *Enlaces

*Dirección: Associate Professor Mary Addis*

*Realización: Cheryl Johnson*

*Istmo@acs.wooster.edu*

*Modificado 10/20/02*

*? Istmo, 2001*

Web Design SWS CR © Istmo - 2000-2010